Mi mujer se llama C. Tiene 30 años, pelo castaño, es guapa, mide 1,67 y es delgada, muy delgada. La primera vez que hice el amor con ella, el mismo día que nos conocimos, fue su delgadez lo que más me excitó, fue sentir que al penetrarla ocupaba el ancho de su cuerpo por dentro y que mis manos abarcaban por fuera holgadamente su cintura.
Este verano fuimos de vacaciones a Menorca. Nos quedamos en un hotel agradable, lleno de turistas extranjeros en familia. Entre la piscina y una cala cercana pasamos nuestros primeros días, descansando, en un entorno familiar pero tranquilo. Colchonetas y periódicos, dejamos que nuestros cuerpos fueran calentándose bajo el bondadoso sol y enriqueciéndose con el agua del mar. En la habitación del hotel descargábamos nuestros cuerpos haciéndonos morbosamente el amor, besándonos el cuerpo salado.
Un día de Julio alquilamos un coche y nos dedicamos a visitar distintas calas de la isla. Estuvimos en una playa nudista, donde destapamos nuestros cuerpos y dejamos que el sol nos fuera calentando. Algunos hombres, al pasar, miraban el cuerpo de C y alguno incluso se atrevía a mirar directamente su sexo, cuyo vello yo mismo había recortado la víspera dejándolo en una estrecha tira de cortos pelitos. A ella parecía no importarle y, porqué no voy a decirlo ya, a mí, siempre que no exceda cierto límite, me excita que se exhiba y la admiren. Ella no estaba aún morena, pero se le notaban en el cuerpo claramente las marcas de haber tomado el sol en bikini. Esas marcas definían el espacio prohibido de su cuerpo y eran como una pista dibujada en su cuerpo donde aterrizaban seguras, quizá para quedarse, las miradas de algunos hombres que pasaban. Esas marcas de lo prohibido acogedor hacían a C aparecer a mis ojos, y supongo que también a los del algún otro, más excitante y morbosa.
En esa playa yo dedicaba largas y un poco descaradas miradas a otras mujeres. Tengo la suerte de que a mi mujer no le importa que mire otros cuerpos, otros pechos, otros culitos, otros sexos, incluso que fantasee con ellos y se lo cuente. En aquella larga playa mi excitación iba aumentando. No era una excitación inmediata, como la que pone el sexo erecto, sino una más profunda, afortunadamente menos notoria, que se va acumulando reposadamente entre el sol, la sensación del cuerpo desnudo, la exhibición de mi mujer y la sesión de voyerismo que estaba degustando.
La siguiente cala que visitamos fue Macarela. Las guías nos prometían el paraíso del nudismo pero, si bien había algunos valientes, el ambiente no era muy distinto del que se vivía en la piscina de nuestro hotel.
Tras un par de horas en Macarela, tomamos un muy estrecho sendero entre árboles que nos llevaba a una cala, como su nombre anunciaba, más pequeña: Macareleta. El camino era realmente estrecho y sobre riscos, un poco peligroso, lo que hizo a C dudar y pensar, por prudencia, en volver atrás. Pero una pareja venía en dirección contraria, y como no podíamos cruzar al tiempo los cuatro por el estrecho paso en el que estabamos, les esperamos para dejarles pasar primero, de forma que les vimos acercarse poco a poco. Él era joven, no más de 22 ó 24 años, ella tendría poco más. Él llevaba una camiseta playera y su traje de baño. Sus andares eran sosegados, demorados. Ella llevaba una especie de foulard por arriba, y no fue hasta que estaba a pocos metros descubrí que iba desnuda de cintura para abajo. Ella era más bien gordita, muy sensual, guapa y la situación era tremendamente excitante porque ella me mostraba su coño con descaro. No pude evitar mirarle el sexo aunque tuve que retirar rápidamente la mirada al cruzarse la de él. Ahora me arrepiento de no haberla mirado y disfrutado con más descaro, con más morbo, porque probablemente a él no le importaba que yo mirara, o quizá incluso le excitaba, tal vez se trataba de alguna prueba de un juego que ella perdió o él le propuso. Si era un juego, ella lo estaba jugando muy bien, si una fantasía, tenían que estar ambos gozándola.
Tal vez fue esa visión, y las delicias de exhibición, juego y voyerismo que prometía las que convencieron a C de seguir adelante hacia la nueva cala.
Macareletta se ofreció al cabo de unos minutos, a nuestra vista. Es una cala pequeña y bella. Según nos fuimos acercando pudimos comprobar que, éste sí, era realmente nudista y había gente guapa y joven.
Extendimos nuestras toallas. Yo me quité el traje de baño mostrando mi sexo de tamaño medio pero ancho y muy ligeramente desviado hacia la izquierda. C se quitó con naturalidad su bikini, mostrando primero sus pechos pequeños y luego su culo delgado y blanco. Acaso quien se fijase mucho desde una buena perspectiva, pudiera ver bajo el vello recortado los largos, grandes labios vaginales que cuando se humedecen me dan paso a su sexo. Nos tumbamos al sol.
A nuestro lado, a unos 5 metros había una mujer sola, de unos treinta años, sólida, fuerte y muy morena. No llevaba marcas de sol, debía de llevar muchos días tomando el sol desnuda. Estaba recostada sobre la arena para ver el mar, la gente que se bañaba y a nosotros. Por desgracia, tras una rápida mirada, no pareció interesarse más por mí. No prestó ni una mirada directa a mi sexo. Quedé un poco decepcionado.
Un poco más lejos, ya casi en el inicio del bosque de pinos y matorral que cubre el monte colindante, había un tío de buen cuerpo que tomaba el sol boca abajo. No nos sintió llegar, dormía. Por su físico podía ser germano o nórdico. Tenía unos 30 años.
C, tumbada, tomaba el sol boca arriba, con inocencia y naturalidad. Las piernas ligeramente entreabiertas y dobladas por las rodillas. Mostraba así su sexo a quien pasase por delante. Yo miraba a aquella morena y su sexo intentado que ella respondiera y mirara el mío con deseo o siquiera con curiosidad, como juego cachondo, pero no conseguí llamar su atención.
Al menos me divertía la condescendencia y el cariño con que C me dejaba mirar, con una sonrisa y sin reproches, casi con ternura, comprendiendo mi relajada excitación.
Quienes sí saboreaban las mieles del sexo de C era un trío de italianos en sus treinta que pasó por delante mirando descaradamente. Todavía no sabría decir si la actitud de aquellos italianos me molestó.
El alemán, luego supe que era alemán, había despertado ya de su siesta. Se dio media vuelta y se incorporó un poco sobre sus codos para ver qué pasaba por la playa. Encendió un cigarro. El cuerpo de C pareció gustarle, pero era respetuoso y miraba a la gente de una forma franca, acostumbrada a los desnudos, sin aparentes intenciones sexuales. Miré disimuladamente: me sorprendí a mí mismo pensando que su sexo era bonito y de un tamaño proporcionado. Bastante parecido al mío, pensé halagándome a falta de otras atenciones por parte de la morena. Fue entonces cuando se me ocurrió.
Le propuse a C que jugáramos un juego, del tipo que probablemente jugaba la pareja que nos habíamos cruzado. Ella aceptó juguetona e inocente, sin preguntas, sin saber de qué se trataba pero confinado en mí, y en ella misma. Le propuse que cogiera un cigarro se acercase a ese alemán y le pidiera fuego. Mientras él se lo da ella debía mirar descaradamente su sexo de cerca y al volver debía contarme si le había o no gustado y compararlo con el mío. Yo imaginaba que el alemán no podría resistir una reacción de su pene al contemplar de cerca a C. Ese era mi inocente juego. Y los previsibles halagos de C a mi masculinidad serían el estúpido premio que esperaba.
C pareció aceptar de buen grado el juego. Yo no sabía si aceptaba por agraciarme, porque le apetecía moverse después de un buen rato tumbada o tal vez porque le gustó el juego y quería ponerse un poco a tono mirando de cerca otro sexo que no fuera el mío. Tal vez todo se unió para hacerla levantar casi antes de que terminara de explicarle el juego. Se agachó de espaldas al alemán para rebuscar en su bolso su paquete de tabaco. Sacó un cigarro sin intentar ocultar el mechero que ostensiblemente sostenía con presión sobre la cajetilla el plástico que lo envolvía. Este rubio germano no había perdido detalle mientras C buscaba en su bolso y, no sé si intencionadamente o no, le ofrecía una magnífica vista de su culo (y tal vez incluso de sus labios), de modo que cuando vio que C se daba media vuelta y se dirigía directamente hacia él, pareció azorarse un poco.
C se acercó a él y se agachó como yo le había pedido. Pero se agachó de una forma sorprendente. Nunca pensé que lo haría. No se agachó de forma discreta con las piernas juntas como yo había previsto. Con los pies un tanto distantes, al tiempo que iba doblando las rodillas las separaba, hasta llegar a esa posición de flexión que todos hicimos alguna vez en clase de gimnasia. Así, en cuclillas, se inclinó un poco hacia él y, no sé si en inglés o en español, le pidió, como habíamos acordado, fuego. Yo estaba sorprendido. Su postura, ahora con una mano acercando el pitillo a su boca y la otra apoyando las yemas de los dedos en la arena, recordaba a la típica de los futbolistas agachados posando antes de un partido. La posición en efecto era muy natural y cómoda. Lo habría sido si ella estuviese vestida. Pero estaba desnuda y estaba mostrando todo su sexo entreabierto a un desconocido que tenía su rostro a escaso medio metro de sus labios. Este hombre, alargando el cuello, podría haber pegado un lengüetazo a sus rodillas si hubiese querido. Mi perspectiva no era mala, desde atrás veía el nacimiento de su culo entreabierto, casi podía ver el ano que la víspera había lamido para luego penetrarlo mejor.
Era evidente que ella había entendido la naturaleza del juego y para mi sorpresa lo estaba practicando con sorprendente maestría, y no sólo por satisfacer mi morbo. La veía cumplir mi fantasía con esa naturalidad de lo que sale de dentro, como algo sentido y propio. Lo está haciendo, pensé, también por ella.
Los ojos alegres y la bonita sonrisa del alemán al ofrecerle fuego mostraban que estaba disfrutando mucho de la compañía de C, pero no sabría decir si había intención sexual en su amabilidad. Acercando la punta de su cigarro a la llama, C cerró por un momento los ojos, fue entonces cuando claramente vi que el alemán aprovechaba para mirar directamente ese sexo entreabierto y semidepilado que tenía tan cerca. C pareció no haberse dado cuenta.
C incorporó su espalda hacia atrás para dar, con el rostro ligeramente hacia arriba y los ojos casi cerrados, una larga primera calada a su cigarro. De nuevo la posición era natural, propia de quien disfruta de su cigarro, pero la situación la hacía extrañamente sugerente. Ese tío tenía a C de cuclillas ante él, con las rodillas separadas y, al haber arqueado la espalda hacia atrás, le mostraba sus pechos pequeñitos.
Desde luego C ha cumplido con su juego a la perfección, pensé mientras esperaba que se levantara y volviera para contarme cómo había vivido ella la escena. Le tengo que decir que me ha excitado mucho, pensaba yo, tengo curiosidad por saber si ella también lo ha disfrutado.
Pero ella no se levantó. Mirando a los ojos a aquel hombre dio una segunda calada en silencio y, todavía de cuclillas, exhalando el humo empezó a conversar con él. Qué sé yo qué le dijo, tal vez algo sobre el tiempo o sobre la playa, seguramente le preguntó de dónde venía él o dónde se hospedaba. El caso es que él le contestó por extenso y al terminar los dos rieron no sé de qué. C de pronto, en un rápido movimiento, dejó caer su peso y sentó su culito sobre la arena, como mostrando que estaba decidida a conversar un rato más, tal vez lo que durara su cigarro. Sus rodillas semiabiertas y arqueadas se abrieron en un segundo por completo y sus piernas se entrelazaron paralelas a la arena, como en una posición relajada de yoga. De nuevo era una posición natural y cómoda en cualquier otro contexto, que a cualquiera que la viera de lejos podría parecer inocente, pero que le ofrecía a ese hombre tumbado todo su sexo, que ahora yo deseaba más que nunca, abierto por completo. Él era discreto y la miraba a los ojos, pero en esa posición pretendidamente inocente y a esa distancia, si hubiese querido, podría haber visto con todo detalle el bello dibujo que los labios de mi mujer describen en su carne, cada detalle de su piel, cada matiz del rosado de sus labios. Tenía que ser una visión maravillosa y la tenía tan cerca de su boca que seguro le estaba llegando el agridulce olor del sexo de mujer.
Él le dijo algo que C pareció no entender o no escuchar bien, de modo que de la forma más espontánea C puso su mano libre atrás sobre la arena para impulsar su culito unos pocos centímetros hacia adelante y recuperar la misma posición, pero ahora más cerca de ese hombre perfectamente desconocido, perfectamente desnudo y perfectamente deseable para cualquier mujer incluida, empezaba yo a temer, C. La sensualidad del gesto de incorporar un poco el culito para acercarse a él es difícilmente descriptible. Ese gesto fue tan irresistible que ahora sí capte una fugaz mirada del alemán hacia el sexo de C que no creo que ella, concentrada en su movimiento y ladeada su cabeza, estuviese interesada en percibir.
Estuvieron así hablando unos minutos que a mí se me hicieron eternos. Yo dejé de mirar por no parecer un celoso marido acaparador y aparentar mundano desinterés en lo que estaba pasando a unos pocos metros. Pero de vez en cuando los miraba de reojo.
No sé por qué razón C alargó la mano para ofrecerle su cigarro. Supongo que él le pediría una calada, con el fin, pienso yo, de tocar sus dedos, puesto que acababa de fumarse su propio cigarro. Tras una buena calada posó con desgana su muñeca en la rodilla de C como punto de apoyo para devolverle el cigarrillo. Ella tomó el cigarro pero la muñeca de él permaneció un par de instantes más en su rodilla, inmóvil, esperando quizá un rechazo, hasta que al no recibirlo abandonó su mano, como sólo impulsada por la gravedad, relajadamente en la cara interna del muslo. No podía culparle, era ella la que parecía estar ofreciéndole su sexo en bandeja para que él degustara sus sabores. Y fue entonces, en ese momento, que su cuerpo no pudo resistir la excitación y su sexo se movió creciendo ostensiblemente. No se trataba de una empalmada, ni mucho menos, de hecho podía haber pasado desapercibida, pero él, en un descuido, se miró su sexo, preocupado, para ver si su tamaño y forma no le dejaban en evidencia o empezaban a aconsejar la media vuelta. C percibió el significado de la mirada y por vez primera fijó la suya en la polla de este hombre, como había prometido hacer, pero su mirada era tranquila, sin mostrar emoción alguna y duró unos largos segundos. Él se azoró mostrando una sonrisa apurada y casi tímida, pero muy intencionada, pícara, que seguro le ha hecho ganar muchas batallas. C se rió con ternura y, con un extraño gesto que parecía decir que lo sentía pero que tenía que irse, apagó su cigarro en la arena, se inclinó hacia él, le dió un amistoso beso en la boca y se levantó para venir a nuestro sitio.
“Hola, perdona que haya tardado, pero no podía irme sin comprobar que le provocaba una pequeña reacción en su cuerpo. ¿era el juego que querías, no?. Si quieres que le haga alguna cosita más a éste a este mocetón, atrás entre los pinos, me dices, que con mucho gusto cumplo”. Diciendo esto se tumbó boca abajo a seguir tomando el sol. Yo no supe qué pensar. Si hablaba en serio o había sido una broma. Su dominio del juego que yo creía haber ideado había sido total. Nos había dejado, al alemán con una sonrisa estúpida el resto de la tarde, y a mí con una extraña sensación, muy excitado, pero sin saber realmente el significado del mensaje que acababa de recibir, si podría en el futuro proponerle más juegos o si esa superioridad provenía del desinterés. ¿Quiso decir que podría ella en el futuro dirigir mis fantasías por lugares que yo no controlaría y no sabía si deseaba?, ¿me protegía así de mis propios deseos?, ¿estaba realmente dispuesta a hacer con aquél hombre lo que yo le pidiera?.
No sé que imágenes pasaron por su imaginación esa noche cuando follábamos, nunca se lo pregunté, pero supongo que la sonrisa del alemán, sus ojos y su sexo no andaban lejos. Yo no podía quitarme de la cabeza la escena de Macareleta hasta que mi semen desbordó en su sexo entre gemidos que mostraban que nos corríamos juntos. Me levanté a mirar por la ventana el Mediterráneo en que nos conocimos y la luna que en él se miraba quizá también morbosa. Me pregunté si realmente conocía a esa mujer que ahí mismo en la cama había encendido ya con doméstica rutina el televisor para ver algún ruidoso concurso semanal. Parecía no recordar que hacía todavía pocas horas había estado en silencio ofreciéndome su sexo a través de los deseos de un extraño. Yo pensaba si su sabia y tierna comprensión de mis fantasías no tendría, como en los milenarios mitos de estas costas, la dimensión inabordable y cotidiana del mar, de la luna, de la mujer.
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Hola: si C. hubiese sido Herminia las cosas no hubiesen terminado tan pronto, por lo demas el relato esta genial mis felicitaciones.