Allí estaba yo, preparando la comida antes del almuerzo, cuando tú llegaste del trabajo, cansada, dejaste las cosas y te serviste un vaso frío de vino y empezaste a hablar del día duro que tuviste, de los compañeros que habían hecho mal el proyecto que tú supervisabas. Mientras hablabas te descalzaste para sentirte cómoda, te desabrochaste la camisa un poco dejando entrever la redondez de tus pechos no cubiertos por el sujetador. Yo me empecé a poner nervioso, tenso, te observaba de reojo, escuchaba tu relato, pero comencé a pensar en tu vagina. Y entonces sucedió, te desabrochaste el pantalón vaquero para sentirte cómoda, dejándome ver tus braguitas de encaje, mi pene ya estaba erecto, empecé a respirar más rápido y profundo, agarraba las cosas con más fuerza, y ya no pude contenerme. Me dirigí hacia ti, te asombraste de mi ardor, te dejaste quitar los pantalones y las bragas, abriste las piernas y me dejaste lamer tu coño, sudoroso, húmedo, me apretaste con las piernas como queriendo que te penetrara con la lengua, lamía tu vulva mientras mis manos apretaban tus nalgas, ya no lo resististe, me levantaste para bajar mis pantalones y succionar mi pene, con virulencia, como una succionadora que ordeña las ubres de una vaca, ya no podía más, quería guardar mi último esfuerzo para penetrarte, te levanté y te senté en el pollo de la cocina mientras te cogí las piernas y las puse sobre mis hombros para verte abierta delante de mí, en todo tu esplendor, y te penetré lo que pude, porque ya estaba en las últimas, como tú cuando llegaste del trabajo.