El mundo se me vino encima cuando, a mis cuarenta y dos años, Mario me dejó. Son esas cosas que llegas a plantearte, pensando en qué harías si ocurriera, pero siempre con el deje de lo que se ve lejano y encajado en el tipo de cosas que le ocurren a los demás, no a ti.
La cosa fue tan típica como atípica. Me explico: tan típico que pase, como atípico que te ocurra a ti. Se fue con una jovencita de esas con las cuales una mujer en su madurez ya no puede competir y, en mi caso, seamos justo, tampoco la que escribe, aunque siempre fue agraciada, hubiera podido hacerlo en su juventud.
La chica era toda una monada, una verdadera preciosidad. Una becaria sueca recién licenciada. Un cerebrito al parecer, tan inteligente como bella, que llegó para comenzar su andadura profesional aprendiendo de uno de los grandes. Debió quedar deslumbrada en presencia del gran arquitecto y él, claro, no debió resultar menos ante semejante walkyrya, de hermosura tal, de cabellos dorados que harían padecer de envidia los áureos de la diosa Sif y mirada azul capaz de hacer palidecer el esplendor del cielo en una mañana de verano.
En fin, para qué andarnos con rodeos; que en mi madurez y ya adentrándome en mi cuarta década de vida, mi media naranja hizo lo que cualquier otro hubiera hecho. ¿O acaso vosotros, estimados lectores, hubierais preferido quedar con la sufrida cuarentona, hermosa, pero cuarentona al fin y al cabo? Veinte años más que su rival que, además, no servirían de excusa tampoco, pues si bien puedo afirmar que siempre fui mujer atractiva, no menos cierto resulta que jamás como aquella niña.
Y así fue que de repente me vi sola y con dos niñas. No me refiero con ello al aspecto económico, que Mario en ello siempre se comportó como un hombre, cosa al la que, por otro lado, no le quedaba más opción teniendo por mujer, cornuda y abandonada, pero todavía mujer, a una competente abogada. Si bien no tenía defensa alguna frente a la lozanía y belleza de la jovencita vikinga, en el campo legal estaba en mi terreno. Me hubiera gustado que fallara a sus responsabilidades para poder crujirlo, pero, en fin, no fue así.
De repente pasas a analizar retrospectivamente tu vida y a preguntarte qué has hecho con ella y si ha valido la pena. Empiezas a valorar lo que has hecho y lo que no, y qué cosas debiste haber hecho y no hiciste y cuales no debiste hacer e hiciste. Piensas en qué vas a hacer, cómo va a ser tu futuro. Comienzas a buscar entre tus conocidos posibles candidatos a ocupar el hueco en tu vida, a plantearte quién podría ser tu próxima pareja, dónde buscarla, qué nuevos hábitos adoptar. Te miras en el espejo desnuda, haciendo recuento de pros y contras en tu anatomía.
“Soy hermosa” te dices. “Ciertamente aún lo soy. Mi larga melena negra es muy sensual, y mis ojos oscuros expresivos. No diría que mi cara es lo que se dice guapísima, pero sí muy atractiva. Bueno, creo que lo es. Las tetas ya no están en su sitio como hace veinte años, pero son grandes y bonitas, y tampoco han caído del todo. Mi trasero ha engordado algo, no puedo negarlo. Mis caderas han ensanchado tras dos partos y mi vientre ni es precisamente liso, aunque tampoco estoy gorda. En cualquier caso, nada que, por otro lado, los hombres no encuentren morboso. Por la calle los chavales me silban de vez en cuando y se meten bastante con mi culo con comentarios bastante subidos de tono, y no digamos cuando paso por delante de una obra. Sí, definitivamente, creo que estoy bastante buena todavía.”
En tu amargura poco consuelo representa la comprensión de tus amistades, pero aun más hundida te ves cuando ésta también comienza a faltar. En efecto, una mujer sola y sin compromiso, no es compañía que resulte muy deseable para tus amigas a ojos de sus parejas. Los hombres recelan de lo que pueda hacer una mujer sin compromiso y a lo cual pueda arrastrar a las que le acompañan. Ya sabéis, por aquéllo de que el que con un cojo camina, si al año no cojea, renquea.
Igualmente, a las novias y esposas de tus amigos tampoco les hace ninguna gracia la idea de que éstos traten con una mujer sin relación que la ate y además hermosa y, probablemente, con ansias de revancha. Y tampoco es que le falte alguna razón, a qué engañarse. Con los hombres ocurre igual que con los depredadores en la naturaleza. A la que perciben síntoma de especial vulnerabilidad en una posible presa, se abalanzan sobre la misma con todo.
Total, que al cabo de unos meses te encuentras con qué ya has pasado por la cama de varios maridos o novios de tus amigas y otros idiotas de los que no recuerdas el nombre. Tu popularidad entre ellos crece tanto y tan rápido como decrece la propia entre ellas, de forma en que hasta las que como tú están solteras y libres, comienzan a apartarse ante tu emergente fama.
Llega así un momento que te preguntas qué estás haciendo. Te ves a ti misma como estúpida y te dices que ya no vas a ser más presa fácil de imbéciles con los que jamás te habrías acostado de no ser por tu situación de confusión emocional.
Entras así en una nueva fase en la que, por supuesto, en absoluto estás dispuesta a renunciar al sexo. Ves a los hombres como unos cerdos y te auto conjuras para no más ser la tonta. Se acabó la corderilla; a partir de ahora serás la loba. Llega a importarte poco la opinión de tus ya ex amigas, pero te dices que, si te van a llamar puta, al menos puedas responder aquéllo de “mi coño lo disfruta”. Que si machos van a pasar por tu cama y por tu figa, que sean jóvenes y guapos y no patanes maduros, medio calvos y barrigudos.
Comienzas a salir así con las amigas, de las que te quedan, más liberales y/o festeras. A través de ellas conoces a otras y un nuevo mundo se va abriendo.
Conocí a Carolina a través de una de esas amistades de segundo ciclo. Una chica monísima, de poco más de treinta años y larga melena rubia y lisa que resultaba una maravilla a la vista.
Me llamó por teléfono una sobremesa de sábado, de esas en que no te has planteado todavía qué hacer y puede salir la noche de cualquier forma. Sería alrededor de las 4:00 y parecía apurada. Carol andaba enrollada con un chico bastante más joven, de ésos que pasan las tardes en el gimnasio y reflejan perfectamente las horas de pesas en sus prietas y marcadas carnes. Una monada que todavía no debía hacer acabado de salir de la edad del pavo y con la cual ponía los cuernos a su marido con mucho gusto.
La actitud de Carolina me resultaba simpática después de mi experiencia, pero la contemplaba todavía como de excesivo atrevimiento. Al fin y al cabo, seguía siendo una mujer hecha en nuestra sociedad, a la que seguían chocando ciertas cosas. Una cosa era plantearse lo de llevarse a la cama a un yogurcito que podría ser tu hijo, otra llevarlo efectivamente a la práctica. No por falta de ganas, desde luego, sino más bien de decisión.
Carol se acostaba con el chaval cada sábado. Decía a su marido que se iba de fiesta con las amigas, y sí, se iba de fiesta, no le engañaba en eso, pero no precisamente con aquéllas, ni tampoco de la clase de fiesta que él creía. Al presente no obstante, había surgido un imprevisto. El chaval había tenido que dejar su coche en el taller el día anterior. No lo recuperaría ya hasta el lunes por la tarde al menos y, a consecuencia de ello, se veía obligado a acudir a su cita semanal con un amigo que le acercase. Y claro, a este último no le hacía ninguna gracia ir de aguantavelas, así que el pibito le había preguntado si podía traer alguna amiga. Y Carol pensó automáticamente en mí.
Le costó un poco convencerme, aunque tampoco demasiado. Les soy sincera, no porque me inapeteciera encontrarme con un chavalito, según decía, tan guapo o más que el suyo, sino por vergüenza. Lo cierto es que ni siquiera se me ocurría qué podría decirle. ¿De qué pueden hacerlo una abogada con casi veinte años en su profesión, culta y cultivada, con un niñato tan sólo preocupado por sus músculos y su próximo corte de pelo? Pero, en fin, la idea de la cita era más excitante que disuasora la del corte, así que acabé aceptando tras repetirme dos o tres veces lo bueno que estaba y lo rubio que era.
“Vístete marcona, que vas a lo que vas”, me aconsejó con evidente picardía en su voz. “Los chavales, cuando quedan con una madura, lo tienen claro, así que no hace falta que te cortes ni preocupes por lo que te tomen.”
Tras dudar por unos instantes a la hora de decidir mi vestuario, decidí finalmente seguir su consejo. ¿A qué tantos miramientos? Como dijo Cesar al cruzar el Rubicón, alea jacta est. La suerte estaba echada.
Dudo acerca de la falda. ¿Mino o larga? Desde luego, no pantalones. Quiero poder jugar a seducirlo con mis bonitas piernas si finalmente encuentro que la ocasión lo merece. Lo mejor será falda larga y ceñida. Si llevo mini y el chaval no me gusta, no podré evitar provocarle. La otra en cambio me abre más posibilidades. Si me gusta, puedo jugar a cruzar y descruzar las piernas, dejando hacia arriba el lado de la abertura de forma que esta desnude mi muslo, y además es un espectáculo cómo me marca el culo. Si no me gusta, con permanecer sentada con la raja hacia el lado en que me siento, en paz.
Arriba, ¿con o sin sujetador? ¿Blusa elegante o top marcón? Si he de ir ceñida, mejor con sujetador, desde luego. Llevaré cazadora o chaqueta para el frío, claro, pero si hay calefacción en el lugar en que estemos o hace calor por cualquier causa, iba a quedar muy estúpido llevarla puesta todo el rato. En cuanto a lo otro, quizá mejor ni lo uno ni lo otro. Camisa, que siempre te permite jugar con los botones. Si la cosa va bien, desabrocho alguno de más. Si va más, abrocho hasta más arriba.
Medias oscuras, que siempre favorecen, tacones, que siempre seducen. ¿colores? Mejor no arriesgar. No sé de qué palo van los chavales y no me gustaría llegar y encontrar que resulto ridícula. Falda negra, camisa negra, que el blanco y el negro nunca desentonan. Oye, y finalmente sin sujetador, que un día es un día. ¡Que sea lo que Dios quiera!
Cuando llegamos al local, quedé pasmada nada más verlo. ¡Realmente era guapísimo! ¿Cómo os diría? Algo entre David Beckamp y Brad Pitt, pero en versión veinteañera. Mirada azul socarrona, sonrisa de ligón que sabe cuándo una mujer se derrite ante él. ¡Qué coño! ¡No hay mujer que no se derritiera ante él!
Hechas las presentaciones, la cosa resultó mucho más fluida de lo que hubiera esperado, mis temores totalmente infundados. Hasta que tu vida empieza a perfilarse como lo que definitivamente va a ser, no existen diferencias sociales entre las personas. Vas al colegio y el instituto con gente de todas clases, y en tu pandilla hay gente que mañana serán abogados, médicos, etc, y gente que serán albañiles, fontaneros, etc. Sales con chicos de una u otra clase sin plantearte esas distinciones, y no es hasta después de salir de la Facultad, que empiezas a relacionarte, no por proponértelo expresamente, sino por venir determinado por tu modo de vida y ambiente laboral en que te mueves, con gente de tu misma clase más o menos. Si la pareja no se creó antes, raro será que después un universitario acabe juntándose con un currante, o viceversa. No por desprecio de una clase hacia la otra, sino por simple falta de cosas en común.
Sin embargo, si en algún momento logras apartar todo eso, de repente recuperas la frescura de tu adolescencia y te das cuenta de que las personas, en el fondo, no somos tan diferentes, y si lo somos, ello no hace más que añadir encanto a las relaciones en ocasiones.
Casi sin darme cuenta, me vi desplegando todas mis dotes de seducción. Mis muslo enteramente desnudo a su vista, cruzadas mis piernas para hacerlo sobresalir por la raja. Mis tetas descaradamente expuestas merced a un escote que había definitivamente abandonado cualquier pretensión conservadora. La conversación resultaba fácil y natural. Hablábamos de cualquier tontería, mientras le regalaba con la mejor de mis sonrisas, perdida en aquélla maravillosa mirada azul cual embobada y rendidamente fascinada adolescente ante el chico más guapo del instituto.
El chaval sabía que me tenía ganada. No sabría decir quién inició la aproximación para el primer beso, si él o yo, pero una vez sellados nuestros labios, las lenguas se buscaron con lujuria y apenas se separaron ya. Si acaso, para tomar aire o un trago del cubata. Sus manos repasaron mis pechos, mi culo y mis muslos en el sofá de aquel pub sin discreción ni reparo algunos, y a mí me encantó que todo el mundo viera cómo me metía mano por todos lados un chaval que debió nacer, más o menos, cuando la que escribe accedió a la Universidad. Amasó mis tetas como si en ello le fuera la vida y pellizco deliciosamente mis pezones, y si no llegó a introducirse por debajo de la falda, creo que fue más por mantenerme expectante que por otra cosa. De la camisa en cambio sí lo hizo, y en varias ocasiones, sin que yo pusiera pega alguna a ello.
-¡Ey!, pareja –nos reclamó Fran, el chico de Carolina.
Nos dimos un respiro para atenderles.
-Vaya cómo os estáis poniendo, ¿no? –acusó pícara ella con una sonrisa-.
-¡Ufh.! ¡Vaya! –respondí yo con otra y creo que sonrojada. No ya pro corte, sino por simple aturdimiento momentáneo. En ese momento ya no pensaba, simplemente me limitaba a sentir.
-Si os dejamos vais a acabar montando el numerito –continúo él, haciendo que le mantuviera la sonrisa-. ¿Qué os parece pues si nos vamos a mi casa? Mis padres y mi hermana están fuera, la tengo libre hasta el lunes.
Andrés y yo nos miramos.
-¿Sí.?- le pregunté sin perder la sonrisa. Pero no era una pregunta. Desde el primer momento en que lo vi, sabía que acabaríamos en la cama, y él también. Si me hubiese respondido que no, habría suplicado, implorado, pagado. lo que hubiese hecho falta, pero sabía que no lo haría. Con toda seguridad, el chaval podría tener a la fémina que quisiera, pero no todos los días debía presentársele la oportunidad de montárselo con una potente madurita, de las que reinan en las fantasías de los chavales hasta que van alcanzando su propia madurez.
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Llegué con la camisa totalmente desbrochada, mis enormes tetas bamboleándose totalmente desnudas. Es decir, cuando no andaban sobadas por sus manos. No me preocupó que alguien pudiera cruzarse con nosotros y verme de tal guisa. Bajé ya del coche con aquélla desabrochada, tras que el chulazo se lanzase en durante el camino a devorarlas, y no me hubiera molestado en taparlas aunque alguien nos hubiera salido al paso. Tal era mi estado de calentura.
Ya en el trayecto le había mamado yo la polla igualmente con ansia caníbal y el momento de llegar al piso y abandonarnos definitivamente a la pasión de nos hacía eterno.
Cuando finalmente llegamos, Fran nos indicó cuál sería nuestra habitación asignada. A la vista de la fiebre que nos consumía, decidió regalarnos concediéndonos la habitación de sus padres, quedando ellos en el salón.
-Vais a necesitar espacio a juzgar por el salido que lleváis –opinó con una sonrisa.
Ni siquiera nos molestamos en cerrar la puerta. Andrés me tomó de un brazo y, de un tirón que a todas luces podría interpretarse como acto de agresión –lo sabe bien una letrada-, me arrojó violentamente sobre la gran cama de matrimonio. No por ello contrarió a la que escribe, por su puesto. Por el contrario, me encantó su gesto, que no hizo sino aumentar aun más mi calentura, que en ese momento ya debía andar por niveles estratosféricos.
Sin siquiera desnudarme, se lanzó sobre mí para devorar de nuevo y estrujar mis tetas. Lo hacía diría con saña, apretándolas con fuerza y mordiendo mis pezones, consiguiendo llevarme al delirio. Nunca había recibido trato semejante y la experiencia me estaba volviendo loca. Loca de placer, de lujuria, de vicio.
-¡Síii.! ¡Síi.! ¡Cómemelas, estrújalas.! ¡Muérdelas, déjamelas marcadas!
No se trataba de una orden, sino de una súplica. Ni qué decir tiene que no se hizo rogar, llenándome los pechos, así como el cuello, de señales de sus dientes y chupetones. Desde el salón llegaba el sonido de las risas de Carol y Fran al escucharnos. No me molestaba. Al contrario, contribuía a enardecerme aun más el saber que habían testigos de nuestra furia sexual, lo cual me hizo suplicar y gemir con más ganas y más fuerte a fin de que nos oyeran con total claridad.
Quise comerle la polla de nuevo, pero no me dejó proceder. Desde el principio quedó claro que era él el que mandaba y yo, simplemente y con muchísimo gusto, simplemente me dejé hacer.
En un momento dado me tomó para girarme y, poniéndome a cuatro patas, apoyarme contra la cabecera. Tuve el tiempo justo para anteponer las manos y evitar ver mi cara estrellada contra la madera. De haber ocurrido, no creo que a él le hubiera importado gran cosa, ni a mí tampoco, les soy sincera.
Con la misma falta de delicadeza que en lo precedente, subió de un tirón la falda, que dejó escuchar un breve sonido de tela al rasgarse levemente por el ángulo donde acaba la raja. Nada que no pudiera arreglarse con u par de puntos. No hubiera asegurado en ese momento lo mismo de mi culo sin embargo. Sin miramientos de ninguna clase, escupió sobre mi ojete y, apoyando su capullo contra él, lo hundió profundamente en su interior. No de un golpe de riñones, como suele decirse, pero sí en un sólo acto, sin detenerse ni preocuparse por si me hacía daño. Simplemente la hundió hasta el fondo, sin más.
-¡Aaauh.! –me quejé lastimosamente. No era que no me la hubieran metido antes por ahí. Ya antes de casarme con Mario me habían dado por culo varias veces y durante nuestro matrimonio siguió haciéndolo él de vez en cuando, pero no de esa manera, sino con todo el cuidado del mundo. Metiéndomela poco a poco, preguntándome si iba bien, si continuaba, si hacía un alto antes de hacerlo. en fin, como se suele hacer para evitar en lo posible que duela la entrada.
Andrés en cambio la deslizó hasta el final de una, sin previa dilatación y tras más de un año sin experimentar mi persona ataques por la retaguardia, con lo cual el dolor se erigió ciertamente en atroz.
-¡Bestia! –me quejé realmente enfadada. Había querido prevenirle e indicarle, pero no me dio tiempo.
Se oyeron más risas procedentes del salón.
-¡Calla puta, que lo estabas deseando! –escupió él sin hacer demasiado caso de mi protesta.
De repente la situación ya no me resultaba divertida ni excitante. Una cosa era jugar a someterse abandonada ala pasión, y otra ver ninguneada realmente tu dignidad y a ti misma tratada como un trapo.
Quise cortar entonces, pero él no me dejó, apoyando su cuerpo sobre mi espalda para asegurarme con fuerza contra la cabecera.
-¡¡Suéltame, hijo de puta!! –protesté sacudiendo mi trasero hacia los lados en intento de liberarlo del invasor.
-¡Síii, resístete.! ¡Me gusta!
Me irritó profundamente su descaro y soberbia, pero también consiguió devolverme un punto de excitación. Confundida mi mente a consecuencia de sentimientos contrapuestos, intenté reflexionar sobre ello a través de la nube de calentura que volvía a embargarme.
-Eres un hijo de puta. –le recriminé, aunque ya con voz que iba camino de convertirse en trémula, alejándose rápidamente del tono de crítica-. Ésto es una violación, ¿lo sabes, verdad?.
Su polla volvía a su movimiento de mete y saca, abandonados los desesperados de mis cuartos traseros por liberarse de ella.
-¿Vas a denunciarme, abogadita?
-¿Va todo bien? –llegó la voz de Carol denotando algo de preocupación desde el marco de la puerta.
Dudé por un momento. ¿Quería seguir con aquéllo? Decidir hacerlo sería claudicar y acceder definitivamente a ser tratada de aquella manera.
-Está todo bien Carol –le respondí sin siquiera girarme para mirarla-. Es sólo que me había hecho daño el bestia éste, pero va todo bien. Gracias por preocuparte.
Prácticamente visualicé su sonrisa, tan claramente como si la hubiera contemplado realmente.
-Vale, estamos en el salón.
-No le has pedido ayuda a tu amiga, guarra.
Había cinismo en su voz, y a mí me volvía loca.
-Eres un hijo de puta. –le acusé con los ojos cerrados y voz entrecortada que arrastraba de nuevo el placer.
-Mientras hayan putas como tú, habrán hijos de puta como yo.
En apenas unos minutos, su polla martilleaba mi culo como una perforadora la roca. Fuerte, violentamente, sin compasión. Loca y fuera de mí, pedía más y más, aun a sabiendas de que me estaba destrozando el ojete y que, durante días, tendría problemas para sentarme e ir al baño.
Cuando finalmente estuvo a punto de correrse, me la sacó de golpe y se derramó sobre mi falda. Evidentemente, lo hizo con ánimo de mancharla y vejarme aun más. Le miré con estupor. Momentáneamente calmada la calentura, algo de dignidad regresaba a mi persona y me veía de nuevo confundida, entre el agradecimiento por el placer otorgado y la ofensa por el trato humillante recibido. Él sonrió.
-Y no te limpies. Quiero que vayas con ello por la calle y llegues así a tu casa. Que pasees con mi corrida por delante de tu marido sin que se entere el cornudo.
Mi marido. Me sonreí para mí. Evidentemente el chaval estaba mal informado acerca de mí, pero no encontré tampoco motivo para sacarle de su confusión. A lo que se veía, le producía morbo lo de hacer cornudos a otros hombres y dado todo el placer que me había proporcionado, no quise privarle del suyo en ese momento, y menos en defensa del hijo de puta que me había abandonado por una monada de edad similar a la de mi Adonis. Ya habría tiempo para ello.
-Toma –le ofrecí unos cuantos de mis mechones-. límpiate con mi pelo.
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Me convertí en adicta al chaval. De hacerme gracia y la relación de Carol con su Danone y no entender su enganche para con él, pasé a estar yo misma dos, cuatro, ocho. no sabría decir cuantas veces más enganchada con el mío. Lo llamaba por teléfono a todas horas y ni siquiera me importó cuando me enteré de que tenía novia. De haber considerado toda la vida negativamente a las mujeres que se prestaban a salir o acostarse con un hombre comprometido, pasé a olvidarme de todos mis prejuicios. Sí, ya me había ido a la cama con algunos, como comenté anteriormente, pero fue distinto. Entonces lo hice pensando que hacía algo reprobable y sintiendo que con ello me denigraba a mí misma, a la vez que culpable frente a sus parejas. Ahora en cambio lo disfrutaba plenamente. No había ningún remordimiento ni sentimiento de culpabilidad en mí y, si bien era cierto que seguía sintiéndome denigrada con ello, el sentimiento me encantaba. Había pasado a convertirse en algo morboso, explotada la masoquista que siempre hubo en mí, dando señales de vida pero nunca alzándose en toda su magnitud.
El lunes llegué al trabajo con el cuello lleno de marcas. Por supuesto me procuré un foulard para cubrirlo, no siendo de recibo ni aconsejable recibir con ellas expuestas a los clientes, pero igualmente me aseguré de llegar a la oficina con ellas bien visibles, la camisa abierta para exponerlos y aun perfectamente expuestas varias de las de mis pechos.
Mis compañeros me miraron con estupor, incluido mi jefe. Cierto que ya hacía tiempo que venía cobrando fama de putón, ya os comenté, pero no hasta un punto semejante. Preguntada al respecto, no tuve reparo alguno en afirmar que eran el resultado de un sábado de pasión con un muchacho guapísimo y diecisiete años más joven que yo. No sé, necesitaba decirlo, proclamarlo. Me producía un morbo enorme airear la puta que había en mí, sacarla definitivamente del armario.
Mi jefe me llamó a su despacho, con amables maneras y asegurando que era para tratar sobre un caso que llevaba yo a fin de no dar que hablar, pero c preocupado por mi actitud en realidad. Recelaba de que ésta pudiera repercutir en mi rendimiento, pero quedó totalmente tranquilo cuando le aseguré que en nada afectaría al mismo mi vida privada. Fijaos si fue así, que, con un guiño y una sonrisa, hasta me recomendó una pomada cuando se percató de las dificultades que tenía para sentarme, tomando yo el consejo agradecida y con otra sonrisa de vuelta.
Olvidé completamente al idiota de mi marido. Es más, cuando al cabo de unos meses intentó volver conmigo, rota su relación con la niñata cuando comprobó que una cosa es la pura atracción física y el encanto que despierta, y otra la convivencia y relación de pareja, los despaché expeditivamente y sin excesivas contemplaciones. No ya por venganza ni ansia de revancha, creedme, sino tan sólo por la inquietud que, de repente, despertó en mí la posibilidad de que su presencia rondándome pudiera desagradar a Andrés y hacerle perder interés en mí. Con un deje de malicia, eso sí, le enseñé mis tetas llenas de moratones y mordiscos.
-Mira, ésto es fruto de los asaltos de mi chico. ¿Has igualado alguna vez tú semejante ardor? No me pidas que cambie un Ferrari por un Opel Corsa.
No lo hice motivada por el rencor, ya digo, sino tan sólo por el morbo. A Mario se le humedecieron los ojos y no pudo contener alguna lágrima, y yo descubrí la vena perversa en mi naturaleza. En realidad, un masoquista no es más que un tipo de sádico que goza igualmente dañando y/o humillando. La única diferencia es que, por algún tipo de condicionamiento, dirige ese afán dañino sobre sí mismo y no sobre otros. A veces incluso sobe sí mismo y sobre otros, como es el caso.
Un buen día Andrés me propuso venirse a vivir a casa. Más que una proposición, en realidad se trataba de la comunicación de una decisión unilateralmente tomada. Por supuesto, ni esperaba oposición por mi parte, ni la hubo. Sabía que comía en su mano y que aceptaría sin más su decisión. Desde hacía meses se había convertido en mi chulo de hecho. Merced a mi economía desahogada e ingresos de exitosa abogada, le pagaba la ropa, sus ciclos de esteroides, le daba dinero para salir de fiesta cuando me lo pedía. por pagar, incluso era yo la que pagaba las facturas de los regalos que frecuentemente hacía a su novia. Todo ello no me incomodaba en absoluto. Al contrario, me gustaba hacerlo. De nuevo, mi decidida vocación masoquista gozaba con ello, así que cuando me comunicó su decisión de confirmar la situación de hecho, accedí encantada a ello.
La chica era una monada, tanto o más que la que me quitó a Mario. Aquélla era rubia natural y tenía unos ojazos azules preciosos, frente al pelo negro y los oscuros de ésta, pero, por lo demás, la morena tenía unas facciones sublimes. Me recordaba de cara a Jacqueline Aguilera –aquélla ex Mis Venezuela y Miss Universo de Gran Hermano VIP que se lió con Adams, ¿recordáis?-. Era realmente preciosa, con una larguísima, ondulada y espectacular melena negrísima y un cuerpo de verdadera locura. Una niña de 17 años, modelo de pasarela y fotografía, bailarina de ballet de toda la vida, brillante estudiante e hija de un adinerado y exitoso empresario además. ¿Qué esperabais? Un chulazo como Andrés podía acostarse con todas las mujeres y chicas que quisiera, pero la afortunada que aceptara como novia, no podía ser de otra manera, debía ser igualmente una belleza extraordinaria y acaparadora de un motón de virtudes más.
El caso es que sus padres habían decidido trasladar su residencia a Miami por tener negocios e intereses preferentes en las américas. La muchacha podría haberse quedado. Dinero les sobraba a sus padres para permitirse mantener su residencia en nuestro país para ella, pero Andrés le aseguró que no era necesario. Lo primero debían ser sus estudios. Cursar una carrera y acabarla exitosamente, para lo cual le iría mucho mejor en una vida tranquila y sin más preocupaciones que estudiar. La tranquilizó prometiéndole que la esperaría e iría a visitarla a menudo –a cuenta mía las facturas, por supuesto, aunque sin sospechar nada ella, igualmente por supuesto-. En realidad, el muy cabrón sabía que tenía el braguetazo asegurado -¿qué mujer podría resistírsele?- y así las cosas, con la chica lejos tendría más libertad para vivir su vida de golfo mujeriego y sinvergüenza sin preocuparse por ocultar sus movimientos. Luego, cuando decidiera que había llegado el momento de sentar un poco la cabeza, tendría su futuro esperando en Miami, con una cara preciosa, un cuerpo de infarto y una cuenta corriente con cifras llenas de ceros a la derecha.
Total, que con todas mis bendiciones y beneplácitos y para imposible mayor alegría de ésta que les escribe, se vino a vivir a casa. Y no se crean que en plan invitado, no, sino adoptando desde el primer momento el rol de jefe de la misma. Allí el que mandaba era él, no yo. Él era el duelo de la casa, de mi sueldo y de todas mis pertenencias, y a mí me encantaba que lo fuera. Le colmé de regalos y todo me parecía poco para él. La mejor ropa de marca, la moto de sus deseos, el coche que anhelaba. todo para él. Incluso lo que a mí misma dedicaba, era en realidad para él, pues era para comprar la ropa que quería que llevase, para gastos de peluquería, esteticienne, etc. Todo para resultar más atractiva a sus ojos. Lo que es para mí realmente, creo que quedó reducido a cero en cuanto a forma se refiere, aunque lo cierto era que, en cuanto a contenido, era todo lo que a ello dedicaba. Es decir, Andrés era para mí el mayor y único de mis caprichos. Igual que otras personas puedan dedicar su dinero a la tenencia y mantenimiento de un deportivo, de un yate, etc, yo lo dedicaba a lo que era el único lujo que necesitaba y deseaba. Y claro, muy gustosamente lo hacía. Incluso se vieron desplazadas las necesidades de mis hijas. No es que no cubriera las mismas, sino que en mi orden de prioridades, tenía muy claro que la primera era Andrés y ellas quedaban ante ello relegadas a un segundo puesto. Incluso la pensión que me pasaba Mario para ellas, iba dedicada a Andrés cuando era necesario. Sé que va a escandalizar a mucha gente leerlo, pero sí estaban las cosas. Y no esperen leer un “lo siento” de mi pluma o una argumentación acerca de cómo mi voluntad estaba anulada, porque lo hice muy gustosamente y no me arrepiento en absoluto. Suena fuerte y resulta aberrante, pero una polla era para mí más importante, muchísimo más importante, que mis propias hijas, y con mucho placer lo afirmo.
Andrés puso sus leyes y condiciones. De entrada, hube de despedirme de mi larga y adorada melena, mantenida desde la adolescencia. A Andrés le gustaban las mujeres de pelo corto –lo de su chica era caso aparte-, así que me hizo quedar con una corta melenita tipo Victoria Beckamp. No obstante, lo cierto era que me quedaba muy bien y, además de haber accedido con gusto a ello por complacerle, pronto me acostumbré a ella y pasé a preferirla.
En lo sucesivo, nada de pantalones salvo que él expresamente lo dijera. Algún vaquero ajustado, algunas mallas para alguna ocasión, pero en general y como norma, sólo faldas. Cortas, medias o largas, ceñidas, amplias o de vuelo, pero faldas y vestidos. Camisas, blusas. todo ello, a poder ser, abotonado por delante, para así poder jugar siempre con los botones y adoptar la mayor o menor abertura que el momento requiriese. También algunos tops, pero en menor medida.
Nada de sujetador ni ropa interior. Ni para ir al trabajo, ni a la compra, ni a recoger a las niñas del colegio. Siempre en plan guarra, mis tetas bamboleándose libres, marcando y provocando. Ni siquiera para mi período me quedaba permitido usar braguitas, ya que, no sangrando tampoco excesivamente, con el uso correcto del tampón quedaba solucionado.
Así, claro, siempre iba marcando tetas y pezones. Las faldas, que además solían ser de tela liviana cuando el clima lo permitía, se metían descaradamente por la raja de mi culo. Los escotes que me obligaba a llevar eran realmente de escándalo, al igual que la brevedad de las faldas o sus rajas a veces, por no hablar de cuando me hacía llevar ropa directamente transparente o ajustada como una segunda piel, con lo cual revelaba absolutamente todo.
Obviamente, algunas quejas arrancó ello de mí, que no obstante se vieron despachadas sin ningún miramiento. Así, cuando protesté que sin sujetador mis tetas rápidamente se caerían y perderían su belleza tan larga y esforzadamente conservada, me respondió que eso a él “se la pelaba”, palabras textuales suyas. Ese era mi problema y si quería tenerlo a mi lado, era el precio a pagar. Evidentemente, una vez dejase de resultarle atractiva cuando mis pechos hubiesen quedado transformados en simples masas de carne fláccida, me abandonaría sin más miramientos, pero si quería gozar de él hasta entonces al menos, debía aceptar todos y cada uno de sus caprichos.
Otra objeción que encontré, fue la relativa a mi trabajo. Si acudía a él de semejante guisa, no tardaría en perderlo. Lo mismo. A él eso le traía sin cuidad. Cuando me echasen de él. Me pondría a trabajar de puta y actriz porno. Tenía amistades y contactos que, al menos mientras continuase resultando atractiva, sabrían explotar mis cualidades de MILF potente y buenorra, reportando tantos ingresos o más que a través de mi trabajo como abogada.
Como podréis imaginar, también objeté respecto a la inconveniencia de acudir a recoger así a las niñas al colegio y cosas similares, con igual resultado. Ni siquiera la consideración debida a unas criaturas le hizo ceder un ápice en sus condiciones.
De las cosas que más violentas me resultaron, fue el comenzar a pasearme por casa semidesnuda ante ellas, e incluso por la calle en plan putón verbenero. Las niñas me miraban confusas ante el cambio operado en su madre y yo no sabía qué cara poner ni qué responderles.
No hacía todavía una semana que se había trasladado a casa, que un viernes por la noche, mientras veíamos una película con ellas, comenzó a morrearme. Nosotros estábamos en el sofá y ellas en sendos sillones. La peli era de Scarlett Johansson, su belleza más admirada, y no pudo evitar calentarse ante la contemplación de la diosa americana en una tórrida escena.
Como digo, comenzó a morrearme. Me sentí incómoda por ello ante la presencia de las niñas, pero no quise contrariarle, así que abrí mi boca y respondí con mi lengua a la invasión de la suya. No obstante cuando llevó su mano a mis tetas sí la tomé para apartarla, pero no me dejó hacerlo. En cambio, se liberó de mi agarre y volvió a ello. Entendí que no aceptaría una negativa, así que claudiqué y me dejé hacer.
Muerta de vergüenza, sin atreverme a abrir los ojos, visualicé mental y perfectamente sus caras de pasmo y sorpresa ante la escena. Dos criaturas preadolescentes contemplando como le amasaban las tetas a su madre. Porque no os creáis que se limitó a unas simples caricias, no. El muy hijo de puta se empleó a fondo, sobándolas con avaricia y pellizcando a las claras mis pezones.
La cosa me fue calentando. Para bien o para mal, me había asomado al pozo de la perversión y lanzando al mismo sin cuerda ni precaución de ninguna clase, hallándome ahora en caída libre hacia un fondo negro y lejano que no se alcanzaba a vislumbrar y ni tan siquiera a intuir.
Convertida en una auténtica perra, comencé a gemir y disfrutar con aquéllo, girándome un poco hacia ellas para ofrecerles una visión más clara aun de lo que estaba ocurriendo. Andrés pasó a morderme las tetas sobre la camisa, arrancándome auténticos suspiros de placer. No tardé en correrme, abundantemente, sin remedio y sin necesitar de más para ello.
-¡Hala!- exclamó Almudena, la mayor, aunque sospecho que ya tenía alguna idea acerca de qué iba aquéllo.
-Le estoy sobando las tetas a la puta de tu madre –le contestó él sin cotarse un pelo.
Ese día se contentó con ello, tomándome de la mano al cabo de un rato para llevarme al dormitorio y darme por el culo sin compasión. No me corté en absoluto, gritando y pidiendo más y más sin importarme la presencia de las niñas en el salón. ¿Sin importarme? ¡Miento! ¡Me excitaba que estuvieran allí y lo escuchasen todo, al igual que en su momento Carolina y Fran!
En los días siguientes las niñas hicieron preguntas. Preguntaron por ejemplo, por qué Andrés me tocaba el pecho de aquella manera.
-El pecho, no. –les corrigió él- ¡las tetas! Le tocaba las tetas a la puta de vuestra madre. Debéis ir a prendiendo a llamar las cosas por su nombre.
Las niñas pusieron cara de escandalizadas, abriendo mucho los ojos, y yo me sentí humedecer el coño. El muy cabrón era lo más excitante que me había ocurrido en la vida. Su falta de consideración y depravación, aun en presencia y con las niñas, me volvía loca.
-¡Hala! –exclamaron esta vez las dos a la vez.
-La zorra ésta tiene unas tetas de puta madre. Da gusto sobarlas, morderlas y que te haga cubanas con ellas.
Las criaturas lo miraban perplejas.
-¿Cubanas? ¿De Cuba?
-¡Ja, ja, ja! –no pude por menos que reír-. No cariño, Andrés no se refiere a eso.
-¡Ja, ja, ja! –rió el también.
-¿No me digáis que no sabéis lo que es una cubana?
-No. –respondieron ellas tímidamente, como si hubieran sido reprendidas por no hacer los deberes.
-¡Joder, pues ya es hora de que vayáis aprendiendo! Explícaselo, Amparo.
Sonreí. Si poco antes hubiera sido testigo de una escena como aquélla, siquiera fuera en una película, me hubiera escandalizado. Ahora sin embargo, estaba a punto de correrme sin más estímulo que la pura depravación del momento. Con muchísima excitación me dispuse a ilustrarlas.
-¡No! –me interrumpió él no obstante-. Dicen que una imagen vale más que mil palabras y es mejor que las putitas estas aprendan con clases prácticas y no teóricas.
Sonriendo perverso cual diablo encarnado, comenzó a desabrocharse la bragueta. Yo, la mayor de las putas, sonreí igualmente y me arrodillé ante él.
Con todo el placer del mundo y la perversión de más aun, agarré su rabo ya duro y lo lamí para terminar de ponerlo como una piedra.
-Mirad niñas. ésto es una polla. Ni “pilila”, ni “cosita” ni tonterías de esas. ¡Una buena polla!
Las niñas reían ahora divertidas. Evidentemente, ya empezaban a hablar con sus amiguitas de éstas cosas, aunque seguramente todavía muy tímidamente.
-Cuando te enchufan ésto por el coño o por el culo, te mueres de gusto.
Saqué mis tetas de la camisa entonces y comencé a masturbarlo con ellas, lamiendo su capullo a intervalos. Ellas, muy interesadas y ya no cortadas, miraban, reían y preguntaban. Cuando finalmente explotó en su orgasmo, recibí su apoteósica corrida en mi cara sonriente y en mis tetas, recogiéndolo golosa con mi lengua a continuación para tragarlo y saborearlo con vicio y lujuria ante su atónita mirada.
Continuará.
mmmm....!!! tan asi fue o es la cosa..? te van a salir peor que vos las pendes... que caliente es tu relato..!!