La noche es cálida y pesada. En la soledad de su estudio, Martín se afana sobre el trozo de caoba, dando los últimos toques a esa enorme cruz que, sin saber cómo ni por qué se ha convertido en algo prioritario, como si un mandato superior lo hubiese obligado a dejar de lado todo aquello a que se ha dedicado los últimos diez años, convirtiéndolo en prestigioso escultor de renombre internacional.
Casi irracionalmente y en un arranque especial de humor negro, seis meses atrás ha comenzado la talla de su propia cruz. Después de obtenidos por medio de un amigo colombiano los dos trozos de caoba del grosor de una pierna, se ha dedicado con su acostumbrada prolijidad y eficiencia a desbastarlos hasta transformarlos en pulidos cilindros que ha procedido a encastrar sólidamente.
Luego y como poseído de una inspiración singular, sin responder a ningún patrón preestablecido ni bocetos previos, su imaginación ha ido dictándole a sus hábiles dedos un preciosismo barroco que está lejos de su estilo de talla.
Gubias, buriles, escofinas, formones, limas y lija han dado forma y pulido hasta en el más fino detalle a figuras de elfos, duendes, putines y ángeles de redondos traseros que se confunden en filigranescos entramados de flores y vides con sus frutos y zarcillos.
Al principio encaró sólo el frente, pero un entusiasmo casi febril lo llevó a que, progresivamente, todo el contorno se viera cuajado de los laberínticos trazos de sus herramientas. Cada día creía haber terminado, pero con la culpabilidad de una misión inconclusa, encontraba pequeños recovecos aun susceptibles a la talla y minúsculas figuras se plasmaban en milimétricos espacios. Sólo al frente y en el centro de la encrucijada, había dejado limpio un rectángulo en el cual alguien, en algún momento, mandaría colocar una placa de bronce con sus datos y, seguramente, un desacertado epitafio.
Cubierto de transpiración y con reverente porfía, estregaba la fina lija sobre la dureza de la madera que brillaba con un resplandor casi vítreo, cuando, más que saber, presintió que no estaba solo. Fue aminorando la vehemencia del pulido y, finalmente, se dio vuelta. Junto a la puerta que no había sido abierta, estaba Lucía, tal y como él la recordaba. Su rostro de madonna, envuelto por el suave nimbo que le brindaba la cabellera ondulada de reflejos dorados parecía no haber cambiado en todos estos años y conservaba la radiante trasparencia de la porcelana.
Alucinado, observó como ella se aproximaba lentamente y su mente retrocedió, inexorablemente, a otro verano, tanto o más caluroso. Y se vio con sus robustos y soberbios veinte años en la estancia de su padre.
No era una familia numerosa, apenas sus padres, su tía, - hermana de su madre -, su hermano mayor, la esposa de este y su hermanita menor. A pesar de la proximidad con el pueblo, no eran afectos a sociabilizar demasiado y las distracciones eran singulares y solitarias; su hermano compartía con su padre distintas tareas en el establecimiento y las mujeres manejaban a la servidumbre haraganeando en la frescura de las sombreadas habitaciones. El, ya dedicado al arte, recorría los campos a caballo, buscando inspiración en lo que la naturaleza le brindaba generosamente.
Casi de manera ilógica, había una hora determinada en que sus sentidos parecían estar exacerbados, permitiéndole captar mayores detalles que en otros momentos; luego del almuerzo y cuando el peso del cielo parecía aplastar todo aquello que osara moverse, en esa calma reverencial en la que sólo el canto de los horneros, el chirrido exasperante de las chicharras y el zurrar de las torcazas rompía el silencio propiciatorio de la siesta, él montaba su alazán y lentamente, sin molestarse por el sol que derretía sus espaldas vagaba sin rumbo por los campos, deteniéndose frecuentemente para tomar bocetos de algún accidente geográfico en especial, de los juegos de contraluces en el bosque de eucaliptos o los reflejos del sinuoso río que lo atravesaba, fresco y umbroso al amparo de sus ramas.
Fue en una de esas tardes, cuando el termómetro de la galería indicaba con su roja intensidad el agobiante peso de los treinta y ocho grados, que se adentró en el bosque dispuesto a darse un chapuzón. Dejaba que el alazán rumbease a su antojo bajo la relativa frescura de la sombra cuando de pronto escuchó un fuerte chapoteo y una alegre carcajada femenina. No recorrió más de cuarenta metros y ya sobre el barranco, detuvo al caballo para inmovilizarse contemplando alelado la figura desnuda de su cuñada jugueteando en las aguas.
Por primera vez cobraba conciencia de que Lucía era mujer desde el punto de vista sexual. Siempre había sido simplemente su cuñada, patrimonio afectivo y físico de su hermano, seguramente la posible madre de sus sobrinos y por eso mismo, totalmente asexuada, a pesar de tener los mismos veinte años que él.
Lucía pertenecía a una tradicional y relevante familia quiteña y su hermano, diez años mayor que él, la había conocido mientras asesoraba a sus padres sobre posibles inversiones en la Argentina. Seis meses después, la joven dejaba Ecuador para casarse en Buenos Aires con todo el boato que el lustre y prestigio de sus apellidos históricos exigían.
Ahora, como un cachetazo a su cándido respeto, su desnudez le hacía cobrar conciencia de lo inmensamente bella que era, de la espléndida solidez de sus carnes, de la inquietante proporción de sus senos y nalgas que ella exponía irreverentemente en medio de acrobáticos saltos que la catapultaban al aire para caer estrepitosamente y sumergirse en las agitadas aguas.
La contundencia de sus redondeces parecía agigantarse por la intensidad del brillo que le prestaba el barniz acuoso, acentuando la morbidez de las formas, oquedades, rendijas y hendeduras, mientras que la abundante cabellera mojada se adhería a su piel como serpientes morbosas.
Martín permaneció observándola por un rato como hipnotizado, sintiendo un conocido escozor de excitación en los riñones y la garganta reseca, hasta que el alazán mordió inquieto la coscoja del freno y su ruido hizo que la joven levantara la vista alarmada para encontrarse con su mirada, inconscientemente lujuriosa. Lucía clavó sus ojos en los suyos y, lejos de cubrirse, permaneció estática, desenfadadamente ansiosa en oferente entrega.
El reaccionó y tirando fuertemente de las riendas, obligó al caballo a volverse para emprender un enfurecido galope que cubrió a ambos de sudor, hasta que el montado se detuvo agotado por la carrera, con los ijares palpitantes y el pelo chorreante de espuma. El deslumbramiento por el descubrimiento de su cuñada-mujer lo sumió en una serie de sensaciones encontradas, mezcla de un deseo loco y odio por esa actitud de impudicia desprejuiciada de la joven que avergonzaba a su hermano.
La ubicación de cada uno en la mesa respetaba prioridades tradicionales; su padre ocupaba la cabecera y a su derecha venían su madre, la tía y la hermana menor. A la izquierda, su hermano, Lucía y él, que nunca había prestado atención a su proximidad pero ahora se sentía molesto por los cálidos efluvios que su cuerpo exhalaba y que jamás había percibido con tanta intensidad y repulsión.
En lo posible esquivaba su mirada o evitaba hablarle más allá de lo imprescindible para que su molestia no resultara tan notoria. Por el contrario, ella parecía provocarlo con sus atenciones, sus toques familiarmente amables, el roce intencionado al alcanzarle el pan o el vino y hasta descaradas fricciones de rodillas contra sus muslos. Tal vez siempre se había comportado de esa manera y él no lo había notado o ahora estaba demasiado susceptible, pero toda ella se le brindaba en gentiles actitudes provocativas que sólo él entendía, obligándolo a alejarse, manteniendo un comportamiento evasivo.
Para aumentar esa distancia, intensificó sus salidas al campo pero había horas y circunstancias de las que le era imposible sustraerse y debía permanecer a su lado, tan próximo que su calor lo excitaba, especialmente en la mesa y en misa, en la cual compartían el reclinatorio familiar y donde ella casi se restregaba contra él. Todo hubiese sido facilmente superable sino fuera porque ella había comenzado ha habitar las fantasías de sus sueños y su sola presencia lo excitaba sexualmente.
Casi un mes después y una noche en que los dos quedaron solos en la galería, Lucía enfrentó la situación con adultez, dejándole entrever sin rodeos ni eufemismos su enamoramiento y la necesidad física de relacionarse íntimamente con él. Furioso por la desfachatada franqueza de su cuñada y por el hecho de que él mismo se planteara secretamente esa posibilidad, lejos de mostrarse predispuesto al diálogo, se levantó con presteza para alejarse de ella. Al otro día, luego de una noche infernal en la que se debatió entre la necesidad de dar rienda suelta a ese deseo loco que ya se estaba convirtiendo en obsesionado amor y lo que su hombría de bien le exigía, se levantó al alba y regresó a Buenos Aires.
Dos días después, un telegrama le trajo la noticia, infausta y desagradable; Lucía se había suicidado. Con hermética discreción trasladaron los restos a la ciudad pero no la velaron. Como católica estaba maldita y, encerrada en el más modesto cajón, la dejaron en la funeraria el tiempo que exigía la ley para luego llevarla a un modesto camposanto provincial, no al panteón familiar en el cementerio de los próceres y allí, la enterraron en una fosa miserable sin siquiera una lápida, olvidando que su nombre estuviera alguna vez ligado a la familia.
Sólo él, abrumado por la culpa y el arrepentimiento de no haberla amado lo suficiente como para jugarse por ella, acudía una vez por mes para dejar una rosa blanca sobre la desolada y paupérrima tumba en la que, tal vez un administrador cuidadoso o algún caritativo cuidador, había clavado una simple tabla en la cabecera y escrito su nombre de soltera y la fecha de la muerte con burdas pinceladas.
El secreto compartido que los había unido y separado, con su muerte se había convertido en una carga, pesada pero soportable. Con un espíritu de mártir del que se creía exento, asumió la responsabilidad del suicidio, reconociendo a regañadientes y en áspera disputa con su conciencia, que aquella respuesta despectiva y cobarde frente a la franca y límpida conducta de ella, no había sido otra cosa que el agresivo reconocimiento de su deseo, de un amor no asumido ni siquiera íntimamente por lo que de indecoroso y sacrílego suponía.
Sentía como un hueco ardiente se iba agrandando en su pecho, llenándolo de resentimiento contra los suyos y consigo mismo. Desesperadamente, se hundió en el cerrado mutismo de los creadores y sus manos fueron encontrando tal comunión emotiva con la madera que se convirtieron en admiración de los críticos y sus atormentadas tallas fueron esparciéndose por el mundo. A poco de cumplir los treinta años, lo invadió esa obsesión por la obtención de la caoba y la talla febrilmente minuciosa de la cruz.
Cuando levantó la vista, Lucía estaba frente a él, tan próxima que el calor de su cuerpo llegaba hasta el suyo y el aliento con reminiscencias a flores silvestres iba envolviéndolo tenuemente. Se extasió contemplando aquel rostro querido y deseado, esos ojos de transparencias color malva, la delicada curva de la fina nariz y el tajo incandescente de su boca, de labios plenos y jugosos, henchidos de sangre y pasión.
Sin movimientos evidentes, ella se desprendió del blanco camisón con el que había sido enterrada y su cuerpo emergió en toda su magnífica esplendidez. La piel nacarada parecía brillar con una translúcida fosforescencia que brotaba desde adentro y sus músculos se dibujaban vigorosos por debajo de ella. Los senos, turgentes y empinados no eran demasiado grandes pero la comba de su taza resultaba perfecta y en el vértice, allí donde se unía con la suave pendiente del pecho, destacaban las dos grandes aureolas de un marrón oscuro casi violeta coronadas por infinidad de pequeños gránulos y en el centro, duros, enhiestos y apuntando al infinito, los largos pezones. A la respiración anhelosamente agitada, los pechos se conmovían con una inquietante cualidad gelatinosa que los hacía ineludibles.
El pecho se hundía en un abdomen liso y terso, salvo por la suave meseta muscular que se levantaba en el centro, hendida por un profundo y tenuemente velloso surco que moría en el pequeño ombligo enmarcado por la medialuna del bajo vientre. El cuerpo se ensanchaba en rotundas caderas de donde se proyectaban las largas piernas en cuyo ápice lucía la encrespada mata del sexo.
Los ojos alucinados de Martín recorrían centímetro a centímetro la anhelada geografía de ese cuerpo por el que se había desvelado noches enteras durante tantos años. Las manos que acariciaron su rostro y rodearon firmemente su nuca ni los labios que se aplastaron contra los suyos o la lengua golosa que penetró imperiosa su boca, tenían inconsistencia fantasmal. Mientras lo besaba apasionadamente, iba desprendiéndolo de sus escasas prendas y, cuando estuvo totalmente desnudo, lo abrazó apretadamente. El intenso calor que irradiaba se fundió con el de Martín, abrasándolo y rompiendo los diques del viejo deseo contenido.
Sin mediar palabra alguna, los amantes se sumieron en un tiovivo de besos, caricias y abrazos que parecían no tener fin; ambos cuerpos se estregaban como si haciéndolo, obtuvieran la miscibilidad que los convertiría en uno. Finalmente, Lucía se deslizó hacia su pecho besando, lamiendo y mordisqueando suavemente sus tetillas mientras las manos acariciaban con urgencia las anchas espaldas y se aferraban a las nalgas.
Con gula voluptuosa, la boca escurrió al vientre, sorbiendo con labios y lengua el sudor que cubría el cuerpo de Martín hasta que la nariz se hundió en la ingle aspirando los acres olores mientras los labios buscaban la manifiesta turgencia del miembro.
Acariciándolo con los dedos, fue recorriéndolo ávidamente con la lengua y los labios prensiles lo succionaron apretadamente. Los dedos separaron con delicadeza la tersa piel del prepucio y entonces, labios y lengua contornearon el surco sensible del glande con morosidad casi cruel. Apoyado en el banco de carpintero y con las piernas abiertas, Martín estaba experimentando en más anhelado y gozoso de los placeres, acariciando con sus dedos la espesa cabellera de la mujer, quien, tomando entre sus manos al endurecido falo, fue cubriendo de besos y lengüetazos al ovalado y desnudo glande inflamado por la excitación.
En tanto que las manos subían y bajaban en una torsión intensa por el tronco mojado apretando reciamente las carnes, los labios tomaron posesión de la roja cabeza y succionando, la fueron introduciendo en la boca, azotándola con el húmedo látigo de la lengua. La verga penetraba más y más la boca de la mujer que succionaba desesperadamente y de su pecho, comenzó a brotar un ronco bramido que fue aumentando junto con la velocidad que Lucía imprimía a su cabeza. En medio de sus angustiosos e histéricos gemidos, la explosión seminal inundó su boca y ella se apresuró a tragar la almendrada cremosidad que deglutió con fruición hasta la última gota que el pene expelió en medio de incontrolables y espasmódicos remezones.
Sin que Martín supiera cómo, se derrumbaron a medias sobre la cama. Lucía tenía el torso sobre el colchón pero sus pies aun seguían firmemente apoyados en el suelo. Cubiertos de sudor, los senos escapaban a los apretujones de los dedos de Martín como conejos asustados. El tomó a uno de ellos entre sus manos y atacó con su lengua las ahora abultadas aureolas. La profusa granula de su borde lo excitó más aun y los labios se esmeraron chupando su superficie con vigor mientras que el endurecido y grueso pezón se erguía como reclamando ser satisfecho y la lengua se entretuvo excitándolo con su tremolar de sierpe hasta que los labios lo rodearon con su protectora suavidad, sorbiéndolo suavemente al principio para intensificar luego la presión. Como la mujer estrechara con angustia su cabeza contra el pecho, los dientes lo mordisquearon tenuemente, rascando dulcemente la carne estremecida.
Algo mágico parecía haberse instalado en el cuarto, un algo salvaje, ancestral y primigenio que estaba más allá de todo entendimiento humano. Algo cósmico, misterioso y aberrante que llevaba a los amantes a buscarse de manera irrefrenable, despertando en ellos sus más bajos y atávicos instintos para embestirse como dos bestias en celo. Manos y bocas, brazos y piernas iban estregándose en la más fantástica de las uniones, enredando y desenredándose, estrechando sus pieles sudadas en resbaladizos y placenteros choques, entregando sus oquedades a las iniquidades de los dedos que rascaban, hurgaban y rasguñaban despertando la más calenturienta y lujuriosa de las respuestas.
Lucía mantenía los ojos cerrados, acezando quedamente entre los labios apretados que separaba solamente para dejar que la lengua humedeciera los labios resecos por la fiebre y un delgado hilo de saliva escapaba desde la comisura hasta el cuello que, con los músculos tensos e hinchados por la fortaleza con que ella apretaba la cabeza contra el colchón, mostraba sus venas y músculos dilatados por la afluencia de sangre. El suave jadeo fue acentuándose a medida que la boca de Martín hacía estragos en los pezones y su mano derecha, sumiéndose en las hendeduras, descendía para hundirse entre la mojada pelambre del sexo, rascando leve y lentamente los labios de la vulva.
Como transfigurada y devenida en una hembra de malignidad demoníaca, Lucía sacudía la cabeza en medio de desesperados rugidos y enloquecida por el deseo, empujó la cabeza de Martín hacia abajo al tiempo que abría demandante sus piernas esperando ansiosamente el contacto de su boca. Con morosa gula, olió profundamente el aroma que exhalaba la ensortijada vellosidad y la lengua se abrió paso con aviesa lentitud entre la espesa y lábil cortina hasta tomar contacto con la vulva que, dilatada, se abrió complaciente al avance de la carnosa punta.
Barnizado por su saliva, el sexo lucía hinchado y sus labios ennegrecidos dejaban escapar el rosado encaje de los pliegues internos. Los dedos colaboraron con la lengua y ante los ojos del hombre se ofreció el espectáculo fascinante del sexo femenino. Rodeado por la abundancia de los labios, el óvalo exhibía la superficie perlada e iridiscente donde apenas se adivinaba el diminuto agujero de la uretra y sobre él, la masa carnosa del abultado clítoris.
La lengua se entretuvo explorando exhaustivamente el interior y luego se dedicó con ahínco a castigar duramente al estremecido tubito cuyo capuchón, hostigado de esa manera, fue cobrando mayor tamaño y dureza para dejar adivinar la pequeña redondez de su glande. Los labios del hombre lo encerraron entre ellos y apretándolo con fiereza, lo sometieron rudamente ayudados por el filo romo de los dientes mientras que los dedos índice y pulgar asían los carnosos pliegues y los retorcían con sañudo entusiasmo.
La mujer comenzó a mecer rítmicamente la pelvis acompasando el ondular del cuerpo al vaivén de su cabeza y, ante ese silencioso reclamo, Martín introdujo dos de sus dedos en la vagina que ya dejaba manar el fragante fluido de sus jugos y recibió la intrusión con un gruñido de beneplácito.
Los dedos se deslizaron por la superficie ondulada de esa caverna anillada, acariciando, hurgando y escudriñando en la plétora de espesas mucosas en todas direcciones hasta que, retrocediendo, ubicaron en la cara anterior esa tierna callosidad, ese lugar específico, ese punto, ese resorte que dispara explosivamente la sexualidad de las mujeres y allí presionó, atormentando la urgidas carnes en lento vaivén.
Enardecida, Lucía profirió sus primeras palabras, sólo para exigirle con perentoria crudeza de lenguaje que la poseyera. Martín se irguió y elevando las piernas de ella hasta su pecho, la penetró violentamente con el endurecido príapo. La mujer se alzó sobre sus codos y así apoyada, exhibiendo en el rostro una expresión libidinosa que transformaba sus hermosos rasgos en mefistofélica vesania recibió el cuerpo del hombre que, habiendo apoyado un pie sobre la cama, tomó envión y comenzó con un rítmico hamacarse que obnubiló a la mujer, toda vez que, en cada nueva penetración, el falo se estrellaba contra sus entrañas haciéndola prorrumpir en estremecidos sollozos de felicidad.
Los cuerpos de los amantes iban cobrando esa comunión que sólo da la cotidianeidad. Los músculos del uno parecían adivinar las intenciones del otro, adaptándose con fluida maleabilidad al esfuerzo, haciéndolo placentero a pesar del calor bochornoso, de la violencia que ambos descargaban en el acto sexual y de la lentitud exasperante con que afrontaban la penetración sin que ninguno de los dos evidenciara cansancio.
Martín había poseído a muchísimas mujeres en su vida pero ninguna había llegado a ejercer ni siquiera una décima parte de la atracción sexual con que lo apabullaba Lucía. Real o fantasma, espanto, ángel o demonio, la consistencia de sus carnes era contundentemente placentera y su cuerpo emanaba una inquietante temperatura que estaba lejos de ser normal.
El sentía que su miembro, laceraba y desgarraba los delicados tejidos interiores de Lucía y, sin embargo, ella evidenciaba recibir gozosamente esa tortura, dilatando y contrayendo con indudable práctica los músculos vaginales que estrechaban al falo con la contundencia de una mano.
Los gemidos que escapaban de su boca se convirtieron en rugidos y envolviendo entre sus tobillos la nuca de él, con un brusco movimiento de las piernas lo obligó a caer sobre sus senos. Aprisionó el torso entre sus brazos y aplastando su boca ávida contra la de él, clavó las uñas en la espalda mientras sus piernas se enlazaban en las nalgas y sus pelvis se estrellaban en medio de mucilaginosos chasquidos.
A juzgar por sus gritos y por la abundante lubricación en que chapoteaba la verga, ella parecía haber alcanzado un abundante orgasmo pero distaba de relajarse, estando más excitada que al principio y como potenciada por una energía infinita que había contagiado a Martín. Hábilmente y sin dejar que el miembro saliera de su sexo, Lucía se puso de costado encogiendo su pierna derecha y sosteniéndola así con su mano, alzó la izquierda en ángulo recto para permitir que la penetración fuera aun más profunda. Martín aferró la pierna alzada y, acomodándose mejor, la fue penetrando desde atrás, conmoviendo a la mujer con cada embate de su cuerpo. Totalmente obnubilada, con los ojos revueltos y un hilo de baba fluyendo sobre los senos, Lucía dejó que su mano izquierda flagelara al clítoris y los dedos se hundieran junto con la verga en su sexo.
Martín sentía como sus riñones le transmitían la exigencia de los testículos y acelerando el compás del cuerpo, eyaculó largamente en el interior de la mujer quien, excitándose por ese baño espermático a sus entrañas, le exigía a voz en cuello e imperiosamente que no cejase en la cópula y la hiciese gozar aun más.
El se dejó caer boca arriba en la cama y ella, ahorcajándose acuclillada sobre su cuerpo, se penetró con el miembro todavía endurecido iniciando una cabalgata lenta y profunda con la que el falo recuperó otra vez su estado, escarbando su interior y haciendo que la mujer, mordiéndose los labios de placer, le susurrara soeces reclamos y que aferrara rudamente los senos con sus manos, sobándolos y retorciendo entre los dedos los irritados pezones en los que clavó sin piedad sus afiladas uñas.
Martín no se cansaba de admirar la espléndida belleza de la mujer jineteándolo con frenesí, con los largos cabellos mojados por el sudor pegándose a su cuerpo cual voraces serpientes como rediviva imagen de diez años atrás. El hermoso rostro, abotagado y desfigurado por la vileza, parecía irradiar una extraña luz interior y sus ojos enrojecidos refulgían con una intensidad tal que evidenciaban toda su lúbrica perversión.
La espesa saliva que brotaba por la comisura de sus labios unida a los ríos de sudor que corrían por su piel, escurrían hasta sus pechos y desde allí goteaban aleatoriamente sobre el vientre del hombre. Martín conducía con sus manos las caderas de la mujer haciéndole conservar el ritmo de la cabalgata y, en medio de las sensaciones más placenteras, no podía dejar de admirar la satánica pasión con que ella misma se flagelaba.
Al borde de la histeria, absolutamente fuera de sí y como poseída, Lucía sacudía la cabeza de lado a lado hasta que de pronto, deteniendo el vaivén, alzó su cuerpo y, acuclillada, lentamente, embocó la verga para penetrarse por el ano. Sus bramidos de dolor y placer inundaron el cuarto en tanto que incrementaba la flexión de sus fuertes piernas y llevando las dos manos a su sexo, torturó con una al grueso clítoris y los dedos de la otra se perdieron en el interior de la vagina hasta que gruesos lagrimones y sollozos de dolor se entremezclaron con las expresiones de su placer y alegría ante la intensidad del orgasmo.
Martín perdió toda noción del tiempo y, con una fuerza que ella parecía insuflarle, la acompañó en todas y cada una de las más insólitas posiciones y penetraciones que le exigió sin experimentar cansancio ni mengua en sus explosiones seminales. Nunca hubiera imaginado que la dulce y tímida, la casi virginal, respetada, deseada y extrañada niña cuasi adolescente que había sido su cuñada, deviniese en un demonio de perversa maldad que se cobraba en él las humillantes vejaciones a las que la había sometido su familia luego del suicidio.
En algún momento de la larga noche, él había sucumbido quedándose dormido. Lo despertó el crudo sol que entraba por la ventana abierta y envuelto en una dulcísima sensación de paz, extendió su brazo aun sabiendo que no hallaría a nadie. Con su perfume y el dulce sabor de su sexo en la boca, se incorporó en la cama, desorientado. Rodeado de sábanas húmedas y fragantes por los olores del sexo, hundió su rostro en las telas aspirando con fruición los aromas de su cuerpo y entonces descubrió, depositado cuidadosamente sobre la almohada, el guardapelo de Lucía, aquella ovalada caja delicadamente cincelada que colgaba de su cuello, única joya con la que había sido enterrada.
Lo tomó entre sus dedos temblorosos y presionando el resorte que activaba la cubierta, lo abrió. En su interior, vio dos minúsculas fotos, una en cada tapa; en la del fondo una imagen de ella en todo su magnífico esplendor y en la superior una de él, cuidadosamente recortada.
Con los ojos llenos de lágrimas, levantó la vista como buscando explicación a lo imposible y entonces, una fuerte luz lo deslumbró desde el lugar vacío que había ocupado la cruz.