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Categoría: Maduras

Cortijo de alcover

CORTIJO DE ALCOVER



El tren parecía tener más prisa que yo, pasando de largo muchas estaciones, el paisaje parecía que se desplazase rápidamente. Solo, en un compartimiento para diez, sentado junto a la ventana y con los pies sobre el asiento de delante, me parecía viajar en primera clase. Pensando en otros viajes con el vagón repleto de gente, aquello me parecía gloria.



Ansiaba llegar a Alcover, a casa de mis tíos, a pasar el mes de agosto, y verles de nuevo, sobre todo a mi primita Sonia, con la que tanto había jugado hacia años. Era unos años mayor que yo, pero la diferencia de edad no privaba que nos divirtiéramos tanto como sabíamos, junto con su amiga Rita, algo más joven que ella, hija de la señora Remedios, una amiga de tía



Consuelo, que vivía en un cortijo cercano.



Ansiaba llegar y verlas de nuevo. Precisamente acababa de cumplir 18 años, y estaba recordando de qué modo había descubierto el sexo, de una forma creo no muy corriente, ya que a ninguno de mis compañeros les había ocurrido como a mí. Me empezó a gustar mirarme las chicas y, al



hacerlo sentía un no sé que en el cuerpo y una especie de desasosiego en los genitales. Había una vecina en la escalera, Rosa, amiga de mi madre, que recientemente había tenido una niña.



Bajaba muy a menudo a casa, y a veces yo subía a la suya y me dejaba jugar con sus juegos que guardaba de pequeña. Cuando bajaba, si era la



hora de dar el pecho a su pequeña, la cogía en brazos y, sin darle la menor importancia, se desabrochaba la blusa y dejaba al descubierto sus pechos redondos, blancos y tersos de nodriza y satisfacía a la niña. Siempre hacía el comentario a mi madre de que tenía más leche de la que necesitaba y que, una vez satisfecha la pequeña, lo pasaba muy mal al quedarle aún rellenos los pechos. Mi madre le decía que se buscara otra pequeña para amamantar e incluso podía ganar dinero.



El hecho era que cuando yo subía a su casa, si era la hora de dar el pecho a la niña, sin ningún recato, se desabrochaba el batín, o lo que llevara puesto, y amamantaba a la pequeña dejando sus pechos al descubierto. Yo no podía dejar de mirarla, y ante aquella visión tan novedosa y excitante me entraban sofocones, y notaba como se me desvelaban los genitales, produciéndome una agradable sensación.



Rosa, después de un pecho le daba el otro, y con aquel trajín, yo mirándomela embobado, me sonrojaba más y más, y notaba más inquietud



en mis intimidades. Yo no había visto nunca unos pechos desnudos, y por ser los de Rosa me excitaban más aún, tan bonitos, tan gruesos y tersos.



Seguramente los tenía así por la razón que ella siempre se quejaba a mi madre, por el exceso de leche. Una tarde, mientras le estaba dando el pecho a la niña, yo estaba embobado mirándola, y me dijo:



- ¿Te gusta ver cómo le doy el pecho a mi niña, verdad...?



Confuso y avergonzado no atiné a contestar, solo pude decirle que si con un movimiento de cabeza. Al poco me lo repitió riendo, y añadiendo,



- ¿Te gustaría que Rosa también te diera el pecho...?



Al oírla sentí como una sacudida en mi cuerpo, y me puse más encarnado que nunca, y continuó con el comentario que siempre hacía a mi madre de que le sobraba leche. Cuando tuvo a la niña ya satisfecha, muy decidida y sin preguntármelo de nuevo, me dijo riéndose,



- Ven que lo probaremos.



Sorprendido, quedé casi paralizado, no sabía que tenía que decir ni que tenía que hacer.



Viendo ella mi turbación tomó mi mano, hizo que me acercara a ella, y me sentó sobre sus piernas. Rosa era de estatura pequeña, parecía una niña con cuerpo de mujer, pero muy puesta en carnes. El contacto de mis muslos con los suyos, rollizos y carnosos me hizo estremecer.



- Ven... lo probaremos... a ver si sabes...



Me acomodó encima de su regazo en contacto con aquellas carnes que tanto me turbaban cuando me las miraba. Para sentirse más cómoda pasó uno de mis brazos por detrás de su cintura. Guió uno de sus pechos hacia mí de forma que el pezón rozara mis labios.



- ¡Pruébalo majo...! ¡Pruébalo...! ¡A ver si lo sabes hacer...! ¡Rosa te lo agradecerá mucho...!



Sin saber lo que hacía, con los ojos cerrados y solo por instinto, tomé el pezón con los labios y succioné. Al instante sentí la suavidad de su leche dulce y tibia. Aquello me parecía un sueño. Cuando se sintió libre de un pecho me dio el otro. Mis genitales forzaban el pantalón de forma escandalosa buscando una salida. Rosa lo notó, y un poco intrigada, exclamó,



- ¡Ohhh...! ¡Chico...!



Dudosa, me bajó la cremallera del pantalón, y el miembro apareció enderezado como un palo.



- ¡Ooohhh...! - exclamó, medio confundida, - ¡No lo sabía...! ¡No sabía que estuvieras tan crecidito...! ¿Te duele...? ¡Qué compromiso...! ¿Y qué hacemos ahora...?



Rosa delicadamente con su suave mano cogió mi pene, diciéndome,



- ¿Te duele si te toco...?



Le hice que no con la cabeza.



- ¿Y si muevo la mano...?



- ¡Noooooo...! - le contesté, cerrando los ojos ante aquella dulce caricia.



- ¡Luis... muchacho...! ¡He de liberarte de esta tensión que tienes...!



Me rodeó el miembro con su mano y empezó a acariciármelo. Noté una sensación desconocida y embriagadora.



- ¿No lo has hecho nunca esto...?



Y a media voz, y deleitándome en aquel estado placentero, le contesté,



- ¡Noooooo...!



Y exclamó,



- ¡Ooohhh...! ¡Qué ilusioooooon...! ¡Entonces no lo conoces...! ¡Rosa te



curará...!



Cogió mi mano y la puso sobre uno de sus pechos. Puso sus labios sobre los míos, al tiempo que aceleraba el movimiento de su mano alrededor de mi miembro. De pronto sentí como si un torrente de lava pasara por mis genitales y vientre. La abracé, tensé mi cuerpo y mis piernas, y me sumergí en un mar desconocido de delicia y de placer, y no pude evitar un,



- ¡Ooohhh...! ¡Rooooooooosa...! ¡Ooohhh...! ¡Noooo...! ¡Qué bueno...!



Había experimentado por primera vez el placer sexual. La Rosa me preguntó si me había gustado. Yo le contesté que mucho, que aquello era muy bueno. Me dijo también que, a ella, la había dejado muy tranquilizada al librarla de la desazón que le producía el exceso de leche en los pechos. A partir de aquel día, de tanto en cuanto subía a aligerar a Rosa de su desazón, y ella me llevaba a pasear por las nubes, repitiéndome aquello tan bueno tantas veces como le pedía, mientras me decía:



- ¡Así... muchacho, así..., disfruta mucho! ¡Rosa te lo hace muy a gusto! ¡Asiii...! ¡Goza...! ¡Ooohhh...! ¡Qué guapo eres...! ¡Qué cara de satisfacción...! ¡Como me gusta darte placer...!



A borbotones salía por el pene el semen de mis genitales, mientras gozaba de aquel nuevo y desconocido placer.



Pensando en Rosa, e inmerso en los recuerdos de la última vez que había estado en casa de mis tíos, me olvidaba del paisaje. Una de las cosas que más recordaba de mi última estada eran las travesuras de mi primita Sonia. Mi habitación estaba situada en el extremo de un largo pasillo, y aprovechando esta circunstancia, Sonia organizó una de sus picardías. Me dijo que las noches resultaban muy aburridas. Que si yo hacía ver a su madre que solo, en aquella estancia, tenía miedo, se le ocurría una idea que lo podríamos pasar muy bien. Yo siempre le decía a todo que si y le hice caso. Después de repetir muchas veces a tía Consuelo que por las noches pasaba miedo, y ella sin hacerme caso, un día Sonia le dijo a su madre que ya tenía la solución para que yo no pasara miedo.



- Mamá, pon otra cama en mi habitación para Luis, y así estará acompañado.



De primero tía Consuelo decía que no, pero tan pesado me hice yo, y tanto le decía Sonia que pusiera otra cama en su habitación, que al final cedió, pero con la condición de que no alborotáramos ni hiciéramos ruido por las noches. Sonia disimuló su alegría, y a mí también me gustaba la solución, después de todo, estar solo en el fondo del pasillo tampoco me divertía. La segunda noche, cuando parecía que todos dormían, Sonia me hizo ir a su cama, diciéndome:



- ¡Verás que bien lo pasamos Luis! - Y llenándome de besos, - Somos primitos, y los primitos se quieren así.



 



Cada noche ideaba cosas nuevas. Me abrazaba y me pedía que yo también la abrazara, que le gustaba mucho. Y la verdad era que aquellos cariños también me gustaban. Era el mes de agosto, y una noche que hacía mucho calor, me dijo que me sacara el pijama, y ella también se sacó el diminuto camisón que llevaba para dormir.



Me abrazó suspirando de satisfacción, y la verdad es que a mí también me gustaba el contacto de su cuerpo, y me dormía con la caricia que sus pechos y sus pezones ofrecían en el mío. Una noche, me dormí abrazado a ella, mientras me besaba y mordisqueaba, y sus manos recorrían y acariciaban mi cuerpo. Otra noche sus suaves manos, después de recorrer todo mi cuerpo, acariciaron mis genitales, mientras me decía:



- ¡Mira que juego más bonito Luis! ¡Verás...! ¡Los primitos a veces también lo hacen esto!



Por el efecto de sus caricias, el pene se me puso erecto, y riendo me dijo:



- ¿Qué te parece lo que sabe hacer tu prima Sonia?



Pero lo que le gustaba más, me decía, era jugar a novios. Completamente desnudos me abrazaba y me apretaba hacia ella. Hasta que sus durísimos pechitos oprimían el mío. Entonces acariciaba mis testículos hasta que el pene se me enderezaba. Entonces, separando sus muslos, lo conducía hacia su prepucio y ponía el glande junto a su clítoris. Juntaba de nuevo los muslos y cruzaba las piernas para que no se soltara mi pene. Y con las manos apretaba mis nalgas hacia ella. Sonriendo y besándome, iniciaba un movimiento oscilatorio con su vientre y culito.



Al poco dejaba de sonreír, cerraba los ojos, cambiaba la expresión de su cara, y presionando su sexo contra mi pene, se deshacía en suspiros de satisfacción, besándome y mordisqueándome el cuello, a fin de ahogar sus gemidos de placer, y no la oyera su madre. Después, muy bajito, me decía:



- ¡Ohhh Luis...! ¡Ooohhh... qué bueno...! ¡Quiéreme mucho... primito! ¡Ooohhh... qué bien...!



Luego quedaba quieta, y abrazada a mí, me decía:



- ¡Sobretodo no lo digas a mi madre que vienes a mi cama y que jugamos



a novios! ¡Te haría volver a tu habitación!



Yo no sabía de qué iba todo aquello, pero la verdad es que me encontraba mejor jugando con mi prima que solo en la habitación del fondo del pasillo. Seguro que se lo debía contar después a su amiga Rita, ya que ésta siempre insistía a mi tía de que me dejara ir algún día a dormir a su cortijo. Tía Consuelo, no veía el porqué, y nunca me dejo ir.



Pensativo en el tren, ahora que había descubierto el placer sexual, me explicaba las aficiones de mi prima Sonia, y el interés de su amiga Rita, para que fuera a dormir a su cortijo.



 



Recuerdos del cortijo…



 



Algunas tardes íbamos los tres a pasear por los viñedos y los bosques del cortijo de Rita pero, antes pasábamos siempre por su casa para que su madre, la señora Remedios, a la vuelta nos tuviera preparada la merienda. Volvíamos al cortijo y Purita, una mulata jovencita que tenían de criada, fea de cara, de muchas carnes y gruesos labios, ya nos tenía preparada la merienda de chocolate y galletas. Yo le debía hacer gracia a la sirvienta ya que siempre, moviéndome el pelo con la mano, me decía:



- ¡Guapeteee...!



Tenía un pequeño perrito que le llamaba “león” y que siempre iba tras ella. Yo jugaba con él y la Purita siempre me decía:



- Aprovéchate ahora, que cuando sea mayor, no podrás ni arrimarte.



Después de merendar Rita ya se quedaba en el cortijo, y Sonia y yo



regresábamos a casa. Un día que Sonia había ido de compras con tía



Consuelo, y nos quedamos solos con Rita, después de jugar, me dijo:



- ¡Ya verás Luis como nos divertimos hoy!



Entonces Rita se puso detrás de mí, me abrazó, y me atrajo fuertemente hacia ella... Rita muy excitada, prendiéndome de la mano me condujo a un rincón del establo alfombrado de paja, y diciéndome,



- ¡Ven Luis! ¡Que no puedo másssss...! ¡Verás lo que hacemos...!



Me bajó el pantalón, y me acarició los genitales hasta que mi pene endureció. Se libró de la falda, y de la misma manera que lo hacía Sonia por las noches, separando sus muslos, ajustó la punta de mi pene a su garbancito, y cruzando las piernas lo aprisionó.



Empezó a mover su vientre y sus nalgas como si el mundo se acabara, hasta que se deshizo en un mar de gemidos placenteros, besándome y mordiéndome hasta que, abrazados, terminamos los dos por el suelo del establo, mientras gritando como loca, decía:



- ¡Ohhh... Ohhh...! ¡Luis que bueno... es esto...! ¡Aaaaahhh...! ¡Ooohhh...! ¡Aaaahhhhh...! ¡OOOhhhh...! - Y fuertemente abrazada a mí, - ¡No me dejes...ahora...! ¡Ooohhh...! ¡Qué bueno...! ¡OOOhhhh...Luis...!



Luego quedó rendida y quieta unos minutos abrazada a mí. Aquello era lo mismo que hacia Sonia por las noches en la cama, con la diferencia de que Sonia ahogaba sus gritos en mi cuello para que no la oyera su madre. Nos levantamos mientras me decía:



- ¡No digas a mi madre que hemos estado aquí! ¡Me mataría...!



Una parada inolvidable...



Me distrajo de aquellos recuerdos la parada en una estación. El andén estaba lleno de niñas que debían ser de un colegio. El tren quedó invadido en pocos segundos, y por la puerta de mi compartimiento, entraron niñas como si de una riada se tratara, acompañadas de su joven profesora. No respetaron la capacidad del compartimiento, y donde estaba previsto para diez, se sentaron el doble, amontonadas unas encima de las otras. Como defendiéndome de aquella agresión me encogí hacia la ventana. La joven profesora, más educada, me saludó y apartando dos niñas se sentó delante de mí.



Las niñas y la profesora llevaban el mismo uniforme. Una blusa rosa y una falda gris, corta por encima de la rodilla, calcetines blancos y un lazo encarnado que las sujetaba el cabello formando una cola de caballo. Las niñas, alocadas y riendo, no paraban de moverse, sentándose una encima de la otra, no se daban cuenta de que dejaban sus muslitos al descubierto y, algunas incluso sus braguitas.



Estaba muy excitado con los recuerdos del cortijo, y la visión de aquellas



niñas empezaba a comprometerme, y para disimular me puse la chaqueta



encima de las piernas ocultando la prominencia que hacía mi pantalón. La profesora, sonriendo maliciosamente, no dejaba de mirarme, y seguro que se había dado cuenta de mis apuros. En vez de corregir a las niñas para que estuvieran sentadas y quietecillas, llamó a la más pequeña y se la subió a su regazo para arreglarle el cuello de la blusa y darle un par de besos. Al bajarse la niña y volver a su sitio la falda de la profesora había quedado subida hasta medio muslo. Me puse encarnado y confuso sin saber dónde mirar.



Aquellos muslos no eran como los de las niñas, ¡Qué muslos tenía la profesoraaa...! No era bastante, y para reñir a otra que estaba lejos de ella, se ladeó para llegarle, y con aquella posición forzada, dejó al descubierto la totalidad de un muslo, hasta la comisura de la nalga, y el azul de sus braguitas. Aquella visión me llevó al límite de mi apuro. La profesora me miraba y sonreía. No encontré otra salida que ir al lavabo para “tranquilizarme”. Me levanté, sin apartar de delante de mi pantalón la chaqueta salvadora. Fue en aquel momento cuando la profesora, sin dejar de sonreírme, me dijo:



- ¿Dónde vas chico...?



Y al decirle que iba al lavabo, me contestó con cara picarona,



- ¿Quieres que te guarde la chaqueta...?



Encarnado como una amapola, sin atinar a contestarle, salí del compartimiento y me fui al lavabo. Sentado me desabroché el pantalón y con el pene en la mano, duro como un palo, y pensando en aquellos muslos, cuando me disponía a satisfacerme, se abrió de golpe la puerta y, ante mi asombro vi que era la joven profesora. Entró, cerró la puerta con el pestillo, diciéndome:



- ¡No, chico, no! ¡No hagas esto con la mano...! ¡Y menos delante de mí...! ¡Ven guapote...!



Se puso de rodillas entre mis piernas, y desabrochándose los botones de su blusa, me ofreció sus magníficos pechos libres de sujetadores, pidiéndome que con mis manos se los acariciara, diciendo:



- ¡Acaríciamelos...! ¡Que me vuelve loca...! ¡Asiii...! ¡Asssííííííííííí...!



Aturdido de excitación y de deseo noté la caricia de sus manos en los testículos, y como si de un caramelo se tratara, desaparecía mi pene dentro de su boca. Pasé unos minutos deliciosos. Sentí mil sensaciones desconocidas. Su lengua y paladar me volvían loco. De pronto me pareció perder de vista el mundo, me sentí resbalar por un delicioso tobogán, y percibí y disfruté de la mejor experiencia sexual desde que había



descubierto el sexo. La profesora apuró hasta la última gota de néctar, y cuando iba a levantarse, me dijo:



- ¿Quieres otra vez...? ¡Tu jarabe es más dulce que la miel...!



Sin esperar que le respondiera, como tenía el miembro erecto igual que al empezar, me lo acarició con los labios como si quisiera enjugarlo, y desapareció de nuevo dentro de su dulce boca. Mi orgasmo entonces fue



trepidante, y superó en goce la primera vez, quedando casi aturdido. Se levantó, se secó los labios, se abrochó la blusa, y salió del lavabo después de decirme:



- ¡Esto es un secreto entre tú y yo muchacho...! ¡No se lo cuentes a nadie...!



Una vez rehecho de la sorpresa, muy avergonzado, no quise volver al mismo compartimiento de la profesora, y fui a sentarme en otro. Al pararse el tren en una estación, por la ventanilla la vi pasar junto con las niñas. Me vio y sonriente me saludó como si nada hubiera pasado. Mi cabeza no cesaba de dar vueltas. Estaba desconcertado. No entendía nada. Veía que estaba entrando en otro mundo. ¡¡Qué bueno había sido lo que me había hecho la profesora!!



Contratiempo…



Por fin, al pararse el tren, leí Alcover. Ya había llegado ¿Cómo encontraría a mi primita Sonia? Debía estar hecha ya una mujer. ¿Y Rita? ¡Que diferentes las encontraría! El andén estaba lleno de gente esperando la llegada del tren. Busqué esperando verlas. Aunque estuvieran muy cambiadas las conocería. Pero no estaban. De pronto vi levantarse unos brazos que me hacían señales y reconocí enseguida a tía Consuelo y la madre de Rita, la señora Remedios.



Tuve unos instantes de decepción, pues yo esperaba encontrar a mi primita y su amiga, pero al ver con la alegría que me recibían aquellas dos mujeres, me olvidé un poco de sus hijas. Después caí de nuevo en la decepción cuando tía Consuelo me dijo que Sonia estaba trabajando en Suiza, y la señora Remedios me contó que Rita tenía novio y estaba siempre muy ocupada. Entonces pensé, ¿Qué había ido a hacer a Alcover?



La verdad es que me quedé como si me hubiera caído el mundo encima. Pasé la primera semana aburridísimo. Hice amistad con unos chicos de un cortijo cercano, pero la verdad es que eran muy aburridos. Tía Consuelo siempre me preguntaba si me divertía. Me decía que era una lástima que no estuviera Sonia, pero que con aquellos vecinos también me lo podía pasar muy bien, sobre todo cuando los conociera más. Tía Consuelo quizás para compensar la falta de Sonia, era efusiva y amable conmigo. No quería que me faltara dinero para salir con los amigos, siempre me preguntaba si



llevaba bastante y acababa dándome más.



En las comidas me llenaba de requisitos, seguramente quería quedar bien, y que cuando volviera a casa le contara a su hermana lo bien que me había tratado. Todo aquello lo entendía como una compensación por la ausencia de Sonia, por lo que le estaba muy agradecido. Cada noche, antes de acostarse venía a mi habitación a desearme que descansara. Se sentaba en la cama, a mi lado, me cogía un brazo con el que cariñosamente rodeaba su cintura, y hacía que le contara lo que había hecho durante el día. Con quien había salido. Si me había divertido. Si me gustaba alguna chica del grupo con que salía. Entonces yo me sonrojaba y ella se reía. Luego me daba un beso y se iba a su habitación.



No se olvidaba de venir ninguna noche, y eso me gustaba y me satisfacía. Veía que no eran cumplidas las atenciones que me tenía durante el día. Era verdaderamente que me quería. Y así trascurrían los días, y siempre que yo telefoneaba a casa y hablaba con mi madre le decía que estaba en el cielo, pero que comenzaba a faltar la compañía de Sonia. ¡Y tanto que la encontraba en falta! Yo ya sabía el porqué. ¡Con los planes que me había imaginado cuando me encontrara con ella! Cuando pensaba en ello me ponía de mal humor y, por si fuera poco, siempre que veía a Rita iba acompañada del novio. ¡Y con lo bonita que se había puesto en aquellos años que no la veía! ¡Quizás es que me había hecho demasiadas ilusiones pensando lo que encontraría en Alcover! Y así iban pasando los días...



Fisgando por la casa…



Un día hice un descubrimiento muy interesante. Tía Consuelo me había dicho que estaría toda la tarde fuera. Que iba de compras y no sabía a que hora volvería. Me encontré solo en casa y empecé a fisgar por todos aquellos sitios y rincones que, habitualmente, no frecuentaba. Descubrí entre dos techos, una especie de estudio, muy bien amueblado que seguramente debía utilizar mi prima Sonia, (mi tío no era fácil, ya que su profesión de viajante hacía que no lo viéramos nunca por casa. De eso se quejaba siempre tía Consuelo) También descubrí un altillo lleno de juguetes, seguramente de cuando Sonia era pequeña. Quedé sorprendido y un poco confuso cuando, entre unos libros, encontré una novela erótica, rica en grabados excitantes. Entonces me expliqué un poco la afición de Sonia, cuando años atrás me hacia ir a su cama, y me hacia juguetear con ella. Después aquella novela, de escondidas de tía Consuelo, me sirvió para



autosatisfacerme pensando en Sonia.



Ya regresaba hacia la sala para ver el televisor, cuando al pasar por delante la puerta de la habitación de tía Consuelo me paré, y la curiosidad hizo que entrara. Era una habitación estupendamente amueblada, con una gran cama de matrimonio y, en el tabique de al lado de la cama, un gran espejo que arrancaba del suelo y llegaba hasta el techo. Todo yo estaba lleno de curiosidad, y me llamó la atención la pared del otro lado de la cama, frente por frente con el espejo, que parecía forrada... Me acerqué y, ante mi sorpresa, descubrí que no se trataba de un tabique forrado, sino de una gruesa cortina que separaba la habitación de una salita con las paredes llenas de estantes, y los estantes rebosados de toda clase de comida. ¡Aquello era una verdadera despensa! ¡Y muy bien escondida! ¡¡Vaya con tía Consuelo, pensé!!



Entre los víveres almacenados descubrí enseguida galletas y chocolate, y con la seguridad de que con tanta abundancia no se notaría en falta un poquitín, me pegué un hartón de chocolate y de bollos. A la hora de la cena, no tuve más remedio que decirle a tía Consuelo que no me encontraba muy bien y que no tenía ganas de cenar. Aquella noche vino tres veces a mi habitación a traerme agua de hierbas para que me pasara la indisposición que ella no atinaba a entender. Desde aquella tarde, pero con más entendimiento que la primera vez, la despensa recibía mis visitas con mucha frecuencia, siempre desde luego, que tía Consuelo estuviera ausente.



Atrapado…



Pero dicen que no hay bien que dure cien años... y, una tarde tía Consuelo, como hacía a menudo, me dijo que salía de compras, y que regresaría tarde. Yo también salí a dar una vuelta, pero como me aburría, pensando en la despensa cambié de opinión, di media vuelta y regresé a casa a hacer una visita al chocolate y las galletas. ¡¡Qué hartón me pegué!! Estaba ya cerrando los botes del chocolate y las galletas y poniéndolos en orden para que no se notara mi visita, cuando oí voces que se acercaban, como un rayo iba a separar la cortina para salir cuando oí abrirse la puerta de la habitación, y hablando y riendo como locas, entraron cargadas de bolsas tía Consuelo y su amiga la señora Remedios.



Durante unos instantes no me circuló la sangre por las venas. Quedé paralizado. ¿Qué podía hacer? Podía hacer muchas cosas, pero ninguna de buena. No tenía salida. Opté por la más fácil. Quedarme quietecito y esperar, contando con la suerte de que no me descubrieran y se fueran. Dejaron las bolsas encima de la cama y, por unos momentos, creí que se marchaban y yo podría aprovechar para salir. Pero no fue así. La señora Remedios se subió un poco el vestido para que no se le arrugara y se sentó en la cama, y la falda le quedó casi a medio muslo... ¡Qué sensación me dio...! ¡Ooohhh...! ¡Qué muslos tenía la madre de Rita...! ¡Qué visión más excitante...! ¡Dónde me había metido...! Entonces, todo diciéndole a tía Consuelo que estaba cansada de dar vueltas por las tiendas, se dejó caer de espaldas sobre la cama y… ¡Huyyyyyssssss...! ¡Ooohhh...! Le quedaron al descubierto la totalidad de los muslos, y también el principio de sus braguitas azules... ¡Aquello era demasiado para mí...! ¡Creía estar



soñando...! Embobado con aquella visión, me estaba olvidando del peligro que corría si me descubrían. Contemplando aquella escena tan excitante, noté la protesta de mis genitales. Los grabados de la novelita de Sonia no eran nada comparado con aquello tan real, con lo que me estaba deleitando. Nunca se me había ocurrido imaginarme los muslos de la señora Remedios. ¡Qué muslos...! No quedaba espacio entre ellos de tan carnosos. Se desperezó con sus brazos, diciendo...



- ¡Ohhh...! ¡Qué bien se está Consuelo...! ¿Porqué no haces lo mismo que yo?



Absorto con aquellos muslos me había olvidado de todo lo demás, y cuando mi tía le contestó que no, que era más urgente lo que estaba haciendo, giré mis ojos hacia ella... Entonces quedé como hipnotizado... Tía Consuelo frente al espejo, estaba terminando de desabrocharse los botones de la blusa. El espejo me la reflectaba... ¿Qué locura iba a hacer mi tía...? ¡¡Ella siempre tan recatada...!!



En un instante se desprendió de la blusa y, seguidamente, de los sujetadores, y se giró hacia la cama para sacar de una bolsa los que se había comprado. La imagen duró lo suficiente para que yo casi me desmayara... Estaba contemplando al desnudo, los pechos de tía Consuelo... que nunca había atinado a imaginar... Parecían los pechos de una nodriza. Parecían los de Rosa, pero más voluminosos. Blancos, redondos y tersos, con los pezones erectos en el centro de los rosetones. Por unos instantes permanecí con los ojos fijos, contemplando aquel espectáculo, no tenía suficiente voluntad para mirar hacia otra parte, o cerrarlos.



Ya estaba excitadísimo por la contemplación de los muslos de la señora Remedios, y hacía rato que no podía evitar acariciarme los genitales, pero ahora, contemplando el cuerpo de mi tía, loco de excitación, sin hacer caso de los consejos de la joven profesora del tren, empecé a masturbarme, poco a poco, a fin de hacer más duradera y placentera la eyaculación, y



olvidándome del peligro que corría, y con los ojos posados en aquellas desnudeces tan excitantes, aumenté el ritmo de mi mano. La cortina interceptó los borbotones de hirviente semen. ¡Qué bueno y dulce que fue...! Era la primera vez que lo hacía viendo, realmente, el cuerpo desnudo de una mujer ¡Y era el de tía Consuelo y el de su amiga!



Ahora, tía Consuelo, intentaba ajustar a sus pechos, unos finos y brevísimos sujetadores que se había comprado que, una vez colocados, parecía que no llevara. Debían ser suavísimos, y le cubrían solamente la parte inferir de los pechos, dejando libres los gruesos y erectos pezones. La señora remedios, mirándosela con mucha atención, le decía:



- ¡Te están muy bien Consuelo...! ¡Como seducirás a tu marido...! ¿Es que tiene que venir...?



Y mi tía le contestó...



- ¡Calla tonta...!



Ya puestos los breves sujetadores, desabrochó dos botones de la falda y, en un instante, le resbaló hasta los pies. Quedé embobado y alucinaba. Llevaba unas ajustadas braguitas blancas que se sacó en un instante. Yo no sabía lo que me estaba sucediendo. ¿Cómo era posible que me encontrase allí, ante aquel espectáculo? El vientre, las nalgas y los muslos de tía Consuelo formaban un conjunto anforado, blanco como la nieve, al igual que sus pechos de nodriza. En el bajo vientre una mata de ricitos rubios como el oro. Yo no era consciente de mis actos, y el cortinaje que nos separaba se mojó de nuevo. Se ajustó unas diminutas braguitas rosas, que le cubrían por delante justo el rubio matorral y, por detrás, solamente una cinta oculta por la regatera de sus voluminosas nalgas.



- ¡Así iré fresca...! - dijo.



- ¡Pero Consuelo...! ¿Que tiene que venir tu marido...? - Le dijo extrañada su amiga.



- ¡No vas nunca tan extremada hija...! ¡Seguro que lo estas esperando...!



Tía Consuelo, un poco sofocada por lo que le decía su amiga...



- ¡A lo mejor si que viene... jajaja...!



Se puso de nuevo la falda que, ahora, por efectos de la tanga, le resaltaban más las nalgas, y se ajustó la blusa, en la que se le marcaban los pezones. Cerré los ojos, y me quedó grabada en las retinas la imagen de mi tía. Los abrí cuando oí que se levantaba de la cama la señora Remedios, y podría también contemplar sus encantos, pero no fue así. Tenía prisa y no le apetecía probarse lo que se había comprado. Mi tía le dijo:



- ¿Quieres un poco de chocolate, Remedios...?



Al oír sus palabras quedé como clavado en el suelo. Se me paró la respiración. ¡Ahora sí que estaba perdido! Si tía Consuelo entraba en la



despensa, yo no tenía salvación. Ya no por lo que me había comido, sino por la evidencia de todo lo que había contemplado. Afortunadamente me salvó la señora Remedios, por la prisa que tenía.



- ¡No, no, Consuelo, que haríamos tarde! ¡Vámonos...!



Cogieron algunas bolsas y salieron volando a cambiar no se qué prenda dijeron. Casi tras ellas salí de aquella ratonera en la que me había metido hacía media hora. Cuando volvió a casa tía Consuelo yo estaba sentado delante del televisor encendido, pero sin enterarme de nada. Guardaba en mis ojos la imagen de su cuerpo casi desnudo, con solo aquellas dos breves y delicadas prendas íntimas. También retenía la visión de los muslos de su amiga Remedios. Se me acercó, y me estremecí al sentir su cuerpo junto al mío, y la caricia de un beso en mi mejilla.



De visita…



Desde aquella tarde en la despensa ya nada fue igual. No podía entender lo que me había ocurrido. A diferencia de antes, desde aquel hecho tan casual, cuando tía Consuelo me hacía cariños abrazándome y besándome, el contacto con su cuerpo me impresionaba tanto, que se me desperezaban los genitales, y tenía miedo de que ella se diera cuenta. Yo sabía que mi tía era muy recatada y que sus cariños eran castos y ausentes de toda malicia.



Cuando venía su amiga Remedios me ocurría lo mismo. Ella siempre muy cariñosa y afectuosa conmigo, a veces más exagerada de lo normal, me estrujaba contra ella y me besaba para demostrarme su afecto. Notaba que el contacto con su cuerpo me excitaba sobremanera, aún más debido a sus



exageradas muestras de cariño, y es que nunca se me había ocurrido imaginar a mi tía y a su amiga como mujeres.



Por si fuera poco, la señora Remedios, a diferencia de tía Consuelo, siempre me hacía bromas atrevidas, acompañadas de estrujones con mi cuerpo que, si bien antes aceptaba con naturalidad, ahora me excitaban sobremanera, con la consecuente sofocación. La señora Remedios era muy diferente de mi tía, la veía más sensual y, algunas veces, incluso provocativa. Una tarde, como hacía a menudo, vino de visita y a charlar con tía Consuelo, de no sé qué. Vino vestida, casi de estar por casa, con un batín muy ligero, que se le abría por delante al sentarse. Llevaba medias negras que contrastaban con el encarnado del batín.



Se sentaron las dos en un sofá, justo delante de mí, que estaba leyendo sentado en un taburete. Más que leyendo, escuchando lo que hablaban, aluciné cuando la amiga de mi tía cruzó las piernas. ¡No sabía dónde mirar! Le habían quedado al descubierto la mitad de los muslos, algo más arriba de donde terminaban las medias, sujetadas por unas cintas.



Yo lo estaba pasando mal, pero el instinto era más fuerte que yo y, disimuladamente, y a reojo, iba contemplando aquellos muslos, que ya conocía de la tarde en la despensa, pero mi cuerpo me traicionaba, y en la parte delantera de mi pantalón iba creciendo una prominencia. ¡Me habría querido fundir! Por más que intentaba apartar mi vista, siempre tropezaba



con aquellos muslos, y mi excitación iba en aumento.



Pensé que si me levantaba para irme sería peor, y pondría en más evidencia mi estado. Entonces me di cuenta de que la señora Remedios no era ajena a lo que me estaba ocurriendo, ya que de cuando en cuando, con mucho disimulo, me miraba y bajaba la vista hacia mi pantalón. Mi estado



de excitación había llegado al límite.



 



Ya no tuve dudas de que la amiga de mi tía me estaba provocando, cuando aprovechando distracciones de tía Consuelo, me sonreía pícaramente. Aquello me llevó al límite de mi excitación. Sabía que detrás de mí estaba la puerta del lavabo, y que aquello podía ser mi salvación. Me levanté, girándome rápidamente a fin de que mi estado no me delatara, y entré en el lavabo dejando la puerta un pelín entreabierta. Desde dentro pude observar como la señora Remedios no se perdía detalle de mis movimientos. Ya salvada mi situación dejé libre mi voluptuosidad, y me masturbé plácidamente con los ojos fijos en aquellos muslos tan seductores. Lo que entonces ocurrió no me lo esperaba. La señora Remedios ladeó un poco el cuerpo hacia mi tía, seguramente para dar más énfasis a lo que le estaba contando, y con aquel movimiento dejó al descubierto, la totalidad de los muslos, la comisura de sus nalgas y el blanco de sus braguitas, al tiempo que miraba, de cuando en cuando, de reojo y con mucho disimulo, la puerta del lavabo. Sin dejar de contemplar tanta preciosidad disfruté de un orgasmo para recordar. Cuando ya



desahogado salí del lavabo, ella sonriente no dejó un instante de mirarme, como si quisiera decir, ¡Ya sé lo que has hecho! ¡Malo, más que malo!



Comprendí que se había dado cuenta de lo que había ido a hacer en el lavabo y que, con toda su picardía, me había ayudado. ¿Cómo podía después mirarla a los ojos sin avergonzarme? Después de aquella visita me vi muy comprometido y apurado cada vez que coincidíamos en algún lugar.



Una tarde fue más allá del coqueteo. Llegó toda arreglada diciéndome si la quería acompañar a unas compras. Sin esperar mi respuesta le pidió a tía Consuelo si me dejaba ir, contestándole ella:



- ¡Claro que si mujer! ¡Así se distraerá...!



Fuimos a pie hasta la carretera y en la parada del bus había un gentío esperando. En el primero que llegó subimos a empujones, y quedamos apretadísimos en la plataforma trasera. La señora Remedios había quedado de espaldas, y materialmente aplastada a mí. Un calor sofocante invadió mi cuerpo. El total contacto de nuestros cuerpos hacía que pudiera adivinar sus piernas, sus muslos, sus nalgas y su espalda, lo mismo que si estuviera encima de ella. Riéndose y queriendo quitar importancia a la situación, me dijo:



- ¡Chico...! ¿Qué apretados vamos, verdad...? ¡Agárrate a mí sin miedo...! ¡Que no te caigas...!



Yo no sabía qué hacer ni dónde poner las manos. No podía evitar rozar su cuerpo si las movía. Llevaba un finísimo vestido, debía ser de seda, ya que me daba la sensación de estar rozando su cuerpo. El bus se balanceaba y nosotros con él, y el contacto de mi cuerpo con el suyo, y su perfume embriagador habían desvelado mis intimidades. Sin poderlo evitar, mi endurecido miembro presionaba su muslo. Encarnado, sofocado y tragando saliva como podía, me creí obligado a disculparme.



- ¡Perdóneme señora Remedios...! ¡Es sin querer...!



Girando su cabeza hacia mí, y riendo, me contestó:



- ¡No hijo, no...! ¡No hace falta que te disculpes! ¡Eso es natural...! ¡Ya ocurren estas cosas en estos casos...! ¡Ya sé que estas incómodo…! ¡Espérate...! ¡A ver si lo arreglamos un poco y nos ponemos más cómodos...!



No sé como lo logró, pero moviéndose, fue girando su cuerpo hasta que se puso de cara a mí. Entonces me vi perdido, y más cuando me dijo:



- ¿Ves Luis...? ¡Ahora estamos mejor...! ¿Verdad?



Había cambiado el panorama, ahora era su vientre y sus pechos los que se apretaban a mi cuerpo. Y sonriente me decía...



- ¡Esto es otra cosa...! ¿Verdad?



Claro que aquello era otra cosa. Me sentí comprometido y perdido. Entonces mi miembro continuaba aplastado a su muslo, pero por la parte delantera. Riéndose, al verme tan azorado, me decía:



- ¡No sufras majete...! ¡Ya te he dicho que esto acostumbra a ocurrir en estos coches tan llenos...! ¡No es la primera vez que me ocurre...! ¡Tu agárrate fuerte a mí...! ¡No te de vergüenza...!



Cogió mis manos, e hizo que mis brazos rodearan su cuerpo, apoyándolas sobre sus opulentas nalgas.



- ¿Ves que bien así? ¿Ahora ya se puede mover el bus lo que quiera, verdad…? ¡Ja, ja, ja...!



Como no sabía dónde ponerlos, me rodeó el cuello con sus brazos, quedando mi rostro rozando sus pechos. El contacto de su cuerpo y el olor de su perfume me aturdían. Con el movimiento del bus, mi miembro fue resbalando y quedó colocado en la hendidura que formaba la unión de sus dos muslos con el pubis.



- ¡Ves que bien así...! ¡Y no sufras que no pasa nada...! ¡¡La señora Remedios ya se hace cargo de tu estado...!!



Mientras esto decía separó ligeramente sus muslos, y mi miembro quedó como encajonado, y entonces los juntó de nuevo. Su vestido, por lo suave, no era ningún obstáculo. Me daba la sensación de que no llevaba. Entre lo que se movía el bus y lo que ella ponía de su parte me daba la sensación de que estaba haciendo lo que no había hecho nunca con una mujer. Estaba morado de deseo. Conocedora de mi estado, me dijo:



- ¡Siiii... hijito...! ¡Siiiiiiiii...! ¡No te cortes...! ¡Ya se sabe en estas situaciones...! ¡Con tantas apreturas! ¡No te haga cosa...!



Ciego de lujuria me agarré a sus redondas nalgas, y rozando sus pechos con los labios cerré los ojos, y experimenté, como nunca, el placer de la eyaculación. Fue larga y gratificante mientras ella con sus manos apretaba mi rostro a sus pechos. En plena eyaculación me decía bajito, rozando mi oreja con sus labios,



- ¡¡Disfruta... Luis...!! ¡Disfruta... de la señora Remedios...! ¡Verás que tranquilo te quedas...! ¡Disfruta...! ¡Así... cariño!



Regresamos a casa sin comentar nada de lo que había sucedido en el bus. Como si nada hubiera ocurrido. Estaba desconcertado...



Por las noches…



Tía Consuelo, completamente ajena a lo que me estaba ocurriendo con su amiga, venía cada noche a mi habitación a darme las buenas noches. Pero desde aquella tarde en la despensa, por lo que se refería a mí, ya no eran iguales sus visitas. Días antes aún me la miraba solamente como mi tía, la hermana de mi madre, pero después ya cuando se sentaba al borde de mi cama, me cogía la mano, y hacía que cariñosamente la rodeara con el brazo, me hacía estremecer. No podía evitar de pensar en lo que su vestido ocultaba.



El contacto de mi brazo y mano con su cintura hacía desvelar mis genitales. Pero que distinta era de su amiga Remedios. Tía Consuelo tan recatada y tan pudorosa. Aquellas visitas nocturnas que, hasta hacía poco, eran tan esperadas ahora me hacían pasar malos momentos. Pero me fui reponiendo poco a poco y procuré manifestarme como antes, como si nada hubiera ocurrido en la despensa. Y cuando se sentaba a mi lado, volví a rodearle la cintura con naturalidad, sin estremecerme, mientras me contaba y me preguntaba.



Lo que no podía evitar, por más que intentaba sobre ponerme, era el aviso de mis genitales cuando la tenía rodeada con el brazo. Antes no recuerdo como ponía mi mano, pero ahora la dejaba abierta, procurando el mayor contacto con su cuerpo. A veces la dejaba caer sobre su muslo haciéndome la ilusión de que no llevaba falda y, con aquel pensamiento, el pene se me



endurecía.



Cuando se levantaba para irse, al inclinarse para besarme sus pechos rozaban ligeramente el mío, y por el escote contemplaba fugazmente sus flamantes y maravillosos pechos. Luego cuando se iba, cerraba los ojos y me la imaginaba desnuda en su habitación, probándose aquellos diminutos sujetadores. Cuando me quedaba solo me masturbaba locamente con su figura en mis retinas. Una noche sentada a mi lado, mientras me preguntaba y le contestaba, mi mano, casi involuntariamente, se cerraba y abría sobre su muslo. Me miró, y al ver que tenía los ojos cerrados, me dijo:



- ¡Luis...! ¿Qué haces...?



Una noche conversando retiré el brazo que la rodeaba, y lo apoyé sobre sus muslos, y lo aceptó como la cosa más natural. Pero luego mi mano fue deslizándose lentamente hasta rozar su desnuda rodilla, y entonces... levantándose...



- ¡No Luis…! ¡Esto no está bien que lo hagas...!



Vi entonces que tía Consuelo tenía muy claro hasta donde podían llegar nuestras fiestas y nuestros cariños. ¡Qué diferente era tía Consuelo de su



amiga Remedios! El caso era que cuando llegué a Alcover y vi que no podía contar con la compañía de Sonia ni con su amiga Rita, me vi perdido pensando que me aburriría y lo pasaría mal, incluso pensé buscarme una excusa para regresar a casa.



Ahora ocurría que, desde aquella tarde en la despensa tenía una extraña desazón, y había despertado en mi la peor de la concupiscencia hacia los cuerpos de mi tía y su amiga. No podía estar un momento sin imaginármelas, y por las noches me desahogaba con la ilusión de sus cuerpos. Por si era poco, la señora Remedios me había cogido un afecto pegajoso, de forma que siempre que me veía me ahogaba entre sus brazos, y me llenaba de besos, excitándome de mala forma, y dejándome arbolado.



Seguro que lo hacía para provocarme, como el día de su visita y el día del bus. ¿Qué pretendía? ¿Excitarme para que después por la noche lo pasara bien? Si era eso lo que pretendía seguro que lo conseguía. Tía Consuelo, por el hecho de verla continuamente, se había convertido en el objeto de mi deseo. Todo y siendo una aberración estaba medio enamorando de ella. ¡La había visto completamente desnuda!! Y a los dieciocho años, aquello me ocasionó un gran impacto emocional. No podía permanecer lejos de ella. Siempre que tenía ocasión, le hacía bromas y la abrazaba, pero ella me aparta. El hecho era que, aunque no estuviera mi prima y su amiga, ya tenía un sentido estar en Alcover. Tía Consuelo y su amiga Remedios se habían convertido en mis musas, ¡Que bonitas que estaban cuando por las noches me las imaginaba!



En el cortijo vecino…



Un mediodía, después de dejar a mis amigos, me esperaba mi tía con un encargo de la señora Remedios, que por la tarde le llevara unas revistas de moda que se había dejado, y ya que no ha podido mandar a Purita, porque libraba por la tarde, me había preparado merienda. Como ya conocía las meriendas de la señora Remedios, a base de pasteles y chocolate, me alegré por aquel encargo. Por la tarde, al irme al cortijo, tía Consuelo me advirtió que no me pasara con la merienda, que luego me ponía malo. Llegué al cortijo a la hora de merendar, y me abrió Purita justo cuando salía para irse de paseo, acompañada de su perro “león” que ya no era pequeño, ya tenía cinco años, y daba respeto como un toro.



Cada vez que me acercaba a Purita el perro me ladraba. No sabía el porqué. Purita me hizo entrar y, marchándose, me dijo:



- ¡Ahora saldrá la señora...!



Quedé boquiabierto cuando apareció la señora Remedios. Estaba encantadora. Llevaba un batín encarnado que le llegaba hasta medio muslo, cruzado y sujetado por una cinta del mismo color, y unas medias negras que le subían justo hasta el batín. Al andar aparecía, alternativamente, la parte desnuda de los muslos. Me recibió con un efusivo abrazo y mil besos en las mejillas que, añadido al perfume que llevaba, me dejó confuso y aturdido.



- ¡Hoy nos vamos a hartar Luis...! - Y señalando la mesa, - ¡Mira que merienda te he preparado...! ¡Hoy nos daremos el gran hartón...!



Más que la mesa yo la miraba a ella. No podía apartar mis ojos de aquel cuerpo tan seductor. Entre mi pensaba que a aquella mujer le gustaba hacerme sufrir. Menos mal que luego por la noche lo pasaba bien con aquellas visiones. Nos sentamos en la mesa y nos hartamos de chocolate.



Con sus forzados movimientos, a un lado y a otro para acercarme las cosas, no perdía ocasión de mostrarme sus íntimos encantos al abrírsele el batín. Observé enseguida que mi anfitriona no llevaba sujetadores y, de vez en cuando, me mostraba sus preciosos y opulentos senos. Entonces, de reojo, miraba si yo la observaba, y sonreía satisfecha cuando me sorprendía con la mirada puesta en su cuerpo.



Yo estaba pensando que aquella noche la pasaría en grande con la imagen de aquellos suculentos pechos. Merendé sin recordar los consejos de tía Consuelo y me harté de chocolate. Dicen que el chocolate es afrodisíaco, y puede que sea verdad porque el cuerpo me hervía. Creo que ya estábamos más que hartos, y dábamos la merienda por terminada, cuando la señora Remedios, riéndose y mirándome fijamente a los ojos, me dijo:



- ¡Veo que me miras mucho Luis...! ¿Me encuentras fea o bonita?



Me puse encarnado y no pude ni supe contestarle.



Aquella mujer disfrutaba confundiéndome. Con el pretexto de que se encontraba muy llena, se aflojó un poco el cinturón del batín, se le abrió el escote, y sus pechos quedaron casi enteramente a merced de mis ojos. Entonces viendo que yo no sabía dónde mirar, añadió:



- ¿Si yo fuera más joven te gustaría que fuera tu novia...?



Cada vez más encarnado, no atinaba a contestarle.



- ¿No sabes que decirme...? ¡Eso es que la señora Remedios no te gusta...! ¿Soy fea verdad...?



El hartón de chocolate que me había hecho, la visión de aquellos semi desnudos pechos, y el morbo de sus preguntas despertó en mí la fiebre del deseo. Sin saber lo que hacía, corrí hacia ella y abrazándola la llené de besos en las mejillas para demostrarle que no la encontraba fea. Ella, también excitada y habiendo conseguido lo que quería, me devolvió beso por beso. Luego se levantó y al lado mismo de la mesa fue ella la que me abrazó y, como el día del bus, el promontorio de mi pantalón se encajó entre sus muslos. Mis mejillas se sintieron acariciadas por sus pechos. Desabrochó mi pantalón y liberó mi erecto pene. Apartó un poco el batín y atrapó mi erecto miembro entre sus desnudos muslos. Me apretó contra su cuerpo, y llenándome de besos y caricias, moviendo su vientre y sus nalgas, con sus muslos empezó a masturbarme, mientras me decía:



- ¡Disfruta Luis... disfruta...! ¡Así...! ¡Qué carita de ángel...! ¡Remedios te adora...!



¡Qué momentos más dulces y agradables aquellos! ¡Sin saber lo que me hacía le devolvía las caricias y los besos! ¡Sus carnes y el olor de su perfume hicieron que dejara de pensar! Mis labios de apoderaron de sus



pechos besándolos y mordisqueándolos locamente. Moviendo inteligentemente su vientre y sus nalgas culminó la masturbación y eyaculé con la ilusión de un coito real, mientras me decía:



- ¡Ooohhh...! ¡Luis...! ¡Ooohhh... que dulce eres! ¡Cómo te hace disfrutar la señora Remedios...! ¡Como me gusta verte gozar...!



Había cesado de eyacular, mi semen se deslizaba por sus muslos y aún me retuvo abrazado un momento, para que saborease los dulces instantes que siguen al orgasmo. Después me dijo:



- ¡Vamos...! ¡Que ya eres todo un hombre...! ¡Ven con Remedios...!



Aturdido por aquello tan inesperado, sin casi darme cuenta me encontré



completamente desnudo encima de su cama. Poco a poco se sacó el batín y, por unos instantes, me pareció ver la figura de tía Consuelo aquella tarde en la despensa. Eran muy parecidas físicamente. Era una imagen de tentación. Pude contemplar durante unos instantes su cuerpo completamente desnudo.



A diferencia de tía Consuelo, eran negros los rizos que le cubrían el pubis. Sus pechos erectos y rollizos, su vientre carnoso, aquellos muslos ajamonados que ya conocía, y que con su recuerdo tanto me había masturbado, y sus rollizas nalgas. Su cuerpo era blanco como el de tía Consuelo. Subió de rodillas encima de la cama, contempló durante unos instantes mi cuerpo con mirada concupiscente, y presa de lujuria contenida, se lanzó sobre mí, y no quedó un solo punto de mi cuerpo sin ser homenajeado por sus labios. Yo no tenía bastantes manos para corresponderle y acariciar su cuerpo. Era la primera vez que me encontraba con una mujer desnuda encima la cama. Nos mordimos locamente. Me puso dos almohadas debajo las nalgas, de forma que mi pene, erecto como un palo quedara aupado.



Enfebrecida de deseo se colocó cara a mí, con una rodilla en cada lado de mi cuerpo, y en aquella posición refregaba su sexo con mi glande.



Aquello me enloquecía. Luego dejó caer lentamente su cuerpo y sentí, por primera vez, el inigualable placer de la penetración. Sentí mi miembro envuelto y oprimido por su suave y cálida vagina. Por su carne... Aquella sensación me era desconocida. Cuando los rizos de su pubis se juntaron con los míos, sentí la caricia en la totalidad de mi pene. Lentamente dejó caer su cuerpo hacia mí hasta que sus pechos reposaron sobre el mío. Con mucha maestría inició un movimiento especial con las nalgas y el vientre, haciendo que mi miembro se sintiera masturbado por su vientre. Inconscientemente con las manos le sujetaba las opulentas nalgas para que no se me soltara.



¡Aquello era el paraíso...! Me había ido ya dos veces dentro de su vientre y ahora gozaba más por ser más espaciada la eyaculación. Sentí de nuevo como si la lava de un volcán circulara por mis genitales y mi vientre, al tiempo que la señora Remedios se deshacía en un orgasmo femenino que yo desconocía, moviéndose y gritando como alocada.



- ¡¡Luis...!! ¡Ooohhh...! ¡Ooohhh...! ¡Así majo...! ¡Así...! ¡Toma bonito... toma...! ¡Ahora...! ¡Ahora me viene... cielo...! ¡Ooohhh... qué bueno...! ¡Toma la señora Remedios... tómala...! ¡¡Toma tu mami…!! - Y unidos en un solo cuerpo, - ¡Me estás matando...! ¡Qué cosa más dulce y más tierna...! - Y proseguía, - ¡Maas... másssss...! ¡Lléname...! ¡Mi tierno machito...!



¡Tooooma... hijo... toma a tu mami...! ¡Aaaaahhh... como te siento



dentro de mi…! ¡Gooooooza…! ¡Gooooza… másssss…! ¡Ooohhh... como lo



deseaba! ¡Ooohhh...! ¡Oooooooooo...!



Luego quedamos rendidos los dos, quietos y abrazados. Pero pronto empezó a besarme de nuevo, y se puso de espaldas al colchón, haciendo que yo la subiera encima. Hizo que la penetrara en aquella posición, y fue tan dulce y agradable como la primera.



En esta posición me abrazó fuertemente y me rodeó la cintura con sus muslos y piernas, en posición más cómoda para ella y para mí. Besándonos y mordiéndonos llegamos conjuntamente al orgasmo. Yo le decía, y le repetía:



- ¡Ooohhh...! ¡Ooohhh... qué bueno...! ¡Señora Remedios...! ¡Qué buena...! ¡Qué dulce que es...! ¡Qué bueno es esto que estamos haciendo...! ¿Cómo es que lo hacemos? ¡Qué buenoooo...!



Mis manos recorrían todo su cuerpo. ¡Qué cosa tan agradable...! No tenía bastantes labios para besarla el cuello y los pechos, sus partes más excitantes. Era la primera vez que hacía aquello con una mujer. ¡¡Y era la señora Remedios, la amiga de mi tía...!! ¡Qué morboso era aquello...!! En sus brazos gocé de una forma desconocida, como nunca me había imaginado... Estábamos los dos locos de deseo. Fue como una locura. Cuando me acompañaba hacia la puerta, muy emocionada, me dijo que hacía ocho años que no sabía lo que era un hombre. Que lo había pasado muy mal desde que enviudó. Y que había vuelto a revivir gracias a mí. Que ya desde el primer momento que me vio en el apeadero de la estación, tan crecido y tan guapote, se dijo para sí, que tenía que ser su alivio...



- ¡Pero sobretodo, hijo, eso debe ser un secreto entre tú y yo! No



le cuentes nada a tu tía ni a nadie...



Cuando regresaba hacia casa no creía lo que me había sucedido. Por supuesto no hice ningún comentario con tía Consuelo ni con nadie. Estaba visto que aquellas cosas no se podían contar a nadie. Ya me lo había advertido la profesora en el tren. No más entrar en casa mi tía observó en mi cara el cansancio, y lo justifiqué por el hartón de churros y chocolate con que me había obsequiado la señora Remedios. Por la noche, ya en la cama, pensaba que si, ahora sí que había valido la pena venirme a Alcover. Mis visitas al cortijo de la señora Remedios se hicieron más frecuentes, y desde aquella tarde ya no tuvo sentido masturbarme. Ya me lo dijo ella:



- ¡No te masturbes eh, cielo... guárdate para mí...!



Cuando lo deseaba iba a ver a la señora Remedios, ella siempre estaba a punto. Y si por un casual tardaba más de la cuenta en ir, me mandaba un aviso para que fuera a merendar. No lo había visto nunca…



Había pasado toda la mañana ayudando a tía Consuelo a poner orden en unos armarios de su habitación, y entre los recuerdos que aquella estancia me traía, y su proximidad y contactos físicos al trastear con maletas y paquetes, comiéndomela con la imaginación, me había excitado sobremanera, y decidí ir a hacer una visita de consolación a su amiga Remedios. Me abrió la puerta Purita, con “león” a su lado. Quedé muy contrariado cuando me dijo que la señora Remedios había salido, y no sabía a que hora volvería. El perro no dejaba de ladrarme y le dije que ya iría otro día. Entonces sujetando a “león” con una mano, y desgreñándome el pelo con la otra, como cuando era más pequeño, y con mucha malicia, me dijo:



- ¡Guapote...! ¡Hoy te lo tendrás que hacer solito... jajaja!



Me puse encarnado al ver que Purita estaba en nuestro secreto y, muy escurrido di media vuelta y me fui. Pero no había andado diez pasos, y me volví para decirle que avisara a la señora Remedios que iría al día siguiente, y que no se ausentara. Pero me encontré con la puerta cerrada y Purita ya no estaba. Cuando ya desistiendo, me iba otra vez, oí un ruido proveniente de un almacén contiguo a la casa. Me acerqué y oí voces. Parecía Purita que estaba hablando con alguien.



Entré con mucha cautela y, después de un amplio espacio, encontré una vid

Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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