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"Mi marido murió, alguien me enseña las cosas que a él le agradaban."
Después de diez años de feliz matrimonio, habíamos llegado a un cierto punto de conformidad, seguramente por mi causa, pues nunca acabé de decidirme a realizar todas las variantes que mi marido proponía, tal vez por la educación recibida, tal vez por miedo. Lo cierto es que, cada vez que volvía de sus frecuentes viajes de trabajo, al fin y al cabo debía recorrer la región con asiduidad, la escena se repetía.
–¡Nora! ¡He llegado! –decía al abrir la puerta.
–¡Juan, estoy aquí, en la cocina! –le respondía, ya que habitualmente volvía los viernes tarde y yo dedicaba las tardes a cocinar.
El beso apasionado que nos dábamos era la medida del cariño. Y luego, acabábamos en el dormitorio o en otra estancia de la casa. Nuestro catálogo de posturas y formas era amplio pero clásico: yo desnuda boca arriba y él encima, llenándome con su verga, cabalgando hasta el orgasmo, hasta vaciarse en mi; él boca arriba y yo encima, llevando el ritmo hasta verle acabar; yo boca abajo y él penetrándome desde detrás, me gustaba sentirme un poco controlada; él sentado en el borde de la cama o en un sillón y yo mamándosela hasta que me chorreaba por la boca; o yo sentada y él comiéndome el coño hasta que me corría.
A veces, sobre todo al principio, Juan sugería otras formas: metérmela por el culo, cuerdas o esposas, hacerlo en otros sitios, pero a mí me daba bastante miedo y nunca accedía. Luego dejó de pedirlo, se conformó con nuestro sexo un tanto clásico.
Una vez estuve a punto de caer en la tentación, era mi cumpleaños y me trajo un gran ramo de rosas blancas, mis preferidas, compradas en una floristería de la ciudad que había visitado por cuestiones de negocios. Ese día me dejé acariciar el cuerpo con una rosa, hasta el coño, y era excitante, muy excitante, el tacto de la flor. Lástima que en un mal movimiento se me clavara una espina del tallo. Me cortó todo el momento. Si no, seguro que hubiera permitido un cambio, no sé, vendarme los ojos o algo así.
Pero todo cambió un día, estaba amodorrada en el sofá.
Llamaron al timbre, ¿quién podría ser? Seguro que sería algún vendedor de esos que iban de puerta en puerta. Para mi sorpresa fue una pareja de la Guardia Civil.
–¿Nora Sánchez? –me preguntó uno de ellos, seguramente el que mandaba.
–Si, soy yo ¿qué ocurre? ¿alguna citación? ¿una multa?
–No, nada de eso –dijo el que mandaba–. ¿Podemos pasar?
–Adelante, pasen –dije invitándolos a pasar. Les guié al salón y nos sentamos en los sillones.
–Tenemos la desagradable misión de comunicarle una mala noticia, su marido ha tenido un accidente, un conductor que circulaba en sentido contrario por la autopista ha chocado con su marido. Ha sido imposible evitarlo.
–¿Y cómo está él? ¿Está herido y por eso no me ha podido llamar? –dije con angustia.
–No, el resultado ha sido fatal.
–¡Muerto!...
Te mataron, Juan. Un loco te mató. Y a mí se me cayó el mundo encima. De repente no ibas a volver, nunca mas. Nunca volvería a tenerte dentro. Nunca volveríamos a compartir un fin de semana más, unas vacaciones. Nunca volverías a pedirme que dejara que me amaras de otra forma, que como lo hacíamos estaba bien pero tú querías cambiar, que me amabas pero querías que te permitiera alterar nuestras costumbres sexuales, que querías vencer mi timidez, porque estabas seguro de que yo tenía mucho potencial, que podía disfrutar mucho contigo. De repente me dejaste sola, y sola estuve con mi dolor.
Si, ya sé que estuvieron conmigo tus padres y los míos, que no se separaron durante un buen tiempo, que te guardé luto, que me vacié de lágrimas como para llenar un río. No te olvidaría aunque tuve que superar tu pérdida.
En uno de aquellos días aciagos vino a verme una señorita. Unos treinta años, una mujer más bien delicada, guapa, bien vestida, hasta elegante. Dijo ser amiga de Juan y llamarse Leo, de una ciudad cercana, donde regentaba una floristería, que resultó ser donde Juan compró aquel ramo de la rosa y la espina. Naturalmente me dio el pésame y estuvimos un buen rato hablando. Aquel día estaba sola, y la charla con Leo me resultó muy reconfortante. Parecía que Juan y ella se habían hecho amigos y cada vez que visitaba aquella ciudad, comían juntos. No quise preguntarme si habría habido algo mas entre ellos, no era cuestión de pensar mal de los muertos.
Pasamos tres horas juntas, con una confianza cada vez mayor. No sé qué tenía Leo que hacía que pareciese mi amiga del alma. Algo se removió en mi interior, alguna vez hablado con Juan: un interés por las personas de mi propio sexo, una tendencia latente que siempre me negué a admitir, tal vez esa fuera la causa de lo que ocurrió después.
El hecho fue que estuvimos charlando tanto tiempo, que se hizo la hora de cenar y me propuso ir a cenar a algún restaurante. Como llevaba tanto tiempo encerrada en casa con mis recuerdos, acepté pero la convencí de que me dejara invitarla. Era lo mínimo que podía hacer tras su visita.
En el restaurante me contó que conoció a Juan un par de años antes, cuando él entró en su floristería. Le compró un ramo de rosas blancas, del que me acordé por que fue el que me regaló por mi cumpleaños aquel año. Luego se hicieron amigos y se veían siempre que mi marido viajaba por esa parte, cosa que ocurría a menudo. Me dijo que Juan siempre le hablaba de mí, y de cómo quería que fuera mas receptiva en el sexo, mas abierta a todo. De que si hubiera sido así, nuestra vida hubiera sido perfecta. Y como ella sí era muy abierta, le había hablado para que se convirtiera en mi maestra, seguro como estaba de que congeniaríamos. Y creo que Juan me conocía bien, y a Leo también porque poco a poco fuimos haciéndonos amigas en esa larga tarde
Al salir del restaurante, ya para despedirnos, le pregunté donde estaba alojada. Me contestó con el nombre de un hotel algo lejano. Como era tarde, o esa excusa me dí, le propuse que se quedara en mi casa. Ciertamente, a esa altura de la tarde noche, la intimidad entre ambas era mucha, y además después de tanta noche sola, realmente pe apetecía compañía, y si era de una amiga de Juan, mejor.
–¿Si te pido que te quedes esta noche conmigo? –pregunté.
–Pues te diría que si –me respondió–. En realidad me apetece estar mas rato juntas.
–No se diga mas.
Fuimos a casa. Nuevamente sentadas una frente a la otra, le pregunté si quería tomar una copa. Me pidió un Oporto, yo también me serví uno. Tal vez fuera el vino, tal vez la bebida del restaurante, tal vez que me sintiera atraída por ella, tal vez muchas otras cosas, lo cierto es que pasó.
–Nora, ¿te puedo pedir algo?
–Dime, Leo.
–Será mas fácil si te vendo los ojos.
–¿Qué has dicho?
–He dicho que te voy a vendar los ojos, así te resultará mas fácil –repitió. Y entonces entendí lo que se proponía. Me dejé porque yo también quería.
Se levantó, tomó un pañuelo de su bolso, se situó a mi espalda y, con delicadeza, me vendó los ojos.
–Tú solo tienes que dejarte ir y verás como disfrutas –me susurró en la oreja. Un calorcillo que pensé olvidado tras la muerte de Juan nació entre mis piernas.
Parece, Juan, que algo de razón tenías. Me descubrí bisexual con aquella mujer. Me llevó al orgasmo casi como tú. Hizo conmigo lo que quiso. Me desnudó mejor de lo que tú hacías. Me recorrió todo el cuerpo con su lengua y manos. No sé si por la venda, ese juego que tu me propusiste y yo nunca acepté, pero lo cierto es que mis sentidos se dispararon, me volví tan sensible que nunca lo hubiera creído. Cuando, después de recorrer el cuello, las tetas, la cara interna de los brazos, la espalda y el culo, atacó mi sexo, me llevó a una altura desconocida. En ese momento dí gracias por haberme puesto en el camino a aquella mujer. Tu amiga se convirtió en la mía. Naturalmente quise hacer con ella algo parecido a lo que había experimentado, pero no quiso, sólo me dejó comerle un poco el coño, lo suficiente para correrse.
Leo se convirtió en mi amiga-amante. A la mañana siguiente la llevé a su hotel a recoger su equipaje y la llevé al tren que la devolvería a su ciudad. El fin de semana siguiente me planté es su casa. Luego, el siguiente fin de semana ella volvió a la mía, y así estuvimos un mes.
Cada vez que nos veíamos, no sé cómo pero lograba convencerme de variar la forma de practicar sexo, justo lo que Juan nunca había conseguido de mí. Había un magnetismo en Leo que me inducía a aceptar todo aquello que se le ocurría. Y así la primera vez fue ir al cine y luego a cenar con falda pero sin ropa interior. Naturalmente tanto en el cine como después practicó lo que ella llamaba “sexo oculto en público”, consistente en llevarme a la cúspide a base de masturbarme bajo la falda. En tiempos anteriores ni se me hubiera ocurrido hacer eso, qué vergüenza me hubiera entrado, pero con ella me daba como igual, casi era mas excitante que follar en casa.
Otra vez propuso que llevara unas bolas chinas cuando paseáramos por la ciudad, la mía en ese caso. El placer de andar con aquello dentro no se puede ni describir. Acabé pidiéndole que me comiera el coño en el primer sitio que pudimos: los probadores de una tienda. Luego cambió las bolas por un vibrador con una especie de mando a distancia, naturalmente el mando lo llevaba ella y lo activaba en los momentos mas inoportunos. Ella llamaba a esto “el placer mecánico”.
La tercera vez que nos vimos, en su casa, propuso que me vistiera de puta, de la forma más sexual que imaginara. Acabé vistiendo una minifalda que casi parecía un cinturón, unas medias con liguero y unos tacones con los que casi no podía andar de lo altos que eran, un top que casi era solo un sujetador, y tan pintada que daba el tipo de una puta barata. Ella se vistió de hombre, con traje y corbata, y un sombrero que ocultaba su pelo. Parecíamos una puta y su cliente. Y acabamos por follar en su coche en un descampado cercano a una zona donde se colocan estas mujeres, menos mal que no me pidió que me mezclara con ellas.
La cuarta vez, en mi casa, nos quedamos sin salir, desnudas o sólo con un bikini todo el rato. Yo debía llevar las manos esposadas a la espalda y, a ratos una venda en los ojos o un pañuelo en la boca. De esa guisa me folló en cada rincón de mi casa. Y yo tenía que darle placer sólo con la lengua, si la alcanzaba cuando estaba cegada por la venda. Al final de ese día propuso irnos el siguiente fin de semana a una casa rural.
Ese mes, Juan, fue el más intenso de mi vida desde el punto de vista sexual. Y tan diferente de cuando estabas conmigo. No sólo por que follaba con otra mujer, nunca sabré cómo supiste siempre, y tantas veces me lo dijiste, que a mi también me gustaban las mujeres, sino porque hice muchas de las cosas que tú siempre proponías y yo me negaba ¡Cuan equivocada estaba! ¡Qué ciega y cómo te negué algo que seguro que tú hubieras disfrutado! Cómo me arrepentía entonces.
Alquilamos una casita en un pueblo de la sierra, con la idea de pasar un tiempo juntas, hacer un poco de turismo. Quedamos dos semanas después, yo la recogía en su ciudad y de ahí iríamos a la casa. Llegó el día, partí en mi coche, recogí a Leo y su maleta, un tanto grande, y nos encaminamos al pueblo de la sierra. Llegamos fácilmente antes de la hora de la comida, encontramos la casa y a su propietario, nos instalamos y salimos a comer y a dar una vuelta al pueblo.
Yo estaba totalmente convencida de que Leo planeaba algo especial. El momento llegó por la noche, Leo propuso cenar en la casa, yo estuve de acuerdo, segura de que la intimidad ayudaría, no me equivoqué. La cena normal, un poco de vino para acompañar, quizá tomé un poco mas de la cuenta por aquello de que el alcohol da confianza, y la necesitaba, ambas sabíamos a qué habíamos ido allí.
–Nora, ven.
–¿Donde?
–Al dormitorio, cuando llegues te desnudas y te tumbas boca abajo. Confía en mi.
Yo estaba como hipnotizada, me levanté, entré en el dormitorio, me despojé de todas las prendas que llevaba puestas y me tumbé como me había dicho. La cosa estaba cambiando, vale que me vistiera de puta pero ¿qué me tenía preparado? Al poco entró Leo.
–Te voy a amarrar las manos y los pies con unas esposas, déjate y disfruta –me comentó dulcemente–. Verás como lo pasamos bien.
Agarró con suavidad mi mano derecha y me puso una esposa en la muñeca, luego cerró la otra esposa al barrote del extremo del cabecero de la cama. Lo mismo hizo con mi mano izquierda. Después asió mi pie derecho y colocó otra esposa en el tobillo, como la cama no tenía pie, pasó la cadena de las esposas por debajo del somier para hacer aparecer por el otro lado a la otra esposa, que cerró en mi tobillo izquierdo. De esa forma estaba con las piernas y los brazos abiertos en cruz y boca abajo.
–Dime, Leo ¿esto lo haces a menudo? –pregunté aun sabiendo que seguramente no me respondería.
–Mucho de lo que haremos lo he hecho antes, otras cosas no –me respondió para mi sorpresa–. Pero piensa que no importa lo que haya hecho, sino lo que tú vas a aprender y disfrutar. Te voy a poner una mordaza con forma de bola en la boca, si en algún momento quieres parar, únicamente mueve la cabeza como para decir que no ¿lo has entendido?
–Mover la cabeza como diciendo que no –repetí.
–Bien, tu viaje a otros sexos empieza aquí.
Me hizo abrir la boca para morder una especie de bola de goma, que tenía una correa de cuero a cada lado. Ajustó la hebilla de la mordaza para que no pudiera quitarme la bola, pero sin que me apretara la cabeza.
–Ahora probarás el sexo anal, seguro después te preguntarás ¿cómo no lo he hecho antes?
Antes incluso de tocar mi ano, Leo se tumbó en mi espalda, para darme un masaje con su cuerpo, de forma que todos mis miedos se esfumaron. Estando como estaba, atacó mis tetas con sus manos, haciendo hueco para abarcarlas, pellizcándome los pezones hasta el punto de dolerme pero sentir un placer oculto, cosa que me hizo jadear en la mordaza.
–Ya veo que te gusta un poco de dolor, descubrirás que es la antesala al placer más intenso que nunca hayas experimentado.
Debía ser verdad, porque mi sexo se llenó de fluidos rápidamente como nunca antes lo había hecho de veloz. Deseé poder tocarme para alcanzar el orgasmo, Leo debía de saber cómo me estaba sintiendo, porque desplazó una mano para acariciar mi clítoris de modo que al poco había me corrí, tan fuerte que no recuerdo otra corrida así. Pero eso sólo era el principio.
De repente noté algo húmedo que recorría los alrededores de mi ano, era su lengua moviéndose, luego sentí que algo resbaladizo entraba por ese orificio, era uno de sus dedos empapado en algo que era como aceite y que mas tarde averigüé que era un lubricante acuoso. El experto dedo trabajó mi orificio, ensanchándolo hasta que introdujo un segundo dedo, para entonces ya estaba otra vez a punto del clímax, me gustaba el juego y me repetía una y otra vez por qué no le había dejado a Juan.
Cuando Leo creyó que ya estaba suficientemente dilatada, se puso un arnés con un pene mediano de plástico, lo lubricó y apoyó la punta. La dilatación debía ser tal que el aparato sólo me produjo una pequeña molestia al entrar. Entonces empezó a meter y sacar el falso pene, haciéndome descubrir el placer del orificio trasero. Bajo la mordaza gemía de gusto. El mete y saca duró un buen rato, y al final me corrí casi sin querer, tal era la excitación que tenía, allí desnuda, boca abajo, atada con mis extremidades en cruz amordazada y follada por el culo por una chica como Leo. Era imposible no correrse a poco que algo rozara mi sexo: el cojín que Leo había puesto para elevar mi culo.
–Te ha gustado, Nora ¿a que sí?
Claro que me gustó, Juan. Me entró una duda porque reconocía tu forma de hacer las cosas en cómo Leo me fue preparando. Así follábamos, si bien nunca lo hicimos por el culo, casi siempre ibas calentándome poco a poco hasta tenerme ardiente, en ese momento me provocabas el orgasmo ¡cómo me acuerdo de las veces que me llevaste a la cima!
–Mmmmmmhhh!! –respondí todavía con la mordaza puesta, y asintiendo con la cabeza.
–Ya veo, la respuesta es si, pues esto no ha hecho más que empezar. Descubrirás muchos modos de alcanzar el placer –comentó–. Ahora te voy a liberar, descansas un rato y luego te amarraré con cuerdas en otra postura.
Ese fin de semana en la casa rural, Juan, aprendí lo divertido que puede llegar a ser una cuerda, unas esposas, unas cadenas o una fusta. Si pienso en todas las ocasiones que me pediste que me dejara atar... Claro que entonces no sabía que un poquito de dolor podía generar después un placer tan indescriptible, eso sí, dolor moderado: un mordisquito en los pezones, un azote con la palma de la mano en el culo, un fustazo ligero, etc. Y Leo también quiso que pasara al otro lado y me convirtiera en su dueña en un par de juegos. Fue excitante poder manejar a aquella mujer excitante y deliciosa. Pero...
Al volver en el coche el domingo.
–Nora, hay una cosa que tengo que decirte –empezó Leo al poco de iniciar la vuelta.
–¿Qué, Leo?
–Es mejor que te lo diga sin ambigüedades. Tu marido y yo fuimos amantes –me soltó casi de sopetón. De la impresión casi pego un frenazo.
–¿Qué has dicho? ¿He oído bien?
–Has oído perfectamente: Juan era mi amante o yo era su amante, pero aquí no para la cosa –prosiguió casi sin dejarme replicar, casi como muda estaba–. Me pidió varias veces y me lo hizo prometer, que te enseñaría otras maneras de disfrutar del sexo. Sabía que tú eras una mujer excepcional y que si te dejabas enseñar, verías que hay otras formas de placer sexual, y sabía que yo podría ser la mejor maestra ya que, en el fondo, siempre supo de tu bisexualidad. ¿Te das cuenta, Nora, de lo mucho que nos conocía a las dos?
Me desvié en cuanto pude de la autovía y me paré en el arcén de la primera carretera que pude. Me enfrenté a ella.
–¿Me estás diciendo que todo esto te pidió que me lo hicieras? ¡Será cabrón! ¡Así se pudra en el infierno!
–¡Cálmate, Nora! Juan te quería, y me quería...
–¡Y un cuerno! Me engañaba contigo, y ¿cómo fuiste capaz de presentarte ante mí con esa pinta de mosquita muerta? ¡Zorra! Y pensar que me sentía atraída por tí. ¡Vibora! ¡Hija de puta!
–¡Escúchame Nora! Reflexiona y mira en tu interior todo lo que has vivido conmigo.
–¡Una mentira! ¡Un engaño! Zorra, sal del coche.
–Piensa, reflexiona...
–¡Sal del coche de una puta vez!
Leo me miró con ojos de cariño, se desabrochó el cinturón, abrió la puerta, salió del coche con su bolso y cerró la puerta. Arranqué inmediatamente. Dolida hasta el fondo de mi corazón. Engañada por mi difunto marido y vuelta a engañar por su amante. ¡Y yo que creía estar viviendo un renacer tras el dolor!
Volví a mi casa. En silencio todo el rato, sin música, sin interés por casi nada, sólo atenta a no tener un accidente. Noqueada por completo. Casi no me lo podía creer, mas de un mes follando con la amante de mi marido sin saberlo. ¡Qué bien se lo habría pasado la muy puta!
¡Qué cabrón fuiste, Juan! Engañarme con otra y no sólo eso sino que enviármela después de muerto para ¿para qué? No sé qué me duele más si tus cuernos o la mentira de Leo, me siento doblemente engañada. Cornuda y apaleada. Y lo peor es que tu amante me ha hecho vivir de nuevo y descubrir cosas que no conocía y me negaba a conocer. Eso no se hace.
Llegué y me fui directamente a la cama, presa de un llanto nervioso. Continuamente me preguntaba ¿de verdad me ha pasado esto a mí? Ni siquiera deshice las maletas. Por supuesto no podía conciliar el sueño y tuve que recurrir a la química en forma de pastilla para dormir.
A la mañana siguiente, el dolor de cabeza que tenía no me dejaba hacer nada. Vegeté como pude. Traté de escuchar música, en balde. Intenté cocinar, imposible. Un baño de espuma tampoco me relajó. La imagen de Juan y Leo era recurrente.
En un momento dado reparé en las maletas: la mía y la de Leo ¡Tenía su maleta! Claro, cómo no me dí cuenta antes. Ahora al dolor de los cuernos y la mentira se unía el malestar por haber obligado a Leo a bajarse de mi coche ¿cómo habría vuelto a su casa? Y sin su maleta, que estaba en mi casa. En ella se que guardaba todos los artículos que habíamos usado en la casa rural, aparte de su ropa.
No sé qué impulso tuve que abrí su maleta, allí estaba todo. Como hipnotizada, elegí un vibrador y unas esposas. Me desnudé casi por completo, dejando únicamente mis bragas para que el aparato, que introduje en mi coño, no se saliera. Active el falso falo a un rimo moderado, me coloqué las esposas con las manos a la espalda y me tumbé en el suelo, encima de la alfombra del salón. No tardé en calentarme, tratando de no pensar en nada, dejé que el vibrador trabajara. Con la mente en blanco, vinieron a mi cabeza las imágenes de Leo y yo misma follando de todas las formas en que lo hicimos, y, curiosamente, la voz de Leo era la de Juan. Le vi en mi cabeza cómo siempre quiso follar en publico, cómo una vez me pidió que me quitara las bragas en el cine, cómo quiso que me vistiera de puta para follar en un descampado, cómo una vez intentó vendarme los ojos, cómo trató de utilizar unas esposas, cómo... tantas y tantas cosas.
Me corrí, claro que me corrí. La acción del vibrador, la excitación de las esposas, el recuerdo de los buenos momentos con Leo..., todo ello logró que me corriera. Y lloré, lloré cuando acabé de correrme. Lloré porque comprendí. Porque vi con claridad que al enviarme a Leo, Juan me hizo su regalo póstumo: me regaló el resto de mi vida. Y yo había tratado a Leo como una vulgar ramera, una roba maridos, cuando en realidad yo fui la que dejé que buscara fuera lo que no tenía en casa.
Cuando me harté de llorar, me di cuenta que tenía que devolverle la maleta a Leo y disculparme con ella. Disculparme o algo mas. Fui a devolver a la maleta las esposas y el vibrador, cuando las dejaba en su lugar, descubrí un sobre en el lateral de la valija. La curiosidad me pudo y lo abrí. Contenía unas fotos, la mayoría de Leo, en posturas muy eróticas: sobre una cama atada en cruz, con las manos amarradas sobre la cabeza, amarrada a un poste, e incluso a un árbol,...; en otras aparecía en primer plano chupando una polla y siendo penetrada; y había otra serie con Juan como amo y ella como sumisa. Me calenté otra vez y tuve que masturbarme.
Al día siguiente volví a conducir hacia la ciudad de Leo, con una idea fija: pedirle perdón. Aparqué cerca de su floristería, tomé su maleta y entré.
–¡Nora!
–Leo, toma, tu maleta –dije con voz suave–. Te debo una disculpa. Y algo más. Mira.
Me quité todo lo que llevaba encima hasta quedar desnuda ante ella.
–Después de Juan, eres lo mejor que me ha pasado –dije serena–. Por eso quiero que me castigues como quieras.
–Espera, voy a cerrar la puerta y ya pensaremos qué hacemos.
Fue hacia la puerta de entrada y la cerró con llave. Después volvió junto a mi. Yo mantenía los ojos bajos.
–No soy una buena Ama –dijo–. Mas bien me gusta ser la sumisa. Pero no voy a castigarte, ambas tenemos cosas de qué arrepentirnos. Ven, toma la maleta y sígueme.
Recogió mis ropas del suelo, yo tomé la maleta y la seguí a la trastienda. Abrió la maleta y cogió una cuerda.
–Date la vuelta.
Me di la vuelta, unió mis manos con las muñecas a la espalda y las ató con la cuerda. Tomó el vibrador del mando a distancia y me lo metió. Con otro trozo de cuerda lo aseguró para que no se me saliera.
–Arrodíllate y cómeme el coño hasta que me corra –dijo levantándose la falda mientras se bajaba las bragas.
Apliqué mi boca a sus labios buscando con la lengua su clítoris. Mientras sentí como el artefacto vibraba en mi interior. Empezamos a jugar, si yo la excitaba mucho, ella aumentaba la vibración, hasta que notaba que iba a correrme, y entonces paraba. Yo seguía el juego y separaba la lengua de su botón. Ella reactivaba la vibración, y yo reanudaba el trabajo lingual.
….
–¡Nora! ¡He llegado! –escucho cuando mi marido, Juan, entra.
“Al fin” pienso. Estoy desnuda, una barra separa mis piernas estando los tobillos unidos a ella mediante sendas correas de cuero. De cada pezón cuelga una pesa pequeña unida a mi cuerpo por una pinza de cocodrilo. En mi boca, una mordaza de bola hace que no pueda hablar y tenga toda la barbilla llena de saliva. Una venda en mis ojos me ciega. Mis manos están esposadas por encima de la cabeza y unidas al techo por una cadenita que va desde una argolla del techo hasta las esposas. En mi coño, un vibrador puesto en funcionamiento intermitente me ha estado trabajando durante la hora que llevo en esa postura. El suelo está manchado con mi saliva y los flujos que han salido de mi sexo cuando me he corrido. Lo que pase después será lo que Juan quiera.
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