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La locura de los cuarenta (1 de 3)

1 de octubre



Tuve un sueño particularmente vívido, ese tipo de sueños propios  del final de la adolescencia: soñé con la verga de Salvador. La soñé frente a mí y me soñé lamiendo cuidadosamente el glande, acariciando sus huevos, introduciendo en su ano mi dedo meñique. Incluso soñé cómo me penetraba, casi lo sentí y desperté al instante, con el coño húmedo. Acaricié a Marido, abrazándolo por detrás, dándole un suave masaje a su pene. Estaba muy dormido y tenía pocas ganas, pero conseguí su erección y lo cabalgué como a mí me gusta, llegando al orgasmo antes de que él terminara. Seguí hasta su final y me fundí con él en amoroso abrazo, hasta que fue hora de despertar a los niños.



Era la segunda noche consecutiva que soñaba algo así. La anterior, sábado, con Marido de viaje, desperté bañada en sudor y empapada: me había visto en los brazos de Marcos, a quien recién había buscado en facebook, citándome con él a desayunar el miércoles siguiente, con cierta claridad –o quizá, deseo- de lo que pasaría después del desayuno.  Me masturbé despacio, pensando en Marcos e imaginando cosas que no hice y debí hacer en mi adolescencia.



Y es que estoy en plena crisis de los 40, que supuestamente sólo le pega a los varones. Estoy en plena crisis y tengo que escribirla antes de que otra cosa ocurra. Porque me urge contarla. Porque, aunque nunca fui un dechado de fidelidad monogámica –o quizá sí, unos pocos años- ni de virtud, de abril a ahora me siento una reina y no quiero dejar de sentirme así, aunque a veces, por primera vez desde mi segunda depresión post-parto, haya noches en que me siento incapaz de atender a Marido. Y es que de abril a acá, es decir, en los últimos seis meses, me he echado cinco amantes –o mejor dicho, cuatro amantes y un encuentro de una sola noche- y aún así, sin querer dejar a ninguno de ellos, pienso en mi encuentro del miércoles con Marcos.



Como habrán visto, tengo 40 años, casada –por segunda vez- y con hijos. Lo que no han leído aún es que soy una mujer profesionalmente exitosa, mucho, y felizmente casada. Y que sigo siendo una mujer guapa, de hecho, me considero más guapa ahora –y sin duda con mucho más confianza en mí misma- que a los 15, incluso, que a los 30.



Será que tendré que contarles la historia antes de contarles la vorágine de estos meses.



 



2 de octubre 



Mi marido llegó a casa con una botella de vino, queso y pan. Cenamos y nos contamos el día, o la parte del día que se puede contar sin romper el delicado equilibrio de nuestro matrimonio. Luego me condujo a la cama. Sabe muy bien donde y cómo empezar a tocarme, de qué manera acariciarme el cuello, qué fuerza aplicar a la succión de mis pezones, de qué manera acariciarme la vulva, en fin, cuándo llega el momento de llevar sus labios a mi clítoris, su lengua a la entrada de mi vagina, sus dedos al arranque de mi orto. Sus erecciones ya no son como las de antaño, su cuerpo tampoco: ha engordado, se ha descuidado, ya no cuida su piel como antes –o quizá nunca lo hiso y antes era más suave solo porque sí-, pero me sigue llevando a la gloria cuando me penetra, casi siempre en el momento justo en que lo necesito, deslizándose suavemente dentro de mí, a veces arrancándome un primer orgasmo sólo con eso.



No diré, pues, como tantos aquí, como tantas, que es la monotonía del matrimonio, o el descuido de mi marido lo que me hace tocarme así, lo que me hace pensar que mañana veré a Marcos y el sueño de acabar en sus brazos. No es la falta de buen sexo lo que me llevó a hablarle ayer a Matías y a tener cibersexo con Rafael… no. Es esta crisis de los cuarenta que me tiene loca y sin pensar. Pere quedé de contarles antes mi historia.



En realidad, empecé muy tarde… o muy temprano: de niña, en una unidad habitacional con infinitos recovecos y cuartos de azotea, me besaba y tocaba con dos o tres amiguitos y me gustaba. Curiosamente, la sesión más larga y cuidadosa fue en la tina del baño con una compañerita de la escuela, cortada por su madre, extrañada por la duración de nuestro baño. Creo que de haber seguido viviendo ahí habría perdido el virgo a muy temprana edad, porque me encantaba que me tocaran, pero me mudé de casa y acabó aquello: en el nuevo barrio no había vecinitos de la edad y me llegó la adolescencia, la timidez, la soledad, el miedo.



Toda la adolescencia tuve calenturas y sueños, deseos reprimidos y ganas, muchas ganas, pero nunca fui capaz de sortearlas: en la secundaria me sentía una niña espantosa, con acné, frenos y aquel horrible uniforme. Los niños me daban pavor y me escondía de ellos detrás de los libros y los números… y de mi niñez: apenas a los catorce tuve mi primera regla, era la más bajita del grupo, la más niña. Ya en la preparatoria supe que ser delgada y atlética atraía a los hombres, pero no sabía usar esos atributos y pasé igual que la secundaria, solo soñando... o casi. Porque besé por primera vez y toqué a un hombre, a los 21 cumplidos, casi 22: mi actual marido.



Así es, a Marido lo conocí a los 18, cuando recién entrada a la Facultad me vinculé a uno de los sectores más radicales del Consejo Estudiantil Universitario. Marido fue a darnos un taller de algo y lo amé, amé sus manos y su mirada intensa, sus negros ojos y su delgado cuerpo, su cabellera rizada, alborotada siempre, sus 25 años y su conocimiento del derecho, aunque no era abogado.



Lo amé sin atreverme a decírselo, aunque lo seguí, milité en su grupo (ya saben: educación primero al hijo del obrero, o aquel otro, luchaluchalucha... por una educación científica y popular) para verlo diario, milité con la pasión que sentía por él; odié a su novia, una morena chaparrita que me permitía adivinar lo bien que él se lo hacía, pero también adiviné una relación conflictiva, con gritos y sombrerazos. Fui a sus fiestas, me enemisté con madre, todo por seguirlo.



Ahora descubro que mi pasión por Marido fue la nueva barrera que me inventé para no darle a tronar mi ejotito a ninguno de los compañeros que lo buscaron, aunque siempre con timidez –casi seguro que si alguno me lo hubiese pedido con decisión, se lo hubiese aflojado-, pues desde la prepa yo era la distante nerd que ganaba las olimpiadas de cierta ciencia que no voy a nombrar –incluso, en tercer año, a mis 17, viajé fuera del país, para representarlo- que leía y que era una especie de reina roja... y virgen.



No solamente fantaseaba: me tocaba, leía novelas eróticas, aprendía la forma exacta de llegar al orgasmo tocándome el clítoris, viéndome, imaginándome en brazos de otro hombre. Y soñaba que marido me lo hacía.



Y casi me lo hizo: casi cinco años después de conocerlo, de que yo lo siguiera como perra fiel –pero virgen-, cuando yo era una destacada estudiante de mi ciencia, lo invité a mi casa la víspera de su cumpleaños. Le hice un pastel y compré vino de postre. Sabía que había roto temporalmente con su novia y que estaría solo, sabía también que mis padres no regresarían en todo el fin de semana. Esa noche, por fin, me besó, me tocó, me acarició el sexo, su lengua se adueñó de mis pezones. Nos acostamos juntos, pero no me quitó el horrible mal que me aquejaba: la virginidad.



No dormí en toda la noche. Primero, porque lo tenía en mi cama y quería que me lo metiera, que me hiciera de todo, quería besarlo, comérmelo, pero no sabía bien cómo y tampoco me atrevía decirle que era virgen. Muchos años después, cuando nos rencontramos, marido me dijo que él creyó que yo no quería, que no quería transformar nuestra larga amistad, que los “te amo” susurrados aquella noche eran fruto del vino. Y no me cogió.



Nos besamos, le toqué el pene, sentí en mi mano cómo engordaba, lo sopesé, lo deseé dentro de mí. Me quité la blusa y el sostén, pero no la falda, porque sus manos jugaban por debajo de ella con mis nalgas, con los vellos de mi sexo, con mi hambre. Le dije… no le dije lo que quería decirle, “cógeme”, “métemela ya”, pero sí le pregunté



-¿Lo hacemos? –mientras me moría, me moría por dentro.



-¿Tienes protección? –preguntó.



-No… -ahora creo que le debí haber dicho que sí, aunque después descubriera mi virginidad, pero ¿cómo hacerlo?



Entonces, nos masturbamos mutuamente. Mientras yo le acariciaba la verga sin saber exactamente como, aunque en realidad, a falta de práctica tenía una profunda teoría, él me hizo llegar al orgasmo con sus dedos en mi clítoris, sus labios entre mi cuello y mis senos, mi loca imaginación. Y es que me conformé pensando: hoy no, pero después de esto, mañana tendrá que cogerme. Y permanecí despierta mientras él roncaba a pierna suelta. Y lo dejé irse, quedando de verlo esa misma tarde.



Me preparé para verlo como nunca antes había hecho. Me puse algo de carmín en los labios, un poco de sombra, me peiné y me vestí con cuidado y me vi al espejo antes de salir. Mi larga y rizada cabellera negra caía agradablemente sobre mis hombros. Me había puesto los lentes de contacto para no esconder mis ojos, quizá no muy grandes pero expresivos y bellos, me decían, lo sabía, en armonioso conjunto con mis pestañas y mis tupidas cejas; una boca de gruesos labios, nariz aceptable. Miré mis hombros y brazos delgados y bien formados, aunque quizá con demasiados vellos. Las piernas delgadas pero fuertes, las nalgas aceptablemente firmes, el abdomen sin grasa, aunque no espectacular. El coño, virgen empapado ya. Y fui a buscarlo.



Si, me sentía una diosa que iba a inmolarse, una doncella que quería entregarse; una mujer que quería serlo. Llevaba en mi bolso una botella de champaña, los condones que habían faltado la víspera y la necesidad ardiente de ser penetrada, bella como solo se puede serlo a los veinte años.


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