Aquella tarde, el calor se había hecho insoportable, denso, bochornoso y en el centro del bosque, la vegetación parecía no querer dejar pasar ni un hálito de aire fresco. Todo semejaba estar en suspenso y se manifestaba en una pasmosa inmovilidad con pesadas oleadas caliginosas que casi ahogaron a las dos mujeres, quienes observando con desconfianza las amenazadoras nubes que se cernían sobre los árboles, decidieron volver a casa de Christina.
Mientras pedaleaban por el abrupto sendero, sus cuerpos se fueron cubriendo de sudor y, a pesar de las livianas faldas y las absorbentes camisas de algodón que, anudadas sobre sus vientres estrechaban a los senos libres de toda ropa interior, por las pieles corrían verdaderos ríos de transpiración. En el afán por ganarle a la tormenta, las jóvenes jadeaban sobre las bicicletas cuando, de improviso y antes de que retumbara el primer trueno, horrísimo, un chaparrón tremendo las empapó totalmente, haciéndolas estremecer y lavando toda presencia del terrible calor de sus cuerpos.
Riendo a carcajadas, ya más distendidas bajo la persistente lluvia, aceleraron su pedalear y cuando estaban próximas a las escalinatas de la casa, la bicicleta de Christina patinó en un gran charco de agua, resbaló sobre la fina capa de barro y cayó pesadamente al suelo. Cuando Hannah se detuvo y retrocedió, vio a Christina tendida, con un fuerte magullón en la mejilla y el hombro de su camisa llenándose de sangre, diluida rápidamente por la lluvia. Cargando trabajosamente a la alemana, entró al chalet y depositándola en un sofá, corrió al baño a buscar en el botiquín lo necesario para curarla.
Al regresar, Christina aun no había recuperado el sentido y se quejaba quedamente. Con una toalla, Hannah le secó el cabello y comprobó que el golpe en la cabeza no había provocado heridas. Luego enjugó la suciedad de su cara dejando ver un magullón en la mejilla, que no llegaría a ser más que eso.
Preocupada por la sangre que seguía mojando la camisa, la desabotonó y deshaciendo rápidamente el nudo de la cintura, la despojó de ella para limpiar la sangre que ya estaba dejando de manar. Libre de suciedad, la herida resultó ser tan sólo un gran raspón superficial, más aparatoso que grave. Detenida la efusión, colocó una gasa que aseguró con esparadrapo y más tranquilizada, volvió al baño en el que se despojó de sus ropas mojadas y sucias por el barro. Se restregó vigorosamente con una toalla hasta sentir el ardor de la sangre circulando por las venas y secando su larga cabellera, la anudó en un rodete sobre la cabeza.
Envuelta en un toallón, volvió al living donde la joven todavía seguía exánime pero en una actitud de reposo tan relajada que Hannah no pudo menos que detenerse a contemplar ese rostro angelical con las mejillas encendidas por lo sucedido dando remate a la belleza imponente de su torso desnudo. La parte superior de los senos dejaban ver la suave carnosidad de su pulposa consistencia y que, en movimiento, le otorgaba al busto una inquietante ingravidez casi gelatinosa. Pero los pechos distaban de ser una masa inconsistente y, aunque más chicos que los de Hannah, mostraban una sólida comba de carne prieta coronada por grandes aureolas rosadas, dando cuna a los gruesos, rojos y erguidos pezones.
Hannah sintió como un golpe en la parte baja del vientre, la boca se le resecó de pronto y una especie de congoja estremeció su pecho ante tal despliegue de belleza. Cerró fuertemente los ojos y en su mente se reprodujeron en rápida sucesión las escenas bestiales con Gerda y tuvo que admitir que, si bien aquellas relaciones habían sido la manifestación cruda y bestial del sexo, el desasosiego que la presencia de la joven le producía cada día más no la incitaba a esa misma lujuria. Para sí y sin tapujos, asumió que, por primera vez en su vida, estaba loca, ciegamente, enamorada, sabiendo que ese sentimiento que anidaba en su pecho no lo había sentido jamás. La revelación la impactó de tal manera que por un momento quedó paralizada, incapaz hasta de pensar.
Reaccionando con dificultad, se sentó junto a Christina y verificó que la herida no hubiese vuelto a sangrar. Tras una leve caricia al hombro, inconscientemente depositó un tierno beso sobre la piel y al levantar la vista, encontró los ojos de la joven fijos en los suyos.
Su inmensidad de lago, teñida por una luz especial, un brillo inédito, parecía atraerla con el líquido insondable de su azul abisal. Embelesada, hundiéndose en ellos, a Hannah le era imposible sustraerse a los llamados insistentes de sus más primitivas sensaciones que brotaban, crecían y se expandían por todas las fibras de su ser ni a esa llamada ovárica que llenaba los nublados meandros de su razón con las más salvajes ansias de unirse a ese cuerpo que ya no le era ajeno. Sentía que cada partícula de sí formaba parte de un mismo ente fusionadas con las de Christina; era como si una sustancia acuosa y vivificante tornara a unirse con su fuente primigenia para confundirse en una nueva corriente caudalosa, sangre de la misma sangre, piel en la piel, carne de la misma carne.
Un inquietante polvo de mariposas pareció recorrerla por entero para anidar luego en su vientre. ¿ Cómo podía cerrar los ojos a la certeza de lo azaroso, al inconscientemente esperado misterio de la predestinación? Miró deseosa los senos de la joven y de ellos pareció brotar una translúcida fosforescencia que permitía adivinar la masa de músculos del torso agitándose, retorciéndose, como si una miríada de diminutas serpientes morbosas se enroscaran y desenroscaran entre sus intersticios, haciéndolos palpitar en un involuntario ondular.
Por unos momentos todo pareció quedar en un suspenso de tiempo sin tiempo que las alienaba y sustraía de la realidad. Hannah sentía como si una esfera de indecible incandescencia circulara por todo su ser, tornando la sangre transparente, saturando su tez con una finísima capa de microscópicas e infinitas gotitas de sudor, un barniz untuoso y brillante que la laqueaba, cubriéndola de transpiración. Por primera vez en su vida, el vértigo la mareaba y le parecía que su cuerpo se hundiría en un espacio ilimitado, a punto de evaporarse en sensaciones sobrecogedoras y que toda ella se derretiría de una manera unánime, ablandándose como si fuera de cera y en su vientre, en lenta maceración, bullía el ardor de un caldero.
Con un hondo suspiro de angustia, se tendió junto a la alemana para restregar su cuerpo contra el suyo y sin saber cómo ni de que manera, la falda, el calzón y la toalla desaparecieron. Sólo los dos cuerpos palpitantes se agitaban suavemente y manos y bocas se multiplicaron, tocando, acariciando, rasguñando, lamiendo y rozando con los labios las pieles pero sin concretar nada, sin ni siquiera llegar a aproximarse a los lugares secretos que derrumbarían, inevitablemente, las barreras del goce contenido.
Brazos y piernas se retorcían, enlazaban, anudaban y desanudaban, pero había un algo mágico entre ellas, manifestándose en un fluido cósmico que atraía y rechazaba al mismo tiempo, que las unía y separaba magnéticamente.
Las pieles cobraban reflejos dorados y los senos bamboleaban pendulares en una suave levitación que sólo servía para demostrar toda la magnificencia de su belleza. Hannah paladeaba con su lengua la canela ovárica de la piel, hundía sus dedos entre los muslos de espuma, de nubes, de flores y de luces, rozaba el abismo de las canaletas pélvicas, fatales y palpitantes.
Los cuerpos manifestaban el inventario sin fin del deseo, convertido en el acezar de dos seres que se necesitan, que se mimetizan en el éxtasis del amor. El húmedo vello del pubis de Chistina, cual oro fragante de ásperos e íntimos aromas, permitía avizorar como el sexo se abría y cerraba palpitante, pulsante, con un movimiento de succión casi siniestro, buscando ávidamente llenar el vacío que lo habitaba.
Hannah descendió a esas espesuras casi humeantes por los vapores que exhalaban y a ese contacto, las constelaciones circularon por su sangre con los humores del universo concentrados allí y, en una apoteosis de plenitud, correteó sobre la espalda de la joven dividida por el ondulante canal que se hacía mas profundo y oscuro al llegar a los glúteos. Christina sentía que sus glándulas enviaban ordenes secretas al cuerpo y las mucosas del útero buscaban a través de la vagina los labios ardorosos de la vulva, rezumando en fragantes fluidos.
Las manos de Hannah había subido hacia la nuca, acariciándola con dedos inusitadamente sabios mientras la boca besaba tiernamente la carne trémula y Christina tuvo que sofocar el grito histérico que inundaba su garganta, crispada por un loco deseo. Una música desconocida estalló en su mente, el sufrimiento de la espera cambio de signo y se diluyó en placer, gozo y tortura simultáneos al tiempo que acariciaba el cuerpo opulento de la polaca, ondulante de frenesí. Exaltada, la alemana acompaña cada uno de sus movimientos fascinada, gime de angustia y los copia, los repite como una sombra sólida de ese deseo hecho carne. Prolifera la abundancia de sus caricias, cubriéndola con su saliva, abrazada a sus muslos y trazando sobre la piel blanquecina las rojas estrías de las uñas.
Sollozando, las dos mujeres se retorcían y sus besos eran cada vez más ardientes hasta que, voluptuosamente, lanzaron como un canto de amor, síntesis trémula del goce y cuando creían estar alcanzando las más altas cumbres del placer y la satisfacción plena, el deseo y la pasión reaparecían en la sangre con un brillo imperecedero. Entonces volvían reanudar todo hasta saciarse en el límite de sus fuerzas y los cuerpos ardían con mayor fogosidad, con una avidez que nada ni nadie podría colmar ni saciar.
Las pieles se fundían y escurrían como el paso de un color a otro en infinitas gradaciones y accedían al otro cuerpo sin dejar de ser ellas mismas, como a otra instancia de su propio ser. Los cuerpos estaban unidos por una única y salvaje energía que los recorría en un proceso incesante que, a medida en que iluminaba nuevas zonas desconocidas, se apresuraba a superarlas para acceder a la incertidumbre de otra nueva. El contacto de sus cuerpos las dejaba presas del vértigo, besaban las pieles cubiertas de sudor y sus carnes se convertían en una enorme esponja sumergida en un abismo sin ángulos, nada que impidiera u obstaculizara la miscibilidad sin límites de la materia. Sus voces, locamente enronquecidas por un timbre voluptuoso, derramaban súplicas obscenas invocando cópulas mientras los vibrantes cuerpos brillantes y las lenguas morbosas se enredaban en una lucha estéril en la que cada una pretendía vencer y ser vencida simultáneamente.
Juntas se deslizaban por un antro oscuro, cálido y húmedo de color púrpura y los cuerpos resbalaban en el placer con el temor a ser devorados por esa vagina monstruosa, esa caverna rugosa plena de aromáticas mucosas, de la cual pugnaban por salir sólo para volver a hollarla y así, mientras se lamían, besaban y acariciaban con desesperación, la habitación parecía desaparecer y las cosas se disolvían para dejarlas flotando en las tinieblas vivas de sus sexos.
Afuera, la tormenta había ido evolucionando y creciendo del mismo modo que la pasión de las mujeres. Los primeros chubascos, sólo habían servido para aumentar la intensidad del calor y tornar más pegajosa la atmósfera. Luego, violentas rachas de viento habían barrido la hojarasca y el aire se enrareció por el polvillo y los ásperos olores del verano. El living de la villa era un semicírculo de ventanas ojivales totalmente acristalado y abierto a la barranca de un pequeño lago. Ráfagas de aquel aire bravío se colaron a la casa azotando puertas y ventanas, acompañando la pasión de las mujeres que, totalmente desbocadas, con los hollares de las narices dilatados por la emoción más salvaje, aspiraban ansiosamente esos aromas intensos del almizcle, la lluvia, sus propios sudores y el aroma acre de los jugos vaginales. Ahora y cuando el cielo descargaba sobre la villa toda la intensidad de su fuerza y el aire condensaba en vibrantes ondas eléctricas su devastador vigor, la habitación cobró una nueva dimensión sensorial y, como energizadas, sin una decisión explícita, las mujeres decidieron dar fin a la impaciente y dulce espera.
Hannah tomó entre sus manos el rostro abotagado por la conmoción de la jovencita y acariciando los cortos cabellos, depositó tenuemente sus labios sobre la frente de la joven. Apenas rozando con la piel interior de los labios entreabiertos, descendió hasta los ojos y allí enjugó las lágrimas que la joven no podía contener. Luego bajó por las mejillas y tocó, apenas, los labios jadeantes de la alemanita que, ante ese contacto se estremeció como si alguna arma terrible la hubiera hendido.
Los labios de Hannah habían adquirido una cualidad casi táctil, desconocida aun para ella misma, una plasticidad que los hacía maleables como tentáculos, permitiéndole abrazar y sorber con inopinada violencia, casi devorando. Los labios de Christina parecieron contagiarse de esa inusual habilidad emitiendo murmullos de satisfacción, sumándose al singular duelo y las bocas abiertas se entregaron al doble empeño de poseer y ser poseídas. La imperiosa lengua tremolante de Hannah penetró el húmedo antro buscando con fiereza de combatiente a la replegada de Christina que, primero esquivó los embates de la invasora para luego reponerse y atacar con dura voracidad de ayuno.
Tomando a Hannah por la nuca, desunió las bocas chorreantes de saliva y empeñó la lengua en una batalla feroz con la de la polaca, prescindiendo de todo contacto de los labios. Atacándose como dos serpientes guerreras, sostuvieron un singular combate que las sumió durante largos minutos en un vehemente goce en el que los sentimientos eran salvajes, primitivos y elementales. Ambas jadeaban, ahogándose por el abundante intercambio de salivas y se afanaban en la tarea de lamer y chupar las lenguas como si fueran penes, obnubiladas por las inéditas sensaciones que eso les provocaba. Finalmente, la lengua de Hannah se desprendió de esa mareante tarea y comenzó a recorrer el cuello de Christina mientras los labios succionaban tenuemente y los dientes mordisqueaban la tersa piel.
Descendió a las temblorosas laderas de los pechos, ya cubiertos de un intenso rubor que acentuaba las casi imperceptibles pecas y, aguda como la de un áspid, la lengua se apoderó del agitado seno en círculos morosos que, finalmente, la llevaron a adueñarse del tumefacto pezón, lamiéndolo primero con irritante lentitud y cuando la joven se arqueaba envarada por la angustia, lo envolvió entre los labios para succionarlo fieramente.
Estremecida por el deseo y sumida en roncos gemidos, Christina extendió sus manos, asiéndose de los colgantes y turgentes senos de Hannah, acariciando y estrujándolos con rudeza mientras sus piernas se agitaban convulsivamente como si buscaran alivio al ardiente fuego que sentía brotar de su vértice. Devenida en una medusa golosa, la boca de la polaca recorrió pertinaz cada uno de los pliegues del abdomen, lamiendo y sorbiendo como una ventosa la torturada piel. Se detuvo por un momento a sorber el diminuto lago de sudor formado en el ombligo y se paseó por la delicada comba del vientre hasta tomar contacto con el rubio vellón del sexo, totalmente empapado.
Hannah se acomodó invertida sobre la alemana y, tomándola por los muslos, separó y encogió sus piernas, comenzando a besar suavemente las ingles de Christina, acercándose con cruel lentitud al ahora chorreante sexo de la alemana que, arqueada y tensa como un arco, esperaba ansiosamente sentir en su cuerpo aquel contacto desconocido que ahora deseaba. Acezando fuertemente abrió los ojos y, como amplificados por una lente gigante, vio a cada lado de su cabeza los fuertes muslos de Hannah y las hermosas nalgas ejercieron tal atracción que comenzó a besarlas, lamerlas y chuparlas casi con devoción. La polaca separó con dos dedos los labios de la vulva y la lengua se apresuró a instalarse sobre las rosadas e irritadas carnes para después envolverlas entre los tiránicos labios, estregándolas rudamente.
Christina se sacudía espasmódicamente hamacando su pelvis como apurando el momento de la penetración. La lengua de Hannah avanzó vibrante como la de un reptil y penetró los delicados pliegues de la vulva, bajó hasta la prometedora entrada a la vagina, la excitó y engarfiada, se deslizó por las cálidas mucosas sintiendo la rugosidad febril de sus paredes y finalmente, se instalo en la fruncida apertura del ano.
Las entrañas de Christina parecían disolverse en estallidos de placer casi agónico y no pudiendo resistir por más tiempo en influjo, hundió su boca en el sexo palpitante de la polaca, chupando y lamiendo con voracidad, sorbiendo con fruición los jugos íntimos de Hannah, quien había vuelto a concentrarse en esa fuente de placer inagotable que el rosado manojito triangular de carne le proponía. Las manos de las dos se aferraban a las nalgas y los cuerpos formaban una ondulante masa que se agitaba acompasadamente al ritmo de su vehemencia.
La tormenta acompañaba el éxtasis de las mujeres y los rayos dejaban oír sus restallantes explosiones cargando aun más el aire de electricidad. La lluvia caía en una densa cortina, levantando nubes de vapor de las superficies calcinadas por el sol y una espesa neblina se filtraba por todos los rincones. Las grandes ventanas acristaladas, abiertas por la intensidad del viento, dejaron entrar una bruma que colmó el aire, se adhirió a los cristales y condensándose, escurrió en gruesos goterones. Las nubes habían oscurecido la tarde y dentro del saturado living sólo se veía la fantasmagórica luz deslumbradoramente azul de los relámpagos.
Las dos habían alcanzado largamente sus orgasmos pero seguían debatiéndose a la búsqueda de ese algo más, esa sensación inédita y presentida que las satisficiera. Sin dejar de chupar la vulva de la condesita, Hannah metió suavemente dos dedos en la vagina. Dedos que, inopinadamente expertos, entraban y salían, buscaban, hurgaban, rascaban y acariciaban en todas direcciones dentro de la sensibilizada cavidad hasta encontrar en la cara anterior y casi junto a la apertura de la entrada, una callosidad áspera a la que estimuló, sintiendo como a ese contacto incrementaba su volumen. El goce era tan intenso que Christina, para sofocar los gritos que se agolpaban en su garganta, hundió con desesperación su boca en el sexo de la polaca, restregando contra él sus labios y lengua.
Hannah parecía haber perdido el control y los dedos salieron para sumarse a los otros de la mano que, ahusada y con prudente lentitud, la penetró profundamente como un demoníaco ariete estregándose contra las espesas mucosas. Cuando los músculos se dilataron cediendo complacientes a su rudeza, con mucha suavidad inició un vaivén del émbolo carnal, adelante y atrás, atrás y adelante, hasta que en su dilatación máxima, el canal permitió que saliera y volviera a entrar en una alucinante danza que llevó a Christina a emitir sonoros gritos de satisfacción reclamándole por más y la intensidad del placer la llevó a clavar, rugiendo como un animal, los dientes en la pierna de la polaca, sintiendo como dentro suyo crecían unas tremendas ganas de orinar y una mano gigante tiraba dolorosamente de todos sus músculos hasta que, de pronto, se desplomó exánime, como fulminada.
Aun excitada y respirando afanosamente entre sus dientes apretados, Hannah se sentó en el sofá y acostando de través sobre sus piernas a la joven inconsciente, la acunó entre sus brazos, aseando amorosamente el sexo y el ano de la alemanita, limpiando el pastiche de saliva y flujo que los empapaba. Con la rubia cabeza descansando en el hueco de su brazo, le secó el rostro y particularmente la boca de sus aromáticamente ásperos jugos vaginales.
Cuando estaba terminando de hacerlo, la joven abrió los ojos con un suspiro y un quejido mimoso, mirándola con tanta angustia contenida que la polaca no pudo evitar el acercar sus labios a los hinchados de la joven pero sin llegar a tocarlos. El hirviente vaho del aliento de las dos se fundía en uno solo cuando la lengua de Hannah salió de su encierro penetrando en la boca ávida y la joven, envarando la suya como si fuera un miembro, salió al encuentro de la invasora, trenzándose en feroz combate.
Tremolantes, vibraban y se engarfiaban una contra la otra, chorreantes de una abundante y densa saliva que las ahogaba, hostigándose reciamente hasta que las bocas rugientes, con profunda y espasmódica succión se fundieron en una sola. Por sus poros rezumaban verdaderos manantiales de transpiración y sus bramidos llenaban el aire enrarecido del cuarto, mientras las dos se prodigaban en caricias, apretones y chupones que dejaban redondos verdugones en la piel y arañazos que marcaban estrías rojizas.
Inclinándose en sensual mamar, Christina acudió golosa sobre los hermosos senos de la polaca, extasiándose por el goce de sentir en su lengua la granulación profusa de las aureolas y la erguida carnosidad de los pezones. Como una flor carnívora, la boca se apoderó de un seno torturándolo con ternura, chupando, lamiendo, besando y mordisqueando la carne estremecida, mientras su mano se entretenía estrujando al otro pecho, pellizcando y retorciendo con dedicación y firmeza al irritado pezón.
Embelesada por la respuesta de la joven, la polaca deslizó su mano por el profundo surco que le proponía el vientre, recorriendo tenuemente el dorado sendero de finísimo de vello que lo cubría indicándole el camino hacía la conmovida colina del placer. Llegó hasta las ingles y desde allí, avanzó hasta las alzadas rodillas con el filo de las uñas, rasguñando tenuemente la tersa piel de sus muslos interiores para volver lentamente hasta el vientre. Las sensitivas yemas de los dedos escalaron la colina de oro brillante, rozándola apenas y, con una morosidad exasperante se animaron a introducirse en el predispuesto ámbito de latentes y húmedas pieles.
Separando los pliegues de los labios, escudriñaron prudentes a todo lo largo del sexo, excitando aun más a la ardiente Christina y luego, como intrusos temerosos, rascando la carnosidad que bordeaba la vagina, penetraron en el hueco que se cerraba y dilataba a la búsqueda de un falo inexistente y, en ese canal de anillada rugosidad, contrayéndose y estirándose, exploraron con exasperante lentitud buscando aquel lugar preciso que alienaba la razón y en un vaivén hipnótico, lento, profundo, fueron cayendo en una dulce modorra, mientras sus bocas volvían a unirse, casi miméticamente.
Hannah ya había experimentado los placeres, distintos y satisfactorios del sexo femenino, pero tanto en su relación con Gerda como con la onírica mujer-serpiente, si bien había gozado intensamente de esas desconocidas y espectaculares sensaciones que le habían procurado el éxtasis inefable de orgasmos múltiples, todo aquello había estado teñido por la violencia más perversa viciosa y corrompida, el sexo aberrante por la aberración misma.
En cambio su relación con Christina iba mucho más allá del sexo. Estaba enamorada de la jovencita y eso había sido la consecuencia lógica de una inusual afinidad y de una soledad compartida que utilizaba el sexo como vehículo para manifestar el amor. A través de ambos, Hannah se reencontraba consigo misma, las sensaciones de la condesita eran sus sensaciones que se volvían a brindar en un inacabable círculo de deseo, amor, goce y dolor, que se realimentaba, abrasador, en un vórtice abisal de insaciable desmesura.
Ambas mujeres semejaban formar parte del estado extraño del aire, magnetizado, caliente y denso. La salvajina del monte, flotando en medio de la neblina que había invadido el cuarto, la espectral luminosidad y un algo cósmico, visceral, llevó a las mujeres a enfrentarse como dos feroces bestias cerriles estremecidas por la ansiedad, la furia y el temor, con los arroyos de sudor escurriéndose a lo largo de sus cuerpos magníficos; senos, nalgas y muslos temblorosos por los que se deslizaban los jugos primigenios de las hembras y los ijares acezantes que mostraban la expansión anhelante de sus costillas para bombear a las gargantas el ronco bramido del sexo animal enronqueciendo las palabras inconexas que escapaban locas entre los labios agrietados por la fiebre y la porfía, dejando escapar todo el fuego de la pasión que las devoraba a través de sus ojos.
La roja melena de Hannah, mojada por la transpiración, se enroscaba como lúbricas serpientes a la piel de la polaca y de su boca entreabierta caían hilos de una saliva espesa que junto a los sudores, resbalaban por el cuello y goteaban desde la punta de los senos temblorosos. Otra tanto sucedía con la alemanita, quien parecía haber adquirido una nueva madurez; su cuerpo semejaba haber cobrado mayor solidez, los ojos poseían una adusta fiereza y su boca se distendía en una amplia sonrisa que ya no era simpática, sino la del predador frente a su víctima. Por un momento todo pareció permanecer paralizado por la tensión que resultaba casi palpable, pero repentinamente y como respondiendo a un secreto mandato, se abalanzaron una sobre la otra, acometiéndose como dos bestias estrechadas en un apretadísimo abrazo, confundida la risa con el llanto, las lágrimas con la carcajada.
Los cuerpos se estregaban el uno con el otro produciendo chasquidos al resbalar las carnes transpiradas, los senos golpeaban contra los senos, las piernas buscaban entrelazarse y las manos engarfiadas en los glúteos, atraían y obligaban a los sexos a enzarzarse en una refriega incruenta e improductiva. Riendo como locas y con lágrimas de alegría corriéndoles por el rostro, se abrazaron convulsivamente y buscaron con sus bocas - como los blancos vampiros oníricos - el cuello palpitante de la otra y allí se extasiaron, chupando, besando y mordiendo embelesadas hasta que parecieron hallar la calma.
Desasiéndose del abrazo de la polaca, Christina la empujó sobre los almohadones del sofá y acostándose sobre ella, paseó su boca enloquecida por los músculos del vientre de Hannah, yendo con premura en busca de su sexo. Poniendo sus manos detrás de las rodillas de la pelirroja, encogió y abrió sus piernas. La lengua frenética se extasió con las ingles de la otra mujer y con los dedos índice de sus manos abrió los labios mondos de la vulva, cálida, pulsante y trémula.
Embelesada por el espectáculo de ese óvalo rojizo, mojado, que dejaba ver la fuerte caperuza del clítoris, el pequeño agujero de la uretra y el voraz latir de la vagina, fue aferrando con los labios los pliegues en un mordisqueo juguetón mientras las papilas degustaban los picantes fluidos que rezumaban las glándulas. Tomó al ya empinado clítoris entre sus dedos índice y pulgar, restregándolo con dureza en tanto que la punta saliente era capturada por la boca, acunada por los labios y mordisqueada suavemente mientras la lengua vibrátil la fustigaba duramente.
Lentamente, fue bajando tremolante por las anfractuosidades de la vulva y se entretuvo sorbiendo apretadamente los alrededores de la apertura generosa de la vagina que rezumaba un meloso líquido blancuzco, en tanto que su dedo pulgar frotaba vigorosamente en círculos al clítoris. Hannah se sacudía con verdadera lascivia y con las manos acomodaba la cabeza de la joven contra el sexo. Levantando las nalgas de Hannah, la joven abrevó en la hendedura pletórica de flujo vaginal y saliva. Lengüetazos y chupones se sucedieron a un ritmo tal, que muy pronto la boca de Christina se vio confinada al agujero del ano y lo atacó con tal empeño que su lengua envarada logró penetrar la escasa resistencia de los esfínteres, totalmente dilatados.
Totalmente fuera de sus cabales, la polaca clavaba sus uñas en los senos mientras le pedía a voz en cuello que la penetrara con los dedos. La boca de la joven volvió a posesionarse del clítoris e imitando a Hannah, ahusó cuatro dedos y fue introduciéndolos lentamente en la vagina con un suave vaivén. Colmada de espesos humores tibios, se dilató mansamente a la penetración pero luego ciñó con sus músculos a la mano intrusa, acompasando ese aferrar y soltar con el de la intrusión, que se acentuó cuando la polaca comenzó a menear la pelvis.
Los labios de Christina abrían y sobaban los pliegues inflamados de la vulva, mientras la lengua se deleitaba debatiéndose entre ellos en tanto que la mano aceleraba y profundizaba el ritmo de la penetración de Hannah que ondulaba violentamente, aferrándose con ahínco a la cabeza de la alemana. En éxtasis las envolvió y debatiéndose como dos luchadores, se besaron, lamieron rasguñaron y acariciaron en un ensueño de orgiástico placer hasta que, agotadas por los incontables orgasmos, cayeron en un sopor gozoso, entrelazando sus cuerpos exhaustos
Al escampar la tormenta, una fina lluvia continuó cayendo sobre la villa y como respondiendo a su influjo sedante, Christina permaneció como alelada, con sus inmensos ojos azules dilatados mirando la nada del cielo raso como sumida en un estupor del que no quería regresar, incapaz de creer lo que había vivido, como su cuerpo había respondido instintivamente a ese salvaje reclamo del deseo y por lo que aun sentía revolviéndose en sus entrañas.
Con sus carnes latiendo, inflamadas por el rudo roce, el cuerpo derrengado y huérfana de fuerzas, sólo atinó a alzar la cabeza buscando a Hannah. El hermoso rostro de la polaca parecía resplandecer de satisfacción y sus labios tumefactos dejaban ver el esbozo de una sonrisa. La joven se retrepó a su lado con suavidad para no despertarla, admirando toda la belleza del sólido cuerpo conocedor de todos los vicios, adorándola y comprobando que sólo el contemplarlo la comprometía en los más lujuriosos pensamientos.
Sus dedos timoratos rozaron tenuemente el torso de la polaca y ese mero contacto la hizo vibrar de ansiedad para clavar una aguja de deseo en su sexo. Entonces, con sus labios entreabiertos besa los senos y luego acaricia con las yemas los delicados rasgos de la cara mientras con urgente suavidad la lengua explora los labios de Hannah quien, sin abrir los ojos, abraza a Christina y se sumergen en un inacabable torbellino de besos, caricias y ronroneos amorosos.
Nuevamente con el brasero del sexo ardiendo a pleno, la polaca vuelve a abrevar en los senos de la condesita, alternado los besos y chupones con el mordisqueo y el estrujamiento a los pezones. Los dedos de Hannah se deslizan imperiosos sobre el sexo de la condesita penetrándola profundamente y rebuscando con saña en su interior. Christina siente que sus entrañas se desgarran en el dolor de la laceración y el acuciante deseo que la posee. Sin dejar de penetrarla con dos dedos, la polaca desciende con la boca por el vientre y finalmente se aposenta sobre el clítoris. La vulva y todo su entorno se han hinchado, luciendo enrojecidos y el interior de la ardiente rendija antes suavemente rosado, ha devenido en un rojo intenso, ofreciendo los pétalos carneos de una flor monstruosa.
El capuchón del clítoris luce inflamado sólo dejando adivinar la blanquecina punta del glande y Hannah lo toma entre sus labios, lo estimula succionándolo rudamente y la lengua lo masajea alocadamente en tanto que los dedos, con un suave movimiento giratorio, penetran profundamente y raen con las uñas la sensibilizada superficie anillada. Los gritos y gemidos se agolpan en el pecho de Christina quien, rasgando con sus uñas el tapizado del sofá, da rienda suelta a la evidencia del placer inmenso que la soberbia agresión le proporciona.
Hannah la pone de costado con sumo cuidado y cariño y, sin sacar la mano, le hace encoger la pierna derecha contra el pecho, profundizando la exploración vaginal. Lentamente, hace que se coloque boca abajo apoyada en las rodillas y, secundada por todo el peso de su cuerpo, la penetra tan duramente como hiciera Gerda con ella, iniciando un suave balanceo copular sobre la alemana quien se abraza sollozante a los almohadones. La otra mano de Hannah se desliza por la hondonada que nace entre los omóplatos y acaricia el nacimiento de las opulentas nalgas, iniciando a su dedo pulgar como explorador de la hendedura para excitar la oscura y prieta apertura del ano.
Christina siente como sus esfínteres resisten al dedo invasor pero luego de que aquel los excita en suaves círculos con líquidos que extrae de la vagina, se dilatan sumisos y junto con la penetración al sexo, un placer inédito la va invadiendo. Viendo la abrupta dilatación del ano y los gemidos gozosos de la alemana, Hannah retira el pulgar y lo suplanta por dos de sus largos y fibrosos dedos, hundiéndolos en toda su extensión.
La alemana suelta un estridente grito, mezcla de sorpresa, dolor y goce y luego comba su vientre hacia abajo para elevar sus ancas en franco ofrecimiento a la penetración. Ante esa actitud de sometimiento, Hannah siente que algo ha cambiado en ella. Ya no es sólo el goce sexual lo que la excita, sino el hecho de saber que ha llegado al clímax. poseyendo, dominando y sometiendo a Christina en forma casi varonil La certeza de obtener sus orgasmos penetrando a otra mujer y que logre hacerla gozar de la misma manera que un hombre, la enceguece de pasión.
Sus dedos socavan con más fuerza el recto de la condesita imprimiéndole un movimiento giratorio que la hace prorrumpir en soeces exclamaciones de alegría en tanto que se debate contra la áspera tela del sillón mortificando los senos y tratando angustiosamente de controlar esa convulsiva agitación que, naciendo desde el sexo, trepa imperiosa por su cuerpo para agolparse en la nuca, latente y a punto de explotar. Intenta superar la perplejidad que le produce comprobar que ese dolor, intenso y profundo, la lleve a planos del placer desconocidos hasta el punto de hacerle derramar lágrimas de alegría ante la aberrante penetración del ano que ni siquiera su marido ha podido hollar.
Los dedos de la polaca invadiendo el recto y la vagina incrementan el ritmo y entonces, la alemana acompasa su cuerpo a esa doble penetración flexionando sus piernas, hamacándose vigorosamente hasta que nuevamente siente que esa sensación de extrañamiento, de éxtasis enajenante, la comienza a invadir y mientras se va hundiendo en una nube de dulce inconsciencia, siente como su vientre da suelta a la marea cálida del orgasmo.
Con el ruido retumbante de la tormenta alejándose, sólo queda la casi palpable calina que va envolviendo todo lo penetrable y algunos rayos oblicuos del atardecer la disuelven e iluminando la villa por unos instantes, encuentran a los dos cuerpos femeninos entrelazados, brillantes de transpiración y en sus rostros una expresión de paz, satisfacción y felicidad que les otorga un aire falsamente angelical.
Luego, la oscuridad que invadió la casa, eterna cómplice del amor y el sexo, fue el único testigo de incontables placeres que ambas mujeres se proporcionaron recíprocamente y la que, antes de que el amanecer la desalojara, amparara el secreto regreso de Hannah a su casa, marcando el inició de una larga serie de noches de amor.
A partir de ese día, las mujeres pasaron a vivir en una burbuja dónde sólo ellas tenían cabida, totalmente alejadas de la realidad y pendientes de sus propias necesidades. Como antes el alcohol había sumido a Hannah en una especie de sopor, de modorra permanente, ahora el amor se constituyó en una droga que lo invadía todo. Dicharachera como una jovencita de quince años, ponía tal alegría en sus actos que desorientaba a la gente. Perdida toda noción de la discreción y el recato, salían a dar largos paseos por el pueblo tomadas de la mano y no era extraño verlas juguetear con picardía o asirse estrechamente por la cintura u, ocasionalmente y cuando creían que nadie las veía, besarse con voracidad en algún recoveco de los frentes.
En sus ahora prolongados paseos por el bosque, tras buscar escondidos claros entre los árboles, correteaban y se perseguían como niñitas en juegos que terminaban cuando rodaban sobre la hierba con besos, abrazos, caricias y el interminable espiral ascendente del amor en el que exhibían sus muslos y pechos sin ruborizarse, ajenas a quien pudiera verlas. En días particularmente calurosos, eran las frescas aguas del arroyo las que alojaban sus cuerpos ardientes y allí, con los dorados cuerpos totalmente desnudos, satisfacían en sus orillas de verde grama los instintos más primarios y solían terminar la tarde en la cama de Christina, saciando hasta el agotamiento los reclamos cada día más intensos de sus cuerpos jóvenes que ya no dependían de las energías masculinas.
Todo el pueblo conocía de esa relación y sus habitantes también, sabían que del humor de los hombres de esas mujeres dependía el bienestar del lugar. Condescendientemente, fingían ignorar los públicos gestos de amor, los besos y caricias que se prodigaban desvergonzadamente, con bullanguera alegría y total desfachatez, casi como un desafío y entonces, evitaban frecuentar aquellos lugares del bosque o el arroyo que la pareja prefería para dar expansión a su amor y, si por casualidad alguno no podía evitarlas, hacía la vista larga, como si un manto de invisibilidad las cubriera incrementando su impunidad.
Tanto Christina como Hannah parecía haberse despreocupado de la evolución de la guerra, la compresión de los frentes, el mayor tránsito de vehículos de todo porte en retirada y el cada vez más frecuente paso de los aviones aliados que sobrevolaban el pueblo en cada vez más envalentonados vuelos rasantes, al punto que los chiquilines del pueblo cruzaban apuestas sobre la identificación de los estilizados Spitfire ingleses o los vistosos Hurricane norteamericanos. Ajenas a esas inquietudes del pueblo, las dos mujeres sólo parecían vivir para el disfrute, pasando largas horas en la cama con el sólo placer de verse desnudas o en interminables sesiones de caricias y besos de las que Hannah regresaba al atardecer con una sonrisas de felicidad casi deótica, que no se borraría de su rostro sino dormida.
Hassler y Rehmer debían viajar más seguido y sus ausencias eran cada vez mayores, ya que organizar el apoyo logístico a una retirada gradual y ordenada era más complejo que una invasión. Como militares, sabían que la guerra estaba terminada, irremisiblemente perdida y entonces, trataban que a sus soldados la vuelta a casa no les fuera tan penosa. Esos viajes representaban un notorio alivio para las dos mujeres, que disfrutaban de una libertad sin límites cuando quedaban solas. Estaban tan enamoradas y la interacción de sus cuerpos había alcanzado tal grado de identificación que, cuando se lo proponían, llegaban al orgasmo por el mero contacto de sus manos acariciándose o, estrechamente abrazadas, besándose con fruición.
Marco fingía ignorar lo que era obvio por las mismas razones que el resto del pueblo y porque, a pesar de todo, Hannah no dejaba de satisfacer sus modestos requerimientos sexuales. Sofía en cambio, estaba cómoda por sus prolongadas ausencias que a veces se prolongaban un par de días y atribuía su estado de burbujeante inconsciencia a algún nuevo tipo de bebida, ignorando que su madre estaba enamorada por primera vez en su vida.
Sin embargo, no había dejado de notar la baja en el consumo de licores y que, abandonadas sin razón aparente sus largas y escandalosas sesiones de masturbación, dormía a pierna suelta las pocas noches que no lo hacía en casa de su nueva amiga.
Con once años, Sofía comenzaba a inquietarse por su cuerpo, aunque no desconocía las funciones de cada parte de él. La experiencia visual de esos cinco años le había resultado útil para interpretar en parte los nuevos mensajes que su cuerpo comenzaba a enviarle en su explosión hormonal pero se resistía a iniciar cualquier tipo de juego con esas nuevas sensaciones y, a diferencia de sus amigas, prefería demorar el momento de explorar ciertas regiones que estaban cambiando de forma y cuyas reacciones conocía sobradamente, por lo menos en teoría.
El correr de los meses fue convirtiendo a la encrucijada en un pandemonio de vehículos, desde simples motocicletas hasta pesados blindados llenos de tropas que regresaban a Alemania y la aviación aliada ya no se contentaba con volar sobre la región en prolijas formaciones para atacar a las grandes ciudades alemanas, sino que hasta algún solitario caza se desprendía de su escuadrilla para saludar en vuelo rasante con sus alas a la población.
Esos acontecimientos no parecían afectar a Hannah y a Christina que, con la llegada del invierno, se refugiaban en la villa de la última para emborracharse de amor y también del licor al cual habían retornado y que contribuía, sumergiéndolas en su bruma rojiza, a mantenerlas ajenas a las angustias que empezaba a vivir la población ante las incertidumbres que planteaban las posibles actitudes de sus amos actuales y cuáles serían las que adoptarían sus próximos invasores. Ellas vivían despreocupadamente su amor y las tenían sin cuidado los frecuentes viajes de Hassler y Rehmer, quienes se habían convertido en meros visitantes ocasionales.
Un viernes en que ella esperaba la visita de Hassler, aquel llegó horas antes de lo acostumbrado, pidiéndole que bajara a la cocina y una vez allí, junto a Marco, les dijo que no había buenas noticias y que acababa de tomar una decisión: el Centro debería ser desmantelado y todos regresarían a Berlín pero él, que sabía del aprecio que los pobladores demostraban tener por los Vianini, desconfiaba que fuera el mismo una vez que ellos se hubieran retirado.
Todo el pueblo apreciaba y festejaba las ventajas de la ocupación e incluso habían prosperado, especialmente las mujeres, pero la gente reacciona de maneras muy extrañas y el hecho de que ellos fueran los únicos judíos no evacuados a causa de que Hannah se convirtiera en su amante, no les auguraba un futuro demasiado tranquilo, teniendo en cuenta que muchos de los hombres refugiados en las montañas regresarían y descargarían en ellos la impotencia de no poder hacerlo en sus mujeres, que los habían convertido en forzados padres de bastardos. Prepararían sus maletas de inmediato con lo mínimo necesario y por la mañana, su chofer los llevaría a cruzar la frontera checa.
Esa noche nadie durmió. Consternados, con una sensación de vacío en el estómago, sin pronunciar palabra, los tres se dedicaron a elegir cuidadosamente cada cosa, ni demasiado humilde ni excesivamente lujosa, como les recomendara Hassler; vestir decentemente para inspirar respeto pero no tanto como para despertar codicia.
Alelados, veían como todo su universo se reducía a sólo tres maletas de cartón, no demasiado grandes. La única satisfacción de Marco era que, todos sus ahorros que Dieter había insistido en cambiarle por dólares norteamericanos, podían ser disimulados en los bolsillos un corset de mujer que él hiciera previsoramente con sus propias manos para ese fin y que Hannah, tan desacostumbrada a la ropa interior, no debería dejar de ponerse bajo ninguna circunstancia, a ningún precio, ya que portaba el futuro de toda la familia.
Desolada, con los ojos muy abiertos y secos de tanto llanto, la mirada perdida en el vacío, Hannah veía desmoronarse como presa de un cataclismo el ficticio edificio de cristal en el que cobijaba sus mejores bienes; el nuevo mundo de sensaciones, el sexo irrestricto y la seguridad económica que le brindara Dieter; el hasta ese momento seguro y ahora incierto porvenir y fundamentalmente; el adiós a Christina, su único y verdadero amor, apenas descubierto y del que había podido gozar tan poco.
Las primeras luces del alba los sorprendió mirando por la ventanilla trasera del automóvil como los tejados del poblado que había sido testigo y albergue de sus peores y mejores momentos, desaparecían detrás de una loma del camino que borraba tan fácilmente once años de su vida. El poderoso Mercedes se abría paso casi de contramano entre una masa heterogénea de vehículos de todo tipo que poblaban los estrechos caminos regionales, encharcados por el barro de las últimas nevadas.
Las rojas banderillas fijadas a los guardabarros que identificaban el alto rango de sus ocupantes les abrieron paso rápidamente y por la noche cruzaron la frontera checa, donde el chofer les entregó documentos que les permitirían desplazarse fácilmente dentro de los territorios ocupados por el Eje y, de ser necesario, procurarles ayuda. A pesar de eso, tuvieron que esperar dos días alojados en un cuartel para poder embarcar en un convoy de camiones que los llevaría hacia el sur.
Durante veinte días traquetearon a través de la República Checa y Austria sobre vehículos militares, debiendo soportar la insolencia de ciertos oficiales jóvenes que, ante la inminencia de la ocupación aliada, hacían oídos sordos a las órdenes superiores y en ocasiones debieron recurrir a la ayuda de oficiales de alto rango para ser atendidos en sus demandas. Tuvieron que aceptar mansamente ser transferidos de un convoy a otro, a veces desandando el camino recorrido a causa del mal estado de los vehículos y de los senderos precarios, poceados ahora por los frecuentes bombardeos de los solitarios cazas que hostigaban a las fuerzas germanas en retirada. Finalmente y luego de terminar de atravesar los últimos kilómetros en territorio austríaco, lograron cruzar la frontera italiana y tras dejar atrás a Bolzano, arribaron a Trento.