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~Volvió mi secretaria para informarme de que la mujer insistía en hablar conmigo. Decía conocerme pero no se me ocurría quién podía ser esa "mujer madura y con acento sudamericano". De todas formas, me picaba la curiosidad, y estaba tan saturado de trabajo que cualquier excusa para darme un pequeño descanso no estaba de más. Me decidí a hablar con ella y mi secretaria la dejó entrar.
Efectivamente, parecía hispanoamericana, y en particular cubana por el acento. Era una mujer de treinta y muchos años y mulata. No estaba mal de físico, y deduje que tendría que haber sido muy atractiva en su juventud. Desde luego, yo no la conocía de nada.
- Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla, señora?
- Buenos días. Prefiero señorita. ¿No me reconoces?
Permanecí en silencio.
- Cariño, ¿no te acuerdas de Amparo?
Aquel nombre no me decía absolutamente nada.
- Entonces no recordarás Cuba, ¿no? Nunca habrás estado en La Habana...
Ahora no pude evitar sobresaltarme. Los recuerdos se despertaron de golpe. ¡Que si había estado en La Habana! Yo guardaba un recuerdo muy secreto de esa isla.
Ella sonrió notando mi reacción.
- Sí, ahora caigo... Nos conocemos – dije, tratando de arreglar mi falta de autocontrol con una sonrisa. – Podríamos quedar para comer, ¿qué le parece?
Apenas si pude trabajar durante el resto de la mañana. Mi mente ya no estaba en la empresa sino muy lejos de allí, en la ciudad de La Habana. Una historia de mi pasado había vuelto y no me agradaba mucho, porque había sido una historia con un final feliz, hasta entonces, y que era mejor ocultar. Ahora aparecía esa mujer y yo sabía quién podía ser y qué quería. ¡Maldición! ¿Por qué siempre que uno intenta disfrutar la vida tiene que pagarlo después?
Había ocurrido mucho tiempo atrás. Yo era entonces dieciséis años más alocado. También era joven y me aburría demasiadas veces de mi matrimonio aunque no llevara mucho tiempo casado. El mismo problema parecía tener mi amigo Fernando, entonces trabajábamos en la misma empresa, y nos convertimos en cómplices de un engaño. Un día dijimos a nuestras mujeres que teníamos un viaje de negocios en el extranjero, pero en vez de volar al brumoso Londres, fuimos al más luminoso y alegre Caribe.
¿Todavía no adivinan el resto? Fue una historia muy común. Apenas visitamos la isla y nos ocupamos en cambio de sus mujeres. Éramos extranjeros, teníamos dinero, habíamos dejado cualquier escrúpulo en nuestro país... Al día siguiente de llegar nos encontramos muy bien acompañados por dos mulatas. Las encontramos tomando el Sol en la playa, como si necesitaran realmente broncear sus jóvenes espaldas y sus pechos morenos, y se acercaron a nosotros notando nuestras miradas.
Las mulatas tenían fama y queríamos comprobar si era merecida o no. Teníamos todo lo necesario: un sábado y un domingo por delante, y una habitación de hotel. El romance fue rápido y apenas esperamos a llegar al hotel para empezar a abrazar y besuquear aquellas pieles tan oscuras y sus alegres caderas... Sonreían tan indecentemente simpáticas con sus dientes blancos que ningún hombre podría resistírseles. Nos invitaban a tocar y yo estrujaba bien el firme culo de una de ellas mientras nos besábamos. Mi amigo Fernando no era tan romántico y ya se había llevado a la suya a la habitación. ¡Me hubiera gustado saber qué hicieron, porque vaya gemidos empezaron a llegar desde allí!
Pero yo estaba más atento al ejemplar que tenía delante de mí. Las caderas anchas, el vientre plano y los pechos generosos los había apreciado sobradamente en la playa, pero ahora quería probarla también con ojos y manos. ¡Cuánta carne y qué adorable color chocolate con leche! Creía que se derretiría como una chocolatina bajo mi lengua pero no, siguió entera y muy caliente por mucho que la chupé...
La humedad del mar, el calor caribeño y el esfuerzo físico, empapaban nuestros cuerpos de sudor mientras subía y bajaba sobre ella. Sus pechos se me aparecían como dos montículos de tierra donde hundía mi cara, sin dejar de empujar entre sus piernas... ¡Y qué zanja tan enorme había entre ellas! Mi polla no bastaba para llenarla, pero no por eso dejé de regarla de semen...
Nos habíamos abstenido de sexo durante tres semanas y merecieron la pena todas las excusas que había dado a mi mujer (que si estrés, que si preocupaciones...), porque follamos hasta agotarnos. A las dos mulatas las probamos los dos aquella tarde y a la mañana siguiente despertamos con ellas y deseando más. Ya no notábamos sus caras sino que veíamos sólo carne oscura y lozana en nuestras manos, nuestra piel y nuestras bocas. Follamos hasta hastiarnos, hasta que, no teniendo ya fuerzas, las mordíamos y chupeteábamos por pura fascinación mientras nos provocaban con meloso y agradable acento. Era tan distinta su piel de la piel clara de mi mujer... Bueno, uno tiene que abrirse a experiencias nuevas y conocer otras culturas, ¿no?
Y éste había sido nuestro fin de semana.
El recuerdo no podía ser más placentero pero comprenderán que no me agradara verla de nuevo. Desconocía cómo había dado conmigo pero no me quedaban dudas de que quería chantajearme. Sí, me había portado un poco mal con mi mujer, pero no había vuelto a hacerlo... Está bien, algún capricho le he dado al cuerpo después, pero sólo de cuando en cuando y sin dejar de querer mucho a mi esposa.
Fui al restaurante en que habíamos quedado, no muy lejos de la oficina, y me encontré nada menos que a Fernando. Llevábamos tiempo sin vernos pero hubo poca alegría por el encuentro. Nos saludamos fríamente, la situación no era agradable, y nos sentamos los dos frente a ella con el temor y la duda de saber qué iba a pedirnos.
- Al grano – le dijo secamente Fernando.
- Hace dieciséis años tuve una hija.
Nos quedamos de piedra. ¡Me esperaba cualquier cosa pero no eso! ¡Lo que me faltaba! E inmediatamente surgió una pregunta, la dichosa pregunta...
- ¿Quién es el padre? – me adelanté a preguntar.
- No lo sé – respondió.
Ya dije que las habíamos probado a las dos. No recordaba ni sus nombres, así que era muy probable que uno fuera el padre.
Empecé a sudar. ¡Tanto leer libros para empresarios sobre autocontrol y no servían para nada! Temblaba como un flan pensando en lo que ocurriría si lo sabía mi mujer.
Acordamos someternos a las pruebas de paternidad. Me despedí educadamente de Fernando pero ya no éramos amigos. Cada uno quería que la desgracia fuese para el otro. ¿Para esto guardamos buenos recuerdos? ¿Para que las mujeres quieran siempre aprovecharse? ¿Para que se pierda la amistad...?
Toda la desgracia fue finalmente para mí. Leí, helado, aquel papelajo que decía que esa niña era mi hija mientras Fernando se sonreía. Era tan injusto. Si ambos habíamos engañado igualmente a nuestras mujeres, ¿por qué tenía que ser todo el castigo mío? Dos hombres comparten a una mujer y sólo uno es el padre... La Naturaleza es sabia... ¡Menuda gilipollez: la Naturaleza es estúpida!
Me encaré con ella:
- Hablemos claro. ¿Qué es lo que quieres?
¿Qué iba a querer? Me tenía bien cogido y quería dinero y también dinero. Consentí en pasarle una pensión mensual, siempre que fuera en secreto y sin que mi mujer supiera nada.
Me sorprendió más su otra exigencia.
- Verás... Esther quiere conocer a su padre. Ya le he dicho que es un individuo que no vale la pena, pero ella insiste. No puedo decirle que no. Así podrías sentirte más responsable de ella...
Esto último lo decía con sarcasmo. No tenía la más mínima gana de verla. Podría ser mi hija biológica pero para mí sólo significaba un incordio que no tendría que haber nacido.
Consentí también en conocerla, y fui un día a visitarlas adonde vivían, en un apartamento minúsculo y viejo en el centro. La madre me esperaba con frialdad pero la hija tenía curiosidad y no parecía tan hostil.
Si dijera que ella era tan guapa como lo había sido su madre sería un mentiroso. De ella había heredado las curvas voluptuosas, pronunciadas y africanas, el espíritu primitivo y salvaje del cálido continente... Pero la piel más clara y los rasgos más suavizados y delicados eran europeos. Una verdadera preciosidad.
Nos sentamos en el pequeño salón, en un sofá con muelles gastados y con el antiguo televisor apagado. Su madre callaba y fumaba un cigarro mientras yo trataba de decir algo. No era fácil buscar un tema de conversación. ¿Y qué debía sentir respecto a esa muchacha? Podría ser mi hija pero la sangre no tira por qué sí, y yo no tenía nada en común con ella. De todas formas, me pareció muy agradable y tan guapa... Pensé que debía hacer algo por ella. Al fin y al cabo era mi hija. Debía arreglar mi tremendo error. Incluso, ¿quién sabe?, podría ser un buen padre.
Me contó que vivían en Madrid desde hacía seis meses. Me habló del barrio, de sus impresiones... Pese a que yo no había sido un padre para ella, me hablaba con calor y logró conmoverme. ¿Qué se creen?, ¿qué uno no tiene sentimientos?
La madre no decía nada. Después de acabar un cigarrillo:
- Será mejor que os deje solos. Así podréis intimar -. Y se marchó sin dignarse a mirarme.
Yo me sentía sinceramente arrepentido.
- Mira, Esther, yo querría compensarte por todo lo que no he podido darte como padre. No quiero que te falte de nada. ¿Qué te gustaría hacer? Podrías estudiar una carrera si quisieras. Me tienes a tu disposición para los gastos y lo que necesites.
- No, mamá me ha enseñado muchas cosas, todo lo que necesito saber para vivir – me dijo –. Ella ganaba para las dos hasta que me enseñó a mí también. Los hombres sois fáciles de complacer...
Me quedé boquiabierto.
- Pero... ¿No me estarás diciendo que...? Bueno, quiero decir...
- ¿Qué si me he acostado por dinero? Pues claro. Mamá dice que soy tan puta como ella... pero creo que me preferís a mí.
Lo dijo tranquilamente y como si fuera algo natural. Pero luego se puso más seria y siguió hablando.
- Sí, le di mi virginidad a un alemán que tenía muchos euros. Y luego he follado con españoles, franceses, americanos... Todos igual de viciosos: quieren los mismos vicios de siempre. Que se la chupe o que me la metan por delante o por atrás, me da igual. ¿Tienes hijas?
Asentí con la cabeza. Pensé en mis dos hijas y la vida fácil que les había dado mientras esa chiquilla se acostaba con tantos hombres por dinero. Sentí un nudo en el estómago.
- Lo siento muchísimo... Si yo pudiera compensarte...
- Tú eres un cerdo como todos ellos. Desde que me has visto no le has quitado ojo a mi cuerpo. Quieres metérmela aunque no tenga ni la mitad de años que tú – ¡Oír para creer!
Luego su voz se hizo más suave:
- ¿Por qué no tomas lo que quieres y pagas?
Ella era terrible. Sí, tenía razón, era un cerdo, como todos los hombres, y ella lo sabía como sólo pueden saberlo las putas, porque no hay mujer que comprenda tan bien las profundidades del alma de un hombre como una ramera. Le acaricié el cabello negro y rizado, mirándola a los ojos. Tenía sólo dieciséis años y podía ser tan buena muchacha, quizás sólo era una chiquilla... Quería follarla.
Mis caricias tiernas sólo me excitaban y se volvieron más ansiosas y menos dulces. La besé y ella me metía la lengua en la boca y enroscándola a la mía como se supone que no saben hacerlo las de su edad. Se quitó la camiseta y vi unos pechos hermosamente morenos. Chupeteé sus pezones café y me sobresalté notando su mano colarse por mi pantalón. Me cogió el pene y jugó con él.
La sangre no importa. Es una mentira. Yo no podía sentirla como una hija. No es la sangre la que tira sino la carne. La llamada de la carne fresca, el roce de la piel, el aroma del sudor, las venas de mi pene hinchándose mientras se ponía erecto... Esto es lo que realmente tira y me importaba. ¿Qué importaba que el coño en que mi pene entraba tan alegremente fuera el de mi hija? Cualquier escrúpulo se estrellaba y se deshacía contra sus nalgas duras, ¡pero qué duro estaba su culo en mis manos! Lo agarraba y lo apretaba a placer mientras la penetraba. Ella gemía de una manera cada vez que mis testículos se aplastaban contra sus nalgas... ¿Lo sentiría de verdad o ya había aprendido a fingir?
Digo que me encantaba tenerla en el suelo de madera y a cuatro patas delante de mí y chocar contra esas nalgas tan duras. Pero la raza no sólo la había dado hermosas curvas sino también unos labios gruesos y morenos... ¡Con qué naturalidad se comió mi sexo y todo el jugo que supo exprimirme con la lengua! Me quedé muy a gusto vaciando mi pene en su boca. ¡Qué hermoso eran sus labios morenos cubriéndose de hilos blancos y abundantes!
Permanecí recostado en el sofá, rendido, viendo cómo se retiraba el semen de los labios con el dorso de la mano. Estaba agotado y es que ya no era tan joven como dieciséis años atrás... ¡Ah, no importan nada los disgustos con tal de disfrutar de unos minutos de triunfo y unos segundos de gloria! Importa eso tan poco como perder todos los escrúpulos. Fue al abrocharme de nuevo los pantalones, cuando entendí lo que había hecho.
- Esto no debió pasar. Lo siento...
- No te sientas mal, cariño. No nos conocemos de nada, no somos realmente padre e hija.
Vaya, se lo tomaba con mucha tranquilidad. Podría ser joven pero era muy razonable para su edad. De todas formas no dije nada y no me atreví a mirarla. Salí deprisa y encontré a la madre fumándose otro cigarro en el descansillo de la escalera.
- ¿Ya habéis terminado?
Yo no era el único que no tenía escrúpulos. Su madre carecía también de ellos y le había enseñado todo. Sabía lo que iba a ocurrir y lo deseaba por dinero, siempre el dichoso dinero. Me llevé la mano a la chaqueta y saqué un billete verde de una chaqueta de cuero.
- Espero que pueda volver a visitar a mi hija.
- Siempre que quiera – me respondió con una sonrisa sarcástica.
Bajé los ruidosos escalones de madera y pensé en aquella adolescente, en Cuba... ¿En qué momento de mi vida había perdido yo los escrúpulos? ¿Se quedaron en Cuba tal vez?
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