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Se llamaba Jorge, pero para mí era «el chico de la moto» de Rumble Fish, «alto y oscuro como una sombra». Todos los tíos le respetaban, todas las chicas le deseábamos, todos le hubiéramos seguido a cualquier parte. La diferencia es que a él si se le ocurrió un sitio adonde ir: a una rave; y con quien: conmigo.
Mentí a mis padres diciendo que me quedaría en la casa de mi mejor amiga y salí vestida como la niña buena de colegio de monjas que era. Me cambié en los baños del centro comercial: disfraz de ángel con mini-túnica blanca y alas negras. A Sor María le hubiera dado un infarto. «El chico de la moto» me recogió a las 9. Vaqueros ajustados, camiseta blanca y chupa de cuero.
—Paso de los disfraces de Halloween, «la oscuridad se lleva dentro».
Me sentí ridícula, más aún cuando el viento gélido de octubre azotó mi cuerpo, apenas protegido por un abrigo negro, y tuve que apretujarme contra su espalda.
El viejo caserón abandonado se recortaba en la oscuridad como la pensión de Norman Bates. Brujas, vampiros, zombies y demás monstruos nocturnos bebían, bailaban y fumaban en la única habitación iluminada del edificio. Cuando entramos, le engulleron como las crías alienígenas a Ripley en Alien Resurrection y me quedé sola. Intenté integrarme, pero a las dos horas estaba mareada por el humo, las luces intermitentes y la música ensordecedora. Necesitaba aire.
Deambulé por las habitaciones cubiertas de escombros, maleza seca y basura hasta que llegué a una capilla semi-derruida. Las vidrieras estaban resquebrajadas, el altar cubierto de polvo y las paredes desnudas de toda imagen religiosa.
—A esto se reduce todo —pensé—, no tenía que haber venido—. Su voz a mi espalda me despojó de todas las dudas.
—Estaba buscándote —dijo.
Me giré y nos besamos, voraces, con la lengua, con los dientes, con los labios. Acarició mis pechos por encima de la tela y los pezones se endurecieron. Gemí en su boca, me apreté contra su cuerpo y acaricié su miembro por encima del pantalón. Me levantó la túnica, se arrodilló entre mis piernas, desplazó las braguitas de algodón y comenzó a lamerme. Estaba ardiendo, pero le separé, no quería follar allí.
—¿Tienes miedo? No tengas miedo. Yo no temo a nada.
Siguió chupando mientras se desabrochaba el cinturón. Su polla erecta y venosa brilló bajo un haz de luna. Me rendí, la apresé con la mano y la guié hasta el centro de mi sexo. En ese preciso instante, una sombra se cernió sobre nosotros y un viento gélido nos erizó la piel. El tiempo se detuvo. Escuchamos un rumor de patitas escarbando el suelo infecto y una manada de ratas se precipitó entre nuestros pies chillando enloquecidas. Otro chillido sepultó el suyo, el del «chico de la moto» que huyó como alma que lleva el diablo, con los pantalones desabrochados y el culo al aire, sin mirar ni una sola vez para atrás.
No tengo ni idea de lo que asustó a las ratas aquella noche, pero algo me quedó muy claro: los fantasmas existen.
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