¡Pobrecito! Lo percibí entre la multitud, avanzando torpe y penosamente en mi dirección. Parecía víctima reciente de algún accidente, y tal vez por primera vez con muletas. La lesión había afectado una de sus extremidades inferiores que lucía encogida. Sin duda, el muchacho recién había salido de alguna de las muchas clínicas u consultorios médicos de los alrededores. Su semblante, transido por el dolor, captó mi atención.
¿Adonis? ¡Sí que lo era! A medida que se aproximaba más y más fui cayendo en abstracción pese al entorno bullicioso para admirar a un ser humano extraordinariamente agraciado de pies a cabeza. A pesar de su invalidez temporal –supuse—Adonis era un ejemplar digno de ser observado, tocado, besado, chupado, amado, fornicado, etc. Poseía un rostro inmaculado, con ojos negros profundos en perfecta simetría, pestañas tupidas, barba cerrada, hoyuelos, labios carnosos y sensuales; un ejemplar de revista. Con estatura promedio, tez apiñonada (probablemente bronceada), cuerpo atlético y velludo en ambas extremidades, era blanco de todas las miradas. Pero lo más extraño fue que aparentemente había sido yo el elegido. Tal vez había respondido a ese interés con el que lo había observado a distancia.
Hizo un esfuerzo enorme para variar su expresión de dolor y a escasos metros de distancia balbució un débil “disculpe”, como si en verdad hubiese bloqueado mi paso. Por un momento no supe qué decir, pero recapacité inmediatamente para contestar “¿necesita ayuda?” Me acerqué decidido a brindársela y él sonrió de tal manera que sucumbí ante su fragilidad. Ni siquiera pude ofrecerle mi mano porque las propias sostenían las muletas todavía, pero fue mejor así porque las mías temblaban de emoción.
Confesó que había sufrido una aparatosa caída al distraerse mientras bajaba las escaleras dentro de un edificio y que por instinto había metido manos y brazos para suavizar el impacto. Me mostró las extremidades con incontables moretones. Había sido atendido en una de las clínicas del área y a pesar de los analgésicos suministrados para el dolor, este persistía y se generalizaba a todas partes con excepción de la cabeza. Por suerte, no había fracturas y el médico había insistido en lo afortunado que había sido debido a que las lesiones eran superficiales y sin consecuencias.
Adonis pidió que lo acompañara a la parada de autobús que lo llevaría a su casa. Distaba a sólo tres cuadras de distancia, pero para él –sin apoyo— no habría sido posible llegar. Acepté sin pensarlo y me coloqué a un lado de la extremidad lesionada, tomé la muleta y Adonis me abrazó del hombro y comenzamos a caminar en dirección de la parada. No me explicaba el por qué nadie se había condolido de alguien que no podría pasar inadvertido o por qué no había pedido un taxi. Pero tanto mejor para mí.
Con qué delirio avancé lentamente hacia nuestro destino. El calor de su brazo recorrió todo mi cuerpo. Me invadió una oleada de placer a medida que iba escuchando los débiles quejidos emitidos debido al esfuerzo para seguir avanzando. Aminoré la marcha todavía más para luego hacer un alto total a mitad del camino. Pregunté si podía hacer algo más, pero Adonis aseguró que no podía esperar más y que estaba muy agradecido conmigo.
Llegamos a la parada en el momento en que el autobús estaba a punto de partir por lo que tuve que pedir al chofer que nos permitiera abordar dadas las circunstancias. Nos montamos con dificultad. Adonis se percató que yo estaba dentro del vehículo en movimiento y aseguró que no deseaba aprovecharse de mi bondad por lo que podía descender en la siguiente parada para proseguir mi camino. Objeté su argumento al decir que requeriría de mi ayuda para llegar a su destino final y que no tenía yo inconveniente en acompañarlo.
El dolor que sentía fue mi aliado. Aceptó mi ayuda y comenzamos a charlar. Me preguntó mi nombre y yo el suyo, aunque no aclaré que ya lo había rebautizado y para mis adentros me comprometí a referirme a él como lo había decidido. Entre otras cosas, preguntó a qué me dedicaba y si estaba casado. Yo repliqué con las mismas preguntas. Ambos éramos solteros, pero con diferentes profesiones. El dolor parecía ceder y volver ininterrumpidamente. Adonis decía que se sentía mucho mejor para cuando llegamos al destino, pero en verdad, no lo parecía.
La parada estaba muy próxima al lugar en que vivía y hacia ahí nos dirigimos. Adonis abrió la puerta y esperé que alguien nos recibiera, pero nadie lo hizo. Me invitó a pasar y acepté sin pensarlo. Acompañé a Adonis hasta su recámara y lo ayudé a recostarse. Me pidió que me sentara cerca de él y comenzó a sollozar. Había tenido miedo, mucho miedo de perder la vida por el golpe. Lo tranquilicé al decir que todo estaba bien y que pronto empezaría a sentirse mejor. Me confesó que estaba sólo, pero que confiaba en mí.
Luego me pidió que lo abrazara y así lo hice. Sin embargo, el apretujón cobró tal fuerza que Adonis comenzó a quejarse y entonces aflojé la presión ejercida por mis trémulos brazos. Tenía ante mí un suculento varón pero no quise aprovecharme de su fragilidad. Adonis se fue quedando dormido mientras yo permanecía a su lado. Temía que alguien llegara. Era tan aventurado estar con un desconocido, pero tan excitante a la vez.
Adonis despertó poco después y pidió que lo ayudara a desvestirse. Lo despojé lenta y cuidadosamente para no provocar más dolor. En calzoncillos, Adonis lucia esculturalmente soberbio y no pude reprimir la reacción. La naturaleza había sido pródiga con él, nada, absolutamente nada le había negado. Sin embargo, debía privarme de ese embeleso y convenía arroparlo lo más pronto posible. Así lo hice con todo pesar.
Aseguré que necesitaba alimentarse y comió. Antes de dormitar me confió que nadie nos molestaría sino hasta el día siguiente. Si lo quería, podía quedarme a su lado, pero tendría que partir muy temprano. Estuve de acuerdo… Me acomodé con mucho cuidado a su lado. Me aproximé tanto como pude y cuando pregunté por qué me había ofrecido disculpas inicialmente, me invitó a besarlo. Hacía tiempo que no besaba de manera tierna y con tanto cuidado por lo que literalmente me extasié.
Sentí la rigidez de Adonis y la mía también. Con el mismo cuidado y sin despegar mis labios de los suyos cogí su miembro con delicadeza tanto como el mío para estrujarlos y masajearlos mesuradamente. Adonis besaba con dulzura, sin dejar de quejarse con debilidad hasta que su respiración fue entrecortándose para anunciar la inminente cima del placer y en perfecta sincronía. El dolor había sido sometido.
FIN
Que historia tan tierna,,, tan rica de sensualidad, lo imagine todo. felicidades