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Nuestra vida en pareja venía transcurriendo sobre ruedas. Ya muy lejos habían quedado aquellos días en los que, obligado por la soledad, con su coño fijo en mi cerebro, tenía que recurrir a las necesarias puñetas para desahogar la presión de mis hinchados cojones, que no soportaba.
Desde que ella llegó, era otra cosa. Era la gloria eso de despertar por la mañana y encontrarla a mi lado, con ese maravilloso montón de pelos negros entre las piernas. Mi mano descendía y acariciaba el clítoris, ella despertaba y abriendo las piernas ampliamente, me invitaba a que la ensartara con mi carajo tieso, duro como una roca, hasta que conseguía que se viniera, o nos absteníamos los dos de venirnos, para seguir disfrutando del delicioso contacto de nuestros sexos ardorosos e infatigables.
Pero nuestras delicias no terminaban nunca. Lo de la cama al despertar, era tan sólo el preámbulo, pues todas las ocasiones eran propicias para dar tienda suelta a nuestros placeres.
El vivir solos tenía la ventaja de que podíamos andar desnudos por toda la casa, sin temor a las miradas curiosas, lo que daba oportunidad a que cada vez que lo deseábamos, caíamos el uno en los brazos de la otra y nos fundíamos como uno solo, gozando con la unión de nuestros cuerpos.
Cuando me estaba rasurando, ella metía mi verga entre sus divinos labios, húmedos y cálidos, y me obsequiaba con una mamada de antología, que en más de una ocasión me provocó la temblorina, provocando que me diera algunas cortadas en la mejilla.
Mientras preparaba el desayuno, yo me colocaba detrás de ella y, tomándola por las caderas, le ensartaba la verga en el culo, mientras ella movía deliciosamente sus nalgas, buscando una introducción más profunda.
Después servía el desayuno y mientras yo embadurnaba las rebanadas de pan con mantequilla, ella volvía a pararme la verga con aquellas ricas mamadas que me encendían al instante, y que me dejaban listo para actuar. Cuando mi verga ya estaba en su punto, la acostaba sobre la mesa, y abriéndole las piernas, las que colocaba sobre mis hombros, le ensartaba hasta los huevos mi carajo embadurnado de mantequilla en su ardiente agujero trasero, que recibía la enormidad de mi carajo con supremo deleite.
Y si entraba al baño a ducharse, ella me seguía y haciéndome sentar en la tapa del retrete, empezaba por mamarme la verga, y una vez que conseguía ponerla en su máxima dimensión, se ensartaba en ella de frente a mí, introduciéndola en el coño ardoroso, mientras su cara reflejaba un rictus de intensa felicidad. No sólo se la ensartaba en el coño, sino que después, dándome las espaldas, abría las nalgas, y tomando mi carajo, lo dirigía hacia el sonrosado remolino de su ojete, y ahí dejaba que mi carajo se fuera sumergiendo, hasta que ni un solo milímetro quedaba fuera de su hambriento agujero. Después de gozar un buen rato con nuestra jodienda, nos metíamos debajo de la regadera y, de pie, levantando ella una de sus piernas, se apoyaba sobre mi cadera, le metía todo mi tremante miembro en su revenido coño, y gozábamos los dos moviéndonos acompasadamente, mientras el agua de la regadera caía sobre nuestros cuerpos, refrescándolos de sus ardores. Podríamos llamar a esta posición: "Jodiendo bajo la ducha" y es en extremo deliciosa, por lo que se las recomiendo a los que estén dispuestos a experimentar otras modalidades en sus incursiones sexuales.
Después de un rato de tenerla ensartada por el coño, ella se ponía de espaldas a mí, y apoyando las manos en el suelo, lo que permitía la esbeltez de su cuerpo, ponía ante mí su redonda grupa, con el hermoso ojito central haciéndome guiños, en una abierta invitación para que lo perforara. Yo, como buen cachondo que soy, aceptaba inmediatamente y dirigiendo la cabeza de mi verga hacia aquel pequeño blanco, sujetándola por las caderas y atrayéndola hacia mí, le dejaba ir toda la longitud de mi miembro, arrancándole suspiros deleitosos al recibir en su interior aquel hierro ardiente que iba a alojarse en sus entrañas. A pesar de lo robusto del invasor, ella no rehuía el ataque, y lo que es más, para recibir una más profunda introducción, se llevaba las manos a las nalgas para abrirlas más, con lo que estuvo a punto de irse de bruces, lo que impidió la firmeza con que la sujetaba de las caderas. La delicia del enculamiento la encendía de tal manera, que me pedía que con una de mis manos le acariciara el coño y así podía recibir placer por partida doble.
Habiendo ella gozado intensamente y yo sin haberme venido todavía, la desensartaba, y después de lavarme la verga con jabón, dejaba que ella me mostrara su agradecimiento con la ricura de sus mamadas, que terminaban cuando yo, al sentir que ya me venía, tenía que luchar para retirar mi verga de su boca, pues no quería dejar de mamarla, mientras ella se acariciaba el coño, y ya casi para venirse, me hacía una puñeta sobre su cara, hasta que mi carajo escupía torrentes de ardiente semen que caían sobre su cuerpo. Ella adoraba que le proporcionara esta ducha de leche y dejaba que mi esperma le mojara los cabellos, la cara, los senos y embarrándosela con las manos por todo el cuerpo, se frotaba el coño dejando embarrado con ella el ensortijado triángulo púbico. Eso era lo que más me agradaba de ella, aquella fascinante aceptación de todas mis ocurrencias, que las hacía suyas y gozaba conmigo intensamente aquellas locuras eróticas.
Pero cuando se ponían mejor las cosas era cuando llegaba la noche y podíamos dar rienda suelta a nuestra imaginación para lograr el máximo de placer, entregándonos sin freno y sin inhibiciones al disfrute total de nuestros cuerpos.
Llegaba yo a nuestra casa y me recibía con besos, con los que me empezaba a excitar. Yo le acariciaba lúbricamente por todo su esbelto cuerpecito y después de un rato de estarla sobando por sus zonas erógenas, un tanto encendidos los dos, nos desnudábamos y nos metíamos al baño para refrescarnos y librar a nuestros cuerpos del polvo recogido durante el día. Tomábamos la ducha enjabonándonos mutuamente, disfrutando al acariciar nuestros cuerpos cubiertos por aquella sustancia resbalosa, que ayudaba a que nuestros frotamientos tuvieran algo especial. Mis manos se deslizaban por toda aquella piel ardorosa e iban a posarse por sus lugares más íntimos, gozando al sentir la calidez de su chochito revenido, la turgencia de sus nalgas y la redondez de sus senos, sobre los cuales los pezones se erguían invitadores. A través del surco de sus nalgas, mi dedo índice no dejaba de frotar la deliciosa argolla de su culito sonrosado, que se deslizaba hacia el interior suavemente, a merced de la enjabonadura. Luego, poniéndola de espaldas a mí, con el carajo erguido a más no poder, se la incrustaba en el canal de sus nalgas y dejaba que se posara sobre su ojete frotándolo con deleite. Ella movía las nalgas, y su culo se abría espasmódicamente, buscando conseguir la introducción, pero yo no se la metía, sino que dejaba que el disfrute quedara en el puro roce de mi verga en el exterior de su culo, mientras mi mano derecha iba a posarse en el negro mechón de pelos que se encontraba entre sus piernas y localizando el pequeño clítoris, me dedicaba a frotarlo dulcemente haciéndola estremecerse de placer.
Después de un rato de estarla picando por detrás y acariciándola por delante, ella se zafaba de mis brazos y, arrodillándose, ponía su boca a la altura de mi erecto carajo y procedía a lamer la cabeza, para después zampársela toda entera, tratando de metérsela hasta los huevos. Luego la dejaba deslizarse hasta casi sacarla completa de su boca, lamía nuevamente la cabeza, la oprimía con sus labios, para luego dejar que se introdujera nuevamente. Volvía a sacarla y me daba unos deliciosos chupetones en la cabeza. Después, con sus besos, recorría todo el cuerpo de mi verga, y su lengua se dedicaba a lamer mis huevos. Mientras ejecutaba estas aciones, en su cara se dibujaba una sonrisa de felicidad completa, pues la excitaba bastante el sentirse dueña de aquella masa de carne palpitante, la que tenía a su merced, haciendo con ella lo que quería, gozando al verla en toda su potencia, gracias a las caricias linguales que le proporcionaba. Yo movía las caderas adelante y atrás, procediendo a joderla entre sus cachondos labios, entre los que me sentía aprisionado, como si se tratara de su vagina. Ella oprimía mi verga con los labios y yo avanzaba hacia delante, hasta llegarle a la campanilla, disfrutando tremendamente con esta introducción, pues me enervaba contemplar aquellos labios sonrosados forrarse alrededor de mi nervudo miembro y me excitaba al máximo viéndola chupar y lamer, succionar y devorar con un ansia lujuriosa, incontenible, aquella parte mía, que era su adoración.
Yo dejaba que se solazara en su divina mamada y, después de un buen rato de este goce mutuo, nos secábamos con una toalla afelpada y nos dirigíamos al lecho, en donde continuábamos gozando con nuestra cachondez.
Ella se acostaba boca arriba y yo, acaballándome sobre su cuerpo, dejaba a la altura de su boca mi verga, mientras mi cabeza iba a sepultarse en la confluencia de sus piernas. Ella se metía mi carajo en la boca y continuaba con aquella mamada excitante que me ponía fuera de mí. Yo, por mi parte, abría por la mitad el negro triángulo de pelos y metiendo mi lengua por la sonrosada vereda vaginal, me dedicaba a chupar aquellos deliciosos labios que me obsequiaban con su grato olor a hembra cachonda y con sus jugos vaginales que me sabían a gloria.
El sonrosado clítoris se hinchaba al contacto de mi lengua vibrátil e iba a encontrarse con la excitante caricia que lo erguía como si fuera un pequeño pene. Ella suspiraba al sentir la deliciosa mamada que le proporcionaba en los íntimo de su ser y me compensaba chupando anhelosamente mi verga, que buscaba sepultarse hasta lo más adentro de aquella boca cálida que le obsequiaba con tan exquisitos placeres. En este remolino de sensaciones, nuestras mentes estaban concentradas en la divina tarea de proporcionarnos uno a la otra, todo lo que podíamos dar, buscando el disfrute total de nuestros cuerpos, que se estremecían al húmedo contacto de nuestras lenguas, las no paraban un solo minuto de ofrendarse en aras del amor más puro y sincero. El estímulo que le daba con mi lengua no pudo darse por más tiempo, pues nuestros sexos, inflamados al máximo con nuestras caricias, no tardaron en explotar, recibiendo cada uno de nosotros el divino orgasmo, la ofrenda máxima que cada amante podía entregar en agradecimiento por los placeres recibidos. Yo seguía lamiendo su sexo ardiente, mientras ella se retorcía como una serpiente aplastada, gimiendo cachondamente, al tiempo que sus entrañas dejaban escapar el húmedo y caliente líquido de su venida, mientras sus labios chupaban ansiosamente mi verga, absorbiendo los chorros de esperma que salían con fuerza por el pequeño orificio. Chupó y chupó, hasta que mi verga dejó de arrojar semen y, sabiamente lo siguió succionando, buscando que mi carajo no perdiera su vigor y pudiera ensartarla en otro de sus cachondos agujeros.
Arrodillándome ante ella, levanté sus torneadas piernas hasta colocarlas sobre mis hombros, y enfilando mi miembro hasta la sonrosada abertura de su coño, que se abría espasmódicamente, con ansias infinitas de recibirme todo entero, la enchufé con un delicioso envite que alojó mi vigoroso pene en la profundidad de sus ardorosas entrañas. Al sentir la entrada del invasor, que se metía cada vez más en su interior, ella echó las caderas hacia delante, acudiendo al encuentro de aquel cilindro de carne al que conocía muy bien, y sabía que era capaz de alojarlo todo entero sin ninguna dificultad y con muchísimo placer. Nuestros movimientos se fueron acompasando y cuando ella echaba el cuerpo hacia adelante buscando la penetración, yo hacía lo mismo deseando el contacto profundo de aquel delicioso coño que me apretaba la verga en forma tan exquisita y me hacía sentir las delicias de la gloria por anticipado.
Este frote brusco y tan continuamente proporcionado, fue haciendo elevarse nuestras sensaciones, hasta alcanzar el clímax, que se produjo cuando una tremenda venida, en la que participamos los dos al mismo tiempo, vino a dejarnos completamente agotados físicamente, pero con nuestros deseos aún no satisfechos, pues eran pocas las horas que tenía el día para que nuestros cuerpos pudiera disfrutarse mutuamente; así que procedimos a descansar por un momento, los dos amorosamente abrazados, hundiéndonos en un sueño reparador, buscando recuperar las fuerzas, para nuevamente entregarnos a los placeres que proporciona el disfrute de los cuerpos que se entregan sin inhibiciones ni falsos pudores, únicamente con el deseo infinito de darse placer.
Y así transcurrían todos nuestros días, y yo daba gracias al cielo por haber puesto en mi camino a aquella cachonda mujer que vino a complementar la parte de mi vida que se encontraba vacía por la falta de una compañera que satisficiera mis fantasías sexuales y gozara con ellas lo mismo que yo.
EPÍLOGO
Estas narraciones se iniciaron con el título "Una mujer complaciente.- El encuentro" y después, por un error de edición, se publicó el segundo capítulo "Las horas furtivas", que no daba idea que se trataba de una serie. Para que se pudiera llevarse una secuencia seguí publicando los siguientes capítulos bajo el nombre de "Prisioneros de la pasión".
Toda esta primera parte es totalmente verídica, aunque salpicada con algo de mi propia cosecha, para darle mayor interés.
En la segunda parte, bajo el título de "Los amantes en el Paraíso", aunque los personajes son los mismos, ella y yo, las acciones son imaginarias.
Ella existe, es una mujer emprendedora, estudiosa, y muy preparada, que tuvo que apartarse de mí para realizarse, quizá en otro país que le ofreciera mejores oportunidades, pues aunque el placer sexual es muy hermoso, no todo es joder en esta vida y el espíritu humano también tiene alas y quiere echarse a volar.
Desde estos escritos, que es posible nunca los lea, le deseo lo mejor de la vida y que haya logrado el triunfo en sus aspiraciones, agradeciéndole todos los momentos de felicidad que me proporcionó, los cuales serán inolvidables y me acompañarán por el resto de mis días.
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