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Play with me, RAT…

El titular era inquietante.

«Si tiene una webcam, es posible que ahora mismo le estén observando»

En las siguientes líneas, el articulista se explayaba relatando las particularidades de las RAT (Remote Administration Tools) y el cómo esos programas dejaban a merced del hacker toda la información y gestión de tu portátil… cámara web incluida.

El primer síntoma que me produjo la lectura del artículo se manifestó dos semanas más tarde.

Acababa de ducharme cuando recordé que no había contestado al email de mi editor. El día era caluroso, así que sin acabar de secarme, me senté, desnuda, sobre la cama. Puse las piernas en posición de loto, coloqué el portátil frente a mí, levanté la tapa y fijé la vista en la pantalla en negro esperando que se iniciara el sistema operativo. Y entonces sucedió algo;  mientras observaba el ordenador, pensé que él podía estar observándome. Pero todavía sucedió algo más curioso; en aquel preciso momento, la inquietud que me había producido el artículo se transformó, como por arte de encantamiento, en morbo (y morbo del bueno).

¿Y si alguien estaba allí, al otro lado, observándome desnuda? Posiblemente, habría abierto los ojos de par en par, bajado la cremallera de su pantalón y comenzado a estimular un pene, que sin duda, habría alcanzado la erección. Y todo ello apenas a cuarenta centímetros de mi coño. ¿Y si, además de verme, estaba tomando fotos? Por un momento, sentí la necesidad de taparme, pero hice exactamente lo contrario… vulnerar la prohibición de ser vista por un desconocido hizo que mis piernas se entreabrieran aún más. Apoyé dos almohadones sobre el cabezal de la cama, recosté la espalda en ellos y pasé mis piernas por ambos lados del ordenador de manera que la pantalla quedaba ya a escasos centímetros de mi vulva, que empezaba a desplegarse y amenazaba con engullir la pantalla en cualquier momento.

Mantuve fija la mirada en el salvapantallas mientras hacía deslizar el pulgar de la mano derecha entre mis senos.

–Tienes las tetas demasiado pequeñas como para chupártelas tú misma, ¿no?

La voz me dejó helada, pero encendió hasta la última célula de mi cuerpo. Aturdida, y sin saber si podía oírme, respondí intentando sobreponerme a la enorme sorpresa.

–Lo que no da el tamaño, lo da la elasticidad… ¿Cuál de las dos tetas prefieres?

–De momento, la izquierda –respondió con voz aparentemente serena.

Sin dudarlo, le obedecí. Coloqué la palma de la mano sobre mi pecho izquierdo y, mientras inclinaba la cabeza, lo subí hasta mis labios. El pezón se había puesto duro y no me resultó difícil alcanzarlo con la punta de la lengua. Sentí un estremecimiento al notar la humedad de mi boca sobre él.

–Lámetelo despacio y en círculos –me ordenó.

Así lo hice, mientras deslizaba la mano derecha hacia la vulva.

–Todavía no.

Detuve el recorrido de mi mano.

–Deja de lamerte como una perra y separa más las piernas.

Lo hice sin rechistar mientras notaba como un hilo de humedad alcanzaba el interior de los muslos. Quise empezar a acariciarme el clítoris pero temía la reprobación de la voz.

Como si me hubiera leído el pensamiento, me indicó:

–Ahora puedes empezar a tocarte… pero solo como yo te diga.

Estaba caliente. Caliente como para que un pitillo se prendiera con tan  solo arrimarlo a mi piel. En mi cabeza solo era capaz de percibir el latido cada vez más potente y más rápido del corazón, y la voz, esa penetrante y masculina voz que se había apoderado, con su sola presencia, de mi voluntad y de mi cuerpo.

–Baja despacio, sepárate los labios y acaríciate el clítoris.

Obedezco.

–No pares hasta que te lo diga. Quiero verte chorrear.

Comencé a jadear, y quise detener el movimiento de mi dedo para prolongar el éxtasis que se agolpaba contra mi vulva, contra mi culo, contra mi espalda.

–¡¿He dicho yo que pares, zorra?!

El insulto de esa voz que procedía de no se sabe dónde pero que me penetraba y poseía, que rozaba cada milímetro de piel y me despedazaba a dentelladas, hizo que no pudiera contener más el orgasmo que embistió de pleno, deshaciendo a jirones mi respiración.

Cerré de un golpe la pantalla.

Hice revisar mi ordenador por varios especialistas. El resultado fue que nada lo había infectado. Les hablé de los RAT, del artículo de prensa, de una voz que me había hablado y ellos me miraron entre incrédulos y chistosos.

Incapaz de volver a encenderlo, regalé mi viejo ordenador a la biblioteca del barrio.

Hoy estreno un nuevo portátil, y ahora, al escribir este relato, no puedo dejar de pensar que tu voz me está mirando.

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