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Categoría: Lésbicos

Maite&Ingrid

Aburrida en ese largo verano que prometía ser particularmente caluroso, Maite había decidido ir a ver como eran unas clases de yoga que se dictaban en el Polideportivo cercano a su casa.
La mayoría eran señoras “gordas” que no tenían la menor idea de lo que estaban haciendo y su mirada recayó sobre una alta mujer rubia que, vestida con un conjunto de gimnasia impecablemente blanco, seguía los ejercicios con precisión de atleta. Como sucede muchas veces, una persona entre el montón nos atrae especialmente sin saber por qué razón. Inconscientemente, trataba de adivinar que había debajo del holgado jogging y esa involuntaria insistencia, la llevó a cruzar una mirada con la mujer. Avergonzada de su descaro, apartó la vista apresuradamente, pero minutos después se encontró nuevamente con los ojos gélidamente grises que sostuvieron su mirada y entonces la mujer esbozó una irónica sonrisa cómplice.

La circunstancia se repitió a lo largo de las dos horas y cada vez, Maite sentía con una extraña ansiedad en el pecho que fue identificando con una progresiva y curiosa calentura hacia la desconocida, pero se dijo que debía sofrenar aquellos impulsos que nunca experimentara hasta el momento si deseaba vivir tranquila.
Al finalizar y cuando se encontraba sentada en un banco para colocarse las zapatillas, una sombra tapó el sol por un instante e inmediatamente después, la mujer se sentó a su lado. Presentándose desenfadadamente como Ingrid, le preguntó por fórmula si no la molestaba y sin esperar su respuesta, lo hizo para, sin recato alguno, tomar sus manos para acariciarlas tiernamente. Un poco confundida por la naturalidad con que parecía asumir la atracción que ejercía la mujer en ella, ni siquiera hizo ademán de deshacerse de la caricia.
Notando su turbación e intentando tranquilizarla, la mujer sacó un atado de cigarrillos y tras convidarla, fumaron silenciosamente sin expresar oralmente lo que sus cuerpos sentían pero dejando implícitas en las confusas frases que intercambiaron lo inevitable de una relación. Mientras Maite se preguntaba si es que había algo en su aspecto físico, ademanes, miradas o inclusive una manera de hablar que denunciara sus inclinaciones sexuales no concretadas de los últimos tiempos, con cuidadoso tacto, Ingrid fue contándole que tenía cincuenta y cinco años, que era holandesa y, habiendo enviudado hacía más de cinco años, mantenía su casa en Palermo Viejo pero que pasaba seis meses al año en Holanda para visitar a la familia y a su hijo que había emigrado dos años antes, aprovechando la liberalidad de las costumbres para satisfacer sus expansiones sexuales sin problema alguno.
Con franqueza casi intolerable, reconoció que, por diversión y curiosidad, casi deportivamente, siempre había mantenido relaciones sexuales con mujeres y que, una vez liberada del pacto de fidelidad a su marido muerto, se dedicaba a buscar a desconocidas que le agradaran y a las cuales no les fuera indiferente, pero sin establecer vínculos de continuidad. Sin eufemismo alguno, le confesó cuanto la atraía y que, según había apreciado por sus miradas, Maite parecía tener el mismo interés en ella.
Era la primera vez que una mujer la avanzaba tan explícitamente y en un segundo flasheó en su mente la angustiosa situación en que sobrevivía, deprimida y viviendo sin querer vivir una existencia vacía de contenido. A los recuerdos de sus desvíos viciosos, se sumaba el profundo odio acumulado que sentía hacia su marido por haberla conducido a cometer semejantes actos mientras la traicionaba con otra mujer.
Ese rencor reconcentrado a lo largo de los años y ya casi en la vejez, en tanto se preguntaba por qué no aprovechar la oportunidad que le ofrecía esa mujer para satisfacer sus represiones la decidió a inmolarse y le explicó por la difícil circunstancia que estaba atravesando por su viudez. Cariñosamente, la mujer le dijo que no sabía cuanto la entendía y que, si tenía tiempo, la acompañara a “tomar un café” a su casa. Naturalmente que Maite sabía que el café era sólo un pretexto que llevaba implícita una propuesta carnal, pero simulando una dubitativa indiferencia, estuvo de acuerdo y caminaron lentamente las seis cuadras durante las cuales conversaron de sus respectivos matrimonios e hijos pero obviaron cualquier referencia sexual.

Cuando entraron a la casa, Ingrid la condujo de la mano hacia un amplio dormitorio en el que había una enorme cama cubierta por almohadones de diferentes tamaños. Tomando dulcemente el rostro de Maite entre sus fuertes manos, le dio un beso que le hizo olvidar totalmente sus angustias y pareció disolver la fortaleza de las rodillas. La lengua de la mujer tenía la misma consistencia de una anguila; fuerte, larga y redonda, moviéndose en dominante exploración dentro de su boca y la suya, débil en comparación, salió al encuentro de la invasora.
Aun sin el concurso de los labios, las combatientes iniciaron una ardua refriega silenciosa, chorreantes de cálidas salivas fragantes que sorbían chupando los órganos como su fueran penes. Un ronco bramido había comenzado a surgir desde el fondo de sus pechos y, tras acariciarse sobre las ropas por un momento más, se apartaron para desvestirse. Maite se sacó con presteza el suelto pantalón chino y la casaca blanca, dejando en evidencia que no llevaba nada debajo a excepción de la bombacha que enjugaba las tibias micciones de su incontinencia no satisfecha, mientras contemplaba extasiada la figura que surgía de la ropa blanca.
Ingrid le dejó ver un cuerpo maravilloso para su edad y aun para una mujer más joven; enteramente tostado, dejaba ver que la consistencia de sus carnes era una mezcla de suavidad y fortaleza, ya que debajo de la atezada piel se adivinaba la reciedumbre de la musculatura dándole el aspecto de una atleta en retiro. Los pechos, como largas peras sólidas, caían con un suave bamboleo que flasheó en la mente de Maite y, debajo, la vista era incomparable; el abdomen se hundía en una meseta de cuadriculada musculatura y debajo de la suave comba del vientre, se alzaba un pronunciado y huesudo Monte de Venus. Las caderas, estrechas como las de un hombre, sostenían unas nalgas en forma de gota y las piernas eran como las sólidas columnas musculosas de una experimentada ciclista. Contrastando con esa apariencia recia, la vulva era pequeña y sobre la estrecha raja de los labios, sobresalía la contundencia de un carnoso clítoris.
Era la primera vez que Maite iba a tener sexo con una mujer y se preguntó dónde había quedado aquella pudorosa muchacha de tantos años atrás que ni siquiera soportaba referencia alguna al lesbianismo. Contradictoriamente, estaba cohibida por lo anormal de esa relación en que dos extrañas se juntaban con el único y exclusivo propósito de tener sexo; no había amor ni enamoramiento, ni siquiera el cariño de dos buenas amigas; sólo primaba la necesidad más elemental de someter y ser sometida, satisfacer satisfaciéndose. Corriendo los numerosos almohadones, Ingrid se acostó para invitarla con una traviesa seña a que hiciera lo mismo junto a ella.
Golosamente, como si hubieran dado suelta a su ansiedad contenida, Maite trepó a la cama y se abalanzó sobre la mujer con la agilidad de una adolescente. Con alegre avidez, tomó la cara angulosa de la holandesa entre sus manos y fue cubriéndola de menudos y angurrientos besos que hallaron calma cuando fueron atrapados por los grandes labios de Ingrid. Después de meses de abstinencia, las manos de Maite semejaban ágiles gaviotas picoteando sobre el cuerpo de la mujer y su boca se deslizó lamiendo el largo cuello para acceder a la fortaleza de las doradas mamas, a las que lamió, succionó y mordió en repentinos ataques de vehemente angustia.
La holandesa recibía alborozada esa efervescente gula y sus manos empujaron perentoriamente la cabeza hacia abajo, en tanto que alzaba las piernas encogidas en una abierta entrega del sexo. Los dedos de Maite sobaban las carnes de los senos, apretándolos en las proximidades de las aureolas que se proyectaban abultadas y entonces los labios las chuparon con virulento frenesí, mientras la lengua azotaba como un látigo a los pezones.
Ingrid lanzaba frases entrecortadas en su extraño idioma al tiempo que meneaba la pelvis a imitación de un coito, pero Maite no necesitaba de ningún estímulo para hacerlo, ya que su espíritu alicaído parecía haber recibido una inyección revitalizadora que insuflaba en su pecho y en su mente sensaciones que creía definitivamente perdidas. Recorriendo con lamidas y besucones la casi masculina musculatura del vientre, arribó al sexo de la mujer y las vaharadas de ese olor acre inundaron su olfato con una bienhechora brisa de excitación que, como una droga, llenó su boca de abundante y cálida saliva.
Definitivamente instalada entre las piernas encogidas, separó con los pulgares los labios mayores de la vulva y desde su interior se proyectaron las carnosas crestas que circundaban un estrecho valle pálidamente rosado, en el cual se destacaba la oquedad de la uretra y la profusión de tejidos que orlaban la entrada a una generosa vagina. Sollozando de alegría por poder disfrutar del placer de saborear un sexo femenino, subió a lo largo de ese enloquecedor escenario para fustigar al más grande clítoris que imaginara ver. Apoyada en un codo y tironeando de sus cabellos, la holandesa le ordenaba y suplicaba que le hiciera sexo oral.
Asiendo ese largo tubo carneo entre sus dedos, lo estimuló y masturbó como a un verdadero pene, sintiendo en la sensibilidad de sus yemas como el músculo interior iba adquiriendo rigidez y volumen a favor de la vibrante actividad de la lengua sobre la pálida cabeza del glande que apenas asomaba bajo el enrojecido capuchón. Luego, la lengua se escurrió tremolante sobre los festoneados repliegues y abrevó en la entrada de la oscura caverna, a la que después de azotar con cierta saña, ingresó envarada para degustar con fruición las mucosas que rezumaba.
En la medida en que se solazaba en la mujer, aquella había asentando firmemente las piernas sobre sus pies y, flexionándolas, iba elevando paulatinamente su pelvis. Alegre por el entusiasmo con que recibía sus estímulos, Maite acompañó aquel movimiento y cuando la mujer se alzaba en un arco perfecto, se invirtió de costado sobre ella, continuando la martirizante tarea de los dedos con los labios, chupando y mordisqueando vigorosamente al clítoris.
Dos dedos penetraron profundamente la vagina en la búsqueda de aquella callosidad de la cara anterior, los encorvó como una cuchara y sus uñas rastrillaron las espesas mucosas en un arrebatador vaivén. Apoyada solamente en la punta de sus pies, los hombros y la cabeza, la holandesa meneaba fuertemente las caderas y cuando el orgasmo la alcanzó, lanzó como una especie de canto-grito animal, para luego de un momento en el que pareció quedar en suspenso, desplomarse exhausta sobre la cama.

Tanta había sido la fogosa exaltación de Maite que, sin haber alcanzado su propio orgasmo, también cayó extenuada junto a la mujer y, cuando aquella recuperó el aliento, le susurró al oído que se dispusiera a disfrutar de la más excelsa cópula a la que jamás la hubieran sometido.
Asombrada por su fogosa reacción y la vehemencia con que había poseído oralmente a la mujer como si fuera un hábito y preguntándose cómo había llegado a esa bajeza, observó que, como si fuera a efectuar una operación quirúrgica, Ingrid sacaba de la mesa de noche unos extraños objetos que escondió debajo de las almohadas y en “cucharita”, abrazándola desde atrás, inició un lento macerar a los largos pezones que parecían fascinarla tanto como los suyos a Maite.
Mientras su boca se hundía en el nacimiento del corto cabello, lamiendo y besuqueando detrás de sus orejas, los dedos encerraron al pezón y comenzaron con un lerdo retorcer que crispó a quien aun no había obtenido su satisfacción. Como mujer experimentada en esas lides, la holandesa sabía lo que estaba sucediendo en Maite y murmurando halagadoras groserías sobre su prostibularia actitud, clavó sus uñas en la carne inflamada haciéndola respingar y, entre ayes y gemidos de rabiosa complacencia, Maite le pidió con los dientes apretados que no cesara en ese delicioso martirio.
Inmediatamente, el borbollón de sensaciones gozosamente dolorosas que llenó su vientre fue tan delicioso que hizo ondular su cuerpo involuntariamente, en tanto que un fuego líquido parecía ascender desde su sexo. Modificando su posición, Ingrid excitó la entrada a la vagina con un dedo y tomó una especie de rosario formado por múltiples esferas plateadas de diversos tamaños; comprimiendo una de ellas contra la entrada a la vagina, encontró que los músculos le ofrecían una instintiva resistencia y, al parecer contenta por eso e incrementando la presión, consiguió que la bolita que no excedía los tres centímetros pero que a Maite se le antojaba enorme, fuera introduciéndose lentamente en esa vagina cuyos elásticos esfínteres que lo habían soportado todo, se ciñeron prietamente sobre el cordel tras haberlos traspasado la primera esfera.
Sus tejidos cedían ante la presión de las bolitas para cerrarse luego sobre el delgado eje y nuevamente la operación se repetía, incrementada por el mayor tamaño de la nueva esfera. Paralelamente, su propia tensión y la crispación de los músculos se incrementaban por la acción de sus propias uñas en el pezón y esas cosquillas insoportablemente deliciosas, se unían a la penetración a la vagina.
Con parsimonioso cuidado, la mujer fue introduciéndolas todas hasta que más de una docena ocupó el interior de la vagina. Con cada penetración, Maite había experimentado distintas emociones; desde aquella oposición inicial, el paso de las esferas colocaba en sus carnes sensibilidades ignoradas y tanto la dilatación como la posterior contracción contra el fino cordel la crispaban placenteramente, pero cuando la mujer le dijo que se preparara para el disfrute, no imaginó que aquella iba a efectuar la extracción de la ristra con una velocidad que colocó en su labios un alucinante ulular en el que se entremezclaban el sufrimiento con el goce más absoluto.
Ese procedimiento se sucedió cinco o seis veces y tras cada extracción ella quedaba conmovida por ese nuevo dolor-goce que le recordaba otras penetraciones e Ingrid se encargaba de sacarla de esa distensión con una nueva y excitante introducción. Cada una de ellas, como la penetración de un esférico glande, la elevaba a un plano distinto del goce y entonces, al relajarse, de su boca reseca por la exaltación del placer, brotaban roncas expresiones de la más alta complacencia.
Maite respiraba afanosamente para recuperar el aliento, crispándose cada vez que el monstruoso rosario abandonaba su vagina a la espera de una nueva, extraña y maravillosa introducción cuando la mujer le dijo que aquello sólo era el prólogo de un sexo que no olvidaría jamás. Con las manos clavadas en las sábanas y el cuello tensado de tal manera que sus venas parecían a punto de estallar, se sumió en una maravillosa sensación de esplendorosa dicha, sintiendo como aquello convocaba las secretas riadas de sus humores internos y, expresándolo a voz en cuello, alcanzó el más sublime de los orgasmos con las cuentas entrando y saliendo de su sexo.

La atlética mujer no daba muestras de cansancio y se comportaba como si todo aquel trajín no hubiera hecho otra cosa que excitarla aun más. Diligentemente, ajustó a su cuerpo un arnés con cierres de velcro que exhibía en su frente la inmensidad de un falo desmesurado; exactamente igual en todo a uno verdadero pero excediendo fácilmente los veinticinco centímetros de largo y con un grosor superior a los cuatro, se veía lleno de arrugas, protuberancias y gruesas venas, mientras la ovalada cabeza mostraba la curva final que daba lugar a un surco profundo, rodeado por delgados tejidos que simulaban un elástico prepucio. Su base, unida firmemente a una copilla plástica, estaba rodeada por puntas flexibles que, supuestamente, estimularían su sexo al rozar contra él.
Maite creía haber conocido todo lo que una mujer puede soportar y había disfrutado con los variados consoladores con que, a lo largo de los años, su marido la sometiera diestramente, pero la vista de ese monstruoso falo la hizo estremecer y retrocedió instintivamente hacía el respaldar. Comprendiendo su miedo, la holandesa se acercó y, sentándose junto a ella, condujo su mano para que tocara al príapo, diciéndole que no tuviera miedo, que ella era incapaz de hacerle daño y sí de hacerla gozar como nunca antes nadie lo había hecho.
Con timorato cuidado, sus dedos rozaron la superficie de aquella verga y ese contacto no le fue desagradable; terso y translúcido, el material no era frío. Semejante en todo a la piel, cedía ante la presión como si fuera carne pero dejando evidenciar la rígida fortaleza de su interior. Las delgadas puntas romas de la base eran de silicona flexible y se movían aleatoriamente ante cualquier roce.
Cubriéndolo de un aromático aceite afrodisíaco, la mujer se colocó entre sus piernas abiertas para apoyarlas encogidas sobre cada uno de sus bíceps como si fuera un hombre y, cuidadosamente, apretó la ovalada cabeza contra la entrada a la vagina. Entonces empujó, pero no lo hizo con violencia, sólo dejó que el peso del cuerpo lo hiciera penetrar naturalmente y eso fue exactamente lo que Maite sintió.
Estupefacta, descubría que esa tremenda verga no conllevaba dolor y que los músculos vaginales, aun tratando de estrecharse contra el falo, se dilataban complacidos a su paso. Experimentó una leve molestia cuando las aletas de su cuello uterino fueron sobrepasadas y el glande rozó las espesas mucosas del endometrio, pero cuando la mujer inició un cadencioso ir y venir, ese tránsito se le hizo sublime.
Una nueva experiencia la constituía la adición del aceite que, inmediatamente después de la penetración inicial, comenzó a poner en sus carnes un escozor tan exquisito que la exasperaba hasta la ira por calmarlo. La enorme verga la socavaba hasta sentirla golpeando en el estómago y al inclinarse la mujer sobre ella para tomar entre sus labios y dientes los estremecidos pezones, el ángulo se hizo tan recio que inició una serie de cortos jadeos cuando Ingrid retiró el falo de su vagina para mirar extasiada cuanto tardaban en cerrarse sus esfínteres dilatados.
Satisfecha por esa vista espectacular del interior rosado de la vagina, volvió a penetrarla, y así una, y otra y otra vez, estregando duramente las elásticas puntas contra sus pliegues soflamados hasta que Maite, mordiéndose los labios, le pidió por favor que la dejara descansar un momento.
Ingrid la complació pero cuando vio que había recuperado el aliento, consideró que estaba lista para reiniciar la cópula. Haciéndola ahorcajarse acuclillada de espaldas a ella, fue la misma Maite quien inició el descenso de su cuerpo para hacer que la verga entrara toda en el interior del sexo.
Apoyada con sus manos en las rodillas alzadas de la mujer, inició un leve galope sobre el falo que, conforme destrozaba placenteramente sus carnes, fue haciéndose cada vez más fuerte, convirtiéndose en una verdadera jineteada en la cual ella meneaba adelante y atrás, arriba y abajo su pelvis como una odalisca poseída. Progresivamente, Ingrid había tomado las manos que ahora apoyaba en su cintura para tirar hacia ella de los brazos; recostándola hacia atrás y asiéndola por las caderas, la sostuvo en esa posición inclinada, haciendo que el falo la penetrara más hondamente por el frenético golpetear de su pelvis.
Apoyando sus manos echadas hacia atrás en los hombros de la mujer y basculando sobre las puntas de los pies, Maite sentía extasiada como la inmensa barra la penetraba al ritmo que le imprimía Ingrid y comprometió sus mejores esfuerzos en acompasar sus remezones a los embates del falo.
Cuando soltaba groseras imprecaciones ante la proximidad del clímax que llevaría alivio a sus entrañas, la mujer salió de debajo y sosteniendo la verga entre sus dedos, trató de introducirla entre sus labios, al tiempo que le decía que conociera los sabores de las mucosas más profundas de su cuerpo. Ella sabía del gusto de sus fluidos, pero merced al aceite, ese nuevo pringue uterino tenía una fragancia desconocida que impactó en lo más profundo de sus glándulas y al tiempo que su eyaculación sucedía, dislocó la mandíbula como desde mucho tiempo atrás no lo hacía y así, entre lambeteos y chupones, se extasió en la degustación con gozosa fruición.
Al considerar que ya era suficiente de aquello, Ingrid se puso nuevamente a sus espaldas y colocándola en la posición del perrito, la penetró por el sexo desde atrás. Se había acuclillado asida a sus caderas y las poderosas piernas se flexionaban con vigor masculino para permitir al cuerpo hamacarse en un delirante ir y venir que hacía golpear su pelvis transpirada contra las nalgas. Apoyada en los codos, Maite mecía su cuerpo para hacer aun mejor la cópula y, agregando un vicioso desvío a los que le proporcionaban las delicadas puntas estregando su sexo, un largo dedo pulgar excitó los frunces oscuros del ano, penetrándolo en lentos círculos que distendieron los esfínteres.
A lo largo de su vida, Maite había cambiado absolutamente su forma de pensar en cuanto al sexo anal y, luego del oral, era el que más la satisfacía. La verga golpeando contra el fondo del sexo y el dedo introduciéndose entre los esfínteres anales, provocaron que extendiera una de sus manos para comenzar a restregar apretadamente su clítoris, mientras le suplicaba a la mujer que la sodomizara. Entonces Ingrid sacó la verga de la vagina para apoyar la punta ovalada sobre el ano y dejando caer en la hendidura una abundante cantidad del aceite, fue introduciéndola sin interrupción alguna hasta estrellar su cuerpo contra los glúteos.
De tan exquisitamente placentera, la penetración se le hacia irritantemente insoportable. Dejando de lado todo prurito de decencia, incrementó el bamboleo del cuerpo y la mano dejó de excitar los tejidos externos para hundir dos dedos en su vagina, buscando la protuberancia del punto G. La excitación de las dos mujeres era tan inmensa que ambas parecían fundidas una en la otra en esa cópula de aberrante perversidad hasta que, aumentando el nivel de sus ayes, quejidos, gemidos y jadeos, aceleraron el ritmo para que, de pronto, cuando todo pareció estallar, se derrumbaron en la cama unidas por el príapo bestial.

Por un tiempo indefinido, permanecieron acostadas con sus miembros entreverados hasta que en su enrevesada mezcla de idiomas, la atlética mujer comenzó a susurrarle al oído lujuriosas propuestas sobre el placer que ella aun no había alcanzado en su plenitud. La voz sugerente y la delicadeza de las manos recorriendo su cuerpo, reavivaron la calentura en el cuerpo y la mente de Maite y, colocándose enfrentada a Ingrid, volvió a dejar que su boca se solazara en el tierno besuqueo a esos labios fantásticamente dúctiles.
Los pechos generosos de la holandesa la incitaron nuevamente y, luego de entretenerse sobándolos como para sopesar su consistencia, dejó a su boca escurrirse sobre la acolchada capa gelatinosa y acceder a las rosadas aureolas. Tras azotarlas con la suavidad de la lengua tremolante, llevó a sus labios a encerrar el grueso pezón en largos y fuertes chupeteos que provocaron un complacido ronroneo en Ingrid.
La omnipresente consistencia de la verga erguida se hacía ineludible y, como si se tratara de una verdadera, la encerró entre sus dedos para manosearla en una improductiva masturbación al tiempo que la boca golosa se deslizaba sobre las anfractuosidades musculosas del vientre de la mujer. Al llegar a la copilla plástica, la cercanía de la verga llevó a su olfato el aroma de sus jugos y, dejando de estregarla con la mano, la recorrió de arriba abajo con el avaricioso chupeteo de los labios para degustar el sabor de la tripa. Cubriendo al falo con abundante saliva, encerró al ovalado glande entre los labios para introducirlo en el interior hasta sentir en su garganta el atisbo de la arcada.
Aparentemente, la mujer estaba mimetizada con el miembro como si fuera una extensión de sí misma y, en tanto que empujaba con la pelvis hacia delante gozando como si la felación la experimentara en carne propia, su disfrute hizo eclosión cuando Maite complementó el trabajo de la boca con la introducción de dos dedos a la mojada apertura del ano.
Roncando suavemente, Ingrid le pidió que la despojara del arnés para colocárselo ella y hacerla gozar con su penetración. Abriendo el simple cierre de abrojo, no tardó en sentirlo ciñendo su cuerpo y en ese momento cayó en cuenta de que la copilla tenía su interior cubierto por una réplica de las aterciopeladas puntas o verrugas que rodeaban al miembro y que, apretadas contra su sexo, le producían sensaciones de inefable goce al menor movimiento.

La situación la obligaría a adoptar las mismas actitudes de un hombre y no sabía si podría satisfacer a la mujer. Al parecer, hacía mucho tiempo que nadie la favorecía de esa manera y las carnes de Ingrid temblaban por la excitación de lo que ella iba a darle.
Esperando no defraudarla, se arrodilló frente a la entrepierna de la mujer y esta extendió sus piernas abiertas con desmesura para ofrecerle el espectáculo de su sexo inflamado. Su sola vista y las deliciosas cosquillas de las puntas estregándose contra sus tejidos parecieron transformarla; experimentando una sensación de masculino dominio, tomó el tronco del falo y restregó su punta en burdas pinceladas sobre la ennegrecida superficie del sexo.
Mágicamente, ese movimiento puso en marcha un mecanismo perverso en su mente y la bucólica sonrisa de la mujer la incitó a incrementar el estregamiento, traspasando la barrera de los labios e introduciéndose en la rosada superficie del óvalo. Asiendo los muslos entre sus manos para separarlos, la holandesa hizo que la pelvis se alzara aun más y el sexo estuviera casi en forma horizontal.
Como mujer, ella sabía lo que se experimentaba cuando una verga penetraba en esa posición y, casi sintiendo en su vagina la ruda presencia, fue guiando la punta del falo hacía la dilatada abertura para comenzar a someterla cuidadosamente. La sensación era de indescriptible goce, ya que al roce de las puntas en su sexo se agregaba el sentir como las carnes de la mujer iban cediendo a su exigencia, comprobando por los movimientos convulsivos del musculoso vientre como Ingrid pujaba para apretarlos y disfrutar mejor la penetración.
Aun no tenía en claro como mover su cuerpo, pero una especie de instintiva sapiencia envió un silencioso mensaje a su mente y asiéndose a los muslos, los utilizó para darse envión. Automáticamente, su cuerpo se tensó como un arco para comenzar con un lerdo menear en el que la verga se enterraba totalmente en la vagina de Ingrid y, ante las jubilosas exclamaciones de la holandesa, fue adquiriendo un ritmo cadencioso que las obnubiló de placer a las dos.
Ahora era ella la que sentía la urgente necesidad de poseerla y, sin dejar que el balanceo del cuerpo amenguara, se inclinó para llevar sus manos a estrujar con malévola insistencia los sólidos pechos de la mujer quien, imprimiendo a su cuerpo un acompasado ondular, incrementaba aun más la hondura de la penetración y el estregamiento de las siliconas contra el clítoris y los labios.
Tal vez fuera por la falta de costumbre, pero a Maite parecía ir dominándola el cansancio y, sintiendo como finas gotas de sudor corrían por su cuerpo mientras enjugaba con la lengua aquellas que colmaban su bozo, le pidió a la mujer que fuera colocándose de costado. En esa posición, las piernas comprimían la vulva y el tránsito se hacía más intenso con menor esfuerzo, pero aquello puso en evidencia la dilatación del ano, que pulsaba como una boca obscena con vida propia.
Perversamente subyugada por los tentadores latidos del recto, extrajo la verga de la vagina y, apoyándola contra el agujero apenas oscuro, empujó con tal ímpetu que la mujer estalló en gritos de dolorida complacencia. Mientras aquella le manifestaba su gratitud por cuanto la estaba haciendo disfrutar, Maite sentía como el placentero roce de las puntas en su sexo estaban cumpliendo con su cometido, acercándola a un nuevo orgasmo.
La holandesa parecía haber enloquecido y mientras sus manos rasguñaban el cobertor de la cama, entre maldiciones y palabras de amorosa pasión, le exigía que la condujera al clímax. Acomodándola para que quedara arrodillada, Maite reinició la sodomía pero ahora no se contentaba con introducir la verga hasta que las puntas externas restregaban duramente la carne, sino que retiraba totalmente la verga para observar con gula como la tripa permanecía dilatada, latente, mostrándole los blanquecinos tejidos que se convertían en una oscura caverna humedecida. Una vez que los esfínteres recuperaban parte de su prieta apariencia, volvía a introducir el falo profundamente y así, una y otra vez hasta que ambas estallaron en ayes y bramidos que evidenciaron la obtención de sus orgasmos al derrumbarse como muñecas desarticuladas en el lecho.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
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