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Se sentó encima de mi rodeándome con sus piernas. Al momento pudo notar a través de la ropa mi miembro completamente erecto y empezó a frotarse con él mientras me besaba y acariciaba mi pelo. La había conocido a mediodía mientras paseaba por la playa, la playa de la Renega en Oropesa, a orillas del Mar Mediterráneo. Una cosa había llevado a otra y entre risas y miradas de complicidad nos habíamos acomodado en el recoveco que ofrecía una de las numerosas calas, una especie de cueva, para amarnos lejos de miradas indiscretas; esta cueva era espaciosa, lo suficiente para estar de pie en ella sin ningún problema, y de unos tres metros de profundidad. Yo también podía notar el enorme calor que desprendía su sexo, aun a través de la ropa.
Allí, con el calorcillo de aquella tarde de mayo, el hermoso sonido de las olas al llegar a la playa y aquella chica amándome sin culpa y con sincera entrega, me convertí en un hombre feliz, en el hombre más feliz del mundo, convencido de que un hombre y una mujer podían encontrarse en el amor y, sin culpa y sin remordimiento, aunarse con él en un acto de felicidad, pasión y ternura.
Así, seguros de que nadie podía vernos por nuestra situación en la cala (estábamos en la arena, orientados hacia el mar en la cuevecita que formaban las rocas del borde exterior de la cala), ella me saco la camiseta y acto seguido me quito los pantalones y a la vez los slips, dejándome, pues hacía rato que me había quitado las sandalias, completamente desnudo sobre la toalla; y viéndome allí tendido y con el miembro completamente erecto, mi compañera se regocijo, y sus manos comenzaron a acariciar mi vientre y el resto de mi cuerpo.
Al poco rato, habiendo ya reconocido todas las formas de mi físico, fue ella la que se desnudó: se sacó la blusa, y vi sus hermosos pechos de oscuros pezones, que estaban duros y de punta; luego se sacó los pantalones junto con las bragas y los dejo con el resto de la ropa (¡ya habíamos hecho una pequeña montaña entre mi ropa y la suya!); se sentó sobre sus talones a la altura de mi cadera a mi derecha, mientras yo permanecía cómodamente tendido, adoptando esa postura que a menudo se usa para meditar, y cogió mi pene entre sus manos; yo entre en un hermoso trance mientras mi compañera me obsequiaba con algún tipo de masaje muy estimulante, que incluía también los testículos; luego, sin prisa, comenzó a lamérmelo y a juguetear con su lengua en la punta mientras yo, extasiado, le acariciaba el hermoso pelo oscuro; después, con autentico frenesí empezó a chupar y a succionar con fuerza; al poco rato me corrí en su boca sin que ella dejara ni un momento de sujetarme el miembro con su mano derecha y de chupar arriba y abajo; cuando hube acabado, ella se retiró sonriéndome y se tragó mi semen que todavía conservaba en su boca. Me relaje y me regocije en el bienestar más absoluto. Volví a oír el suave vaivén de las olas, y pude disfrutar del olor que el sexo de mí compañera desprendía, un aroma muy agradable, como el mejor de los inciensos.
Entonces fue mi turno; le dije que se tendiera en la toalla boca arriba, y la recorrí con mi lengua de arriba a abajo, con deleite, saboreándola, dándole suaves bocaditos aquí y allí al tiempo que mis manos la recorrían con dulzura y con suavidad, relajándola y excitándola a la vez; mientras, ella, con los brazos extendidos a los lados del cuerpo, daba algunos gemiditos de placer y decía algún "así" o "sigue amor" o algún "me encanta".
Después de un excitante masaje en los pies, que también bese, lamí y mordisquee, le entreabrí las piernas, regalándome la vista con un hermoso sexo de grandes labios oscuros y carnosos que se habrían mostrando la puerta, el umbral de los misterios, del placer y del amor; y aunque el bello oscuro era abundante en el pubis, en las ingles y a los lados del sexo habían sido cuidadosamente quitados, así que no me lo pensé y me entregue al hermoso trabajo de saborear los jugos de la más deliciosa de las frutas. Deslizaba mi lengua a lo largo de sus labios, me detenía en su clítoris donde con un ritmo constante lamia como el tigre que bebe agua en el margen del rio; después de esto, volvía a recorrer sus labios, los abría con delicadeza contemplando la gloria y el esplendor y mordisqueaba sus ingles; volvía a lamer, primero lento y luego aumentando la velocidad; mi lengua volaba sobre su clítoris como el águila que baja en picado para caer sobre su presa, y mi dedo corazón, introducido en su vagina, no paraba de entrar y de salir; a todo esto, ella, que no paraba de acariciarse los pechos, gemía, murmuraba y disfrutaba completamente entregada al placer y al bienestar que yo le proporcionaba.
Y como llega la primavera después del invierno y explota en colores, luz y vida, su orgasmo también llego, y se convirtió en huracán y la elevo, la recorrió, la hizo gritar, la llevo hasta la dimensión del éxtasis y luego, con la suavidad con la que cae una hoja de un árbol, bamboleándose en el aire hasta la tierra, la dejo de nuevo allí tendida, extasiada y feliz de estar viva.
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