MARISA
Para Marisa, los cincuenta y cinco años representaban un símbolo de su frustración.
Viuda desde hacía tres años y madre de dos hijas que, aunque solteras, habían decidido vivir solas, no encontraba destino para su tiempo ocioso. Si a aquello se agregaba las necesidades íntimas que tenía, como toda mujer a pesar de haber pasado rápidamente por una tardía menopausia, su vida no era la más grata
Pasado el primer año de duelo, que verdaderamente lo había sido ya que amaba a su marido, el cine, el teatro y otro tipo de manifestaciones artísticas, junto a la literatura y las horas de gimnasio, mantuvieron subyacentes durante casi otro año las urgencias que su cuerpo le manifestaba de manera insoslayable, por más que pretendiera ignorarlas.
Como nunca había sido promiscua aunque no pacata, también desechó los velados avances con que en reuniones y hasta en la calle misma, los hombres pretendían seducirla. A su edad, no era tan estúpida como para suponer que en esos galanteos existía la mínima posibilidad de una relación seria y tenía la certeza de que sólo su cuerpo, por cierto muy bien conservado, era el objetivo con el que pretendían desfogar sus pasiones sin compromiso.
La soledad se había convertido en una cómplice a la que le estaba teniendo aprecio y gracias a ella, fue que se animó a suscribirse a los tres canales condicionados que ofrecía el cable y accedió de esa manera a un mundo al que ni siquiera imaginara que existía.
Primero como espectadora, asistió deslumbrada a esa exhibición inagotable de cuerpos femeninos y masculinos acoplándose en las más variadas combinaciones no sólo físicamente acrobáticas sino también de género. Alucinaba ante el tamaño de los miembros de aquellos hombres y de lo que las mujeres eran capaces de hacer con ellos pero, lo que definitivamente contribuyó a que el espectáculo se convirtiera en un sucedáneo del sexo para calmar sus ardores, fueron las relaciones entre mujeres de las que siempre había oído hablar pero ni había supuesto fueran tan espléndidas como para excitarla e inconscientemente, sin proponérselo, caer en una masturbación que la avergonzó pero la satisfizo como nada lo hiciera en ese tiempo.
Aprendió a relevar cada rincón de su cuerpo y a conocer las respuestas con que este respondía a esos estímulos; con la guía inagotable de esas mujeres a las que envidiaba por las delicias de lo que vivían, se hizo ducha en el arte de auto complacerse y hasta recurrió descaradamente a sucedáneos fálicos caseros como eran delgados pepinos, suchinis y algún embutido tentador para hacer más completa su satisfacción.
Los seis meses en que duró esa práctica y a su pesar, no hicieron otra cosa que exacerbar no sólo su imaginación sino la urgencia histérica de sus entrañas por convertir en reales aquellos falos sustitutos. En vez de olvidarlos, cada vez recordaba con palpable realismo los miembros que conociera y no sólo los imaginaba en su sexo, sino que su boca se convertía en receptáculo más que idóneo y hasta llegó a fantasear, aunque nunca lo hubiera hecho en realidad, con experimentar los nuevos placeres que aparentemente brindaba la sodomía..
Finalmente, aquello había terminado por volvérsele en contra y ya no escuchaba con desagrado las sutiles propuestas de los hombres, atreviéndose a sostener coqueteos tan efímeros como las reuniones a las que concurría. Ya tenía verdadera necesidad de sentir contra el suyo el cuerpo de un hombre y creyó ver la ocasión de hacerlo sin avergonzarse y públicamente. De casualidad se enteró que a tan sólo dos cuadras de su casa funcionaba una milonga, una de esas tanguerías tan de moda en el momento. Como ella había sabido bailar tango, a pesar de llevar muchos años sin hacerlo se animó y ese viernes concurrió al local.
Nunca había ido a ese tipo de locales y el aspecto en general, la apichonó. Sin embargo, agradeció a la semipenumbra en que se encontraban las mesas que le permitió esconder su soledad. En su fuero interno la abochornaba esa búsqueda desfachata de un hombre que había emprendido, pero se dijo que, en definitiva, aquel era un local bailable y trataría de amoldarse a las costumbres.
Por un rato, se abstrajo en la contemplación de las parejas deslizándose en la pista iluminada y cuando rato después, un hombre se acercara a su mesa para pedirle gentilmente que bailara con él, lo hizo con tal pasmosa tranquilidad que la asombró a ella misma.
Una vez en la pista, todo pareció cambiar; el sentir el brazo del hombre cruzando su espalda le hizo recordar aquello de que bailar es como andar en bicicleta, una vez que lo sabés hacer no se te olvida jamás.
Instintivamente su cuerpo se tensó para adquirir la misma posición del hombre y cediendo fácilmente al gesto, se amoldó al masculino. Un torbellino de sensaciones dormidas la invadió; el olor masculino, mezcla de sudores y perfumes más la sólida prepotencia del cuerpo, reavivaron en el fondo de su vientre los rescoldos de aquello que sólo sus manipulaciones conseguía apagar y, aunque su compañero no lo hiciera de intención, la inocultable presencia del bulto viril rozando su pierna la hizo prorrumpir en un hondo suspiro satisfecho.
O el hombre daba por descontado esa actitud suya o tenía la delicadeza de no hacerle ver que él sabía lo que provocaba en ella, pero lo cierto era que la introdujo al laberinto de las piernas y los cuerpos se rozaron unidos casi miméticamente sin necesidad de expresión oral alguna.
Después de tres tangos, la condujo a su mesa y tras agradecerle la gentileza, desapareció. Marisa estaba conmovida por lo que esos diez minutos hicieran en su cuerpo y mente; en el primero, el restregar de los cuerpos había convocado aquellos fluidos que borboteaban en su vientre para que rezumaran líquidamente, excediendo la protección de la bombacha y deslizándose por sus muslos en finísimos hilos que cosquilleaban en la piel. La segunda, tanto o más febril que el cuerpo, había elaborado durante la danza imágenes fantásticamente reales de las cosas que le provocaba el hombre y ahora, con los ojos semi cerrados, lucubraba con la verga masculina y las cosas que sería capaz de hacer con ella hasta casi sentirla físicamente.
En esa actitud de aletargada soñolencia, permaneció casi durante una hora sin que ningún hombre se acercara a ella pero ni siquiera lo advirtió, sumida en el pozo rosado de sus sueños.
Sólo la presencia del hombre a quien identificó más por sus aromas que por lo físico, la sacó de su ensimismamiento para aceptar gustosa a volver a la pista. Y así, en una comunión corporal como ella no recordaba haber experimentado jamás hacia hombre alguno, permanecieron abrazados al compás de la música durante un tiempo sin tiempo en el que, con escuetas y susurradas confesiones, Marisa supo que él se llamaba Esteban. Como si esa identidad rompiera esa barrera de natural desconfianza que sentía ante extraños, le confió de su reciente viudez, disfrazó su edad porque sabía que su cuerpo daba como para que lo hiciera y finalmente accedió a darle su nombre.
Como si esa mutua identificación consolidara la mutua atracción, bailaron durante un rato más hasta que Esteban la condujo hacía una de las esquinas donde el salón estaba más oscuro. Atrayéndola hacia él, la abrazó estrechamente mientras su boca buscaba la suya.
A excepción de su marido, hacía casi treinta años que no besaba a otro hombre y, tras un momento de crispada tensión, sus labios se abrieron para aceptar golosa ese regalo que le estaba haciendo Dios. Esteban besaba verdaderamente bien y sus labios gruesos pero tersos hicieron una leve ventosa con los de Marisa para luego enviar la lengua en viaje exploratorio dentro de la boca.
Todavía un poco sorprendida por la velocidad con que se daban las cosas, permaneció unos instantes como paralizada, pero después, su lengua salió autónomamente al encuentro de la otra para trabarse en una deliciosa batalla mientras los labios se unían y desunían en ávidos chupeteos.
En tanto se abrazaba al cuello del hombre que, unos veinte centímetros más alto la hacía esforzarse en puntas de pie, este asentaba sus grandes manos en las nalgas para sobarlas reciamente mientras la atraía contra su entrepierna y ella, en un movimiento reflejo, apretó su pelvis contra ese bulto que ya era una fuerte prominencia.
Poniéndola un poco de costado, Esteban llevó las manos hacia su pecho para desabrochar los tres primeros botones de la blusa y dejar que los dedos recios se adentraran por debajo del corpiño para buscar la rígida excrecencia de los pezones.
Marisa no cabía en sí de felicidad y en tanto se esforzaba en incrementar la fuerza de las succiones, de manera totalmente involuntaria pero consciente de que estaba haciéndolo, rebuscó con su mano sobre la bragueta y tras bajar el cierre, introdujo los dedos para ir a la búsqueda de ese falo que prometía ser tremendo.
Tanteándolo por encima del calzoncillo, corroboró que no estaba equivocada y con esa experiencia zagüanera de su juventud, apartó la tela para rodear la verga con los dedos e iniciar una caricia que fue convirtiéndose en entusiasta apretón al comprobar su endurecimiento. El falo estaba humedecido y los dedos fueron envolviéndolo para sobarlo en suaves apretujones y luego deslizarse a lo largo del tronco en un masturbatorio vaivén que enardeció al hombre.
Como estaban protegidos por el follaje de unas plantas que hacían las veces de un divisor, Esteban había ido alzando la pollera y sus manos ya no recorrían las nalgas por encima de la tela sino que se asentaban sobre la carnosidad de las nalgas y los dedos se perdían por debajo de la fina tirita de la bombacha para recorrer ávidos el interior de la hendidura hasta establecer contacto con el ano, estimulándolo delicadamente con sus yemas.
Olvidada de quien era y dónde estaba, extraviada por el goce que le hombre le daba, susurraba porquerías en su oído y cuando él, venciendo al elástico de la bombacha llevó la mano hacia delante para buscar y estimular al clítoris, creyó morir de tanta dicha. Nuevamente una mano masculina recorría su sexo y eso la hizo tomar conciencia de lo que tenía en la suya.
Tomando la iniciativa, empujó a Esteban nuevamente contra la pared y acuclillándose sorpresivamente frente a él, sacó la verga del encierro para embocarla entre sus labios. Ese olor característico de una ingle masculina atacó su olfato y esa terminó de alienarla.
Con ambas manos sacó el falo y los testículos para luego, con repentina calma, volver a masturbar al tronco, haciendo que los dedos al llegar a la punta envolvieran cariñosamente al glande pero, la boca golosa se perdió en la parte inferior, explorando con la lengua al arrugado escroto y sorbiendo con fruición esa mezcla de saliva, sudor y humores corporales del hombre.
A pesar de haber sido una verdadera experta en felaciones, nunca lo había hecho de esa forma y mucho menos con un absoluto extraño, pero tal vez la peculiaridad de la situación la motivara y ya sin poder aguantar las ansias, subió a lo largo de la verga, que por cierto excedía a cuantas hubiera conocido antes, lamiendo y chupeteando al venoso tronco.
Al llegar al surco que debía cobijar al prepucio, encontró que estaba desprovisto de este y le mostraba su profundidad como incitándola; la lengua tremolante se abatió en la pequeña hendidura, limpiándola de todo fluido y entonces sí, la boca se abrió como la de una boa constrictor para dar cobijo al mondo glande.
Bastante más grande de lo que imaginara, la cabeza de la verga entraba escasamente entre sus labios y no deseando dañar al hombre con el filo de sus dientes, estableció un leve movimiento de la cabeza por el que chupeteaba fuertemente la piel y luego la lubricaba con largos e intensos azotes de la lengua y, casi milagrosamente, como efecto de la causa, sus mandíbulas fueron dilatándose hasta semejar estar dislocadas y todo el grosor del tronco se deslizó dentro de la boca.
Desaforadamente entusiasta al sentir entre sus labios algo que jamás imaginara experimentar, introdujo la verga hasta que la punta, rozando la campanilla, puso una arcada en su pecho y entonces, inició un lerdo vaivén succionante al que acompañaba por la acción de índice y pulgar que actuaban como prieto anillo masturbatorio.
Su excitación crecía por el modo con que el hombre agitaba su pelvis en simulado coito pero, cuando acrecentó la velocidad de la boca y dedos, alzándola por las axilas, Esteban la arrastró dentro de un cuarto cuya puerta ella no había advertido.
Aturdida aun por lo que había colocado en su cuerpo y mente esa pasión desenfrenada, pudo advertir que en la habitación brillantemente iluminada había un juego de sillones a manera de un living. El súbito cambio de luz la deslumbraba y la presencia de los asientos le indicaba un uso definido de estos, pero cuando iba a darse vuelta para protestar airadamente, Esteban la sujetó desde atrás empujándola hasta que sus piernas se estrellaron contra la parte trasera del respaldo y, mientras con una mano le tapaba la boca con la otra le levantó hábilmente la falda.
Ella sentía como el borde tapizado apretaba la pelvis y, con el cuerpo arqueado por la fuerza con que el hombre tiraba de su cabeza hacia atrás mientras una rodilla presionaba la zona lumbar, emitió el ahogado farfulleo de un reclamo pero, como si aquello lo provocara, Esteban separó la frágil tirita de la bombacha y al tiempo que incrementaba la opresión a la boca, instaló contra su sexo la cabeza de la verga.
Tratando férreamente de mantener unidas sus piernas, se debatió furiosamente en un vano meneo que no hizo sino irritar al hombre quien, separándole brutalmente los pies a patadas, forzó su torso hacia delante y en esa posición oferente, embocó decididamente el falo en la vagina y empujó.
A causa de la enfermedad previa a la muerte de su marido, llevaba casi cuatro años sin saber lo que era sentir en su interior un miembro masculino y justamente por eso se encontraba en semejante situación, pero no imaginaba que lo conseguiría por medio de una violación a la edad en ya debería ser abuela. Anhelosamente histérica, deseaba desesperadamente mantener una cópula pero se negaba a ser sometida como una negrita villera.
Ya la verga ocupaba como ninguna otra el canal vaginal y a su pesar, tuvo que admitir que su presencia no sólo la conformaba sino que la seducía. No obstante, su sentido de lo moral y ético la obligaba culturalmente a oponerse a ese sometimiento. Sacudiendo furiosamente los brazos y la cabeza trataba de oponerse a la penetración que, por otra parte ya se produjera y entonces, cuando el hombre inició un leve bamboleo de la pelvis, el movimiento del grueso falo en su interior despertó una atávica satisfacción física que su mente descifró como placer.
Todavía rebelándose a admitirlo, reavivó la intensidad de sus movimientos de defensa pero eso sólo contribuía a que el falo cada vez golpeteara con mayor intensidad en su interior. Lloriqueando de humillación pero a la vez por la emoción que la certidumbre del coito prometía a su angustia, con la cara embadurnada por las chorreaduras del rimmel y el lápiz labial que la mano había corrido para que pareciera un payaso, fue cediendo lentamente en su furia y, apoyando las manos en el tapizado, inclinó su torso hasta que la cabeza casi rozaba los almohadones del asiento y extendiendo voluntariamente las piernas aun más, facilitó la introducción del miembro.
Esteban comprendió que ya estaba entregada y soltándole la cabeza, la aferró por las caderas para hacerle acompasar el cuerpo al ritmo de la penetración. A pesar de ser la verga más grande que hubiera soportado en su vida, el hecho no le provocaba sino un disfrute inmenso, prometiendo introducirla a un mundo verdaderamente placentero a poco que se lo propusiera.
No obstante, el prurito social que la convertía en un ama de casa reconocida por una férrea convicción religiosa y que, a la vista de los demás era un ejemplo de fidelidad tras los años de viudez, la hacía aceptar la cópula pero no manifestar su conformidad.
La verga era realmente temible y el restregar de la irregular superficie sobre las poco lubricadas paredes cuyos músculos había contraído el desuso, le provocaba una mezcla de sufrimiento con un goce inefable, seguramente por la larga abstinencia. Separándola un tanto del respaldo y haciéndole apoyar los antebrazos en él, Esteban le sugirió que flexionara las rodillas y entonces sí, con su espontáneo movimiento, el coito se hizo singularmente intenso.
Ya no podía ocultar más el placer que estaba obteniendo y, al tiempo que ondulaba su cuerpo voluptuosamente, proclamó de viva voz su contento mientras incitaba al hombre que la hiciera alcanzar ese orgasmo tan largamente esperado. Satisfaciéndola y utilizando la pollera arrollada en la cintura como sostén para sus manos, se impulsó violentamente contra ella.
Sintiendo como la verga transitaba zonas a las que ninguna otra hubiera llegado y el sonoro chas-chas de la pelvis del hombre contra sus nalgas, reconoció el arrollador alud que se desplomaba dentro de sus entrañas y al tiempo que un ahogo se sumaba a la abundante saliva que llenaba su boca ante el advenimiento de la eyaculación, incrementó el flexionar de sus piernas e impulsándose fuertemente con los brazos, contribuyó a que la penetración fuera total hasta que el intenso sofocón de la acabada oscureció su vista y sintió derramarse por la vagina la marea de cálidas mucosas que la sumió en un torpor insoportable.
Perdida temporalmente la conciencia a causa de la intensidad de aquel orgasmo que sentía como si fuera el primero, cayó de rodillas contra el respaldo y apenas se percató de que el hombre la alzaba en sus brazos como si fuera una pluma para depositarla sobre los mullidos almohadones del sillón. De la misma manera y murmurando en medio de jadeantes tartamudeos y hondos suspiros el contento que experimentaba, sintió como las manos de Esteban la despojaban de todas sus prendas hasta dejarla totalmente desnuda.
Marisa estaba segura que sus formas, sin ser esplendorosas, eran firmes y causarían envidia en más de una jovencita, porque su esbelta delgadez disimulaba la posible flojedad de ciertas zonas sensibles a caer. En la medida en que volvía de su modorra, fue estirándose perezosamente sobre el sillón como cuando despertaba por las mañanas.
Con los ojos aun cerrados, sintió como las yemas de los dedos del hombre se deslizaban sobre su piel, acariciándola levemente desde el mismo cuello hasta terminar en las plantas de los pies. La erupción casi volcánica de sus mucosas uterinas parecía haber exhumado aquellas sensaciones de deseo animal y primigenio que la habitaran hasta pocos años antes y ronroneando mimosamente, entreabrió los ojos para encontrar que la robusta figura de Esteban estaba acuclillada a su lado.
Con una amplia sonrisa en el rostro que no era agraciado pero sí rudamente viril, el hombre, que ya se había desnudado para exhibir una vigorosa complexión un tanto pesada disimulada por su estatura, se inclinó sobre ella mientras se subía acaballado al asiento. La fuerte complexión de Esteban se le hizo notable cuando aquel asentó las nalgas sobre su entrepierna pero inmediatamente desechó la incomodidad de ese peso cuando él, tomándole el rostro entre las manos, eliminó con un pañuelo el enchastre de cosméticos y lágrimas de su cara para después comenzar a besarla tiernamente con menudos roces de sus labios.
La boca escaramuceó suavemente sobre su frente, descendió por la nariz, enjugó los rastros húmedos de sus ojos y resbaló por las mejillas hasta el mentón pero sin aproximarse a la boca que, entreabierta, dejaba escapar la ansiedad que anidaba en su pecho en cortísimos jadeos. La lengua, ágil y vigorosa, viboreó delicadamente entre los labios y cuando estos se abrieron, se adentró en la boca para encontrar la ávida bienvenida de la suya.
Los besos siempre habían incidido en ella para predisponerla a sus mejores extravagancias sexuales y esta vez no fue distinto. Rápidamente, los labios se amoldaron a los de esa boca que ya conocía y sus manos, hambrientas por cebarse en una piel masculina, acariciaron golosas los hombros musculosos para luego deslizarse hasta la nuca a la que se prendieron para ejercer presión, ahondando la voracidad de los besos.
Actuando en forma autónoma, su cuerpo se sacudía en pequeños espasmos que lo hacían ondular para que el sexo rozara reciamente las carnes de los glúteos masculinos. Comprobando que la mujer había retrepado nuevamente la cuesta del deseo, Esteban escurrió la boca hacia el mentón y luego de encerrarlo en suaves chupones, descendió a lo largo del cuello para recorrer como un baboso caracol las colinas de los pechos que, aun plenos, oscilaban gelatinosamente estremecidos.
Hacía tanto que una boca no se cebaba en sus senos, que no pudo reprimir una clara expresión de alegría que reforzó con un acuciante pedido para que los chupara. Labios y lengua deambularon por toda la piel de ambos senos hasta que una mano acudió en su auxilio y, en tanto labios y lengua chupeteaban hambrientos las dilatadas aureolas amarronadas cubiertas por finísimos gránulos, luego de sobar y estrujar meticulosamente cada músculo, pulgar e índice se apoderaron del pezón para comenzar a restregarlo entre ellos en un retorcimiento que paulatinamente arreciaba en intensidad.
Ella misma solía someter a sus mamas a semejante tratamiento cuando se masturbaba, pero la fuerza que le ponía el hombre sólo era semejante a la que le aplicaran en sus partos para que no cediera en el pujar. Totalmente encendida, volviendo a ser la calentona que fuera en su juventud, presionaba la cabeza para hacer que la boca no cejara en el chupeteo; entonces, complaciéndola, Esteban encerró al pezón entre los dientes para mordisquearlo sin lastimarla y, al tiempo que lo estirada y soltaba, las uñas se sumaban al trabajo de los dedos, clavándose dolorosamente en la carnes.
Como si un fino estilete se clavara en su columna vertebral desde la zona lumbar ascendiendo hasta la nuca, el escozor del deseo la volvía loca y en tanto le pedía al hombre que bajara a su sexo, presionaba su cabeza hacia su entrepierna. Desplazando la boca hacia el valle entre los globos, el hombre hizo que las dos manos sometieran los senos al dulce martirio y en tanto ella sacudía las caderas libres ya de su peso, labios y lengua recorrieron el abdomen y más tarde el vientre, sorbiendo los sudores acumulados en sus depresiones.
Ella sabía cuál sería el premio a su empeñosa entrega y abriendo las piernas encogidas tanto como podía, sintió la viboreante lengua degustando los sabores de la entrecana alfombrita velluda, que manifestaba fielmente su verdadera edad. La lengua tremoló en el nacimiento de la raja estimulando al tubito carneo del clítoris y ante el estremecimiento de Marisa, Esteban abrió con los índices los labios mayores de la vulva para que surgieran a la luz los arrepollados repliegues del interior.
La abundancia de los colgajos sorprendió al hombre pero excitado por su aspecto, que iba desde el blanquirosado en la base hasta un violáceo negruzco en los bordes, los apresó entre los labios para ir succionándolos tiernamente hasta llegar a tomar contacto con la dilatación de la entrada a la vagina, dejando ver su interior rosáceo.
Mientras su dedo pulgar estimulaba reciamente la caperuza del clítoris, la lengua serpenteante se introdujo al conducto y en tanto que los labios succionaban como una ventosa, escarbó dentro de la vagina para extraer las espesas mucosas que la tapizaban.
El goce de Marisa excedía a todo lo que había especulado para esa su primera incursión en la milonga, especialmente cuando vio que el hombre giraba sobre sí mismo para quedar invertido sobre ella. Las fuertes columnas de sus muslos quedaran una a cada lado de su cabeza y el semi erecto falo oscilaba invitador sobre su cara.
Decidido a complacerla complaciéndose, Esteban le encogió las piernas abiertas para que quedaran enganchadas en sus axilas y con las manos abrazadas a sus nalgas, hundió nuevamente la boca en el sexo con salvaje vigor. Aquello era tan delicioso que, exacerbada por la pasión, asió la colgante verga y en tanto la masturbaba con los dedos, comenzó a chuparla con fruición.
Durante unos momentos se brindaron en recíprocas chupadas y, lentamente, el hombre fue haciendo rotar su cuerpo de costado hasta que ella quedó encima de él. En esa postura, Marisa tenía mayor libertad para masturbar y chupetear hondamente a la verga y su cuerpo ondulaba para hacer mas notables no sólo las succiones al sexo, sino también la intensa actividad de los dedos que, tan pronto se regodeaban estregando rudamente al hinchado clítoris, como se introducían a la vagina para explorar su interior en exquisitas rascadas de las yemas.
Ella ansiaba degustar los inolvidables sabores del semen, esa agridulce cremosidad que solía paladear como si de un néctar se tratara, pero Esteban no estaba dispuesto a hacérsela tan fácil. Corriendo el cuerpo sobre el asiento hasta que la entrepierna quedó debajo de su sexo, la condujo para que bajara el cuerpo y la verga erecta y mojada por su saliva se introdujera en la vagina.
Esa posición dominante la gustaba y acomodando las rodillas para incrementar la flexión, inició una jineteada, arriba y abajo, adelante y atrás, que la hizo volver a sentir en plenitud la potencia del falo. Apoyada en las rodillas de Esteban, se daba impulso para que el príapo cada vez rozara distintas regiones del conducto vaginal y especialmente excitada cuando el hombre inició una suave estimulación al ano, de cuya incólume virtud ella hiciera gala durante toda su vida, no sólo no intentó oponerse como lo hiciera cada vez que su marido lo pretendiera, sino que lo alentó meneando y elevando la grupa.
Ciertamente, tal vez por el tamaño del dedo o porque su oposición fuera más una ficción que una convicción, la lenta introducción del índice acompañada por la contundencia del falo en el sexo, la condujeron a experimentar tal disfrute que se preguntó como había podido estar tan equivocada a lo largo de una vida.
Ella iba hacia adelante y atrás y la combinación de la verga en su vagina y el dedo penetrando como otro pequeño pene el recto, la hicieron expresar vivamente la satisfacción que estaba obteniendo. Aquella parecía ser la señal que Esteban estaba esperando porque, haciéndola levantar, se incorporó para incitarla a colocarse arrodillada sobre el asiento y, con la grupa apuntando hacia fuera, la aferró por las caderas para hundir el falo en la vagina, casi en la misma posición que cuando la violara al entrar, pero esta vez no existía ni la sombra de una oposición, es más, cuando ella entendió lo que iba a disfrutar, separó un poco más las rodillas y acomodó los brazos para que su cara descansada de lado sobre la morbidez del almohadón.
El hombre parecía incansable y su cuerpo vigoroso se alzaba tras ella con las piernas flexionadas para formar un arco y darse impulso en un hamacar que la enloqueció, al sentir como la cabeza del falo iba hasta el fondo de sus entrañas y parecía golpear directamente en el estómago. Anhelaba angustiosamente llegar a un segundo orgasmo aunque el hombre no lo hiciera y en tanto lo alentaba con grosero fervor para que la penetrara más y mejor, daba a su cuerpo un vaivén que lo hacía acompasarse al ritmo, hasta que lo inevitable sucedió.
Sacando repentinamente el miembro del sexo, Esteban lo apoyó contra los esfínteres anales que el dedo suavizara y ante la exclamación de sorpresa y dolor de Marisa, la punta se adentró en la tripa. Contra todo lo esperado, el sufrimiento no iba más allá que lo que sentía al momento de hacer de cuerpo y sí, iba acompañado por un tipo de placer que no podía definir plenamente, porque las incomodidades de la dilatación muscular conllevaban un goce inefable que, en una divagación impropia del momento, la hacía entender la homosexualidad masculina.
En una mezcla de sadomasoquismo con el descubrimiento de un placer inédito, disfrutando como nunca lo hiciera con hombre alguno, dio a su cuerpo unos meneos que le hacían soportar los roces de la verga en el recto como el más maravilloso goce que experimentara jamás, alentando broncamente al hombre a seguir culeándola hasta llevarla a otro orgasmo y cuando en medio de sus exclamaciones jubilosas proclamó su obtención, él se apresuró a sacar el miembro del ano para introducirlo nuevamente en la vagina.
Luego que ella se estremeciera por la intensidad con que su cuerpo expulsaba la marea mucosa de su satisfacción y cuando aun expresaba en ronco bramido su agradecido contento, sin dejarla descansar un instante, Esteban se recostó a lo largo en el sillón, mientras le exigía que lo hiciera acabar chupándolo.
Fatigada por la ardorosa sodomía y el vigor de la eyaculación pero todavía intensamente excitada, se abalanzó sobre la entrepierna del hombre y arrodillándose sobre el asiento, se apresuró a atrapar la verga entre sus dedos. Los fuertes aromas de sus jugos vaginales y anales, pusieron una eufórica ansia en su pecho y lambeteando golosamente el tronco de la verga desde la misma base, degustó ávida el pastiche mientras sus dedos masturbaban reciamente el pequeño tramo debajo del glande.
Cegada por la pasión y aun sintiendo los efectos del orgasmo, llevó rápidamente la boca a la punta inflamada y sin hacer esperar más al hombre, la introdujo entre los labios para apretarlos duramente contra la piel y resbalando en la lubricación de sus propios jugos, succionó hondamente al tiempo que imprimía a la cabeza un corto e intenso vaivén.
Alentándola a no cesar hasta que no lo hiciera eyacular, Esteban asía férreamente su cabeza y proyectaba la pelvis para hacer que la verga penetrara aun más profundamente en la boca. Marisa anhelaba con viciosa gula sentir el esperma derramándose en su boca y aumentó la profundidad de las succiones hasta que comprobó como, por su paulatino envaramiento, el hombre estaba a punto de acabar y entonces, con los dos manos restregó fuertemente al falo en direcciones encontradas para ver satisfecha como de la uretra surgía el primer chorro de semen, al que se apresuró a deglutir y los labios volvieron a enseñorearse del glande.
Había sido una virtuosa demostración de las habilidades manuales y orales que la hicieran merecedora de la admiración de los hombres, antes y después de su matrimonio y con el almendrado gusto del esperma escurriendo por su garganta, engulló emocionada la inmensa cantidad de meloso semen.
Cuando comenzaba a recuperar el aliento al tiempo que recogía las últimas gotas blanquecinas que chorreaba el miembro, se sintió asida de la cintura por en un par de manos que no eran indudablemente las de Esteban, que seguían inmovilizando su cabeza.
Repentinamente lúcida, se dio cuenta de que lo que consideraba una conquista, era una trampa para mujeres que, como ella, viudas y solas, estaban a merced de esos hombres. En una fracción de segundo se reprodujeron en su mente las imágenes de las últimas dos horas y se maldijo por haber cedido a la seducción de aquel hombre del que sólo conocía su nombre y al cual había confiada todos los detalles de su abstinente soledad.
Aun con la verga sostenida entre los dedos y los labios rozando al glande, intentó desasirse pero la férrea fortaleza de las manos de Esteban aplastó su cara contra la peluda ingle mientras el recién llegado estregaba reciamente contra el sexo mojado por el orgasmo la cabeza de su miembro.
Recurriendo a un repertorio de malas palabras y groserías que no estaba acostumbrada a pronunciar, insultaba a los hombres mientras trataba inútilmente de escapar de ellos. Intentaba patalear infructuosamente y con sus manos arañaba los antebrazos de Esteban pero contradictoriamente, mientras más se sacudía, más facilitaba el trabajo de los hombres y con un sofocado grito de dolor, se crispó al sentir como la verga del segundo la penetraba sin consideración alguna hasta que sus testículos se estrellaron contra la vulva.
El llanto comenzó a afluir desde sus ojos en tanto que hondos sollozos de impotencia sacudían su pecho al sentirse poseída de esa forma humillante. La verga que la penetraba no le iba en zaga a la de Esteban y a su pesar, ella experimentaba ramalazos gozosos por ese tránsito tan violento.
Tras siete u ocho remezones y sin mediar aviso alguno, el hombre la sacó de la vagina para iniciar imperativamente una sodomía que arrancó gritos sofocados por la presión de su boca contra el vientre de Esteban. Tras tantos años de defender la fortaleza de su virginidad anal, en poco más de media hora era sodomizada por segunda vez en forma tal que, y tal como en la vez anterior, la dilatación forzada de los esfínteres corrió como una corriente eléctrica desde el mismo ano hasta la nuca pero allí estallo en cegadores relámpagos que esparcieron en su mente y cuerpo un insoslayable placer, ni mejor ni peor que el del sexo convencional sino distinto e, indiscutiblemente, único.
Por unos momentos cedió a esas sensaciones que, a su edad, ni siquiera había soñado experimentar pero nuevamente, el hecho de sentirse utilizada como una prostituta cualquiera la enfureció e intentó reanudar su resistencia. Y realmente fue para su mal, ya que quien la penetraba por el ano, aferrándola por los mechones de su corto cabello, la hizo enderezarse hasta sentir en su espalda la peluda superficie del pecho varonil.
En esa posición y sin cesar en el socavar a la tripa que, desde ese ángulo era más doloroso, con una mano presionándola por el mentón, le sostuvo la cabeza echada hacia atrás en tanto la otra mano sobaba y estrujaba reciamente sus senos que levitaban blandamente al impulso de los remezones.
La postura le era incómoda y sin embargo, contradictoriamente, tal vez a causa de la emoción o de los sollozos que aun la sacudían, los manoseos y la sodomía se le hacían agradables y esa sensación llegó a su punto máximo cuando a la mano del hombre se sumó la boca de Esteban. Labios y lengua del bailarín se conjugaban para lamer y chuponear las carnes de los pechos y cuando dos dedos de una mano de Esteban acudieron a restregar en lenta masturbación los colgajos de la vulva, creyó desmayar por la intensidad del placer inédito.
Emparedada entre ellos, ya no se rebelaba pero un resto de recatada vergüenza la hacía no manifestar su complacencia. Mientras que los dedos escarbaban su sexo, yendo desde el clítoris hasta la entrada a la vagina no sin antes rascar tanto los labios menores como el interior del óvalo, a la boca de Esteban se habían sumado los dedos y colaborando con la mano del otro hombre, no sólo sobaban y estrujaban las inflamadas tetas sino que acompañaban a los dientes en martirizar la carne de los pezones.
Los ayes y gemidos de Marisa se identificaban ahora con los del goce más profundo e incrementaron su intensidad cuando los hombres modificaron levemente la postura; el que la sodomizaba fue inclinándose progresivamente hacia atrás hasta descansar su espalda en el asiento y manteniéndola aferrada contra su pecho, facilitó que Esteban le acomodara las piernas abiertas para bajar la cabeza a la entrepierna y hacer que su boca se adueñara del sexo.
Aquello ya excedía los límites de lo que su más alocada fantasía pudiera haber elucubrado, era tan espantoso como maravillosamente fascinante sentir esa soberbia verga penetrando su recto junto a los inigualables portentos que realizaban en su sexo los labios, dedos y lengua de Esteban.
No pudiendo dar crédito a esa lúbrica incontinencia que la habitaba, dejaba que sus labios se abrieran en groseras súplicas en las que les pedía más y más a los hombres. Satisfaciéndola o dando curso a algún plan preconcebido, el segundo hombre, sin dejar que su verga saliera del ano, terminó de recostarse en el asiento y ella entonces quedó arqueada sobre su pecho y apoyada en los pies.
Esteban se había acomodado acaballado sobre su entrepierna y pronto sintió la dureza de su falo hurgando contra el sexo. Marisa había visto dobles penetraciones en su televisor y esa perspectiva puso un escalofrío de espanto en su mente pero, al tiempo que expresaba una vehemente negativa, admitió para sí misma que no le sería posible evitarlo y decidió afrontarlo de forma que le otorgara el mejor provecho.
En la medida en que el falo de Esteban iba penetrándola, se dio cuenta de que, aparte del volumen de los dos miembros que parecían llenar totalmente sus entrañas, ese coito perverso no conllevaba daño alguno.
Mientras el bailarín introducía su miembro en la vagina y seguramente para no ocasionarle daños, el que la sodomizaba había permanecido quieto pero, cuando la verga entera de Esteban estuvo dentro del canal vaginal, ambos hombres iniciaron un sincrónico vaivén de los cuerpos que le hacía sentir en plenitud la reciedumbre de los falos estregándose uno contra el otro a través de la delgada membrana epitelial que los separaba.
Alienada por tanto goce, ella acompañaba la monstruosa cópula con sacudimientos de su cuerpo en medio de enfervorizadas exclamaciones de placer y cuando los hombres le indicaron que cambiarían de posición, accedió gustosa a acaballarse sobre el hombre que permanecía acostado y ayudarlo a embocar la verga en su sexo.
Al sentirla por entero dentro de sí, automáticamente inició un suave galope que fue acentuándose conforme sentía al miembro golpeteando en lo más hondo de las entrañas y entonces, Esteban fue empujando su torso hasta que la grupa se exhibió oferente. El que estaba debajo, se posesionó de los senos bamboleantes para sobarlos apretadamente y en ese instante, el bailarín fue introduciendo la verga en el ano.
Nuevamente experimentaba esa sensación de inefable plenitud de momentos antes pero ahora y a favor de su posición, se convirtió en parte activa de la cópula, balanceándose y meneando su pelvis para sentir mejor como ambas vergas socavaban la vagina y el recto. El disfrute la llevaba a incitar soezmente a los hombres y con una amplia sonrisa atravesándole el rostro sudoroso, lanzaba bramidos de satisfacción cuando Esteban hizo algo que nunca hubiera imaginado.
Sacando al falo del ano, flexionó aun más las piernas y en combinación con el otro hombre, embocaron los ovalados glandes en la entrada a la vagina. Esos esfínteres vaginales por los que veintisiete años atrás transitaran los cuerpecitos de sus hijas, se dilataron blandamente para aceptar sumisos la introducción de las vergas.
Culturalmente se negaba a tolerar el salvajismo de aquel acto pero la hembra primitivamente animal que habita en cualquier mujer la superó y rugiendo obscenidades, se sumó al vórtice de placer para sentir después de unos momentos como los hombres volcaban al útero estéril la catarata de sus cálidas simientes.
Cuando rato después, prolijamente acicalada como si nada hubiera sucedido, trasponía la puerta de la milonga para enfrentar la fría llovizna de la madrugada, se preguntó si había encontrado el remedio definitivo a su abstinencia o si el destino la había colocado en el verdadero sitio que le correspondía como mujer.