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Categoría: Infidelidad

El precio de la infidelidad

Me llamo Matías Herrera. Tengo 35 años, y trabajo como detective privado. Hace dos años que me divorcié de mi mujer, Melisa; y hace unos nueve meses que me trasladé a la sucia y ruidosa capital.

Llevaba varios meses malviviendo con pequeños casos para ciertas compañías de seguros con las que trabajo: casi siempre eran accidentes simulados que no tenían mayores complicaciones. Bastaba con tener paciencia para cazar al incauto. No pagaban mucho, pero cobraba con puntualidad británica, y al menos tenía para afrontar mis deudas.

Un viejo amigo, periodista de sociedad, me ofreció la posibilidad de hacerme cargo de un asunto interesante, de esos que exigen la máxima dedicación. Me puso en contacto con una mujer de la clase adinerada, que se hacía llamar Estrella. Era la hija de un famoso banquero, ya fallecido, del que todo el mundo había oído hablar en la capital, bien por sus excentricidades, bien por sus devaneos. Ella, en cambio, desde que consumara su matrimonio, se mantenía apartada de los actos públicos y llevaba una vida más bien discreta.

Eran las diez de una mañana fresca y despejada, cuando llamé al portal de su apartamento. Me abrió ella misma. Crucé el jardín por un sendero empedrado. Estrella me esperaba en la puerta, tres escalones más arriba. Me agradó su aspecto: rubia, de grandes ojos verdes, cara ancha y sonrisa cálida. El vestido debía de tener dos tallas menos de las necesarias.

La dejé pasar delante por cortesía, y para evaluar la tensión de sus nalgas, anchas y musculadas. Me guio hasta el salón haciendo sonar los tacones contra la tarima de nogal; denotaba seguridad, dominio. La criada de la limpieza estaba en las habitaciones de arriba. Me aseguró que podríamos hablar con absoluta confidencialidad.

–Se trata de mi marido –dijo muy serena–. Se acuesta con otra.

–¿Está segura, o sólo lo sospecha?

Abrió un sobre que había sobre la mesita, y me mostró unas fotos tomadas de lejos. Su marido aparecía junto a una joven casi tan alta como él. Era una chica de piernas largas y finas, culito pequeño, y una figura hecha a base de batido de zanahoria. El cabello liso ocultaba buena parte de su rostro. No era fácil precisar su edad; podría tener fácilmente más de veinte, o puede que tuviera alguno menos.

–Las hice yo; las dos últimas son de la semana pasada –se echó hacia atrás, en el sofá. La falda del vestido se le subió un poco más. Aprecié unos muslos recios, marmóreos, de acero pulido.

–No comprendo –dije confuso–. Si ya tiene las fotos, ¿Para qué me necesita? ¿Quiere más pruebas contra su marido?

–¡No! No quiero perderlo; no así –su voz sonó alterada–. Quiero que vuelva conmigo; si es posible. Necesito saber qué hay entre ellos, por qué sigue viéndose con esa… criatura.

–Supongo que ha descartado la posibilidad de preguntárselo a él.

–Supone bien. Es demasiado astuto. Se dedica a los pleitos –dijo con una mirada de orgullo–. Lo negaría todo sin ruborizarse, y me daría una explicación plausible para las fotos. O lo reconocería y luego intentaría convencerme de que entre ellos no hay nada.

–Tengo la impresión de que no es la primera vez que lo hace. Se lo toma con demasiada serenidad, o resignación. ¿Me equivoco?

–No. Acierta. Leonardo siempre ha tenido devaneos ocasionales. Es un hombre muy…, como decirlo, muy viril. Sabe seducir a una mujer. Pero eran aventuras de una noche, o de un fin de semana. Rara vez las volvía a ver más de dos veces.

–Y usted, ¿cómo lo supo? –mi curiosidad me dominó.

–Algunas me las confesó él, arrepentido. Otras las descubrí yo. Por indicios o pruebas evidentes. De otras, fui partícipe; cuando era más joven, claro –encendió un cigarrillo–. ¿Le resulta escandaloso?

–¿Lo de su marido o lo de sus tríos? –empezaba a divertirme.

–Ambos. Puede hablar con franqueza.

–Lo primero es más habitual de lo que la gente quiere reconocer; lo segundo me parece inusual, pero nunca censurable, si uno lo hace con agrado. –Hice una pausa antes de continuar; ella me aguantó la mirada sin ruborizarse–. ¿Y cómo es la relación con su marido?

–¿Quiere decir en la cama? –no parecía molesta ni incómoda.

–Sí, también. Pero me refería en general.

–De respeto mutuo, afecto y apoyo en los momentos difíciles –dio una onda calada y lanzó el humo hacia el techo–. En cuanto al sexo, lo practicamos con regularidad: una vez por semana. Funcionamos bien, dadas las circunstancias: la edad, la rutina. Ya sabe. Aunque eso era andes. Desde hace unos tres meses…, empeoró.

–¿En qué sentido? ¿Está demasiado fatigado para…?

–Oh, no. ¡Qué va! Leo, en eso, es muy complaciente –contuvo una carcajada; luego se puso seria–. Lo hace, pero sin entusiasmo, sin pasión. Como si estuviera ausente. A veces le falta vigor, o lo pierde. Intenta darme placer por otras vías. Pero me he dado cuenta de que lo único que desea sólo es acabar cuanto antes. ¡Últimamente ni se molesta en fingir su falta de interés! ¡Maldito!

–Comprendo –la interrumpí con el propósito de calmarla. Su voz había subido de tono. Percibí crispación en su rostro.

–Al principio lo achaqué a la edad, al estrés del trabajo, al puro aburrimiento. Incluso me culpé a mí misma, por perder atractivo. Pasé un mes horrible, angustiada por la incertidumbre de no saber qué estaba ocurriendo. Hasta que una noche en la que me dijo que llegaría tarde porque estaba muy ocupado. Fui a su despacho para decirle que no podíamos seguir así… Y estaba cerrado.

–Y cuando él llegó a casa, ¿qué hizo?

–Nada. Hacerme la dormida y agudizar mis sentidos. Venía recién duchado: olía a champú, el muy canalla –se inclinó hacia adelante y me miró intensamente–. ¿Cree que debería haberme enfrentado a él?

–No lo sé. Usted lo conoce mejor.

Tenía la sensación de que cada una de sus palabras, y de sus gestos, estaban perfectamente calculados. Parecía acostumbrada a manejar a los hombres según sus propósitos. Quizás pensaba que ya me tenía comiendo embobado en su palma. Pero se equivocaba.

–Me han dicho que usa métodos nada corrientes, pero efectivos.

–Tengo mis truquillos. A veces bordeo la frontera de la ley, pero no la cruzo. Digamos que sé jugar sucio, si la ocasión lo requiere.

–No quiero escándalos. Debe actuar con absoluta discreción.

–No los habrá. Se lo garantizo.

–Entonces, ¿acepta el caso? –sonrío–. Le pagaré en efectivo.

–Son 200 –dije circunspecto–. Por adelantado.

–Me parece justo. Esperaba que fuera algo más caro.

–Eso es la entrada. Serán otros 100, al terminar, por cada semana de trabajo. Además deberá abonar los gastos extra que se produzcan por imprevistos. Todo con su conveniente factura, claro.

–De acuerdo. Ahora vuelvo –se levantó y salió del salón. Miré fascinado cómo balanceaba su cadera. La falda se le ceñía como un guante: o no llevaba nada debajo, o no se le notaba. Me pregunté qué secreto escondería entre sus piernas (en sentido figurado). ¿Por qué no sentía celos, rencor o ira? ¿Qué planes tenía en mente?

–Espero que lo resuelva cuanto antes –dijo nada más regresar–. Tendrá una gratificación y mi sincero agradecimiento.

Se inclinó hacia mí para entregarme el dinero. El escote del vestido quedó colgando durante un segundo. Pude apreciar unos senos orondos, compactos, retenidos por un sujetador escueto; la mitad de la aureola asomaba como el sol al amanecer. Si pretendía turbarme, fracasó estrepitosamente. Si sólo quería incentivar mi celo profesional, lo consiguió a medias.

Esa tarde hice algunas llamadas. A las nueve, me reuní con Ernesto, un policía veterano que conocía de años atrás, en mi bar favorito. Le mostré las fotos. A Leonardo lo reconoció enseguida. Era un prestigioso abogado penalista, dueño de su propio bufete. Tenía cuarenta y nueve años (muy bien llevados, a juzgar por su aspecto). Destacaba por su carácter abierto y agradable; quienes lo conocían, lo admiraban y lo respetaban. Y nunca se había metido en líos, es decir, en política.

Al llegar a mi modesto piso me puse a pensar sobre cómo enfocar el caso. La verdad es que me sentía descolocado, fuera de ángulo de tiro. La historia no me encajaba. Alguien mentía, o al menos no decía toda la verdad. ¿Por qué un “cazador” sexual como Leo seguía con la misma chica? Puede que ella fuese una fiera, o una diosa, en la cama. Su cuerpo joven y elástico ofrecía miles de posibilidades. Sin embargo, como al buen vino, le faltaba poso: ciertas habilidades sólo se adquieren con el tiempo. Y ella no podía tener más de ocho años de experiencia.

Me serví dos dedos de whisky para estimular mi mente. ¿Y si no había ninguna relación sexual? ¿Y si los unía otra causa? Pero las fotos no dejaban lugar a dudas: en una la sujetaba por la cintura; en otra posaba una mano sobre su nalga mientras se miraban a los ojos, sonriendo. Leo era abogado. ¿Estaría la chica medita en asuntos turbios? ¿Lo habría contratado? ¿Para qué? No tenía ni idea.

Cuando menos lo esperaba sonó el móvil. Era Melisa, mi ex mujer. No tenía más remedio que contestar, o estaría sonando cada cinco minutos. ¿Qué idea tenía ella del concepto de divorcio? ¡Cuándo encontraría a un idiota (como yo) que la aguantara! Habían pasado casi dos años desde nuestra dramática ruptura, tiempo suficiente para que rehiciese su vida y buscase un compañero. Todavía era joven, y tenía un bonito cuerpo. Pero el carácter la perdía.

–Necesito hablar contigo. Tengo un problema –me dijo.

–¡Qué novedad! –me encogí de hombros.

–Estoy asustada. ¡No me ha venido!

–¿Fran? ¿Se ha escapado? –Sentí más orgullo que preocupación. Mi hijo tenía el carácter indomable de su madre, pero el instinto de supervivencia del padre (que supuestamente era yo).

–No, estúpido. ¡La regla! ¡No me ha venido la regla!

–Algún día tenía que sucederte, ¿no? A tu edad –dije burlón.

–¡Serás imbécil! Pero sí solo tengo treinta y seis.

–Casi treinta y siete, cariño. ¿Te estás acostando con alguien? No es que me importe, pero quizá sea la explicación.

–Bueno –noté como se ponía a la defensiva–. Con un compañero de la redacción. Pero sólo lo hicimos una noche. Hace como que… no sé.

–Pues felicidades. Y dale la enhorabuena al campeón.

–¡Que no! Que no es posible.

–Sí, me olvidaba. Tú siempre haces sexo seguro. Pero se le pudo escurrir el capuchón sin que te dieras cuenta. ¡Con lo insensible que eres! No me extrañaría nada.

–¡Serás imbécil! –Gritó a través de las ondas–. Sí que me daría cuenta. Además no hubo penetración. Con la felación… ya sabes.

–¿Le hiciste una mamada? –pregunté indignado–. A mí nunca me la hacías. Te daba asco, recuerdas.

–Lo nuestro era distinto. Y no me daba asco, es que eras mi marido. Y sí que lo hice alguna vez. Pero eso no viene al caso.

–Mira, te tengo que dejar. Quizás sólo sea un leve retraso. Date una semana de plazo. Luego me llamas –y colgué. ¡Qué se joda! Pensé. Se lo tiene bien merecido.

Bastantes problemas tenía que afrontar, como para preocuparme por los de una mujer que había asegurado que casarse conmigo había sido el mayor error de su vida. Todavía recordaba con plena nitidez la última vez que discutimos, en la que me llamó falso, taimado e inmaduro. Era cierto. La había engañado, pero fue con un buen propósito: para que no sufriera. No asumía mis responsabilidades, y me lo tomaba todo con un humor cínico y, a veces, cruel. Pero ese no era el problema esencial entre nosotros. Lo que ocurría era cada uno concedía la máxima importancia a cosas que el otro consideraba ridículas. Y sin embargo, la había querido, e incluso la había amado.

Me acosté después de tomar una cena copiosa: revuelto de arroz con gambas y calamares. Comer siempre me ha ayudado a pensar. Pero en esa ocasión no funcionó como esperaba. Seguí sin aclarar mis ideas y acabé pasando una mala noche. Me desperté varias veces, y tuve pesadillas. En una de ellas aparecía Estrella, desnuda (aunque su cuerpo se parecía demasiado al de mi ex mujer). Cuando me iba a besar me apuñalaba en el corazón. ¿Me estaría engañando?

Necesitaba una ducha fría. Estaba desnudo, en medio del salón, con una erección imponente y un dolor de cabeza que me oprimía la sien. Pero el agua templada no consiguió bajar mi excitación. Ciertas imágenes volvían recurrentes a mi retina. No podía quitarme a Estrella de la mente. De modo que cedí sin ofrecer resistencia y me masturbé con la sensación de estar realizando un acto de justicia. En cinco minutos toda la tensión se escurrió por el desagüe. Abrí el agua caliente, y dejé que mi cuerpo terminase de relajarse. El malestar desapareció mientras desayunaba.

Pasaban diez minutos de las ocho cuando pisé la calle. Me subí en mi viejo coche y fui en busca de Leo. Comenzó entonces la parte más dura y aburrida del trabajo de detective: las largas esperas, las horas vacías. Para la mayoría de la gente son momentos, como mínimo, insufribles: se agobian, se dispersan, suspiran y maldicen. Sin embargo yo puedo soportar la quietud y el silencio sin ver alteradas mis capacidades. La simple expectativa de poder sorprender a mi presa me mantiene alerta y concentrado. Soy paciente (y bastante terco; lo confieso).

Fueron días intensos, en los que me dediqué, en cuerpo y alma, a vigilar los movimientos de Leo. La tarea, aunque agotadora, resultó más fácil de lo esperado. Porque se trataba de seguir a un hombre confiado, de férreas rutinas, que parecía ignorar, o despreciar, todo lo que se movía a su alrededor. Me extrañó que ni siguiera se girase para mirar a las bellezas que se cruzaban en su camino. Por lo demás, se pasaba el día encerrado en su bufete; a veces acudía al juzgado o la comisaría, pero regresaba enseguida. Comía y tomaba sus cafés en el mismo restaurante, y siempre a las mismas horas.

La chica de la foto la descubrí a los tres días. Leo cometió la torpeza de desviarse de su ruta para ir a esperarla a la salida del campus universitario. Los seguí en mi viejo coche hasta un lujoso motel de las afueras, que ofrecía las máximas garantías de discreción a sus clientes. Pero tenía un punto débil: el salario de sus empleados. Con unos cuantos billetes soborné al joven y aburrido recepcionista para que me indicara la habitación de la pareja que acababa de entrar. En mi mochila llevaba todo mi equipo de filmación y escucha. Lo demás fue pura rutina.

Volví a sorprenderlos otras dos veces más, siempre en moteles. Follaban hasta quedar exhaustos, se amaban como dos jovenzuelos recién salidos de la pubertad y con ganas de probarlo todo. La chica, que se llamaba Paula, era como un pozo sin fondo. No había manera de llenarla; siempre quería más y las aventuras le sabían a poco. Leo procuraba verla a diario, aunque sólo fuera para tomar un café en algún bar discreto. Estaba tan pendiente de ella, de tomar sus manos, o de acariciar sus muslos, que no reparaba en nadie más. Ella sólo tenía ojos para él, pero no le lanzaba miradas de enamorada, sino de mujer hambrienta.

Pasaron once días desde mi encuentro con Estrella. El trabajo, en cuanto a lo que a mí me concernía, estaba terminado. Pero decidí esperar un día más para organizar todo el material y, sobre todo, para aclarar mis ideas y elaborar un buen discurso.

La llamé, y quedamos en vernos a las cinco de la tarde. Cuando llegué, el portal de acceso a la finca estaba abierto. Pero dejé mi coche fuera y entré a pie. Estrella apareció en la entrada con cara de ansiedad; en sus ojos había duda e inquietud. Llevaba un vestido blanco, de escote rectangular, sin mangas, que bajaba hasta la altura de las rodillas. Le sentaba como un guante. Los zapatos eran rojos como el color de sus labios. Estaba radiante. Me saludó con frialdad y me condujo al salón.

Nos sentamos en el sofá, uno al lado del otro, y coloqué el ordenador portátil sobre la mesita de cristal. Sólo entonces me di cuenta de lo nervioso que me sentía. Por dentro, temblaba. Pero no se debía a su proximidad; mi pierna derecha rozaba la suya, y nuestras caderas se tocaban. Lo que me preocupaba era la reacción emocional que pudiera tener; que sufriera un ataque de ansiedad o una repentina furia. Temía que perdiese el juicio, temporalmente, y cometiese una locura. Uno nunca sabe cómo va a responder una mujer despechada; puede ser capaz de lo peor. Sin embargo, la veía demasiado segura de sí misma, como si ya supiera lo que iba a decirle, o como si no le importase lo más mínimo.

–Bien, Matías –ella había decidido prescindir de formalismos–. ¿Qué es lo que tienes para mí? Espero que sea… concluyente.

–Lo es –levanté la tapa del portátil y lo encendí–. Tengo cientos de fotos y tres grabaciones en vídeo; una de ellas con un audio excelente. En estos días se vieron en tres ocasiones, una por la noche y dos a media tarde, siempre en moteles de las afueras, de fácil acceso.

–¿Quién es ella? –se apresuró a preguntar al ver las primeras fotos.

–Se llama Paula. Es casi una cría; tiene apenas veintidós años. Estudia tercero de ciencias políticas, le quedan dos asignaturas para obtener el grado. Su padre posee un restaurante en el centro y ella es hija única. Recursos no le faltan, pero lo que recibe le llega a poco. Le gusta ir de compras, a las tiendas caras. Fíjese en los “modelitos” que luce; todos son de marca. Ni su familia, ni sus amigos, saben nada de su aventurilla. Lo que no puedo decirle es cómo conoció a Leo, ni dónde. Pero no creo que eso importe mucho.

–No, ahora ya no –dijo tajante–. ¿Y por qué sigue con esa niñata?

Me tomé mi tiempo para contestar. No sabía qué palabras usar, ni qué tono emplear para que ella no se sintiera dolida u ofendida. Desde mi punto de vista, ésta era una de las peores partes de la tarea de detective: la de dar la mala noticia a un cliente que no lo espera. La explicación era tan obvia que no caí en ella hasta que en la última grabación lo vi todo claro y transparente como agua de manantial.

–Su marido –empecé con calma–, está perdidamente enamorado. Sólo tiene ojos para ella… y para nadie más.

–¿Leo? ¿Enamorado? –soltó una risa histérica–. Eso es imposible. Leo no sabe lo que es eso. Nunca ha estado enamorado. Ni siquiera en los años locos de su adolescencia experimentó una cosa semejante. Para él, el amor sólo era… es un juego, una fuente de placer.

–Pues ahora es diferente –intenté mantener un tono distante y profesional–. Sé lo que digo. No es una mera especulación. Pero no tiene por qué creerme. Usted mismo lo podrá comprobar.

Entonces puse en marcha el tercer vídeo, el más largo, que había grabado en un lujoso motel. Era el único que se podía escuchar con nitidez todo lo que decían. La vista estaba tomada desde debajo de la puerta. Se veía la cama de lado, con su colcha rosa. Ellos estaban de pie, dándose besos apasionados mientras se desnudaban. Paula sólo era unos cinco centímetros más baja. Su cuerpo, de perfil, apenas era un esbozo, una silueta armoniosa, con dos senos redondos, austeros; los pezones de largas puntas. Ofrecía un vivo contraste con la piel de Leo, bronceada y apelmazada, sin un solo pelo, salvo en reductos naturales.

–Si quiere podemos saltar las escenas de sexo.

–¡No! No lo pares –Estrella alzó la voz–. Necesito saber qué le hace ella que no pueda hacerle yo, qué busca en ella.

–La grabación es suya. Usted paga, usted manda.

Me recliné en el sofá. En cambio estrella se inclinó hacia adelante, como si quisiera meterse en la pantalla. Aparentemente estaba en calma. La indignación, si la había, permanecía oculta. Admiré su espalda, fuerte y recta; la larga cremallera del vestido descendía hasta la zona lumbar. Me fijé en sus caderas, prodigiosas, rebosantes. Condenadas, al parecer, al más triste abandono. Desperdiciadas en su plenitud. ¡Qué injusticia!

Leo y Paula retozaban como adolescentes ansiosos. Se podía ver al que estaba encima, pero no al que se hundía en el colchón. No obstante, era fácil imaginar lo que hacían: completar las secuencias y anticipar los gestos. Los jadeos se escuchaban con nitidez. Leo estaba bastante bien dotado. Su falo era más grande de lo normal (envidiable, pensaba). Y lo usaba con destreza, marcando los tiempos y los ritmos. Paula se revolvía como una culebra. Enseguida buscaba nuevas posturas y ofrecía sus orificios sin el menor pudor. Para mi gusto, exageraba su actuación, se apresuraba sin motivo, y se dispersaba sin poder controlar sus ansias.

Estrella no perdía detalle de lo que sucedía. Aquello debía de ser una auténtica tortura para ella. No podía evitar sentir lástima y hasta cierta compasión por ella. Quizá eso fue lo que me llevó a extender mi brazo y posar mi mano en su hombro. Le dije que lo sentía mucho, que lo dejara, que no debía maltratarse de ese modo. Ella giró la cabeza y me devolvió una mirada dura. Retiré mi mano, pero no llegué a disculparme.

–Será miserable –me dijo al borde de la crispación–. ¡Le da igual! No usa preservativo. Y luego, cuando llega a casa, se acuesta conmigo…

–Tranquilícese. Estrella, podemos saltar esta parte –dije. Pero no me hizo caso y volvió a mirar el vídeo.

Tras casi veinte minutos de ejercicio físico, Leo llegó al orgasmo. Estaba de rodillas, cogiéndola por detrás con más ternura que violencia. De pronto se detuvo; suspiró y se quedó todo rígido. Paula se giró inmediatamente para meterse en la boca el falo y todo lo que aún pudiera expulsar. Luego se derrumbaron juntos sobre el lecho y se quedaron abrazados, besándose entre susurros y comentarios jocosos. No podíamos saber si ella había alcanzado el clímax, pero en todo caso parecía satisfecha y relajada.

–Esto es todo lo que tiene –Estrella sonreía–. Le he visto hacer cosas más escandalosas. Sólo es sexo, y bastante rudo y zafio. ¡Qué falta de sensibilidad! ¿Dónde está ese amor del que me habla?

–Paciencia, pronto lo verá –dije con absoluta tranquilidad–. Los he seguido de cerca, y he visto cómo la miraba y cómo le susurraba cerca del oído las mismas tonterías que dicen los adolescentes. Si no está enamorado, entonces es que ha perdido la “chaveta”.

Adelante el vídeo unos seis minutos. Paula volvía de darse una ducha superficial y se estaba colocando su ropa interior. Leo seguía desnudo; se había sentado en la cama. Estaba elogiando su belleza juvenil cuando la agarró por un brazo y la atrajo a su lado. Elevé al máximo el sonido para que pudiese captarse bien lo que hablaban. Las palabras que se decían no ofrecían lugar a dudas; aunque con sólo ver cómo se miraban, sobraban las explicaciones.

–Cásate conmigo –decía Leo, con énfasis y dulzura.

–Estás loco –replicaba Paula entre risas y besos.

–Sí, pero por ti. Mi bien. Nunca había sentido nada semejante. Dime que sí y mañana mismo me divorcio de… de esa yegua vieja.

–No la llames así. Es tu esposa.

–La llamó como me da la gana. No te alcanza ni a la altura del talón.

–¡Desagradecido! Se lo debes todo –seguía besándolo–. La necesitas.

–Mi mujer deberías ser tú. ¡Casémonos! ¡Mañana mismo!, si quieres.

–Osado. No ves que lo perderías todo. ¿Y tu reputación? Tu trabajo…

–Me da igual. Sólo te quiero a ti –Leo la estrechaba en un fuerte abrazo–. Viviríamos juntos. Haríamos el amor a diario. Di que sí, amor.

–No puede ser. Yo te quiero tal y como eres. Se acabaría la magia de los encuentros furtivos. Además…

–¿Qué? –Leo tiró del sostén, sacó un pecho y tomó el pezón entre sus labios. Lo succionó con fruición.

–No quiero convertirme en una esposa corriente. No aún. Mejor dicho: nunca. No soporto las ataduras.

La conversación seguía en el mismo tono durante varios minutos. El tono empleado por Leo, sus ruegos y promesas, y sus gestos de cariño, eran de lo más revelador. Dejé que Estrella fuera asimilando lo que escuchaba sin hacer ningún comentario. Si no era capaz de verlo por sí misma, no habría manera de convencerla. Pero ese, ya no era asunto mío. Lo que hiciera a partir de entonces le correspondía decidirlo a ella.

–Excelente trabajo –dijo Estrella, deteniendo el vídeo.

–Entonces, ¿comparte mi conclusión?

–No sólo la comparto, sino que la respaldo. Es la explicación más sencilla, y la que menos hubiera deseado. Pero es la verdad. Y por favor, no sigas tratándome de usted… Me hace parecer más vieja.

–Esto es para usted… para ti, Estrella –quité la memoria USB del portátil–. Están todas las fotos y los tres videos. Sólo he quitado lo que pudiera dar pistas sobre el autor, es decir, sobre mí.

–Lo comprendo –se giró hacia mí–. Has calculado lo que te debo.

–Sí, claro –saqué la factura del bolsillo interior de la chaqueta–. Hay que restar los 200 del anticipo. No es necesario que me pagues ahora.

–No es problema. Así quedaremos en paz –dijo poniéndose en pie. Me rogó que la acompañara.

La seguí por el corredor alfombrado. Me fijé en cómo caminaba, y me dio la impresión de que sus pasos eran más seguros y enérgicos que la primera vez que la vi. Al menos, me consolé, no estaba deprimida o consumida por la furia. No había tristeza, ni rencor, en su rostro. Lo que pudiera estar pasando por su cabeza, era un auténtico misterio. Casi me daba pena por el pobre Leonardo.

Me hizo un gesto con la mano para que subiera por las escaleras, que trazaban una curva suave antes de alcanzar el piso superior. Seguimos por el pasillo hasta el fondo. A la derecha, entramos en un dormitorio amplio, donde imperaban los tonos rosas y el color salmón. Estrella se detuvo junto a la cabecera de la cama. Abrió el primer cajón de la mesita y sacó una cartera de piel. La abrió y fue sacando los billetes. Luego me los ofreció sin dar un paso. Tuve que acercarme hasta ella, y quitárselos de entre sus pequeñas manos. Decidí no contarlos, para escapar de allí cuanto antes. La situación empezaba a ponerse algo tensa.

–Y ahora, bájame la cremallera –Estrella me dio la espalda, y apartó el cabello rubio de la nuca.

–¿Para qué? –pregunté como un bobo. En ocasiones mi ingenuidad llegaba a ser hiriente para los demás y vergonzosa para mí.

–¿Para qué va a ser? –Giró la cabeza–. Es tu gratificación. Tómala o déjala, pero no me hagas perder el tiempo.

–¿Tanto se me nota? –dije a la defensiva.

–No más que a la mayoría –su seriedad me confundía–. No lo hago sólo por ti; lo hago también por mí. Necesito desahogarme.

–Y también vengarte de tu marido, supongo.

–De nuevo, supones bien, detective. ¿Lo vas a hacer o no?

Sí, lo hice. Bajé la cremallera del vestido blanco, que no cayó a sus pies. Se atascó a la altura de las caderas. ¿Cómo se lo habría puesto?, pensé. Metí los dedos entre la tela y la piel, y fue tirando con fuerza hasta bordear la curvatura de sus nalgas. La fina braguita de tiras negras y triángulo violeta salió al mismo tiempo. Todo quedó arremolinado junto a sus tobillos. La impresión de verla desnuda fue tan impactante que no me atreví a tocarla. Me quedé admirando ese soberbio trasero, redondo y macizo. Entontes ella se dio la vuelta y me besó en los labios. Agarré sus caderas; abrí sus nalgas y la apreté contra mí.

–Haz todo lo que se te ocurra –dijo separando cada palabra.

No tardé nada en desnudarme. Estrella apartó el edredón y se tumbó sobre la cama. Me eché sobre ella pensando que aunque fuera una trampa, merecía la pena quedar atrapado. Mis manos apenas podían abarcar sus pechos, que aún estaban blandos, pero que olían a crema hidratante. Los besé con fruición, mientras sentía como mi falo creía entre sus piernas. Volvimos a besarnos, no sé durante cuánto tiempo, sin cambiar de postura. O mucho me engañaba, o ella también lo estaba disfrutando. Deslicé una mano hasta su sexo, que ardía y supuraba, y separé sus gruesos labios, labios que palpitaban. En cuanto comencé a acariciarla, sus gemidos llegaron a mis oídos. La quería poner a punto antes de empezar con las penetraciones. Todavía no tenía decidido por dónde seguir. Fue ella la que dio una pista.

–¡Móntame! –Me susurró, poniéndose a cuatro patas.

La monté desde detrás con más entusiasmo que pericia. Ella recibía mis embestidas con apurados jadeaos de dolor y placer. Sus nalgas amortiguaban mis acometidas, fueran certeras o no. Porque con una vagina tan ancha, era fácil salirse. Pero ella insistía en le diese más, que fuese hasta el fondo; un fondo que no creía que pudiese alcanzar. Empecé a sentirme agotado, pues los años no pasan en balde. Entonces le tocó el turno a Estrella, que se puso a cabalgar sobre mí. Las gotas de sudor recorrían su vientre para caer sobre mí; su entrepierna estaba empapada; relucía perlar resbaladiza. Pero lo que más me enloquecía era su actitud, su regocijo, la entrega que ponía en cada gesto. Se movía como si quisiera succionarme el falo, arrancármelo y engullirlo. La saqué de encima justo antes de que fuera a eyacular. Paramos unos minutos para tomar aire antes de volver a la carga.

Mi falo había menguado un poco. Estrella lo tomó entre sus manos y atrapó la cabeza entre sus labios carnosos y brillantes. Pronto comprobé su natural destreza, y me dejé llevar. Recuperé mi vigor y me dispuse a penetrarla de nuevo. Ella sonreía como una niña traviesa. Disfrutaba, y eso me hacía sentir más confiado. La rodeé con mis brazos y la estrujé contra mi cuerpo. Seguía caliente y húmeda, con la piel resbaladiza y oliendo a crema hidratante. Me dejó que la mordiese, con suavidad, en los pechos. Luego la volteé sobre la cama. Abrí sus piernas para admirar la hinchazón que asomaba entre sus pliegues carnosos. Un bulto como una avellana atrajo mi atención. Me acerqué a olerlo y lo lamí con la punta de mi lengua; besé su sexo, lo chupé y lo masajeé con mi lengua. Me gustó su sabor, su olor, su textura, incluso su color. Lo devoré con pasión y sin miramientos. Conseguí que su cuerpo se arqueara, que se estremeciese. Luego me tumbé sobre ella para saciarme con su boca. Mezclamos fluidos. Adelante, me dijo, métemela toda. Y volví a penetrarla.

Mi móvil sonó con su musiquita infame en el momento más inoportuno. Estrella estaba con las piernas abiertas, en tijera, y yo encima, despachándome a gusto contra su pelvis. Ella cerraba los ojos y se mordía la boca. No quería dejar escapar ningún gemido. Yo tenía sus pechos, todavía duros, entre mis manos. Seguí insistiendo hasta que ella cerró las piernas y me apresó contra su cuerpo. Entonces me derrumbé sobre ella. Fue un final vertiginoso y en verdad placentero.

–Y tú, ¿llegaste? Te… –dije entre jadeos.

–Sí –gimió–. Ha sido fantástico.

Me besó una última vez antes de echarme a un lado como si fuera un peso muerto. Chorreaba sudor por todos sus poros; su cuerpo ardía como una estufa de hierro. Sus pechos seguían hinchados, tensos, y desafiantes. ¡Qué mujer! Me lanzó una sonrisa tímida, o pícara y fue a darse una ducha. El baño estaba dentro del dormitorio, en un cuarto aparte. Desde la cama podía ver como el agua se deslizaba por su espalda. El móvil volvió a sonar. Ya no tenía dudas de quien era.

–¿Estabas ocupado? –habló Melisa, ¿quién si no?

–Claro, cariño. ¡Tenía el arma cargada y estaba a punto de disparar!

–Espero que no estés metido en uno de tus líos –Sonreí. No es que se preocupara por mí, sino que temía por el futuro de su hijo.

–No, el lío ya se terminó, felizmente.

–¿Estás con otra mujer?

–Quieres decir, ahora mismo. Pues no. ¿Por qué lo preguntas?

–Por nada. Por ese tono de voz cansino y ausente que solías emplear después de hacer el amor conmigo.

–¡Qué perspicaz! Si fueras así con todo podrías abrir tu propia oficina de detectives –dije algo molesto; no podía dejar de controlarme ni estando divorciada–. Lo que pasa es que he resuelto un caso, que se me había complicado. Por cierto, ¿aún no te ha venido?

–¡Pues no! –me atajó furiosa–. No llegó ni un céntimo. Por eso te llamaba. Y necesito el dinero ya mismo.

–¿Hablas de la pensión? Yo me refería a la regla.

–¡Ah! Eso. Falsa alarma. Me vino al día siguiente de llamarte.

–Si ya lo sabía yo –solté unas risas–. Para dejarte preñada hacen falta meses de dedicación, a tiempo completo.

–¿Hablas por experiencia, inútil? Tú no te olvides de la pensión… o tendré que hablar con el abogado.

–Descuida. Mañana mismo ordenaré la trasferencia. Un beso.

En ésta ocasión Melisa colgó antes de lo que hiciera yo. Eso era lo que más me gustaba de ella: su carácter fuerte y su disposición a aceptar los desafíos. Lo malo era que tenía muy mal perder. Aún podía recordar las escenas que me montaba cuando yo cedía a un orgasmo fácil, a los pocos minutos de empezar a retozar bajo las mantas. Se ponía como una furia, y me acusaba de falta de sensibilidad, y de hacerlo a propósito. De nada servía que le dijera que podía estimularla hasta hacerla enloquecer. Se encerraba en sí misma y me daba la espalda. Y me decía que no la tocara ni un pelo, o me echaría a patadas.

Mientras divagaba, Estrella salió de la ducha con un albornoz blanco de algodón, sin cerrar. Venía oscilando sus dos grandes pechos, con las aureolas aún enrojecidas; las había mordido con gusto, pero sin dejarles marca. Tenía su sabor en mis labios, un sabor dulzón y empalagoso.

–¿Quién era, tú mujer? No sabía que estuvieras casado

–Lo estuve. Pero a ella le cuesta asimilar que debe prescindir de mí.

–¿Estás divorciado? ¿Qué ocurrió, te sorprendió con otra?

–Ojalá. No, lo dejamos por diversas incompatibilidades.

–Pues lo siento por ti, y lo siento aún más por ella.

–No lo sientas. Ahora cada uno está mejor. Nuestra separación fue amistosa. Y todavía nos respetamos.

Se agachó a mi lado para abrir el cajón inferior de la mesita. De entre un amasijo de prendas íntimas sacó una braguita azul, ribeteada. Me quedé mirando cómo se la ponía. Sentía curiosidad y excitación. De ser necesario, pensaba ayudarla. Mi verga aún no estaba del todo encogida y ya quería hincharse. Pero consiguió ponérsela; y le quedó bien ceñida, marcando y presionando la abertura de sus labios. Alargué la mano y toqué la tela por encima del pubis. Con el dedo índice recorrí la raja.

–Después de tanta infidelidad, no crees que te mereces otro revolcón. Si me das unos minutos tendré la “pistola lista”.

–No hay más extras, muchacho –dijo dejando el albornoz sobre una cómoda; su cuerpo brillaba como si lo hubiera rociado con brillantina–. Pero si lo necesitas, puedes sacudírtela mientras me doy crema.

–Prefiero guardar la munición para otro momento.

–Pues vístete y lárgate –dijo de mal humor–. Que tengo mucho en lo que pensar. Si te vuelvo a necesitar, ya te llamaré.

Asentí con resignación y me levanté de la cama. En el bolsillo de mi pantalón aún tenía la mini cámara fotográfica. Le saqué un par de fotos mientras se vestía, sin que se diera cuenta. Una de ellas era para mi colección privada de “hembras peligrosas” que se cruzaron en mi vida; las otras eran por seguridad, para mi protección personal. Desde el primer día seguía pensado lo mismo sobre Estrella: que no se le podía ofrecer la mano, pues te la podía morder; que no era de fiar.

Días más tarde me enteré de que Estrella se había separado de su marido, aunque sin llegar a formalizar el divorcio. Leonardo se tuvo que marchar, no sé si de mutuo acuerdo o bajo amenaza, a un piso céntrico. De golpe, se quedó sin aquello que tanto excitaba y enloquecía a Paula. Podía apostar, diez contra uno, a que no volvería a verlo; se buscaría otro más pronto que tarde. En cuanto a Estrella, podía esperar cualquier cosa: que perdonase a su marido después de pasar un año de dura penitencia (no todo el mundo soporta la vida en soledad), o que lo llevase a juicio para quedarse hasta con sus calzones.

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