~~La última vez que la ví fue hace más de un año. Acababa de divorciarse y, para quitarse la pena, se había ido a vivir a la isla griega de Samos, en una pequeña villa blanca que destacaba sobre el cálido azul del Mediterráneo.
Por aquel entonces era normal. (Un momento. ¿normal?, ¿he dicho normal?, ¿y qué es eso?. ¿qué es normal?, ¿qué peso es el normal?).
Anoche estaba sencillamente como un cachalote. Guapa, eso si, guapísima, pero también tremendamente gorda. Y claro, yo no pude callarme. No pude hacerlo. Su físico ocupaba tanto espacio , era tal el cambio que se había producido en ella, que tuve que preguntarle. Hubiera sido hipócrita de no haberlo hecho, porque menudo careto que le puse a la pobre.
Silvia, ¿¡qué te ha pasado, mujer!?, ¿¡ qué te han hecho los griegos!?, ¿es que has estado enferma. ? .
Nos sentamos en una de las terrazas de la calle Serrano y me explicó:
En cierto modo sí he estado enferma, pero no ahora, sino hace ya más de un año, cuando estaba casada con mi marido, que fue quien acabó con mi salud. Me sugestionaba de tal forma para que fortaleciera mi fuerza de voluntad contra el instinto de conservación que se ejerce comiendo, que casi muero en el intento.
¿Recuerdas cuando alardeaba de mi delgadez?, ¿qué clase de hombre puede enorgullecerse de la delgadez de su esposa?. Mi marido solo era feliz cuando comprobaba que yo en una semana había perdido 2 kilos. Entonces, cuando veía a sus amigos, se lamentaba regocijado: ¡No me come nada! . pero lo más triste es que era cierto. Nada de nada. Pero en ambos sentidos, vaya. Vamos, que a ver cómo: si no ingería alimentos, no tenía apenas fuerzas, por lo que tampoco podía comerle el negocio que tenía entre las piernas. Y menos mal, porque para lo que tenía el pobre ¡¡de seguro que de un empacho no me hubiera muerto!!.
Y lo peor de todo es que siempre me exhibía delante de los demás como si yo fuera el saldo de una nutrida cuenta corriente. Yo, pobre de mí, ni le rechistaba; solo quería complacerle y tenerle satisfecho para que no me llamara gorda . ya ves, con mis 47 kilos y mi metro 65. Y yo, como una mema, yendo del gimnasio a especialistas nutricionales, de masajistas y cirujanos plasticos a psicólogos y a practicar ciencias alternativas, o como se llame eso, y luego que si laxantes, diuréticos y dietas milagrosas.
Qué triste.
Lo que no me explico es cómo no me di cuenta antes de la falsedad de aquello, fruto de la publicidad, la televisión y de los cuatro diseñadores del tres al cuarto que elegían a modelos raquíticas en sus desfiles para gastar menos en tela. ¿Y las feministas? Es raro que no se den cuenta del daño que nos están haciendo a las mujeres con todas esas chorradas. Cada día somos más esclavas de las medidas de los senos, cintura y cadera, de las básculas y de los espejos. Y hasta de los cristales de los escaparates.
Claro, pero yo sé por lo que es. Es la venganza de los hombres. Si, querida, no me mires así, porque ahora que las mujeres habíamos entrado en el mundo laboral, el de los negocios, de las profesiones más propiamente masculinas, en la política y demás. no cabe duda: los hombres se están vengando con lo del culto al cuerpo. Es el precio que tenemos que pagar por querer trabajar a su lado, y ojo, que ni siquiera estoy hablando de rivalizar.
Nos interrumpió el camarero y Silvia pidió un capucchino con tarta de queso.
Enseguida prosiguió:
El sádico de mi marido me puso en el frigorífico una magnet´fono con una cinta grabada, de tal menera que cada vez que yo iba y lo abría para picar algo, me saltaba su voz desde el aparato, llamándome marrana, tragona, zampabollos, zampona, manducona y toda una serie de lindezas del mismo estilo que ya podrás imaginar. Desde luego, después de oir esa caterva de insultos cerraba la puerta del frigo hasta con lágrimas en los ojos.
Otras veces me invitaba a comer fuera de casa, y siempre lo primero que hacía era pasarme la carta del restaurante con aires de superioridad y, satisfecho, levantando la voz para que todo el restaurante le oyera, me preguntaba:
¿Y qué va a tomar mi gordita. !? ,
con lo cual acababa por tomarme una pantagruélica ensalada de 2 hojas de lechuga con un cuarto de tomate y un vasito de agua. Figúrate.
Pero ¿sabes?, ahora estoy encantada. La mujer que no sepa ser gorda, pues que adelgace, y la que lo sepa ser, pues que lo disfrute. Mi cuerpo es mío. No me importa lo que piensen los demás, y sii te parezco fea, pues no me pires y punto. Hasta el mismísimo estoy de las anorexias y las bulimias, de que nos hagan ser como no somos, de que pretendan cambiarnos, humillarnos y acomplejarnos por el grave delito de sobrepasar los 52 kilos de peso. ¡¡si con eso no se tiene ni donde agarrar!!. Es como si las mujeres no estuviéramos en el mundo más que para estar secas, porque SE CREE que eso es belleza falso, falso y mil veces falso y para seducir a los hombres como si no tuviéramos nada menjor que hacer , y no para realizarnos como personas, lo mismo que tú, que éste y que el de más allá. No, chica, conmigo ya no podrán. Allá las que piensen que no sé lo que me digo, que solo hablo por envidia cochina y que se lo pasan todo por la entrepierna ellas, tan ágiles y que se realicen precisamente adelgazando. Yo ya me bajé del tren.
Me puse de pie lentamente, llamé con un gesto al camarero, y le pedí todo lo que les quedara de tarta de queso y un café vienés. Y comiendo me juré a mí misma que nunca más volvería a pasar hambre por un hombre, mientras observaba a Silvia alejarse, despidiéndose de mi con la mano, bamboleando de un lado a otro de la acera su enorme anatomía de elefanta satisfecha.