INGRID
Ingrid medita mientras parece estar absorbida por lo intrincado del bordado que tiene en sus manos y lo hace sopesando la complejidad casi mefistofélica con que se teje el mundo de las relaciones entre los distintos reinos, pensando siempre en la conveniencia para la expansión de los territorios y frecuentemente, lográndolo a través de matrimonios, no siempre equilibrados cronológicamente y utilizando a los inocentes descendientes, generalmente infantes que desconocen su valor como moneda de cambio.
Ella misma es un claro ejemplo de aquello; desciende en línea directa del gran Carlomagno, hecho que no olvida ni nadie parece dispuesto a permitírselo y, sin embargo, cuando aun era una adolescente de sólo quince años, había sido entregada a su marido que, aunque no era un viejo, promediaba bastante más allá de los cuarenta años.
Devenida sorpresivamente en Reina, la princesa germana no puede todavía acostumbrarse al idioma de aquel pueblo isleño y, aunque su esposo ha sido considerado en su tratamiento hacia ella, su propia ignorancia sobre cual debería ser la conducta de un hombre adulto hacia una niña que lejos de su tierra y sus afectos, necesitaba de cariño y bondad, había hecho que la joven Reina no disfrutara precisamente del lecho conyugal.
Desflorada sin contemplaciones por un hombre al que su alcurnia ni su condición de Rey le han otorgado cultura ni delicadeza en el trato hacia las mujeres, considerándolas sólo como otra cosa de su propiedad regia y valorándolas mucho menos que a sus caballos de batalla, ya que aquellos eran quienes le salvarían la vida en un combate. Desconocedora de todo lo que se refiriera al sexo, ella había soportado estoicamente los primitivos actos casi animales de su esposo, acostumbrándose a ellos como si fueran una consecuencia lógica de ser mujer.
Con el paso de los años se ha dado cuenta de que aquello no era tal como lo planteaba el Rey y, por las confidencias que sostuviera con distintas damas del reino, lo que a ella le parecía una brutal agresión, las virtudes y dones físicos con que la naturaleza había dotado a otros hombres parecían convertirlas en algo maravilloso que sólo estaba al servicio de brindar placer a las mujeres. Discretamente había guiado a su esposo en ese camino y, junto a la disminución de la frecuencia por la edad y por las batallas en que aquel parecía estar empeñado continuamente, había logrado establecer una relación física no sólo placentera, sino hasta confortable y satisfactoria.
Ahora y los veinticinco años, tras cuatro años de abstinencia desde que él partiera en una no demasiado organizada Cruzada a Jerusalem, añora sus salvajes revolcones después de una tarde de cacería en que la mezcla de aromas a salvajina y la excitación del galope tendido en persecución de la presa se trasladaban a sus cuerpos, haciendo que se comportaran como animales en el lecho.
Su vista se pierde por la meseta granítica de Dartmoor con su paisaje escabroso y salvaje. La altura donde se yergue el castillo le permite contemplar todo el baluarte natural que lo circunda y la profundidad de sus valles, cubiertos por bosques con profusión de espesos brezales, campo propicio para las partidas de cacería a las que su sangre guerrera la había aficionado.
La vieja Torre Redonda en la que ella se encuentra parece incrustada en la mole rocosa y sus paredes son tan antiguas que en muchos casos parecen formar parte de la misma. La continua alteración y modificación de las fortificaciones ya casi no permiten distinguir las primitivas construcciones y una acumulación pintoresca de almenas, torres, chimeneas, prisiones y alas palaciegas le posibilitan singularizar cada fase de su historia.
Suspirando profundamente, vuelve a su trabajo y, aunque sabe que su criada la espía a hurtadillas, Ingrid prefiere fingir que está concentrada en el bordado. Trabajos complicados como el que está haciendo utilizando finos hilos de seda y oro y que a través de los años la hicieran famosa, luciendo en las banderolas y estandartes del Rey, son considerados como el mayor mérito en una mujer de su alcurnia. Ya le decía su institutriz cuando era pequeña, que la mujer que no es virtuosa con la aguja nunca será merecedora de un gran hombre.
Se pregunta si acaso esa gran habilidad que ella tiene no la han opacado como mujer y a su edad, ya se siente tan derrotada por la monotonía y la abstinencia que le parece ser más vieja que su hermana, diez años mayor que ella quien, luego de que su esposo fuera asesinado, ingresara a perpetuidad como monja de clausura.
Justamente y junto con la noticia de que el Rey ha sido tomado prisionero en Sicilia, esta se ha convertido en su mayor preocupación, ya que la Abadesa le ha comunicado preocupada que la salud mental de Matilda está en peligro, pidiéndole y obteniendo autorización para que hacer cuanto fuera necesario para su recuperación.
MATILDA
Abandonando la recargada decoración de la habitación que sus superiores le obligan a utilizar como despacho y a la que no logra acostumbrarse después de tantos años por la esencia misma de la Orden, prefiriendo la espartana y familiar soledad de su celda, la Superiora se desliza silenciosamente sobre sus pies descalzos sobre las losas de la oscura galería que rodea el enorme patio del monasterio.
La Abadesa fue obligada a tomar los votos de castidad, abstinencia, pobreza y silencio como castigo a sus impúdicos devaneos juveniles de amores contrariados. Con el correr de los años y, aunque había estado lejos de sus propósitos iniciales, su empeño le proporcionó tal crecimiento que, sumado a la circunstancia de que cada vez fueran menos las aspirantes al noviciado en una Orden que sólo aseguraba sufrimiento y soledad, su ascenso se había producido por la natural y progresiva desaparición de otras Hermanas más antiguas.
Todavía guarda frescas en su memoria las imágenes de cuando ella era la joven heredera de un acaudalado matrimonio y en su alocado goce de la vida fácil, se movía de fiesta en fiesta, de cacería en cacería, gozando de la soberbia sensación de sentirse deseada por una corte de jóvenes hermosos. Con amargura, rememora los fatuos devaneos que la fueron llevando a quedar atrapada cual una brillante mariposa en las redes de una araña siniestra. Tristemente recuerda como, aquel hombre que la había seducido con su varonil prestancia, la desechara cual una cosa ya inútil después de haberla conducido a las más degradantes situaciones que puede vivir una mujer, compartiéndola con los caballeros de su feudo en orgías cortesanas de sexo y alcohol que ella había aceptado gustosamente, ofrendándose en nombre de un amor que, a la postre, solo vivía en su imaginación.
Luego del legrado que la librara del fruto de vaya a saber cuál de aquellos hombres e incapaz de enfrentarse no sólo a su familia sino a sí misma, había elegido expresa y voluntariamente aquel encierro y disfrutado como una especie de silicio balsámico los votos de castidad, pobreza, abstinencia y silencio, aunque no siempre había sido así.
La vida de una monja de clausura es completamente contemplativa y consiste en oración, penitencia, trabajo duro y silencio. Al principio y aun a pesar de sus mejores propósitos, la estricta clausura en la celda, el no poder volver a comer carne, la privación de leche, queso o huevos desde el día de la Exaltación de la Cruz hasta las Pascuas y durante la Cuaresma se le había hecho duro. No así el hecho de permanecer siempre descalza en señal de humildad y de ocupar una celda solitaria, con una cama de paja, una almohada, un tapete de lana y las herramientas para labores manuales o escritura.
Sólo Dios sabía con que ansiedad de novicia había esperado el momento de los rezos colectivos en la capilla del monasterio y los horarios en que reunían en el refectorio para consumir los magros alimentos en él más absoluto mutismo. Tres veces por semana ayunaba comiendo sólo pan y, cuando las urgencias infernales de su vientre joven la acosaban, obligándola a olvidar la firmeza de sus votos para satisfacer al cuerpo, estos se prolongaban como castigo más de veinte días, de los que emergía límpida y demudada.
Con el paso del tiempo y a medida que su misticismo tomaba un curso más de acuerdo con la realidad tornándose en cinismo, fue comprendiendo el mundo de oscuros intereses que se mueven a la sombra de los claustros. Conoció desde la escondida y pavorosa lascivia que algunas Hermanas no sólo no evitaban sino que propiciaban en furtivas visitas nocturnas o el misticismo paranoico de otras que con la flagelación y el ayuno ponían en peligro sus propias vidas, hasta la envidia y la corrupción de los niveles eclesiásticos que se fundían con las ambiciones mundanas de la superioridad de la Orden.
Más de una vez había estado tentada de escapar, pero la certeza de las tentaciones que el quehacer cotidiano del exterior le propondría y a las cuales seguramente sucumbiría, más el hecho de estar completamente sola en Inglaterra, sin ningún familiar cercano, le hicieron apreciar aun más la tranquila soledad de su celda y la tierna compañía solícita con que alguna Hermana más joven siempre condescendía a satisfacerla, compartiendo subrepticiamente su jergón.
Abadesas, Prioras y Madres Superioras fueron iluminando con su indecorosa concupiscencia el camino que, finalmente, a ella le tocaría transitar y durante estos largos cuarenta años había cedido a las tentaciones de la carne, aunque no con la frecuencia que su apetito sexual le demandaba. Con una discreción envidiable se había abierto camino hacia el nivel superior, especialmente desde que la Orden había salido de aquella elitista selección de familias aristocráticas o adineradas para aceptar como novicias a muchachas pobres, mujeres casadas abandonadas por sus hombres y a viudas de guerreros que preferían dar cauce a su fe desde una celda en solitario.
Como Abadesa y rindiendo cuentas sólo al Obispo, maneja todo a su antojo y con tolerante ceguera a la lubricidad de las Hermanas siempre que aquellas se muevan en la discreción hipócrita de la Orden. Sólo ella entre las veinticuatro mujeres del convento tiene acceso y contactos con el mundo exterior ya que, a cargo de la Administración, debe recibir directamente las órdenes superiores y es la única que por esa razón tiene contacto con hombres. Esa regla sólo se rompe cuando una enfermedad obliga a que alguna de las monjas sea visitada por un sanador, siempre en presencia de alguna otra hermana y está exclusivamente en sus manos permitir esas visitas, evaluando con variable ecuanimidad la gravedad del mal que la aqueja.
El eco de los gritos apagados que le llegan desde el ala oeste, le recuerdan de esta atribución suya y cuál es la causa por la que ha dejado su despacho para meditar en la fría soledad nocturna que emana del enorme patio agrediendo con dientes inmisericordes sus magras carnes bajo el viejo sayo.
Su larga experiencia le aconsejará la actitud a asumir para solucionar el caso de la Sor Matilda, justamente porque ella tiene el exacto diagnóstico sobre su presunto mal. Mujer joven, que no excede de los treinta y cinco años, la germana en un claro ejemplo de la nueva elasticidad de sus superiores. Viuda a causa del asesinato de su esposo, el Duque de Exeter, ha bregado duramente para ingresar como novicia hasta que la presión ejercida por su hermana menor, la esposa del Rey, hizo que el Obispo la aceptara.
En su dolor, se ha empeñado denodadamente en seguir al pie de la letra aquellos preceptos más duros, encarándolos con tal espíritu de sacrificio que hasta ha llegado a la autoflagelación de los silicios, causándose heridas terribles. Contradictoriamente, todavía con su orgullo intacto de princesa, no termina por aceptar la dura disciplina y se niega casi obcecadamente a observar obediencia, mostrándose rebelde siempre que puede.
La sabia mujer conoce en carne propia que las aleatorias y explosivas manifestaciones de fe no alcanzan para mitigar ciertos reclamos instintivos del cuerpo en mujeres que han sostenido sexo con habitualidad durante años y que, a largo plazo, aunque una se esfuerce por ignorarlos, siempre están allí, subyacentes y cuando estallan, no hay nada que pueda reprimirlos o mitigarlos, salvo la natural expansión física.
En uno de sus últimos berrinches, Matilda ha escandalizado a la calmosa comunidad de la abadía con sus insultos obscenos y cuando ella entrara a su celda la halló desnuda, flagelando sus senos y partes íntimas con el filo de sus uñas mientras pisoteaba al desgarrado hábito entre maldiciones y espumarajos histéricos, pareciendo aliviar así sus sentimientos.
La abadesa sólo pudo sacarla de esa especie de trance diabólico tras tomarla por los hombros desnudos, empujándola con brutalidad contra la pared y presionar fuertemente su cabeza contra la piedra. Cuando cediendo dócilmente pareció calmarse, la arrastró de un brazo y la hizo caer sobre la paja que le servía de jergón. Sor Juana se estremece de indignación debajo de su calmo continente y es por la actitud impúdica de esa mujer de disipada conducta que, sin dudas, traerá funestas secuelas de indisciplina entre las demás Hermanas.
Los tres años de abstención total de una mujer que, como Matilda, fuera una más que activa practicante del sexo y mujer casi promiscua en el reino durante las largas campañas guerreras que su esposo acometía, han terminado por afectarla psicológicamente y en su desvarío, se ha vuelto tan agresiva que ha forzado sexualmente a una novicia y luego, al ser desenmascarada, intentó atentar contra su vida, afortunadamente sin suerte.
Matilda sabe que las visitas de cualquier otra hermana a la celda están estrictamente prohibidas y que sólo la abadesa tiene el derecho de hacerlo a su antojo. Sin embargo, y se estremece al imaginar sus propósitos inconfesables, ha inducido a una novicia a visitarla subrepticiamente y ella, alertada por otra Hermana, ha escuchado a través de la puerta entreabierta los forcejeos, los apasionados cuchicheos en voz baja y los gemidos reprimidos que siguieron a eso, después de un largo momento de silencio en el que sólo se escuchó el suave ruido de la paja revuelta sometida a movimientos físicos violentos. Cuando abriera la puerta en forma violenta, la fugaz sombra de dos cuerpos desnudos se hizo evidente ante sus ojos a la temblorosa luz de un quinqué y una figura que no alcanzó a individualizar, cubriendo su cabeza con la negra crinolina del sayo, la empujó para desaparecer por los oscuros pasillos.
¿Qué diabólico impulso la hace exhibir su cuerpo lujurioso? ¿En que ámbitos oscuros se perderá su mente mientras yace atada de pies y manos en la celda de castigo? ¿En qué, cuando de rodillas ante la cruz y con un puñal entre sus manos, intentaba evadirse del mundo como lo hacen los cobardes?
Seguramente en pensamientos pecaminosos. En hombres y el deseo de ponerse a merced de sus manos asquerosamente necesarias. Ansía a los hombres y quiere que ese cuerpo que tanto admira sea admirado y acariciado con lascivia por ellos. Es seguro y natural que su piel ardiente de mujer en plenitud se rebele contra esa falta de sexo del que fuera fiel sirviente por tantos años. Ha visto rasguños en su piel ebúrnea, seguramente fruto de las ardorosas manipulaciones que le han dejado rojas estrías por la agudeza de sus uñas, soñando que tal vez fueran producidas por un amante demasiado ávido.
La abadesa se promete a sí misma como ha prometido personalmente a la Reina, que Sor Matilda terminará por adorar su hábito, el rústico bastión de las Monjas Negras frente a la indecencia del mundo y que los gruesos muros de piedra de la abadía se convertirán en eterna y formidable prisión para esa terca mujer ante la que se abre la lúgubre perspectiva del castigo. La cura, para ser efectiva y duradera, debe tener el mismo origen y la misma profundidad que el mal. La solución es tan simple que hasta un niño tomaría su misma decisión, pero es la instrumentación la que le exige extremar la prudencia, por lo menos ante las demás Hermanas.
Por haber vivido situaciones similares a lo largo de los años y por haber sido requeridos en más de una oportunidad, ella conoce a un grupo de ex monjes que junto a sus mujeres y por una suculenta suma de dinero, realizan “exorcismos” apócrifos con los que obtienen el resultado tan ansiado por las afectadas. La vida le ha enseñado que, muchas veces, la mentira tiene que ser disfrazada por las apariencias para lograr el mismo efecto que la verdad. Aliviada por haber encontrado el medio de solucionar el problema que Sor Matilda le está provocando, se retira satisfecha a su celda, para informar a la Reina que su hermana dejará de causarle problemas de por vida.
Al anochecer del día siguiente, fisgoneando desde las puertas entreabiertas de sus celdas, las Hermanas pueden divisar deslizándose silenciosamente por las arcadas del claustro para luego atravesar el patio en diagonal, las cuatro oscuras figuras monacales.
Con la ayuda de tres vigorosas Hermanas, la abadesa ha instalado a Sor Matilda en la celda de castigo, un ámbito especialmente diseñado para que en él puedan llevarse a cabo revisiones físicas por los curadores y en especial, exorcismos. El cuarto, aislado y sin ventanas, cuenta con la protección del grosor de sus muros y la entrada está protegida por sólidas puertas dobles de madera, lo que lo convierten en insonoro y nadie podría ni siquiera inferir la presencia de voz alguna.
En lugar privilegiado, se sitúa una enorme cama de dosel, cuyas columnatas están delicadamente labradas con figuras de ángeles y madonnas, en cuyo centro se encuentra la figura de Sor Matilda quien, con su hábito completo, está atada de pies y manos a cada una de las pilastras. Harta, postrada y enronquecida ya de tanto maldecir con las más groseras palabras que su enajenada exaltación le permite, permanece a la espera de lo que la Superiora decida hacer con ella.
Cuando ve que la puerta del cuarto se abre dando paso a la religiosa en compañía de dos altos Hermanos y a dos Hermanas con el clásico hábito negro cuyas capuchas ocultan sus facciones, prorrumpe nuevamente en insultos soeces, especialmente dirigidos contra la Abadesa. Obedeciendo las indicaciones de los hombres, la Superiora abandona el cuarto y los Hermanos, dejando caer hacia atrás las capuchas, muestran sus rostros de mediana edad cubiertos por cortas barbas negras.
Como la mujer continúa con su sarta de maldiciones, evidenciando el extravío de su mente, el más vigoroso extrae un largo pañuelo de seda y con habilidad tapa su boca con la mordaza que anuda fuertemente a la nuca. Con mirada de alucinado asombro, ve como los religiosos van despojándose de sus hábitos hasta quedar totalmente desnudos lo mismo que las monjas. Los hombres son muy altos y regularmente fornidos, en tanto que las religiosas, evidenciando que no lo son, dejan caer de las cofias sus largas y onduladas melenas, enseñándole sus cuerpos jóvenes y fuertes, generosamente dotados por la naturaleza.
Mientras los hombres se acomodan sobre unos amplios sillones fraileros y se dedican a beber de una bota de cuero, las mujeres se aproximan a la cama y trepando a ella, se ubican, una en el hueco que dejan sus piernas abiertas en cruz y la otra junto al torso. Con enorme tranquilidad y minuciosidad de orfebre, tras rasgar con una enorme tijera a lo largo el hábito con que la ha cubierto la Superiora, la van desprendiendo de los restos de la basta tela negra que han quedado debajo de su cuerpo, hasta que este queda totalmente desnudo, expuesto ante los primeros ojos femeninos que pueden contemplarlo así, en toda su vida.
Avergonzada pero excitada a la vez por la intensidad de las miradas que van recorriendo su cuerpo con la misma consistencia que si fueran manos, sólo atina a revolverse en su incómoda posición, lo que no hace más que dejar en evidencia la generosidad con que la naturaleza ha beneficiado a su físico. La tensión de sus piernas destaca con claridad la solidez de los muslos que, torneados y cónicos, van ensanchándose para unirse a las anchas caderas y mostrar en su vértice el espeso pelambre que esconde al abultado Monte de Venus.
Su vientre se agita espasmódicamente, exponiendo la firmeza y reciedumbre de sus músculos y en el torso bambolean de un lado al otro los senos, grandes, sólidos y abundantes que dejan ver en su cima las aureolas de un fuerte color marrón, profusamente pobladas por gruesos gránulos y los largos pezones.
Las manos de las mujeres revolotean a lo largo de todo el cuerpo de la mujer como buitres ávidos, deteniéndose en cada oquedad o rendija, acariciando la piel con la suave tersura de las yemas o dejando huellas rojizas con la punta de sus uñas. Esto va sumiendo a la inmovilizada mujer en un estado de desesperación, que la lleva a sacudir con vehemencia su cabeza de un lado al otro y emitir broncos gritos acallados por la firmeza de la mordaza.
La que está a sus pies desata a uno de ellos y tomándolo entre sus manos, comienza a acariciarlo con ternura, cubriendo el empeine y la planta con menudos besos que lentamente van dejando paso a la inquieta presencia de la lengua. Tras recorrerlos, esta se aloja entre los intersticios de los dedos y finalmente, la boca toma posesión del grueso y largo pulgar e introduciéndolo en ella, comienza a succionarlo con la misma intensidad y lubricidad que si se tratara de un pene.
La caricia desconocida conturba el ánimo de Matilda, excitándola y llevándola a desear saber como continuará aquello. Las manos y la boca avanzan a lo largo de la pantorrilla que la mujer ha alzado y sostiene erecta para poder sumirse en la tibia y sensible oquedad detrás de las rodillas. La otra mujer, la pelirroja, ha dejado que sus manos, tras recorrer angurrientas su vientre y torso se alojen sobre los pechos temblorosos, sobándolos y estrujándolos con morosa suavidad en tanto que la lengua tremolante ha recorrido la montuosa carnosidad para llegar remolonamente a las grandes aureolas que la excitación ha inflamado, cobrando volumen. Apresando al pezón entre sus dedos, lo fustiga rabiosamente con la lengua para luego envolverlo entre la suavidad de sus labios succionándolo con furiosa saña que, sin embargo, eleva la excitación de Matilda quien angustiosamente farfulla bajo la tela reclamando ser liberada de la mordaza.
La otra mujer termina por completar el cuadro de la exasperación, ya que su boca ha llegado a la entrepierna y tras tomar contacto con la espesa mata del pubis, los dedos separan la maraña que cubre la vulva y mantiene alzada su pierna, mientras la lengua inquisidora recorre lentamente las carnes oscuras del sexo. La eficaz tarea de las mujeres en su cuerpo prologan lo que vendrá y Matilda se debate complacida, mientras su fogosa satisfacción se manifiesta en el suave ronquido que deja escapar a través de sus hollares dilatados por la emoción.
Cuando la boca abierta de la pelirroja toma posesión de su sexo succionando y lamiendo con labios y lengua las carnes palpitantes, deja escapar un sollozo que actúa como disparador en las mujeres. Despojándola del pañuelo y, tras dejar que llene sus pulmones agostados por la falta de aire, la rubia beldad comienza a besarla con una ternura tal que, conmovida, abre su boca angustiosamente al beso y su lengua tremolante sale ávida en busca de la otra.
Mientras las dos se sumen en una murmurante batalla bucal y los chasquidos de los besos se dejan oír nítidamente, la mano de la rubia ha tomado posesión de uno de los pezones y envolviéndolo entre los dedos, comienza a retorcerlo con rudeza, al tiempo que clava en él el filo romo de sus uñas. Tanta felicidad le parece imposible a la pobre mujer que ha llegado al borde de la vesania por su histérica necesidad de sexo. Entonces siente la indescriptible sensación de que su clítoris es sometido a la dulce succión de los labios mientras dos finos y delicados dedos penetran su vagina e inician una lenta y laboriosa exploración sobre las mucosas a la búsqueda de esa simple y pequeña callosidad que, cuando la encuentran, la lleva a experimentar las más maravillosas sensaciones de placer.
La mujer que la somete también parecer perder el juicio. Tras meter tres dedos de la mano en su interior y comenzar con una ruda y profunda penetración, deja que su boca angurrienta se posesione de la fruncida apertura del ano y, con el laborioso empeño de labios y lengua, va consiguiendo que se dilate, penetrando los esfínteres y deslizándose unos centímetros en el recto. Entonces es el dedo pulgar quien lo invade en toda su extensión y acompasándose en un delicioso vaivén junto a los que penetran la vagina, se prodiga entrando y saliendo en apretada tenaza.
La prolongada abstinencia hace eclosión en ella y, mientras siente en su cuerpo las violentas explosiones hormonales que parecen licuar sus entrañas, se instala en sus riñones una imperiosa necesidad de orinar insatisfecha. Ondulando inconscientemente su cuerpo, aferra sus manos a las cuerdas que la sujetan a la cama y se da impulso para estrellar su sexo contra aquella boca que le proporciona tal dicha. Apoyando su talón en las nalgas de la mujer, lo utiliza como palanca para incrementar sus vehementes remezones y así, comiéndose la boca de la mujer que tortura sus senos con todo el vigor de sus uñas, sintiendo que los dedos incrementan su vaivén en la vagina y el ano, la boca succionando al clítoris hasta el límite de lo insufrible, da libre expresión a la satisfacción. En medio de roncos bramidos, experimenta la más violenta expulsión de sus jugos internos y, junto con el alivio del orgasmo largamente anhelado, se deja ir en una inefable pérdida de la conciencia.
Cuando todavía se sacude espasmódicamente por las contracciones del útero que sigue enviando oleadas de mucosas a refrescar el sexo, los hombres consideran que ya está a punto y desatan las extremidades que descansan flojamente sobre las sábanas. Antonio, el más corpulento de los dos, mantiene separadas las piernas y su boca abreva en la fuente de cálidos jugos en que se ha convertido su sexo, exponiendo, dilatado e hinchado, los retorcidos pliegues de fuerte color rosado. Labios y lengua mortifican a las carnes ardientes y los dientes raen delicadamente al diminuto pene femenino que, nuevamente se yergue con animal instinto y la mujer vuelve a ascender por la deliciosa colina del deseo.
Estremeciéndose, cruza las piernas sobre la espalda del hombre y menea levemente sus caderas, cuando siente que el otro se ha colocado arrodillado sobre su torso y, colocando entre sus pechos una verga que sin estar erecta le parece monstruosa, los presiona con las dos manos para que envuelvan al príapo y, hamacando suavemente su cuerpo, se masturba con la tersa piel de los senos mientras el miembro va adquiriendo el verdadero carácter de un falo.
Antonio ha dejado de succionarle el sexo y encogiéndole las piernas ha elevado sus nalgas y así, con el sexo casi en posición horizontal, la va penetrando lentamente, sacando el pene y volviéndolo a meter, penetrando cada vez un poco más hondamente. Sus esfínteres vaginales, estrechados por la falta de sexo, se resienten y resisten a la penetración pero junto con el dolor que cada embestida le provoca oleadas de intenso placer la recorren, haciéndola estallar en agradecidos gemidos que se entremezclan con los sollozos que invoca el dolor.
Comprobando como antiguas sensaciones que creía definitivamente perdidas vuelven a encender las brasas de latentes fogones que todavía arden en sus entrañas, extiende los brazos y tomando las caderas del hombre que somete los pechos a tan dura fricción, las acerca a su cara asiendo al rígido falo que conduce hacía ella y, mientras lo acaricia entre los dedos, su boca se aloja en el nacimiento de la verga, lamiéndola con desesperación y los labios van succionando apretadamente las carnes del tronco.
El tamaño de la verga la saca de sus cabales y, mojando con saliva la mano, envuelve nuevamente al falo que apenas puede abarcar para comenzar a masturbarlo de arriba abajo con tenaz persistencia, dándole movimientos rotativos. La lengua azota las carnes y los labios las succionan con vehemencia hasta que llega al surco que debajo del glande, desprovisto de prepucio, se ofrece a su boca que entonces se ensaña con él, en tanto que lubricándola, cubre de saliva la ovalada cabeza y luego, sin hesitar, la introduce en su boca para succionarla vigorosamente.
Aferrándola por los cabellos, el hombre sostiene su cabeza y luego comienza con un suave vaivén, penetrándola como sí de un sexo se tratara. La verga llena toda su boca y se introduce en ella hasta provocarle arcadas, pero es tanta la urgencia que tiene por sentir el gusto almendrado del semen, que incrementa la succión y la acción masturbadora de la mano hasta que el hombre comienza a rugir de satisfacción. Envarándose, descarga en su boca un torrente de espeso esperma al que ella traga y saborea mientras con sus dedos no deja que ni una sola gota del elixir de vida que chorrea sobre el mentón, escape a su degustación.
Antonio, que no ha cejado en esa penetración lenta y profunda, retirando la verga y esperando que los músculos de su vagina vuelvan a contraerse para entonces sí, socavarla con la gran verga, cuando ve que el otro hombre ha acabado, la toma por los brazos y lentamente, sin salir de ella, va dejándose caer de espaldas arrastrándola con él, haciendo que quede ahorcajada sobre su cuerpo.
La verga no ha abandonado su vagina y esa posición hace que su cabeza se estrelle contra las mucosas del útero, ocasionándole un dolor nuevo que le place. Sin que él la incite a hacerlo, por natural instinto, ella comienza a flexionar sus piernas para iniciar un sensual galope al falo que siente horadándola y, sin embargo, el mismo dolor le hace incrementar la intensidad de la jineteada. Con los dientes apretados, su boca se ensancha en una sonrisa de alegría y por ella deja escapar hondos gemidos de placer.
Antonio yergue su torso, apoderándose de los senos que levitan al compás de sus impulsos, dejando que la boca se adueñe de las aureolas y pezones, succionándolos apretadamente y dejando oscuros hematomas sobre la delicada piel. Matilda ha cerrado los ojos por la intensidad del goce que está obteniendo, cuando él vuelve a recostarse y, manteniéndola aferrada por los senos, la obliga a inclinarse sobre su pecho, haciendo que esta postura la fuerce alzar su grupa mientras él intensifica los embates de las caderas contra su pelvis.
Con el pecho cerrado por la angustia del deseo, mordisquea las tetillas del hombre, cuando siente sobre su sexo empinado la boca del otro hombre, cuya lengua tremolante, gruesa y áspera, excita el breve trayecto entre el agujero de la vagina y el ano, para luego concentrarse sobre este que, oscuro y fruncido, le transmite unas tiernas cosquillas que se alojan en la base del cráneo y le hacen incrementar su raer al pecho de Antonio.
Los labios del hombre succionan con dureza al ano y la lengua escarba insidiosamente sobre la apertura que, lentamente, pulsante, va distendiéndose para dilatarse mansamente y permitir que, arrastrándose sobre la alfombra de saliva que ha volcado en el hueco, se deslice al interior del recto proporcionándole una excitación de la que no tiene antecedentes.
En la medida en que la boca succiona y la lengua escarba, el ano cede posiciones dócilmente y junto con la lengua, los índices de las dos manos del hombre exploran su intestino mientras dilatan forzadamente los esfínteres del recto, hasta que considera que ya está bien y, arrodillándose detrás suyo, la va penetrando mientras ella siente que la voluminosa presencia de los dos falos en su interior, separados apenas por un membranoso tejido que parece no existir permitiendo que las vergas se estrieguen en sus entrañas, la va llevando a niveles del goce desconocidos y, afirmándose en sus brazos extendidos, se hamaca y ondula, facilitando el roce de las vergas. A pesar del entusiasmo con que ha recibido a esta doble penetración, no imagina lo que todavía ha de experimentar.
El hombre que la penetra por el ano, saca la verga de él y, apoyándola en su vagina, presiona buscando espacio entre sus carnes y el falo de Antonio, consiguiendo que estas con la maleabilidad de un parto, den cabida a la nueva intrusión y, aunque dolorosamente, siente el placer de las dos vergas deslizándose en su interior, dando expansión sin recato a tanta dicha en estridentes alaridos que sacuden los muros de la severa cámara. Finalmente, el hombre retira el falo de su sexo, volviéndola a penetrar por el ano, hasta que ella siente la riada de sus jugos internos derramándose a través del sexo, mezclándose con los chorros impetuosos del esperma caliente de Antonio.
El otro hombre todavía continúa por un rato más sometiendo al ano, pero lentamente la ha llevado a girar su cuerpo y, primero de costado, con las piernas encogidas contra sus pechos y luego boca arriba, con las rodillas golpeando sus orejas, la socava dolorosamente. Regodeándose con la vista del ano que al extraer la verga deja ver la enormidad de su dilatación y el rosáceo interior de la tripa, para luego volver a cerrarse como un capullo, él vuelve a penetrarla sin contemplación alguna hasta que en medio de broncos bramidos de placer, extrae el miembro y, masturbándose, riega generosamente con su semen el sexo empapado de Matilda.
La intensidad del sexo, como jamás ella experimentara en su prolongada relación con otros hombres, la ha sumido en una histérica conmoción y estremeciéndose en medio de arrechuchos no de frío sino de placer, deja que su vientre se sacuda en violentas convulsiones que le provocan las contracciones con que el útero alimenta de mucosas el feliz epílogo del orgasmo.
Sus labios temblorosos, reciben la refrescante presencia de una suave y húmeda lengua y al abrir los ojos, velados aun por las lágrimas de felicidad, distingue las hermosas facciones del rostro de la pelirroja quien, recordándole con su gentil cortesía que otrora fuera una princesa, se presenta como Blondel de Nesle.
Mientras la besa tiernamente y recorre su cuerpo transpirado con sus caricias, le refiere con dulzura que ella también ha pasado antaño por su misma situación. Débil de carácter y convencida que sólo la mundana libertad de una corte le permitiría gozar plenamente de los placeres de la vida, abandonó los hábitos y junto al hombre con el que vive, también ex monje, se dedican a llevar consuelo a aquellas que, aun con la fortaleza de su fe intacta, no resisten los reclamos naturales del cuerpo.
Prometiéndole que, a pesar de sus votos a perpetuidad, ellos le harán recuperar la alegría de vivir visitándola con tanta frecuencia como lo solicite y si el consentimiento de su hermana así lo permita, sus labios plenos, como reafirmando este juramento, buscan a los suyos en diminutos y tiernos besos que apenas si rozan su piel pero en su misma levedad llevan implícita tanta lubricidad, que la boca golosa de Matilda se entreabre tentadora, dejando que su lengua busque contacto con la de la mujer.
Lo que le pasa es singular. De acuerdo con los cánones morales y sociales de la época, nunca ha exhibido su cuerpo a la morbosidad concupiscente de su marido y, aunque lo ha visto a él totalmente desnudo, ella siempre ha insistido en vestir la blanca camisola que posee un agujero en la zona pélvica y así ha concretado durante los seis años de su matrimonio todos los actos sexuales, intensos pero no variados. Aquello no quiere decir que renegara de ese sexo un tanto primitivo de su esposo, un hombre ya maduro cuando se casara con ella. A tal punto le había resultado satisfactorio que sus prolongadas ausencias guerreras la habían llevado a encontrar consuelo en otros hombres, pero siempre habían sido encuentros furtivos e insatisfactorios por lo violento y fugaz de esas penetraciones en rincones oscuros o toscas mesas de taberna aun con la ropa puesta, lo cual, tras la muerte del Duque, la había compulsado para que tomara los hábitos y su consecuencia era lo que la llevara a ese lamentable estado, físico y mental.
Lo que casi le resulta imposible de entender, es su deleite ante el sexo bestial a que los hombres la someten y, aunque ella en su desvarío ha profanado el cuerpo de Sor Emilia, nunca ha tenido sexo con una mujer y le extraña la complaciente naturalidad con que lo acepta. La boca exigente de Blondel la saca de su ensoñación, obligándola a responder con cierta vehemencia la intensidad de sus besos. Utilizando la boca como eje, la pelirroja gira encima suyo y mientras profundiza la intensidad de los besos, sus manos comienzan a jugar con sus senos un poco lacerados que, sin embargo, responden positivamente a la caricia.
Luego de un momento, la boca se desliza por su cuello para apoderarse de los pechos, fustigando con su lengua las granuladas aureolas y los pezones que, ya erectos, reciben gratificados el tremolar húmedo de la sierpe. Los hermosos senos de Blondel cuelgan sobre su cara, bamboleándose tentadores e instintivamente, Matilda los apresa entre sus dedos, estrujándolos suavemente y su boca, casi infantilmente, comienza a mamar los pezones.
El placer que experimenta al hacerlo se potencia con las fuertes succiones que la pelirroja le impone a los suyos y ansiosamente, más suplicando que exigiendo, le pide que baje con su boca a la entrepierna. Complaciéndola, Blondel se escurre sobre la meseta de su abdomen, lamiendo y succionando las cavidades hasta arribar donde comienza a manifestarse el espeso bosque de su vello púbico, empapado de sus propios fluidos y del esperma de los hombres.
Los dedos de la mujer apartan las guedejas que forma el enrulado vello y, mientras su boca de dedica con fruición a enjugarlas del sabroso jugo, dos dedos van recorriendo en toda su extensión los pliegues de la vulva que, ante la caricia, se dilata y deja ver el fuertemente rosado de sus carnes interiores. La caperuza de tejidos que cubre al clítoris la atrae y comprometiendo el mejor esfuerzo de sus labios, los succiona apretadamente hasta que el diminuto pene se yergue, complacido.
Los ojos de Matilda, que han permanecido cerrados por el éxtasis en que la caricia a su sexo la ha sumido, se abren y con aprensión, observa la hermosa grupa de la pelirroja que se agita sobre su cabeza. La vista del sexo de la otra mujer, oscurecido por la afluencia de sangre y barnizado brillantemente por los fluidos que manan en los pliegues que asoman desde su interior, le provocan un poco de asco, pero sintiendo el placer que la boca de Blondel le da a través del suyo, acerca su rostro a la entrepierna. Entonces, el aroma fuertemente almizclado que parece emanar de él en bocanadas tibias, invade e inunda su olfato y es como si un inapelable mandato primitivo la compeliera. Aproximando su boca, la posa sobre las carnes ardientes de la vulva, visiblemente expuesta a causa del recortado vello.
Acompañando el accionar de su boca, Blondel ha penetrado con los dedos la suave y anillada vagina alfombrada por una espesa capa de mucosas, escarbando y rascando suavemente todo su interior y ante este reclamo que se aloja imperiosamente en los riñones, es su lengua la que se desliza sobre el sexo de la pelirroja. El ácido sabor de sus jugos juega como un magnético atractivo para su boca, que abre los labios presionando e introduciéndolos entre los labios de la vulva, succionando instintivamente en la búsqueda de la excrecencia del clítoris que se yergue en la parte superior.
Pone tal vehemencia en azotarlo con la lengua y chuparlo entre los labios mientras amasa con sus manos los voluminosos glúteos de la ex-monja, que aquella se agita inquieta e intensifica el accionar de su boca y dedos en el sexo de Matilda. Esta, rugiendo como una fiera en celo, se estrecha contra su cuerpo y así con dedos y bocas imbricados en los sexos, ruedan por la cama, ora abajo, ora arriba en una lucha denodada de la que sólo salen cuando el agotamiento y la fuerza de sus orgasmos las obligan a separarse en la búsqueda de aire para sus pulmones fatigados.
Con el corazón golpeándole el pecho como un tambor, ahogándose con su propia saliva que, espesa y caliente, gorgotea en el fondo de su garganta por el aire que brota de sus pulmones en un agudo silbido, siente como la otra mujer se acomoda entre sus piernas y abriéndoselas, instala su boca en el sexo, degustando el acre sabor de sus jugos que aun siguen rezumando de él. El accionar de la lengua es tan etéreo, tan leve, que esa misma sensación se va expandiendo por su vientre, haciéndosele insoportable por la inmensa dulzura que nubla sus sentidos y la lleva a gemir con angustia, en la búsqueda histérica de la satisfacción.
Entonces siente que la mujer va introduciendo con inmenso cuidado, un algo extraño, rígido y suave al roce con su piel y que, lentamente, la penetra hasta sentirlo en el cuello del útero. A pesar de la tensión que endurece su cuello por la inmensidad de la fricción, apoyándose en sus codos incorpora el torso para ver que la rubia la ha penetrado con una rara especie de embutido del que aun queda fuera de su sexo una extensión de alrededor de veinte centímetros.
Grueso casi como una verga masculina, el falo artificial posee una cierta elasticidad y la mujer, tras colocarse frente suyo con las piernas abiertas, introduce la ovalada punta en su sexo para, asiéndola por las caderas, instarla a que se aferre a sus brazos. Así enfrentadas, comienza con lentos remezones, haciendo que la verga vaya penetrándola hasta que ya no hay distancia alguna entre sus sexos y, dándole un último empujón a su cuerpo, hace que las carnes entren en estrechísimo contacto.
A tan corta distancia, toma por la nuca Matilda y la boca le lleva los sabores de su propio sexo al fundirse en un beso voraz con la suya. Ella hace lo propio y durante un rato, las dos mujeres vibran intensamente por el fragor de esa batalla en la que no hay vencedores ni vencidos, en la una se rinde a la otra, solo tomando aliento para la acometida que le permitirá sojuzgarla.
Los gemidos de angustia llenan el cuarto y es entonces que la ex monja, comienza con un lento hamacar de su cuerpo que va transmitiendo a Matilda a través del abrazo y esta, sintiendo como aquel movimiento pone en acción el miembro que llena su vagina, sigue el ritmo que le marca la mujer y muy pronto las dos están sumidas en un lento ir y venir que las lleva a apoyar sus espaldas en las sábanas para volver a incorporarse hasta que es la otra la que queda de espaldas.
Aferradas por las nucas con una mano, dejan que la otra sobe al clítoris, alentándose mutuamente para hacer que el miembro las socave lo más reciamente posible en violentos embates en ese vaivén que a cada momento cobra más velocidad e intensidad y que, finalmente, las lleva a expresar de viva voz, en gritos que parecen aullidos, la obtención del ansiado orgasmo. Luego de un momento de suspenso por la incertidumbre de su llegada, la eyaculación las alcanza con toda la intensidad de lo que ha sido largamente elaborado y, cubriéndose de besos, entre maldiciones y palabras amorosas, se dejan estar blandamente, sintiendo como la contundente presencia del falo en su interior parece latir ardorosamente sobre las carnes irritadas mientras el llanto de la satisfacción obtenida las hace hipar convulsivamente.
Evidenciando el respeto que la princesa germana les impone, los hombres van separándolas con delicadeza y, tras limpiar el cuerpo de Matilda con unos paños mojados que le refrescan la piel y el sexo inflamado, la sientan en el borde de la cama. Tomados por la cintura, los hombres exhiben frente a su cara la inmensidad de sus falos, nuevamente erectos. Conduciendo sus manos hacia ellos hacen que estas comiencen a acariciarlos. El tamaño y el aspecto le sugieren tan intensos placeres que sus dedos se esmeran en abrazar la suave piel y su boca golosa que se inclina dubitativa sobre los penes finalmente opta por el de Antonio. Tras lamer con angurria la ovalada cabeza, la introduce en su boca hasta abrazar el surco sensible debajo del glande, iniciando una rápida y fuerte succión a aquel lugar, mientras sus manos se deslizan por los troncos de las vergas con movimientos giratorios que excitan aun más a los hombres.
Dejando el falo de Antonio, su boca se afana en el del otro hombre, cuya forma combada atrae su atención. Sin hesitar, lo introduce en su boca hasta que lo siente casi entero dentro de ella y, cerrando firmemente los labios, comienza una succión tan lenta como intensa, dejando que el filo de sus dientes roce la carne inflamada y haciendo que sus mejillas se hundan profundamente por la fuerza de la chupada.
Viendo lo aplicado de su conducta, los hombres la premian con intensas caricias a sus pechos y, cuando ella comienza a alternar un miembro con el otro en un cierto ritmo que los va llevando a la enajenación, Antonio la incorpora. Separando sus piernas, hace que incline su cuerpo y, mientras continúa con su succión al miembro del otro hombre, quien ahora está sentado en la cama, la verga poderosa de Antonio va lacerando sus carnes casi al límite de la excoriación. Sin embargo, las cosas que esa fricción provoca tanto en su cuerpo como en su mente son tan placenteras que, voluntariamente, abre más sus piernas e imprime a su cuerpo una suave oscilación que la lleva a sentir aun mejor como la verga inusual se estrella en el fondo mismo de su matriz.
Cuando ella siente que un nuevo orgasmo comienza a gestarse en sus riñones y vejiga, cree que los hombres la llevaran al final en esa posición pero está totalmente errada. Saliendo de ella abruptamente, Antonio la arrastra hacia el centro de la cama y acostándose boca arriba con el falo aun en ristre, la insta a ahorcajarse sobre él. Ella lo hace pero él no ansía su sexo, sino que cuando ella flexiona sus piernas para descender sobre el falo, él busca la oscura caverna del ano e imperiosamente se desliza por ella. Nuevamente el dolor la recorre hasta la base del cráneo y allí estalla en hipnóticas luces que la obligan a parpadear y comenzar a disfrutar del goce que el sufrimiento le otorga. El hombre no espera la llegada del cuerpo en su jineteada sino que va a su encuentro con un vigor desusado, haciendo que las carnes chasqueen ruidosamente en los embates.
Las dos mujeres se han instalado a cada lado y, arrodilladas, van acariciando su cuerpo hasta que a una indicación del hombre la van guiando en un lento girar, haciendo que la verga se estriegue en su recto desde todos los ángulos imaginables, llevándola a un grado de excitación tal que dirige las manos a su propio sexo y lo macera concienzudamente en una masturbación que la enajena.
Mirando hacia los pies del hombre y apoyada en las rodillas de las piernas encogidas de este, siente como las mujeres han ido añadiendo almohadones bajo el cuerpo de aquel, obligándola a que ella eleve el nivel de las piernas acuclilladas y Antonio, recostado sobre los cojines y sin dejar de penetrarla ni por un instante, encierra sus senos entre las manos y clavándolos fieramente en ellos, la va atrayendo contra su pecho boca arriba, con lo que el ángulo de la penetración se hace insufrible pero placenteramente gozoso.
Blondel junto a la mujer rubia permanecen junto a su torso y la primera se dedica a besar concienzudamente cada porción de su boca y las lenguas se traban en obnubilantes combates. Entretanto, la otra se ha apoderado de los pechos y, al tiempo que la boca se dedica a lamer, succionar y raer las carnes de sus dilatadas aureolas y el erecto pezón, la mano se esmera en retorcer al otro mientras que sus afiladas uñas se clavan en la mama.
Los gritos de dolor y placer con que la religiosa da rienda suelta a sus emociones se transforman en estridentes alaridos de satisfacción cuando siente alojarse en su sexo, la boca y los dedos del otro hombre. Meticulosamente, este recorre cada pliegue o carnosidad, desde el endurecido capuchón del clítoris hasta las gruesas crestas que coronan la entrada a la vagina que penetra con tres de sus gruesos dedos, llevando su angustia a una histérica conmoción que la sacude por entero y, cuando aquel se incorpora para penetrar con su verga al sexo ardiente, cree morir de tan excelsa dicha. Hombres y mujeres se afanan en satisfacer las urgencias de su cuerpo en una saturnal cabalgata que les consume las horas que restan de la noche y, cuando el agotamiento le cierra los ojos y apenas le permite vislumbrar la retirada de los monjes, agradece al cielo la previsión de su hermana en proveerla de tal tipo de exorcismo.
Eleanor
Tras un día en el que sus obligaciones reales le han exigido un esfuerzo desusado trabajando en cosas del reino con el Regente, el protocolo la ha obligado a participar de fiesta de cumpleaños de uno de lo Caballeros en el Gran Vestíbulo del castillo, lo que se convierte en un suplicio para esta joven virtualmente viuda. Desde que Baldwin se alejara de la Corte, las costumbres se han ido relajando y en estos años cayeron en el desenfreno.
Aunque Ingrid es la Reina, no deja de ser una extranjera consorte, que no tiene autoridad sobre los nobles del reino y debe asumir con resignada reticencia las expansiones que damas y caballeros se permiten al finalizar estos festejos en que la bebida tiene un destacado protagonismo. El alcohol lleva al ánimo de los caballeros una audacia que supera a la que demuestran en el campo de batalla y ella misma se las ve en figurillas para apartarlos de su lado con una tolerante sonrisa de agradecimiento, haciéndoles entender que, como su soberana, no puede ni siquiera acceder al coqueteo que ellos le proponen descaradamente.
Esforzándose durante las horas que el ceremonial se lo exige, asiste con aparente indiferencia a las verdaderas orgías a que ciertas damas generosamente embriagadas acceden gustosas, pero que encienden las brasas subrepticias nunca apagadas del todo en el brasero instalado en su vientre y una revolución de hormonas pone saludables rubores en sus pechos y mejillas. Cuando horas después y un tanto mareada por el vino que no ha podido dejar de beber, sube al dormitorio de la Torre Redonda, el calor en sus aposentos es tan sofocante a pesar de los muros de piedra que los aíslan del exterior, que ordena a la criada le prepare un baño de agua fría y perfumada.
A pesar de que la fuerza de la costumbre la lleve a considerar a Eleanor como su criada, esta en realidad no lo es. Si bien su familia no es noble, una actitud valiente de su padre salvó al Rey de la muerte y, en agradecimiento, este instaló a su hija de siete años en el castillo nombrándola Lady con todos los beneficios que ese título incluye, entre ellos, una esmerada educación y el convertirse en dama de compañía de la Reina, a cargo de sus aposentos privados.
Con diecisiete años, la pequeña ya se ha convertido en toda una mujer, pretendida o más bien dicho, codiciada, por más de un caballero. Diligente y agradecida, la muchacha se ha preocupado por aprender y de aprovechar que sus maestros le enseñaran a leer correctamente, además del inglés y el latín, el alemán, lo que con los años la ha convertido en imprescindible para Ingrid.
Haciendo un uso particular de los tres idiomas, la jovencita ha desarrollado con su ama un código de entendimiento que les permite hablar de las cosas más intimas o secretas frente a terceros sin que los demás comprendan su jerigonza. Aunque las costumbres en la corte son bastante más desprejuiciadas que en su país y, sí el Duque de Exeter estuvo condenado por la santurronería de su hermana a no verla jamás desnuda, el Rey Baldwin hallaba placer en exhibirse obscenamente desnudo y en hacer que ella también lo encontrara. Esa costumbre que nos hace ignorar a la gente que está continuamente a nuestro lado como si fuera parte del mobiliario, exponiéndonos al mismo tiempo a revelarle o hacerla partícipe de nuestras miserias y secretos sin limitaciones, con la presencia constante de Eleanor a su lado se hizo cotidiana y habitual, aunque no descarada.
Cubierta con una fina capa de seda, Ingrid deja que la joven la conduzca hasta el cuarto contiguo donde está instalada la tina y cuando ayudada por esta entra al agua fría, deja en sus manos el sayo y, por un instante, su cuerpo opulento y magnífico se deja ver en toda su espléndida belleza.
Sumergiéndose en el agua fría, deja que por unos minutos aquella refresque sus carnes inflamadas por el calor y la intensa transpiración que ha tenido que soportar durante las horas que duró el festejo pero el intenso pulsar en lo más profundo de sus entrañas provocado por la contemplación de la descarada bacanal de sus súbditos, sigue allí con la misma intensidad que al comienzo e incluso intensificado por la abundante libación de alcohol.
Con la cabeza apoyada en el acolchado cojín que corona la tina, le pide a Eleanor que le lea algo, ya que la literatura no es más un privilegio del clero con sus descripciones del reino celestial y el mundo terrenal. Ella misma y por su posición, ha accedido a la alfabetización y desde entonces, bucea en los escritos que llegan frecuentemente desde Francia, algunos de los cuáles afirman la estructura social jerárquica y otros la niegan o cuestionan. Demandas escolásticas y verdades eternas, dramas litúrgicos mezclados con temas bíblicos y los poemas épicos de las canciones de la gesta, han ido afirmando su capacidad de análisis.
La literatura refinada y satírica que cuestiona el orden imperante la ha ido cautivando de maneras diferentes, ya que estos escritos están dirigidos a un público que tiene la educación y el ocio para leerla. Los relatos de amor, el romance refinado y las historias picarescas y subidas de tono, expresan un nuevo mundo de confusa complejidad y mayor compromiso con el mundo secular.
En estos años de soledad, ha hecho acopio de numerosos de esos escritos y la descripción desembozada de relaciones sexuales fantasiosas que superan la imaginación de cualquier mujer, alimenta el mundo subyacente que habita oscuros rincones de su mente.
La dulce voz de Eleanor, educada en la lectura, actúa como un bálsamo sobre las tribulaciones de su espíritu y las manos contribuyen a que su cuerpo se vaya distendiendo en un lento acariciar a la piel. En principio, esto no lleva implícita sensualidad alguna, pero en la medida en que los dedos van encontrando cobijo en ciertas partes de su cuerpo que, supuestamente, le están vedadas, el pulsar de su vientre se ha ido convirtiendo en un inquietante cosquilleo que desde los riñones sube por su columna para alojarse con deliciosa crueldad en la base del cráneo.
Inconscientemente ha cerrado los ojos y visualizando en su mente las vívidas descripciones amorosas que Eleanor susurra arrullándola, deja que su mano encuentre cobijo entre la espesa mata de vello que puebla su entrepierna y, acariciándola con estupefacta satisfacción, los dedos se aventuran entre las carnes predispuestas que ceden gentiles, socavando con tierna complacencia toda la extensión del óvalo y la orla de abundantes pliegues que los conducen hacía la umbrosa cavidad vaginal, dentro de la que se pierden con prudente pero imperiosa urgencia.
Viendo como su ama se agita en las aguas, perdida la noción de lo que está haciendo, Eleanor deja el asiento lleno de cojines en el que esta leyendo y arrodillándose junto a la tina, vuelve a la realidad a Ingrid, preguntándole con discreta solicitud si quiere que le lave las espaldas. Agradecida por la prudencia y delicadeza con que la muchacha la ha sacado de su pasmada concentración, se inclina hacia delante y deja libre su espalda para que la joven la enjabone.
Nunca antes ha dejado que la joven tomara contacto físico con ella, pero hoy la mezcla de sensaciones que pueblan su cuerpo y su mente la hacen ser condescendiente consigo misma, sabedora que esa fricción le ayudará a deshacer el nudo de tensiones que anudan sus músculos. Cuando Eleanor comienza a estregar suavemente la exquisita y tersa piel de su ama con un paño humedecido y enjabonado, comprende que no será una tarea fácil, dada la forma redonda de la tina y su profundidad. Comprobando que el amplio vestido de terciopelo se moja con más facilidad que sus manos, impidiéndole hacer su trabajo con la prolijidad y efectividad necesarias, se desprende rápidamente de la prenda y su cuerpo queda sólo cubierto por el paño que hace las veces de braga.
Desembarazada de la ropa, la joven dispone del lugar necesario para que sus músculos ágiles le permitan desplazarse con comodidad alrededor de la Reina. Pidiéndole a su ama que aferrada al borde acerque su cuerpo encogido a él, entra a su vez al recipiente y acuclillada detrás de ella, inicia un lento masaje con las dos manos sobre la espesa capa de jabón, haciendo que aquella le exprese su agradecimiento con profundos suspiros de satisfacción.
Ingrid alienta con frases cariñosas la dedicada entrega de la muchacha a su tarea, sintiendo como muy lentamente las tensiones parecen ir desapareciendo. Comprobando que los paños dificultan la tarea, Eleanor los desecha y tomando entre sus manos la burda pastilla de jabón, hace que los dedos tomen contacto por primera vez con la blanca piel de su ama. Sensitivos, estos parecen adaptarse a cada músculo, a cada recoveco, a cada rendija que la vigorosa mujer exhibe en su dorso, arrancando en esta, débiles gemidos de placer.
Los brazos extendidos y aferrados al borde de la germana dejan ver la tensión que se acumula en los músculos y tendones que rodean a la nuca y los dedos de Eleanor, se dedican a sobarlos con delicada presión, sintiendo bajo la yema de los dedos las nudosas contracciones que se acumulan en aquel lugar.
Con agradecidos gemidos de alivio, Ingrid la incita a seguir con la afanosa caricia de los dedos y su cuerpo va iniciando lentamente un leve hamacarse de inequívoca ansiedad que parece excitar a la joven quien, arrodillándose detrás de su ama, desliza las manos cubiertas de jabón hacia el frente del cuerpo, acariciando al estremecido abdomen y subiendo a lo largo del mismo hasta encontrar los pechos que se contraen convulsos.
Cuando los dedos rozan la piel de los senos, las dos mujeres parecen galvanizarse y, mientras Ingrid clava sus dedos firmemente al borde de la tina, las manos de la muchacha apresan como dos copas la turgente masa de carne firme y se estrecha contra sus espaldas, haciéndole sentir la sólida morbidez de sus senos.
Su cuerpo nunca ha sentido caricias tan dulcemente tiernas como las de la chiquilla y por primera vez, tiene la certeza de que su deseo también puede manifestarse hacia otra mujer. Con estupefacta satisfacción, siente como su cuerpo se gratifica por esa caricia inédita y oleadas de una sensación que no acierta a definir, entre cosquilleante y abrasadora, recorre los recovecos dormidos de aquellas zonas que, normalmente, se manifiestan cuando está a punto de alcanzar su satisfacción.
Eleanor parece no ser inexperta en esas lides y sus dedos van sobando y estrujando los pechos, arañando suavemente la áspera superficie de las aureolas y retorciendo tenuemente los erguidos pezones, al tiempo que su boca se aloja en el nacimiento del cabello, recogido en improvisado rodete, y la lengua golosa busca la tersura detrás de sus orejas.
Incapaz de resistirse al maravilloso y excelso contacto, subyugada por la intensidad de su goce, siente como una de las manos de la muchacha se escurre por su vientre y los dedos, entre timoratos y exigentes, juegan debajo del agua con la espesura de su vello hasta tomar contacto con los labios de la vulva. Nadie, jamás, ha accedido a su sexo de esa manera y, conmocionada aunque perpleja, disfruta de la caricia sutil de los dedos en el interior de la vulva, dejando escapar un anhelante gemido involuntario.
Animada por su pasiva condescendencia, Eleanor la desplaza dentro de la tina hasta que su cabeza vuelve a quedar apoyada en el suave cojín y colocada a su lado, la aferra entre sus manos y la lengua, ágil como la de un áspid, se desliza imperiosa entre sus labios como prólogo al arribo de los labios que, muy levemente, van contacto con los suyos en un beso de insospechada pasión. La ternura de la muchacha la descoloca y, perdiendo todo control, aprisiona su nuca y sus labios, sedientos de amor, responden ávidos a la exigencia del beso. Con exasperante lentitud, morosamente, las bocas succionan y las lenguas se enfrentan en una deliciosa batalla y el intercambio de fragantes salivas las excitan aun más.
Instintivamente, las manos de Ingrid buscan los pechos de la muchacha y se sorprende por el placer que encuentra al hacerlo. Imitando a la joven, sus dedos estrujan apretadamente los pulposos pechos y sus cuidadas uñas, rascan los pequeños y duros pezones. Con un suspiro de agradecimiento, Eleanor multiplica el accionar de su boca y luego, lentamente, deja que esta escurra por su cuello cubriéndolo de pequeños e intensos chupones hasta que los labios se abren angurrientos sobre el vértice de su seno, adueñándose de él, sometiéndolo a la dulce tortura de su dura succión y, al tiempo que los agudos dientecillos raen sañudamente las mamas, su mano vuelve a sumirse en la caricia del sexo.
Inconscientemente, el cuerpo de Ingrid ha comenzado a ondular y la caricia a las carnes ardientes parece exasperarla. Derrumbados los muros de la prudencia, dando rienda suelta a la urgencia con que la larga abstinencia la castiga, bramando de placer, le exige imperativamente en encendidos murmullos que la haga gozar más. La muchacha se coloca frente a ella y alzando sus piernas fuera del agua, las apoya en sus espaldas.
Clavando la nuca en el cojín y asiéndose de los bordes, afirma sus talones sobre la muchacha y así, arqueada totalmente en el aire, recibe en su sexo la boca de la joven. Apetente y voraz, la boca se ciñe a la vulva y, mientras los labios succionan con gula los inflamados pliegues, la lengua escarba a la búsqueda de aquel pequeño capuchón que alberga al ya inervado clítoris y flagelándolo con trémulo vibrar, la lleva a experimentar desgarradoras sensaciones en zonas antes ignaras de sensibilidad alguna.
Reprimiendo apenas los gritos de satisfacción que la boca le provoca, siente como dos finos dedos de la mano de Eleanor penetran suave, lenta e inexorablemente su vagina, rascando delicadamente la alfombra de espesas mucosas que la inundan y escudriñando en su interior hasta que la sensibilidad de las yemas le indican la presencia de una pequeña callosidad, desconocida para Ingrid. Restregándola con regular intensidad en un perezoso vaivén, desata en su ama la más inmensa oleada de sensaciones placenteras que jamás experimentara y, sintiendo como todo parece derrumbarse dentro de ella y unas ganas insatisfechas de orinar torturan su vejiga, estrella su pelvis en violentos remezones contra la boca de la muchacha, derramando en ella la marejada de sus fluidos internos que manan abundantes entre las contracciones convulsivas de su útero. Hamaca perezosamente su cuerpo y al conjuro de la satisfacción de aquel orgasmo largamente anhelado, va sumiéndose en una algodonosa inconsciencia.
Cuando recobra el sentido, está sola y el agua helada de la tina la cala hasta los huesos. Envolviéndose en la delgada bata, corre hacia la cámara y arrebujándose en la cama se cubre con los cobertores, temblando como una hoja.
Al día siguiente y por asuntos del reino permanece todo el día con distintos funcionarios y con el Regente. Misteriosamente, Eleanor no ha dado señales de vida durante la jornada, lo que no es obstáculo para que en la mente de Ingrid se repitan una y otra vez las imágenes de la noche anterior, abstrayéndose muchas veces en este recuerdo a tal punto que sus interlocutores deben llamarle delicadamente la atención de sus distracciones. El leve latido que pulsa allá, en lo más profundo de sus entrañas, se encarga de recordarle el placer que ha vuelto a experimentar después de tanto tiempo de abstinencia y la satisfacción de haber podido dar rienda suelta al orgasmo largamente esperado.
Agotada luego de tanto trabajo, cena frugalmente y se acuesta. La luz de la luna que penetra a través de los estrechos ventanales de la Torre, como dedos blanco azulinos, disipa las tinieblas sólo un poco más que los dos gruesos cirios que arden a cada lado del lecho y ya Ingrid se arrellana sobre los grandes almohadones de pluma cuando ve a la incierta luz como se manifiesta desde las sombras la vaporosa figura de Eleanor envuelta en una delicada camisa de gasas y tules.
La rojiza cabellera de la joven cae suelta sobre sus espaldas y se enreda sobre la prominencia de los pechos que surgen impetuosamente a la luz entre las etéreas telas que, con transparencias de nube, dejan ver todos y cada uno de los detalles de ese cuerpo juvenil. Despaciosamente se acerca al lecho y, como si de ella hubiera emanado alguna orden no expresada, Ingrid aparta invitadoramente las sábanas con que se cubre.
La muchacha se acuesta a su lado y ya tapadas con las sábanas, el calor que emana de sus cuerpos va haciéndoles cobrar conciencia de su sexualidad adormecida. Lentamente se aproximan hasta que sus ropas se rozan y el aliento que escapa de sus bocas en un vaho fragante, va haciéndose anheloso y urgente. Los labios, repentinamente resecos por la fiebre que las devora, se entreabren con angustia y las lenguas los van humedeciendo.
La expresiva profundidad de sus miradas hacen más elocuente la sexualidad