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La visita
Luego de un exhaustivo análisis que me mantuvo horas frente al espejo del baño inspeccionando cada detalle de mi rostro, me atreví a concluir que no me parecía en nada a mi tío Juan ni a ninguno de mis primos; tampoco a mi padre, tuve que admitirlo.
Más allá de esto, los elementos que tenía para juzgar a mi madre eran contundentes: mis ojos furtivos habían visto cómo mi tío la rellenaba de semen días antes de que ella anunciara su embarazo. La alta probabilidad de que mi futuro hermano fuera hijo de Juan daba crédito a la aseveración de mis tías.
En todo caso, si era cierta la teoría, si era yo hijo de Juan y no de mi padre, lo que más me molestaba era no haber heredado esa tremenda pija, que parecía el capricho genético de la familia.
Si bien quedaba lugar para una ínfima pizca de incertidumbre en favor de que mis envidiosas tías estuvieran equivocadas, había algo acerca de mi madre de lo que no tenía ninguna duda, y era que detrás de su apariencia de inocente y recatada ama de casa, se escondía terrible puta adoradora de pijas con dotes bestiales. Ese era su verdadero secreto, yo lo conocía muy bien, y me calentaba aún más que su hermoso cuerpo.
Mientras iba perdiendo la cuenta de las pajas que me hacía recordando la escena en que la zorra saltaba sobre la pija de Juan, al mismo tiempo que mi otro tío la enculaba hasta el fondo de su apellido, pensaba que si era tan puta como para dejarse rellenar en dúplex por sus cuñados, quizá alguna chance habría para que su amado hijo también pudiera degustar de sus portentosas carnes. No obstante, por esos días me conformaba con poder ver nuevamente ese culazo precioso.
Durante un par de semanas, sin más iluminación que el tenue brillo lunar que en las noches claras suele invadir tímidamente la planta alta de nuestra casa, caminé la distancia que separa mi habitación de la de mis padres. Apenas una efímera visión de esas insuperables nalgas hubiera significado para mí un completo regocijo. Pero el acecho fue estéril: el culote de mi progenitora no volvió a estar en exhibición como, de forma desprejuiciada, lo había estado en casa de los abuelos; me choqué, una y otra vez, contra la barrera infranqueable de camisones, pijamas, sábanas encubridoras y puertas cerradas.
Cuando aún no había pasado un mes de aquel disonante ágape familiar, mi padre me hizo un anuncio que me sorprendió tanto como el que nos había dado cuenta del embarazo de mamá: mis primos Daniel y Lautaro vendrían de visita y se quedarían todo un fin de semana en casa. Al parecer se habían alegrado tanto del reencuentro que no querían perder la oportunidad de reforzar el vínculo consanguíneo.
¡Patrañas! Yo sabía muy bien cuál era la verdadera motivación que había impulsado a esos mocosos insolentes a propiciar la intempestiva visita. Yo sabía que eran el culo y las tetas de mi madre quienes oficiaban de acicate para los calentorros jóvenes. Pronto me enteré de que no solamente iba a tener soportar en silencio las mentiras de esos dos bribones, sino que también iba a tener que hospedarlos en mi habitación.
Llegaron en el anochecer de un viernes. Traían en sus escasos equipajes algunos regalos: una botella de Dragon Berry –sabían que a mi madre le gustaba, pues había bebido en buenas cantidades en el cumpleaños del abuelo– y unas fútiles chucherías que había enviado mi tía. Con fingido beneplácito, les di la bienvenida a mi dormitorio y les hice saber que estaban en su casa.
Se puede decir que mamá y papá dedicaron todo el fin de semana a agasajar a sus sobrinos. El sábado estuvo destinado a los paseos por la ciudad. Papá resultó ser un magnífico guía turístico. Con mucha paciencia les explicó a los jóvenes los tediosos detalles de la arquitectura del Barrio Viejo, sin sospechar que ellos sólo estaban interesados en la soberbia arquitectura del cuerpazo de mi madre. La inspeccionaban de arriba abajo en cada disimulada oportunidad que tenían.
Ella llevaba puesto un vestidito claro de fresca sensualidad, con una falda apenas por encima de las rodillas. Aunque era suelto, las tetas y el culo de mi vieja abultaban la tela de forma bastante evidente, como ocurría siempre, cualquiera fuera el vestuario elegido.
La intensa jornada culminó con una cena en un coqueto restaurante. Y fue luego, al regresar a casa, que comenzaría lo realmente interesante. Yo llegué exhausto y me dormí rápido; pero en algún momento de la madrugada un cuchicheo me despertó. Enseguida identifiqué la voz de Daniel que le hablaba a su hermano por lo bajo:
–¿Está dormido? –le preguntó.
–Julio… Julio… –me dijo Lautaro con una especie de grito susurrante.
Intuí alguna trama sórdida, así que no respondí; incluso ensayé algunos leves ronquidos.
–Está dormido –aseguró el menor de mis primos.
–Voy primero –dijo Daniel.
Acto seguido, se levantó despacio y salió de la habitación a paso sigiloso. Sospeché que –como yo mismo había hecho muchas veces– se dirigía a la habitación matrimonial con el fin de espiar a mi madre. “Menuda decepción se va a llevar, ¿o acaso cree que le va a ser tan fácil cómo en la casa de los abuelos?”, pensé mientras recordaba mis fallidas peripecias intentando deleitar mi vista con la carne de mi vieja.
Pasaron unos veinte minutos antes de que el cachondo joven regresara; estaba visiblemente excitado:
–¡Qué orto que tiene la hija de puta! –exclamó tratando de contener el volumen de su emoción.
–¡Me toca! ¡Me toca! –dijo el ansioso Lautaro mientras se levantaba corriendo y agarrándose la pija.
¿Realmente habría conseguido ver algo de la piel de mi madre? ¿Había tenido el éxito que me había resultado tan esquivo? No podía ser…
Lautaro tardó menos: unos diez minutos cuando mucho. Al verlo de vuelta, su hermano le preguntó con ansias:
–¿Y…?
–¡Uff… qué paja que me hice! Cómo le gusta mostrar el orto a la puta.
–¡Tremenda! Al menos debería cerrar la puerta si va a dormir con una tanga tan metida en el culo, y más habiendo visitas.
–Para mí que quiere pija, y no de su marido, sino precisamente de la visita.
–Este viaje sí que valió la pena.
–Tal cual, pero yo no quiero irme sin reventar ese orto a pijazos.
Yo estaba atónito. No podía creer el culo de mi vieja estuviera en exposición esa noche, justo cuando estaban mis primos; no podía ser casualidad. ¿Acaso quería provocarlos? ¿Estaría acertado Lautaro cuando aseguró que estaba buscando pija visitante? Antes de sacar una apresurada conclusión decidí ir personalmente a verificar si era cierto que el espectacular orto estaba en cartel.
No fue fácil porque mis primos no dejaban de levantarse para repetir el acto de espionaje. Lo hacían una y otra vez; incluso llegaron a ir juntos, a riesgo de despertar mis sospechas. Al fin pude aprovechar un instante de quietud para levantarme de mi cama; seguramente pensaron que iba al baño y entonces fueron ellos los que fingieron estar dormidos.
Pronto pude comprobar que la excitación de mis primos estaba más que justificada. La puerta de la habitación de mis padres estaba abierta de par en par y la luz de la radiante luna llena permitía ver claramente hacia su interior. Papá descansaba tapado con una sábana; junto a él dormía mi madre destapada, con la cola totalmente al aire y hacia arriba. El marco de la puerta delimitaba la deliciosa postal de ese tremendo orto tirado en la cama. La bombachita que pretendía darle abrigo no era más que un indecente hilito perdido por completo entre esas dos turgentes bolas de inflada carne. Ahí estaba lo que yo había estado buscando con tanto ahínco. Me hice una paja enorme antes de volver a la cama, y di por confirmado que la trola se estaba exhibiendo para sus sobrinos.
El domingo mis primos se levantaron tarde, y yo también. Papá y mamá nos estaban esperando con unas exquisitas pastas caseras para el almuerzo. La tarde transcurrió con la inquietante obstinación de mis primos de desnudar a mamá con la mirada; incluso llegaron a probar con alguna que otra indirecta soez: frases de doble sentido que denotaban la desesperación de los jóvenes por obtener algo más que una vista del culo de mamá. Ella sonrió ante cada uno de los desubicados chistes de sus sobrinos, pero nunca les siguió el juego.
Esa misma noche: después de la cena, mamá se apareció con un mazo de naipes de baraja inglesa, el cual agitó en su mano mientras hacía efectiva la invitación:
–¿Jugamos?
–¡Qué buena idea! –exclamó Lautaro.
–¡Excelente! –replicó Daniel.
–Bueno… pero un ratito nada más, que mañana tenemos que madrugar –sentenció papá.
Yo asentí con mi cabeza y acto seguido los cinco rodeamos nuevamente la mesa, esta vez para disfrutar de unos momentos de lúdico esparcimiento.
Mi madre abrió la botella de Dragon Berry que sus sobrinos nos habían obsequiado y a partir de allí transcurrieron más de dos horas entre juegos y tragos. Mi padre y yo nos abstuvimos de la bebida, pero mamá y mis primos se encargaron de beber por ellos y por nosotros.
Jugamos varios juegos: Canasta, Black Jack y, por supuesto, Póquer. Papá resultó ser muy diestro y ganó en casi todos. Yo conseguí anotarme algún modesto triunfo, en cambio mi madre y mis primos lo único que consiguieron fue una ligera borrachera.
Ya cerca de la medianoche, papá decidió abandonar la mesa tras un concluyente bostezo:
–Ya me cansé de ganarles –dijo con tono altivo–, me voy a dormir porque si no mañana no me levanto. No se acuesten muy tarde, recuerden que salimos temprano.
Acto seguido, se despidió y subió a su habitación.
–Bueno… creo que yo también me voy a dormir –dijo mi madre minutos después mientras intentaba pararse; lo hizo con cierta dificultad y esto provocó su risa.
–¡Ahh nooo! –exclamaron mis primos casi al unísono.
–Todavía es temprano, y hoy es nuestra última noche –suplicó Daniel.
–Está bien, pero no tomo más –dijo ella y se volvió a sentar a la mesa.
–Una más… sólo una más –insistió Daniel.
–Bueno, pero sólo una más –dijo mamá en medio de una risotada.
–Tengo una idea… ¿Tienen un par de dados? –preguntó Daniel.
–Traé los dados –me dijo mi madre. Yo obedecí.
–Juguemos al Strip Dice –dijo mi copeteado primo.
–¿A qué? ¡Ese juego no existe! –dijo mi madre sin poder dejar de reírse.
–Pues entonces lo acabo de inventar… Sólo tiramos los dados y el que obtenga la suma menor debe quitarse una prenda. El que queda desnudo pierde, ja ja ja.
–¡Yo juego! –gritó Lautaro alzando su mano.
Mi madre detuvo su risa un momento, pensó y finalmente dio su opinión:
–Ok, juguemos.
Luego propuso que jugáramos en parejas: mis dos primos por un lado y ella y yo por otro. Yo no podía creer que cayera tan fácil en la trampa. Estaba claro que lo único que buscaban mis primos era desnudarla, y el juego de dados no era más que una medida desesperada y poco sutil. Para colmo llevaba puesto su vestidito suelto, así que mis primos no necesitaban más que un par manos afortunadas para descubrir su intimidad.
Sin embargo, sabiendo de sus reservadas costumbres, no me sorprendía que ella conociera muy bien las intenciones de sus sobrinos y por eso mismo aceptara el reto. De esta manera podía calentarlos a placer –incluso delante de los ojos de su propio hijo, lo cual era aún más morboso– asegurándoles material para una infinidad de pajas.
Recién allí tomé consciencia de que si lograban desnudar a mi madre, también me desnudarían a mí; y no creía estar preparado para observar el cuerpazo desnudo de mamá sin tener una reveladora erección. Esto me hizo temblar como luna en aguas inquietas.
Parecía que nuestros jóvenes huéspedes se iban a salir con la suya; sin embargo, la suerte jugó de nuestro lado. Nuestros lanzamientos fueron mejores que los de nuestros rivales en todas las ocasiones. En apenas cuatro rondas ellos estaban en calzones mientras que a mamá y a mí no nos habían podido despojar de una sola prenda.
–Yo diría que perdieron, salvo que quieran quedar totalmente desnudos –le dijo mi madre a sus sobrinos en forma jactanciosa–. Es hora de ir a dormir –concluyó luego.
Ellos se miraron con pesadumbre y volvieron a vestirse en silencio, derrotados, como aceptando el hecho de que iban a volver a su casa sin conseguir su objetivo. Yo celebré para mis adentros y luego, con gesto tan altanero como ingenuo, hice caso a la recomendación de mi madre y me retiré a mi habitación primero que nadie.
Antes pasé por el baño y, mientras me realizaba el correspondiente aseo dental, reí pensando en la mala suerte de mis primos: ni una prenda le habían podido quitar a mi madre. También sentí el alivio de haberme equivocado al pensar mal de ella: quizá no era tan puta. Pero mientras me enjuagaba la boca me di cuenta de mi infantil error: había dejado a mi madre sola en el living a merced de esos dos animales salvajes desesperados. ¿Y si intentaban violarla?
Al advertir este hecho, escupí el último buche de agua y rápidamente me dirigí rumbo a la sala; pero ya era tarde, así que no llegué a mi destino final, sino que me quedé espiando oculto en el penumbroso descanso de la escalera. Desde allí tenía una vista perfecta de lo que ocurría abajo. Y lo que ocurría era que los calientes muchachos habían decidido jugarse la última carta que les quedaba. Y cuando digo carta, me refiero a que cada uno había sacado un as de su manga; o mejor dicho, de su bragueta.
Ambos –vaya uno a saber con qué excusa; o sin ella– se habían desnudado por completo. Sus descomunales vergas estaban erguidas como mástiles apuntando hacia mi madre. Eran tan largas y gruesas que realmente inspiraban respeto. Mi madre las contemplaba con la boca semiabierta y los ojos más grandes que personaje de Animé, completamente fascinada con aquellos pollones enormes que saltaban hacia arriba amenazantes en cada palpitación como si fueran segunderos de reloj.
–Mirá lo que tenemos para vos, perra –le dijo Lautaro exhibiendo orgulloso su fantástica herramienta.
Antes de que mi madre saliera de su asombro, Daniel le tomó con firmeza la falda del vestido y se lo arrancó de un fuerte tirón. Los botones frontales de la prenda saltaron por los aires y la hembra quedó desnuda en el acto. No recuerdo si no llevaba sostén o éste le fue arrancado junto con el vestido, pero sí recuerdo cómo sus grandiosas ubres brotaron monstruosamente de su pecho: saltaron hacia adelante y quedaron bamboleándose frente a los desorbitados ojos de sus sobrinos, y frente a aquellas ingentes vergas que cada vez latían con más fuerza.
Me costó unos cuantos segundos salir del pasmoso embeleso que me causó aquella inmensidad de carne reunida en la sala y otros tantos verificar que mi curvilínea madre en realidad no estaba totalmente desnuda, sino que llevaba puesta una minúscula tanguita de morada transparencia. Ésta era tan pequeña que apenas se divisaba desde mi posición subrepticia; estaba totalmente perdida en la cuantiosa voluptuosidad de ese cuerpo de diosa pagana.
–¡Mirá lo que son esas tetas! –exclamó Daniel al mismo tiempo que se asía fuertemente de las colosales ubres de mamá.
–¡Y ese orto! –Agregó Lautaro dando un salto hacia adelante para aferrarse a esas tremendas nalgas desnudas, apenas decoradas con la casi inexistente tanga que la zorra se había incrustado en el medio del ojete–. Apuesto a que no te ponés estas bombachitas tan chiquitas para tu marido, ¿eh, putita?
Mi madre sonrió en forma perversa y negó levemente con la cabeza justo antes de dejarse caer de rodillas contra el suelo para engullirse esos dos falos hasta lo más hondo de su garganta. Los mamó en forma alternada. Su lengua volaba sobre aquellos monstruos de carne. Su cabeza saltaba de una pija a otra como rabiosa.
Daniel le arrancó la tanga y la empujó contra el sofá. Ella quedó boca arriba con las piernas levantadas, observando fascinada las notables vergas de sus sobrinos, que parecía que le hablaban. Su lengua asomó por entre sus labios y se deslizó sobre ellos con lujuriosa lentitud carmesí.
Su concha comenzó a pulsar en forma elocuente –tan elocuente que podía ver yo claramente sus contracciones desde los diez metros que me separaban de la magnánima escena–, como respondiéndoles a las pijas de sus sobrinos. Pensé que ese particular diálogo cóncavo convexo no podía terminar de otra manera que con un violento acople, y así ocurrió, producto del colosal magnetismo de toda aquella ostensible voluptuosidad.
Daniel fue el primero. El impetuoso joven penetró a mamá en forma bravía, como asestándole una puñalada en el medio de la concha. Ella gimió de placer. Rápidamente comenzó a serrucharla con saña, como si la estuviera castigando por ser tan puta, mientras Lautaro le ejecutaba un concierto para lengua y manos en las tetas. El ritmo del mete y saca los fue llevando de una posición a otra hasta que mamá quedó montada sobre su sobrino mayor, cabalgándole aquel cuarto de metro de palpitante montura. Fue allí cuando Lautaro aprovechó para colocarse detrás de su agraciada tía y encularla ferozmente mientras le jalaba el cabello con fuerza. El voraz orto de mi vieja se tragó el pedazo de carne de mi primo con la fuerza succionadora de una aspiradora de tierra.
Allí estaba otra vez la señora Rita Culazzo, mi abnegada madre, con dos pijas clandestinas rellenando sus entrañas en forma simultánea; y allí estaba yo, otra vez oculto en las sombras, haciéndome tremenda paja mientras observaba la escena.
El ritmo de culeo se hizo vertiginoso. Mis primos cada vez serruchaban con más ímpetu haciendo gala de toda su vitalidad juvenil. Mi madre recibía como yegua en celo, pletórica, pero no pasiva: arremetía culo y concha violentamente contra las pijas de sus sobrinos y parecía que se las iba a arrancar en el retorno de cada embestida.
La puta empezó a dar fuertes gemidos. Temí que estos, sumado al sonido que producían las fuertes nalgadas que recibía cada vez con mayor frecuencia, pudieran despertar a mi padre. Si el cornudo hubiera bajado en ese momento, no sólo hubiera encontrado a su esposa haciéndose garchar en forma brutal por sus sobrinos, sino que en su camino, escalera abajo, se hubiera topado con su hijo observando la escena, pija en mano y expulsando desde las sombras un chorro de semen que voló desde el descanso de la escalera hasta el primer escalón, uno de los pocos invadidos por la luz argenta que llegaba de la sala.
El gimoteo general se hizo más intenso. El arribo de los orgasmos era inminente. Temiendo que ese rijoso plañir llegara hasta los inconscientes oídos de mi padre, rápidamente guardé mi complacida verga y corrí escalones arriba en puntas de pie. Alcancé a cerrar la puerta de la habitación matrimonial justo antes de que el estruendoso sonido, que daba testimonio de la satisfacción sexual de mamá y sus sobrinos, alcanzara la planta alta. Lamenté perderme el momento supremo, pero era el precio que había tenido que pagar para mantener a mi padre a salvo de los obscenos gritos de su esposa: unos quejidos hondos, graves y ásperos, como de liberación de fuego contenido.
Luego bajé a toda velocidad y me instalé nuevamente en mi oscura guarida para observar el epílogo del erotismo. Mamá estaba tirada sobre el sofá, bañada en leche y suspirando hondo –pensé que al menos no podía quedar embarazada–. Mis primos se encontraban a su lado, tirados en el suelo, agitados, con sus vergas chorreantes y comenzando el descenso con la satisfacción del deber cumplido. Me quedé observando hasta que los tres se incorporaron y comenzaron a vestirse, no sin antes rubricar el maravilloso acto de incesto con un besazo de lengua que los volvió a unir como prodigioso trío.
Corrí nuevamente hacia arriba, esta vez hacia mi habitación, y me tiré en la cama. Cuando entraron mis primos me encontraron –una vez más– interpretando el personaje de joven durmiente.
En mitad de la madrugada, cuando ya todos dormían –algunos lógicamente extenuados–, me levanté silenciosamente y volví a la escena del crimen para limpiar los albugíneos rastros que había dejado la fiesta secreta. Primero limpié mi propia acabada, que aún adornaba el borde del primer escalón; luego me encargué de las de mis primos y la de mi madre que estaban desperdigadas por la sala, en las cercanías del sofá y encima de éste. A esas alturas podía considerarme el limpiador de leche secreto de las descomunales orgías de Rita Culazzo.
Cuando asomó el sol de la mañana siguiente ya todos estábamos de pie, prontos para acompañar a mis primos hasta la terminal. Como era de esperarse, mi padre era el único que no mostraba esas grandes ojeras que otorga el impúdico cansancio.
Ya a punto de subir al bus, mis primos no perdieron la última oportunidad que tenían para satisfacer su apetito insaciable durante los emotivos abrazos de despedida: Lautaro, en su turno, deslizó una mano hacia abajo para recorrer toda la espalda de mi madre y pellizcarle el culo. Ella suspiró. El manoseo público habrá durado dos segundos: demasiado tiempo como para hacerme transpirar. Papá no pudo advertir esta osadía pues estaba despidiéndose de Daniel; yo me hice el desentendido. Luego Daniel hizo lo mismo, pero el atrevido utilizó ambas manos, las cuales se prendieron como garras de las nalgas de mamá. Ella volvió a suspirar y yo a mirar para otro lado. Mientras, papá se despedía de Lautaro.
Por fin, mis primos subieron los escalones hacia el interior del bus mientras nos agradecían la hospitalidad y nos manifestaban sus deseos de repetir la visita. Yo respiré hondo y sentí un alivio parecido al que se siente al despertar de una pesadilla estremecedora.
El autobús emprendió lentamente la marcha. Cuando ya se había alejado media cuadra, la cabeza y buena parte del torso de Daniel aparecieron de improviso por una de sus ventanas. El muchacho parecía gritarnos algo mientras agitaba un pedacito de tela purpúrea en una de sus manos. Mi padre blandió su brazo bien alto y ejecutó un amplio movimiento de péndulo para saludarlo.
–Qué muchacho anticuado –comentó perplejo; seguramente creyendo que lo que hacía su sobrino era sacudir su pañuelo en gesto de despedida.
Mi madre sonrió sin emitir palabra; y es que, menos papá, todos sabíamos que ese mínimo trozo de tela que Daniel agitaba en su mano no era ningún pañuelo, sino la tanga que la putona había usado la noche anterior, y que los guarros se llevaban como trofeo.
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