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Las Coloradas Capítulo 7

A pesar de mí cacareada indiferencia al sexo, que en realidad era miedo, mi cuerpo estaba vivo y, secretamente, me sometía a llamados extraños que, aunque quisiera ignorar no podía dejar de experimentar. Con una astucia de la que me creía ajena y una serena discreción que me asombró, sonsaqué a una chica que se ufanaba de sus desinhibiciones sexuales sobre un cine en el que exhibían una película que explicaba científicamente todo lo relativo a las relaciones sexuales. Pese a mi timidez, no estaba dispuesta a dejar pasar la ocasión y ese miércoles, en vez de ir al colegio, tomé un bolso de cuero de mamá y poniendo en él ciertas cosas, me armé de valor y partí hacia el cine Rialto de la avenida Córdoba.
En el baño de una confitería de las inmediaciones completé mi transformación; me quité la corbata y la camisa del uniforme, cambiando las medias tres cuarto y los zapatones de suela de goma por mocasines de medio taco. Sin el cinturón, el jumper parecía un vestido verde oscuro, tal vez un tanto corto para la época. Soltando la larga melena ondulada, me peiné y maquillé como una mujer adulta. El resultado terminó por impresionarme a mí misma, hasta ese momento inconsciente de mi belleza y de lo mayor que parecía.
Como si lo hiciera habitualmente, transpuse las puertas de vidrio, crucé el hall y me enfrente al boletero al que le ordené una entrada. Apoyado en el mármol del mostrador, el hombre me miró suspicaz a través del enrejado y luego, meneando la cabeza dubitativamente, me entregó el papelito. Apresuradamente, porque la película ya había comenzado, subí las escaleras y me instalé en el pullman, donde me parecía ser más anónima. A la luz escasa que proyectaban los reflejos de la pantalla, busqué a tientas el último asiento de la última fila, arrinconada y bien pegada a la pared. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, comprobé que sólo había tres parejas demasiado ocupadas como para distraerse ni siquiera registrar mi solitaria presencia.
Disfrazada bajo la denominación de un documental científico, la película era en realidad una exhibición pormenorizada de miembros masculinos en erección, masturbaciones y eyaculaciones. A vistas detalladas de vulvas y vaginas dilatadas brillantemente barnizadas por el flujo y una explicación gráfica sobre las funciones de los labios mayores y menores así como la excitación del clítoris, proseguían penetraciones vaginales y anales, la mutua excitación oral y manual y las muestras de sus reacciones registradas por sensores colocados en los sitios apropiados que mostraban las curvas en papeles milimetrados. Visto en perspectiva, era un panfleto pornográfico, pero para una niña que no conocía más que su propio sexo y eso, superficialmente, el impacto fue terrible.
Con el corazón golpeándome en el pecho como un tambor, las sienes latiendo afiebradamente por la sangre bombeada al cerebro y la garganta reseca por la excitación, miraba todo embelesada. Alucinada y con los puños apretados, permanecía sentada en el borde la butaca mientras sentía que el sudor me colocaba un húmedo bigote sobre los labios y una finas gotitas se deslizaban por el pecho hasta la represa del corpiño.
Media hora más tarde y en pleno invierno, la transpiración me cubría toda. Sin despegar la vista de la pantalla, me recosté en la butaca y mi cuerpo resbaló laxamente sobre la cuerina. En instintiva respuesta a las sórdidas imágenes que me bombardeaban, apoyé el pie izquierdo sobre el respaldo de la fila anterior y alzando levemente la pollera, dejé que mi mano de deslizara involuntariamente sobre el muslo, acariciando suavemente la tersura de su parte interior.
Resbalando sobre el sudor, la mano descendía desde la rodilla para volver al punto de partida y cada vez, se aventuraba un poco más adentro hasta que tomó contacto con la bombacha para comprobar que estaba humedecida por misteriosos jugos que fluían del sexo. Ese contacto volvió a hacerme sentir aquellas cosquillas desasosegantes que poblaran mis riñones bajo la ducha; mi boca entreabierta, como si me faltara el aire, jadeaba quedamente y una bandada de pájaros inquietos aleteando convulsivamente se instaló en mi vientre. Aun sobre la tela mojada, mis dedos presionaron y se deslizaron a lo largo de la vulva en agradable estregar, aumentando la excitación y el placer que ese roce me provocaba.
Curiosamente y venciendo la repugnancia, llevé los dedos a la boca y saboree las mucosas, cuyo regusto agridulce no me disgustó. Con el estruendo de los gemidos monstruosos de una mujer alcanzando su orgasmo atronando mis oídos, cerré los ojos e introduje los dedos por debajo del elástico de la bombacha, hollé la espesura del vello púbico y los deslicé entre los húmedos pliegues en una caricia que me hizo gemir de placer. Espontáneamente, dos dedos se concentraron en estregar la carnosidad del clítoris y una angustia tremenda me atenazó la garganta al tiempo que sentía como si un hueco enorme se abriera en mi vientre y comencé a ondular el cuerpo, clavando los hombros en el respaldo de la butaca.
Respirando afanosamente entre los dientes apretados, roncaba suavemente y absorbida por esas nuevas sensaciones cuando advertí como una mano se apoyaba en mi rodilla, presionándola suavemente. Totalmente paralizada por el terror y la vergüenza, la sentí recorriendo con rudeza el muslo izquierdo mientras una voz, baja y ronca, me sugería permanecer callada, diciéndome que mi disfraz no lo había engañado y amenazaba con llamar a la policía por ser menor de edad. Esa sola posibilidad y el escándalo que significaría si mi madre se enteraba, me hizo quedar muy quieta, aceptando su manoseo que, no sé si por la excitación que me provocara la película o mi propia calentura, no me desagradaba.
Desde las ingles, la mano se escurrió por debajo de la bombacha, rascó mi ensortijado vello y los dedos se hundieron en la vulva. Una vez allí, restregaron con inusitada ternura al clítoris ya endurecido y se entretuvieron macerándolo y empapándolo con los fluidos que la mano arrastraba desde la apertura de la vagina. Esa fricción me elevaba a un grado del placer que desconocía y que, aferrada a los brazos de la butaca, me hacía proclamar mi asentimiento para suplicarle quedamente por más.
Mi boca se había llenado de una saliva espesa y cuando el hombre, lentamente, casi con timidez, excitó con los dedos la boca de la vagina e introdujo dos de ellos en su interior, rascando, hurgando la rugosa superficie plena de olorosas mucosas, exhalé un profundo suspiro y apoyada en el asiento anterior, arquee mi cuerpo para combar la pelvis en búsqueda de una mejor penetración.
No sé si él rompió o desgarró algo que debía serlo o si todo se correspondía con la tensión de mis músculos, lo cierto es que por un momento hubo un intenso dolor que se instaló en mi cabeza y fue rápidamente sustituido pon una inefable sensación de goce y placer. Instintivamente, mis caderas se elevaban en un suave ondular y la garganta comenzó a emitir hondos gemidos de satisfacción. Arrodillado sobre el asiento vecino, el hombre selló mi boca con la suya en un beso apasionado y tomando la mano izquierda que atenazaba la madera, la llevó hasta su entrepierna, guiándola para que mis dedos rodearan una carnosidad caliente y húmeda.
Con los ojos fijos hipnóticamente en la pantalla en donde una mujer masturbaba a un miembro de dimensiones colosales, estrujé apretadamente al pene, restregándolo arriba y abajo con verdadera furia. Realmente, sentir esa cosa rígida, caliente y vibrante entre los dedos, incrementaba sensiblemente la excitación que me proporcionaban sus dedos traqueteando en la vagina y me esmeré en aumentar la presión y la velocidad de la mano mientras sentía que en mí sucedían cosas inexplicables que me perturbaban; garfios diminutos parecían aferrarse a mis músculos y tendones queriéndolos arrastrar hacía la hoguera que ardía en el fondo del sexo.
El hombre roncaba quedamente y acercando su cuerpo, rozó mi boca con la encendida cabeza del falo e introduciéndolo entre los labios, la llenó con su dureza mientras me pedía que lo chupara. Yo no conocía el grado de mi excitación y calentura hasta que no sentí el miembro dentro de la boca. Mientras con la mano continuaba masturbándolo, mis labios encerraron en un anillo de suave carnosidad la monda cabeza y, chupándola con fruición, la fui introduciendo en la boca que se dilató complaciente, azotándolo suavemente con la lengua. El vaivén que le imprimía a mi cabeza parecía estar en concordancia con el ritmo de los dedos que penetraban la vagina y dentro de mi cuerpo se intensificaron las sensaciones de histérica angustia ante la necesidad de soltarse en un algo desconocido, en tanto que los cosquilleos en la columna vertebral se hacían insoportables, sumados a unas ganas inmensas de orinar.
El vaivén de mi cabeza se hizo alucinante; yo chupaba con verdaderas ansias la que se me antojaba una exquisita verga hasta que, en un momento dado, las ataduras que mortificaban mis entrañas cedieron y una marea de pastosos líquidos se derramó por mi sexo a través de la dilatada y excitada apertura de la vagina, empapando los dedos del hombre y escurriéndose gotosa hasta la tela de la pollera. El hombre también estaba llegando al clímax y sosteniendo con fuerza mi cabeza, expulsó dentro de la boca una cantidad increíble de un líquido viscoso y caliente, con un fuerte sabor almendrado que no me pareció agradable. Yo pujaba por retirar la cabeza pero el hombre me lo impedía, sacudiéndose en lento vaivén y derramando chorros del oloroso semen que, ante la posibilidad de ahogarme, tuve que tragar para poder tomar aire. Mientras me derrumbaba en la butaca con la boca abierta en estertorosos gemidos llenando de aire mis pulmones, él derramó los últimos goterones de esperma sobre mis labios y mentón.
Minutos después abrí los ojos adormilada y envuelta en la penumbra de la sala, descubrí que el hombre había desaparecido. Lentamente fui comprendiendo la enormidad de lo sucedido y con las lascivas imágenes de fondo, sollocé durante unos momentos por lo que yo misma había provocado con mi inconsciencia y que había aceptado con verdadero placer.
Pronto me di cuenta de que era una chiquilinada seguir lamentándome; abriendo el bolso, saqué la camisa y con sus faldones me limpié la cara, el cuello, el pecho y las manos de la pegajosa cremosidad de la esperma. Desprendiéndome de la bombacha mojada, la arrojé debajo de las butacas y volviendo a vestir el uniforme, guarde los mocasines en el bolso. Con un pañuelo borré los pocos restos de maquillaje y peinando mi melena en la acostumbrada cola de caballo que usaba en el colegio, me escabullí hasta la planta baja. Cuando cruzaba furtivamente el vestíbulo, no pude evitar mirar hacia la boletería y ver tras las rejas la sardónica sonrisa que me dirigió el hombre mientras hacía un procaz gesto de acoplamiento con los dedos.
Durante varios días, Cristina anduvo desasosegada, nerviosa y casi como en un recurrente ritual, se lavaba constantemente la cara y el cuello, restregando cuidadosamente sus manos como si persistiera en ellas el pringue meloso del semen. Cepillaba vigorosamente sus dientes usando cantidades prodigiosas de dentífrico y hacía gárgaras, como si pretendiera desprender de sus papilas el sabor agridulce de la esperma.
Sin embargo, esa experiencia parecía haber consolidado algo en ella. Superaba físicamente a su madre y se había convertido en una réplica fiel de lo que fuera Hannah, inclusive hasta en el acuoso y transparente verdor con destellos dorados de sus ojos. Parecía más consciente de sí misma, caminaba con mayor confianza y hasta el volumen de sus pechos que otrora la avergonzara, era motivo de orgullo, usando la camisa de uniforme desabotonada como para dar fe de la consistencia inquieta de los senos.
Dedicada a la administración de los bienes y la casa, su madre también se había integrado a distintas asociaciones y fundaciones que, con la organización de cócteles y reuniones sociales, le consumían todo el tiempo. A la vez y a escondidas de su hija, mantenía circunstanciales romances con caballeros que, cuando llegaban a una cama, le hacían recordar con nostalgia lejanos tiempos de esplendor.

Terminadas las clases y sola en la vieja casona de la calle Paraguay, las horas se le hacían eternas a Cristina, cuyas pocas amigas habían partido para la costa atlántica o a las playas esteñas. Por las noches y luego que su madre saliera después de cenar, se atosigaba con aburridos programas de televisión y terminaba la noche en su habitación, escuchando música a todo volumen. Pero la oscuridad y el calor no eran la mejor combinación para la joven adolescente que, al transcurrir las horas, se iba despojando de sus escasas prendas de dormir para quedar totalmente desnuda.
El calor se le hacía opresivo y en su afán por eliminar la transpiración, sus manos recorrían el cuerpo febril con insistencia, deteniéndose en los huecos donde se acumulaba, incitando involuntariamente a los demonios dormidos en su interior. Lentamente iba cobrando confianza y los dedos se multiplicaban acariciando los senos, las abultadas y arenosas aureolas y finalmente se aquietaban en los pezones que habían ido cobrando grosor, pellizcándolos suavemente hasta que, cuando el ya familiar cosquilleo se instalaba en los riñones, los retorcía hasta que el dolor que ella misma se infligía estallaba en su nuca.
Entonces, las manos descendían a lo largo del vientre y luego de entretenerse jugueteando con el espeso vellón, sus dedos se sumían lentamente en la palpitante raja de la vulva. Se deslizaban a lo largo de los labios húmedos que progresivamente se dilataban y penetraban a la búsqueda de aquel triangulito; mordiéndose los labios por la ansiedad, lo estregaba vigorosamente hasta sentir que ese placer no le alcanzaba y dos dedos penetraban el ámbito oscuro de la vagina. Cuidadosos, se estacionaban por un momento en circular caricia y lentamente, con suave vaivén, incrementaba la penetración. Acariciaba y rascaba las espesas mucosidades hasta sentir como si le faltaba el aire y su pecho se agitaba trémulo por el deseo mientras en su interior, los líquidos olorosos y ancestrales de las hembras escurrían por el sexo y gimiendo de alegría por la satisfacción, alcanzada la paz, se hundía en un sueño reparador y provechoso.
Las cada vez más prolongadas ausencias de su madre hacían propicias esas circunstancias, tanto que hasta la misma Cristina se dio cuenta que estaba enviciándose y para desprenderse de esa necesidad, fue a pasar unos días en la casa de la abuela Anita. La buena polaca se deshacía en atenciones con esa nieta que era un calco de ella misma y a la cual adoraba, sobretodo porque le daba lástima que fuera tratada como una bastarda por aquella gente de apellido elegante pero que desconocía el verdadero valor de la familia.
Con los repetidos relatos de los abuelos sobre la tierra lejana y la vida familiar del barrio, sus urgencias cedieron rápidamente, pero pasado un mes de esa vida sedentaria, en una tarde particularmente calurosa y cuando se encontraba tendida en su cama, Cristina sintió el imperioso llamado del sexo con la misma urgencia y contundencia que un golpe en el pecho. La espantada bandada de pájaros lacerando el vientre con sus garras junto a la angustia que le cortaba el aliento la llevaron al baño y mientras calmaba el golpetear del pecho lavándose con el agua fría del bidet, tomó una decisión. Volviendo a su cuarto, se desnudó totalmente y vistiendo sólo una solera abotonada al frente, juntó sus cosas en el bolso y le dijo a Anita que volvía a su casa.
En vez de hacerlo, viajó hasta el no muy lejano cine Rialto y allí, mientras simulaba mirar las fotos pegadas a los cristales de las puertas, verificó si tras las rejas de la boletería estaba el mismo hombre. Al entrar al hall este la reconoció de inmediato y cuando Cristina le pidió una entrada con la clara indicación de que fuera para la última fila del pullman, él se la entregó sin siquiera tomar el dinero.
Transmitido el mensaje, subió al primer piso comprobando que este se encontraba totalmente desierto y que, fuera por el calor, el día de la semana o la pésima calidad de la película, en la platea inferior no habría más de cincuenta personas. Ocupó el mismo rincón de la vez anterior y aguardó con ansiedad la llegada del hombre que se hizo esperar por más de media hora. Cuando llegó, le dijo que se quedara tranquila, ya que, falta de público, había clausurado el pullman con llave.
Medrosa y avergonzada, Cristina desabotonó la solera para recostarse invitadoramente en la butaca. Sentándose a su lado, el hombre la despojó de la parte superior, asistiendo alucinado a la resplandeciente belleza de sus senos. Mientras la besaba apasionadamente en la boca y su lengua se prestaba solícita a la urgencia del combate, las manos acariciaron y sobaron la dura carnosidad de los senos. Cristina lo abrazaba apasionadamente, como dando rienda suelta al alivio de las tensiones que había acumulado durante esos cuatro largos meses.
La boca del hombre se deslizó por el cuello, comenzando a lamer y chupetear los sólidos pechos. Se detuvo con particular fruición en las grandes aureolas y finalmente, su lengua azotó a los duros pezones, envolviéndolos luego entre los labios y mordisqueándolos mientras los chupeteaba. El corazón bombeaba con fuerza en el pecho de Cristina y las venas del cuello se hinchaban por el esfuerzo que ella ponía en arquear su cuerpo, ofreciéndose voluntariosa a los deseos del hombre.
Aquel terminó por despojarla totalmente del vestido y arrodillándose frente a ella, le alzó las piernas para apoyarlas encogidas en el respaldo de la fila anterior. Su boca se deslizó golosa por el interior de los muslos, lamiéndolos y besándolos con ardor para luego reptar a través de las inundadas ingles hasta la mojada pelambre rojiza del pubis. Una vez allí, descorriendo con los dedos la tupida maraña de los pelos, introdujo lentamente la lengua, ávida y vibrátil dentro de la vulva y allí rebuscó entre los pliegues ardorosos hasta alojarse en la carnosidad rosada del clítoris, al que lamió, beso y chupeteó intensamente. Cristina gemía quedamente y con las manos acariciaba la cabeza del hombre presionándola, incitándolo a que se prodigara aun más en el sexo.
La boca del hombre inició con la lengua tremolante un recorrido vertical que la llevaba desde el empinado clítoris hasta la fruncida oscuridad del ano, al que sometía con intensas chupadas. Luego se entretuvo en la húmeda apertura de la vagina que como una flor encendida abría mansamente sus pétalos a las presiones de los labios y la lengua, exhalando vaharadas de acres efluvios. Dos dedos se sumaron solícitos a la tarea y fueron penetrando la sombría cavidad, socavándola y arañando sus rugosidades internas. Los demonios que retorcían sus músculos y sometían las entrañas a las mas torturantes presiones, finalmente se soltaron y desde su vientre, un líquido clamor de libertad llenó su sexo con una indescriptible sensación de dulzura, hundiéndola en una placentera oscuridad, tachonada por diminutas explosiones azules que estallaban detrás de los párpados cerrados.
El hombre encogió sus piernas hasta que las rodillas quedaron junto a sus orejas y, acuclillándose frente a ella, apoyó algo que le pareció tremendamente grande contra la vagina para, lentamente, ir penetrándola. Ella imaginó que sus músculos vaginales se resistirían a semejante intromisión pero no. No sólo se dilataron complacientes al paso del inmenso falo que desgarraba y laceraba las carnes sino que lo envolvieron en un movimiento de agarrar y soltar, haciéndola disfrutar de la fricción. El dolor de sentir algo tan enorme dentro de la estrecha vagina era tan intenso como la sensación de dicha que la envolvió al sentir el suave golpetear de la pelvis masculina contra su sexo. Clavó las uñas en los brazos del hombre y buscando su boca le susurró que la penetrara aun más intensamente. Aferrándola por las nalgas, el hombre intensificó la velocidad y profundidad de la intrusión al tiempo que mordisqueaba sus senos.
Saliendo de ella, la levantó del asiento y ocupando su lugar, le pidió que se colocara de espaldas ahorcajada sobre él. Asida al respaldo de la fila anterior, flexionó las piernas para facilitar la intrusión. Asiéndola por las caderas, él la hizo descender acuclillada hasta que la verga penetró hasta el mismo cuello del útero. Mientras ella cabalgaba el falo, él fue arrastrándola contra su pecho y al quedar el miembro doblado en un ángulo casi imposible, el roce de la penetración se le hizo intolerablemente gozoso. Ella se apoyaba firmemente en los brazos del asiento y hamacaba su cuerpo para ir al encuentro de esa tortura tan placentera mientras sentía que algo iba a estallar en su interior y le suplicaba al hombre que eyaculara de una vez.
Tan fuera de control como ella, el hombre la hizo colocarse arrodillada sobre el sucio suelo de madera. Con el vientre apoyado en el respaldo del asiento anterior, los senos colgando y las manos asidas a los brazos de la butaca sosteniendo su peso, la penetró desde atrás, tan honda y violentamente, que ella estalló en apagados sollozos de sufrimiento y dicha.
Cristina sonreía y lloraba al mismo tiempo, sumando el líquido salobre de las lágrimas a los hilos de baba que chorreaban desde la boca entreabierta en una indisimulable sonrisa de felicidad. El dedo pulgar del hombre fue arrastrando su fluido vaginal hasta la cerrada apertura del ano y muy suavemente, en forma de un masaje circular, lo fue excitando en busca de su dilatación.
Luego la tomó por la larga y espesa cola de caballo y sacando el miembro del sexo, apoyándolo contra los fruncidos esfínteres, suave, lenta y firmemente, fue hundiéndolo en el recto. El impacto del dolor no sólo la paralizó, sino que la fuerte aspiración de aire se enredó con las espesas salivas de la garganta, provocándole una arcada y todos sus órganos parecían contraerse por la intensidad del sufrimiento. Cuando el aire volvió a sus pulmones y parecía que iba a estallar en un grito desesperado, el placer del ritmo que el hombre imprimía a sus caderas y el relámpago de dicha intolerable que la hendió desde el ano, subió por la espalda para estallar en su cabeza, llenando todos y cada uno de sus sentidos con el dulce bañó del goce sin límites.
Ondulando su vientre, acompasó su cuerpo al galope alucinante con que el hombre la sodomizaba mientras sentía que toda ella se disolvía en la alegría que le proporcionaba tan ruda posesión. Cuando este retiró la verga del ano regando de esperma su espalda, se desplomó en el suelo como un muñeco sin resortes y, en la somnolencia de la satisfacción, vio como el hombre sacaba un pañuelo de sus pantalones, limpiaba al miembro y desaparecía por las puertas vaivén.
Como ya no tenía apuro alguno, Cristina recurrió a su bolso y sacando una toalla, la utilizó para secar su cara y cuerpo de la transpiración, saliva y semen que la pringaba. Luego de cambiar la sucia solera por una remera y una falda, consciente de la locura que había cometido, salió apresuradamente de la sala para volver a su casa donde se metió en la ducha y estuvo más de media hora restregándose con frenesí, tratando inútilmente de lavar de su cuerpo lo que, genéticamente, envenenaba su sangre y su mente.
Después de la tremenda y enormemente placentera situación vivida en el cine, me auto convencí de que, sexualmente, no era normal o cuanto menos, no me comportaba como una muchacha en su sano juicio. Voluntariamente me había expuesto a una circunstancia que, de haber tenido menos escrúpulos el hombre al que me había entregado, podría haber derivado en algo terriblemente insospechado, desde una violación múltiple junto a otros empleados del cine hasta un costoso soborno a mi familia, si es que sabían quien realmente era. Aterrada, me encerré en mi casa decidida a no tener más contacto con el mundo exterior que el mínimamente necesario.
Felizmente y por distintas razones, mi madre coincidió conmigo. Desde la muerte de papá, vivía con el corazón en la boca por lo que pudiera pasarme con los subversivos y ahora se daba la circunstancia de que ella, como figura prominente de la sociedad y presidenta de varias fundaciones de bien público, fuera llamada a colaborar en la organización de eventos paralelos al Campeonato Mundial de Fútbol, exponiéndosela públicamente.
Temía, y no le faltaba razón, que la afluencia de miles de espectadores y la presencia de periodistas de todo el mundo, indujeran a los terroristas a realizar sabotajes, atentados y asesinatos. Como yo tampoco tenía ganas de continuar yendo al colegio, la apoyé en su paranoia y entonces convinimos que, aunque perdiera el año, estaría verdaderamente a salvo en la casa de una prima de mi padre que no vivía en Buenos Aires.
Laura tenía el mismo origen ilustre que mi padre y como él, había sido exonerada del círculo familiar a causa de que, escultora como Lola Mora pero con la utilización de otra técnica, la cerámica, hiciera como aquella exaltación de la figura femenina. Componía una especie de dioramas que, comenzaban con un fondo mas o menos desdibujado y las figuras femeninas, solitarias o múltiples, surgían de él para destacarse en forma singular. Realizadas a estricta escala natural, desasosegaban por su absoluta desnudez y lo erótico de sus posiciones, desde un lujurioso cuerpo solitario hasta las escandalosamente escabrosas de parejas femeninas.
En los museos internacionales o las mejores bienales se la consideraba como un genio del detallismo, la meticulosidad y el realismo extraordinario de las figuras que más parecían personas momificadas que creadas por las manos de una artista. Como suele suceder, en la Argentina se la consideraba una transgresora que atentaba contra las formas tradicionales del arte y la moral de las buenas costumbres nacionales. En suma, que ella trabajaba en el país a la sombra protectora de su chacra en Brandsen y cada dos años, exponía en Europa y los Estados Unidos, donde los coleccionistas se disputaban sus obras. Por su independencia con respecto a la familia y al “qué dirán”, había sido la prima preferida de papá y mi madre arregló que, desde marzo, viviría en su chacra hasta que las aguas políticas se aquietaran.
La tarde en que vino a buscarme con su camioneta y a pesar del mes, el calor había vuelto a apretar en las últimas rebeldías de un verano que se resistía a irse. Como a la mayor parte de la familia de mi padre, yo no la conocía y, mientras ella manejaba comencé a observarla, primero con cierto disimulo y luego abiertamente, admirada por ”la morocha argentina” como él la bautizara cariñosamente.
Tan alta como yo, tenía un cuerpo aparentemente armónico, de carnes prietas y musculosas, tal vez a causa de la manipulación de cinceles, martillos y materiales pesados. Calculé que mediaría la treintena y usaba el cabello renegrido muy corto, según supe después, para mantenerlo limpio en medio de las substancias que utilizaba. El rostro tenía una belleza típicamente criolla; levemente morena, su tersa piel destacaba los pómulos altos y fuertes. La nariz era del largo justo para no ser exagerada y sus narinas dilatadas y sensibles como los hollares de un potro, le otorgaban un aspecto ansioso que la distinguía mientras que la boca, grande y exquisitamente dibujada, daba la impresión de estar levemente hinchada. Pero su rasgo más notable eran sus ojos; profundamente negros, parecían insertos en un pozo de sensualidad debido al tono naturalmente oscuro de los párpados y a las pobladas y vibrátiles pestañas.
Cuando me miraba, soslayaba su expresión por una curiosa inclinación de la cabeza mientras su voz oscura, levemente enronquecida por el tabaco, sonaba cariñosamente amable y una extraña inquietud comenzó a cosquillear en mi cuerpo. Ella manejaba con una sola mano, ya que la izquierda, apoyada en el marco de la ventanilla, estaba permanentemente ocupada por un negro y apestoso cigarrillo francés. La fortaleza de sus manos, de largos dedos espatulados y los membrudos brazos que sostenían el volante, me confundían por su varonil musculatura.
Su camisa escocesa había resultado demasiado gruesa para el desacostumbrado calor de la tarde otoñal y en la intimidad que daba la cabina del vehículo, la había desabotonado. Sin darme cuenta, me encontré con la mirada clavada hipnóticamente en sus pechos que, sin corpiño, no tan grandes como los míos pero igualmente sólidos y con largos pezones, al traquetear del camino se sacudían como dos flanes, con la apariencia cálida del caramelo en sus aureolas. Nerviosa, desvié dificultosamente los ojos y con la garganta reseca, busqué conversación sobre el paisaje, obligándome a mirar hacia fuera.
Cuando arribamos a la chacra, ella me pidió que la ayudara a llevar hasta el taller algunos materiales que había comprado. Una vez allí y mientras los acomodábamos, me recomendó que, como íbamos a vivir mucho tiempo juntas, lo mejor seria comenzar por confiar una en la otra y que ella había detectado que algo me molestaba o desasosegaba.
Sin ningún ambage, me preguntó si el haberme alejado de algún chico que me cortejaba, me mantenía en ese grado de tenso nerviosismo, impidiéndome relajarme. Yo no estaba acostumbrada a las confidencias y dudé por un momento, pero algo me dijo que esta extraña mujer sabría mantener mi secreto y, tal vez, aconsejarme.
Sin mirarla, con la vista clavada en el horizonte casi infinito del campo y casi musitando, le relaté hasta el más mínimo detalle lo que me había sucedido las dos veces en el cine. Me escuchó totalmente en silencio y sin interrumpirme ni una sola vez. Cuando finalmente concluí y aliviada por la descarga de mi culpa estallé en llanto, ella me abrazó cariñosamente y conduciéndome hasta mi dormitorio, me pidió que tratara de dormir un poco hasta la hora de la cena
Era evidente que mi cuerpo estaba necesitando que expresara mis angustias, ya que apenas me acosté, caí en un profundo sueño del que Laura me sacó con suavidad cuatro horas después. Mientras cenábamos y con una naturalidad que jamás experimentara con persona alguna, con timidez al principio, fui contestando sus preguntas acerca de mis conocimientos sexuales.
Aclarado el punto de aquella reclusión voluntaria después de la muerte de papá y la razón porque nunca había tenido amigas, interpretó, sin tapujos y para mi beneficio, las razones por las que había aceptado la primera relación con el hombre; por qué mi cuerpo, angustiado por las sensaciones que él había despertado y ayuno de sexo, me había conducido a la segunda cita, para disfrutar de manera instintiva de sus actos aberrantes. Aquel debut como mujer había provocado un shock, pero me había instalado definitivamente en el mundo de los adultos.
Con paciencia y sin el empleo de términos que pudieran confundirme, trató de hacerme entender el valor que el cuerpo debe de tener para una mujer que se precie de tal; el cuerpo es la fortaleza desde la cual la mujer se defiende de los ataques de la sociedad y la que le permite construir su futuro como persona. Levantándose, me pidió que la acompañara al taller. Allí quitó el lienzo que cubría su más reciente obra; una mujer lavándose el sexo junto a una vasija con agua. La sensación de realismo de la figura era inquietante y la verosimilitud de los detalles, me sobrecogió, dándome un poco de temor.
Tomando mi mano, la guió para que la apoyara sobre el hombro de la estatua y la tersura de su superficie, sumada a la temperatura natural de la arcilla, asemejaban las de una persona viva. Mi mano tembló e intenté retirarla pero ella la sostuvo firmemente y me dijo que apreciara desde el tacto, la belleza que el cuerpo generaba desde cada una de sus partes y la explosión de vida que estallaba en ellas.
Entretanto, con voz sugerente y enronquecida, me explicó lo que a su criterio se constituía en la base de la feminidad; la autoestima y la valoración del cuerpo. Ninguna mujer debía, bajo ningún concepto, entregarse a la voluntad primitiva del hombre, excepto cuando eso la beneficiara. Ignorante desde siempre de la sensibilidad femenina, el hombre satisface sus necesidades primarias de sexo sin tener en cuenta para nada la voluntad de la mujer y, casi siempre, cree haberla contentado al contentarse él.
Yo había cometido un error, grave, que sólo mi edad podía disculpar, pero nunca más debía degradarme ante un hombre de esa manera sólo para satisfacer una curiosidad que mal interpretaba como una necesidad. Mientras su voz me iba cautivando mesméricamente, su mano guiaba a la mía por la tersa superficie de la estatua, haciéndome comprobar la comba perfecta de los senos, la inquietante aspereza real de las aureolas y la casi móvil erección de los pezones. En tanto que mi mano, sensibilizada por la excitación, recorría untuosa y casi ávida la perfección de ese cuerpo inanimado, Laura me inducía a considerar al mío como un templo del que sólo yo era el supremo sacerdote y capaz de determinar si la satisfacción de otra persona era en realidad la mía.
Susurraba que el cuerpo de la mujer es esencialmente bello. Como en las esculturas, no importa su tamaño o forma, no hay altas o bajas, delgadas o rechonchas; sólo hay belleza y todas sus líneas están relacionadas con el arte puro. La altura de las nalgas, la longitud de los muslos, la plenitud de los senos o la curva prominente del sexo, todas ellas, son cosas completamente mágicas que sólo surgen del cuerpo femenino, complementados por la inteligencia, los sentimientos y la espontaneidad de sus decisiones. La mujer es suave y sensual por naturaleza, pero la energía poderosa que pone en su fuego sexual con los hombres termina por resultarle nefasta. Lo importante, es que ese fuego, sensualidad y energía sean correctamente orientados hacia la persona indicada y entonces sí, no impedir que fluyan libremente, inaugurando zonas inexploradas al goce de la sensualidad sin límites.
Mientras su mano orientaba a la mía por la pulida superficie, insistía insinuante en la importancia de lo físico y en la búsqueda de una mejor relación con el otro, ya que nos ocupamos continuamente de la mente y el espíritu, olvidándonos que el receptáculo de nuestros sentidos es el cuerpo que, en toda su extensión una zona erógena y que, cuando consigamos que el orgasmo se nos manifieste, este deberá hacerlo como una implosión, desde todo el afuera de la piel hasta el secreto abismo de nuestras entrañas.
Insistía recurrentemente en que, lo realmente importante del sexo es – si verdaderamente deseamos brindarnos al otro – conocer a fondo nuestro propio cuerpo, en la búsqueda de los resquicios en los que el erotismo y la sexualidad están escondidos, rescatándolos primero para nosotros y luego entregarlos, tratando de conocer cuáles son los puntos clave del otro que reaccionarán como nosotros deseamos. Nadie puede saber lo que experimenta otra persona ni satisfacerla, sin antes haberlo sentido en su propio ser.
El cuerpo de la mujer tiene recónditos escondites del placer que el hombre nunca puede ni siquiera sospechar y que, tal vez, sólo otra mujer sabe y puede despertar. Las mujeres no quieren ser estimuladas y penetradas inmediatamente, no están concebidas anatómicamente para eso; necesitan la excitación del juego previo y ser maceradas como los buenos vinos: sus carnes, sus rendijas, sus profundidades y sus jugos exigen de un tiempo de maduración que los hombres ignoran.
Sólo las mujeres, dadoras naturales de vida, tienen la capacidad necesaria para comprender el verdadero valor de la energía fecunda que imprimen a sus caderas y su pelvis durante el acto sexual, conectadas a la tierra y el amor; es por eso que el cuerpo todo de la mujer necesita ser estimulado con lentitud, dulce y tiernamente, ya que para ella el acto sexual no es un trámite; ella hace realmente el amor y no necesita terminar rápidamente para descargar cosas que debe expulsar de su cuerpo. A la mujer no le importan los rankings de eyaculaciones como al hombre, sino el llegar profundamente al orgasmo, aunque sea uno sólo, con la mayor y mejor entrega de sus energías vitales.
Yo estaba deslumbrada por el descubrimiento de aquella mujer mayor, famosa y misteriosamente marginada por la familia quien no me trataba como a una niña y me introducía afectuosa al mundo sexual de los adultos. El cálido sonsonete de su voz y la temperatura de su piel, iban instalando en mi vientre aquellos pájaros furtivos que la habitaran en situaciones muy especiales. Mi mente se nublaba por el placer que le proporcionaba la táctil comprobación de la belleza de las formas, la elevación incitante del Monte de Venus, la hendedura libre de todo vello de la vulva y la insinuación de los pliegues profundos. Finalmente, mi mano se entretuvo en la caricia casi morbosa de las nalgas, se hundió profundamente en la raja de los glúteos y se extasió con la larga musculatura de los muslos.
Emocionada casi hasta las lágrimas, acezaba quedamente y con los ojos cerrados dejaba que el placer de la caricia se transmitiera a mis sentidos a través de las yemas de los dedos. Viéndome estremecida y turbada, apretó cariñosamente mis hombros para llevarme hasta la puerta del dormitorio, aconsejándome que meditara sobre sus consejos y, si me hacía de un momento, iniciara la exploración de mi templo con sabiduría y sin la ansiedad de aliviar ninguna necesidad.
La cabeza de Cristina parecía punto de explotar, sin poder digerir completamente las emociones encontradas que las recomendaciones de Laura despertaran en ella, tan brutalmente claras y a la vez tan confusas o imposibles de comprender y analizar, dada su corta edad. De lo que sí estaba segura era que, la exploración táctil a la inquietantemente real anatomía de la estatua y el sugerente ronroneo de la voz cautivante de la mujer, habían despertado en su vientre emociones que sólo la voraz boca del hombre desatara.
Todavía azorada y agobiada por la confusa mezcla de imágenes de lo vivido en el cine con las sensaciones que despertaran sus caricias a la estatua, se hundió en el suave cobijo que le brindaba la cama, pero le fue imposible conciliar el sueño. Como en un tiovivo infernal, las imágenes se repetían recurrentes, excitándola de tal manera que dejó a sus manos deslizarse debajo del escueto camisón en una deliberada exploración, descubriendo y tal como le dijera Laura, que a su contacto reaccionaban zonas de su cuerpo antes huérfanas de sensibilidad alguna.
Sorpresivamente ágiles, los dedos se escurrían por la ardiente piel ya cubierta de una fina capa de sudor, hundiéndose atrevidamente en cuanta rendija u oquedad se manifestara en las carnes. Las crecientes y placenteras cosquillas que invadían su vientre y espalda, compelían a los dedos a multiplicar su accionar. Lentamente y apoyado en las recias columnas de las piernas, su cuerpo envarado por la tensión se arqueaba en busca del alivio que sus ansiosas entrañas estaban necesitando mientras la pelvis ensayaba ondulaciones lascivamente copulatorias. Con la roja melena enmarañada, sacudía frenéticamente la cabeza echada hacia atrás hundiéndola en las almohadas, mientras sus dientes se clavaban en los labios entreabiertos y las venas del rígido cuello se hinchaban por la fuerte tensión.
Las manos se deslizaron acariciantes sobre la globosa turgencia de los senos, los sobaron estrujándolos dolorosamente, sus dedos rascaron la granulada superficie de los pequeños conos en que se transformaban sus aureolas al excitarse y, finalmente, se detuvieron en los pezones, gruesos, largos y deliciosamente erectos. Las uñas pellizcaron esas excrecencias y luego, entre el índice y el pulgar fueron sometiéndolos a una lenta rotación que creció en intensidad junto con su excitación. Ya los dedos no se contentaron con apretar y retorcer, sino que las uñas se clavaron profundamente en la mama y el martirio llenó de un placentero cosquilleo los riñones de Cristina, quien sentía como interiormente, líquidos humores se removían en sus entrañas.
Las manos dejaron por un momento los estremecidos senos y acariciaron delicadamente la musculatura de su vientre que se agitaba como el de una bestia perseguida. Ondulando gozosos, recibieron agradecidos el bálsamo de los dedos y se plegaron a sus deseos. Los dedos escurrieron tímidamente hacia la selva del húmedo y fragante vello púbico y la suave similitud con una mata de salvajes espesuras la excitó. Enredando los dedos en las enruladas greñas, las retorció y tironeó fuertemente hasta que la ansiedad acumulada en su pecho la impulsó a que los dedos abandonaran ese delicioso martirio.
Lenta y suavemente, se deslizaron a lo largo de los labios de la vulva acariciando levemente los palpitantes pliegues, hinchados y oscurecidos por la afluencia de sangre. Con paciencia y minuciosidad de orfebre buscó el tierno capuchón del clítoris, excitándolo en círculos con las yemas de los dedos mojados hasta que este fue creciendo. Cuando adquirió el volumen de un verdadero pene femenino, sus dedos lo aprisionaron y retorcieron entre ellos concienzudamente, elevando las sensaciones vertiginosas de su vientre hasta un nivel de intensidad que la paralizó.
Mientras una mano torturaba de esa manera el centro externo del placer, escurriéndose hacia la apertura palpitante de la vagina, la otra exploró todo su perímetro, humedeciendo los dedos en el flujo que rezumaba del interior. Luego, muy lentamente, como si reptaran, fueron introduciéndose a la rugosamente anillada superficie del canal vaginal, acariciando y rascando sus paredes cubiertas de una espesa mucosa. Forzó a los dedos, largos y finos, a penetrar aun más hondamente estregando con los nudillos la apertura pulsante y sus cortas uñas se enseñorearon de las entrañas hurgándolas en todas direcciones.
De su boca surgía un gemido estertoroso y su lengua, convulsa, entraba y salía de la boca mojando los labios enfebrecidos, dejando que la saliva escurriera por las comisuras. Su cuerpo volvió a verse invadido por la miríada de infinitos garfios que tironeaban de sus carnes arrastrándolas hacia la hoguera flamígera del sexo, alienándola y alejándola de toda razón. Frenéticas, sus manos intensificaron la profundidad y velocidad del afanoso estregar y otra vez, sintió la rotura de las barreras que contenían forzadamente el alivio líquido. Una oleada inmensa de dulce placer se derramó por los intersticios de sus carnes hasta el crisol ardiente de las entrañas, fluyendo incontenible por el inflamado canal y cubriéndolo de refrescantes humores que escurrieron hacia el exterior, donde los dedos diligentes los esparcieron por los tejidos ávidos de la vulva.
Tal como le había anticipado Laura, el descubrimiento de zonas inexploradas del cuerpo había despertado en ella sensaciones inéditas y la satisfacción indolora que sus propias manos le habían procurado, superaban todo aquello que, dolorosamente, obtuviera del hombre. Se arrebujó entre las sábanas y se hundió en un profundo sueño que condensaba las fuertes emociones vividas en ese día tan especial.
Cuando despertó, lucía fresca y despejada de toda tensión o emoción perturbadora, tal como le sucediera a su abuela hacia ya tantos años. Vestida con una liviana solera, ya que el calor de ese verano que se negaba a irse persistía, se sentó alegremente a la mesa y con total despreocupación, como correspondía a una jovencita de quince años, engulló golosamente su desayuno mientras conversaba desenfadadamente con Laura, haciéndola partícipe de la feliz exploración de su cuerpo la noche anterior.
Animada por esa demostración de confianza, Laura se enfrasco en una animada descripción de cómo los orientales habían sublimado esas experiencias hasta el punto de obtener orgasmos y eyaculaciones sin necesidad alguna de contacto físico. Alentada por la curiosidad de la jovencita, le confesó que durante sus largos viajes por Oriente y Asia, había experimentado personalmente esas búsquedas de la satisfacción.
Sin promiscuidad, se había hecho ducha en eso del Tantra, el sexo Tao japonés y en muchas de las complicadas técnicas del Kama Sutra, tratado despectivamente en Occidente como una curiosidad perversa en vez de considerarlo un decálogo esencial del placer. Volviendo al momento, le alegró que Cristina hubiera decidido iniciar la exploración de sus sensaciones pero le recomendó profundizar en la búsqueda de cada región hasta más allá del límite y también, imaginariamente, saber ocupar el lugar del otro.
Terminado el desayuno la indujo a pasear en la tranquila soledad de la chacra para ordenar sus pensamientos, mientras ella preparaba los elementos necesarios en su taller para iniciar una nueva obra. Durante cerca de dos horas, la niña curiosa que pervivía en Cristina se adentró en la fresca oscuridad de los grandes galpones, transitó sobre la hojarasca que el incipiente otoño acumulaba bajo la profusión vegetal de las alamedas y se sumergió en la inmensidad que le proponían los dilatados horizontes.
Cuando regresó a la casa, Laura estaba esperándola con café recién hecho y una propuesta que le pareció sorprendente. Laura consideraba que el cabal conocimiento del cuerpo, se logra cuando una adquiere verdadero sentido de la dimensión total de sus formas, siempre parcializada por el engañoso reflejo de los espejos. La escultura permite que una persona pueda ver su cuerpo desde ángulos totalmente imposibles de visualisar, descubriéndose poseedora de proporciones nunca imaginadas y virtudes físicas desconocidas. Verse reflejada en una estatua, suponía casi la existencia de un alter ego, al que era posible tocar y acariciar, extasiándose con una excitante copia inanimada de su propia belleza.
A su criterio, Cristina necesitaba afirmar la imagen que poseía de sí misma, de su cuerpo, de su belleza y de la magnificencia de sus proporciones y para ello le era necesario tener un modelo físico que le permitiera acceder a su cuerpo, íntima y cabalmente, sin limitaciones. No deseaba forzarla a hacerlo, pero a ella le gustaría que se convirtiera en su próxima obra y paralelamente, satisfaría esa necesidad de verse a sí misma.
En una mezcla de exuberante alegría y medrosa timidez, Cristina se mostró más que dispuesta y la mujer la condujo hasta un grupo de grandes almohadones estratégicamente colocados delante de unos damasquinados tapices. Con absoluta naturalidad la despojó de la ropa y, totalmente desnuda, la acostó en una posición muy parecida a la de la clásica Maja, con una mano descansando sobre uno de los macizos senos y la otra, cubriendo al espeso vellón de pelo en la entrepierna. Una de las piernas caía abierta hasta la alfombra y la otra, se apoyaba encogida sobre un costado. Había buscado una posición que resultara descansada y cómoda para la novel modelo.
Saliendo por un momento, Laura regresó cubierta por un astroso delantal y tomando la arcilla, fue trabajando los distintos volúmenes en una especie de trance místico, del que salió recién al cabo de dos horas, cuando la jovencita, entumecida, le pidió permiso para ir al baño. Cuando volvió al estudio cubierta por una bata, la sorprendió el progreso que la artista había conseguido en tan corto tiempo. Aun sin ningún tipo de pulimento, la base estaba totalmente constituida y la coincidencia con sus volúmenes físicos y los rasgos esbozados de la cara eran notables. Por tres horas más Cristina volvió a su posición, hasta que consciente del cansancio de la joven, Laura le pidió disculpas por su desconsideración, indicándole que tomara un relajante baño de inmersión antes de la cena.
Después de comer se sentaron en la galería que rodeaba la casa y al fresco de la noche, coincidieron en la satisfacción que ambas habían encontrado en la sesión de esa tarde; una posando para irse convirtiendo en una réplica de sí misma y la otra, modelando entre sus fuertes dedos la arcilla casi con la lubricidad de un amante y como si el barro hubiese devenido en la pulposa carnosidad de su cuerpo.
Agotadas por la intensa jornada se retiraron a sus cuartos y Cristina, sin poder disimular la excitación que el verse corporeizada en los bastos bloques de arcilla le había producido y como en la noche anterior, con minuciosa dedicación, exploró y maceró cada uno de los rincones de su anatomía. El fuego que ardía en su sexo estaba desbocado y los dedos se aplicaron curiosos a la búsqueda de nuevos centros del placer, empeñándose en una desigual batalla contra sus instintos más primarios que parecían inagotables y, para transgredir los límites de la noche anterior, exploró sin pudor en la cerrada resistencia de los esfínteres anales hasta domeñarlos con jubilosa complacencia y, cuando rato después se sumió en la espesa seguridad del sueño, su cuerpo mancillado y cubierto de sudor, siguió expulsando convulsivamente los fragantes aromas del sexo.
Luego del desayuno de la mañana siguiente y en un tácito acuerdo para el que no mediaron palabras, fueron al estudio y cada una ocupó su lugar. Salvo para satisfacer las urgencias corporales y su apetito, las dos estaban empeñadas en continuar la tarea, como si una extraña fuerza las compulsara a no cejar en su empeño. Sobre el atardecer del tercer día, Laura se lavó las manos y trayendo de la heladera una botella de champán, se sentó en el suelo frente a la joven que descansaba relajada tras la larga jornada y riendo alegremente, ambas apuraron rápidamente el contenido de la botella.
Cristina ignoraba que el alcohol afectara tan rápidamente sus sentidos y enervada por el vino, miraba todo a través de un velo rojizo, contemplando extrañada como Laura apagaba las luces hasta dejar como única iluminación el ardiente fuego de la estufa, ya necesaria para el cambiante clima de las noches otoñales, especialmente si se está posando desnuda durante horas.
Cuando vio a Laura desprenderse del sucio delantal de lona, descubriendo su magnífico cuerpo moreno en toda la espléndida belleza que ella había presentido y se arrodilló frente a ella, rozando con el dorso de su mano la mejilla ruborosa, supo. Supo que había llegado el momento que estaba esperando instintivamente desde su niñez, que había regido su conducta íntima y que ahora se manifestaba como la cumplida promesa de un mandato ancestral y divino. Sin poderlo contener, de su pecho escapo un hondo suspiro y su mano acompaño la caricia de Laura.
Datos del Relato
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1 comentarios. Página 1 de 1
Ezequiel
invitado-Ezequiel 11-02-2015 20:51:39

Muy bueno! de lo mejor que he leído en estos sitios. La única crítica: un poco largo en ciertos pasajes...

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