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Marc y yo chocamos por azar en un premio literario y nuestros deseos al conocerse se estremecieron. Él era la definición de presencia, un cuerpo exquisito que envolvía un cerebro de inteligencias múltiples y todas ellas sexys. De los autores reunidos él era el mejor. Se trataba de un escritor de los que puedes leer por noches enteras, de los que juegan con las palabras como si las tejieran por primera vez con sus dedos. Hábil, sugerente y poderoso desde sus piernas de geometría griega, hasta el pelo que le caía en dos mechones sobre esa cara imberbe que clamaba por unas caricias lentas y unos besos que exigirían a mi lengua desplegar su tibia creatividad. Dicen que los escritores no suelen ser guapos, pero este axioma tan repetido se desmentía viendo al grandioso Marc moverse por los pasillos para discutir sobre literatura, esa mujer a la que conocía, desnuda, desde la pubertad.
Lo que más me atrajo de Marc es que medía 1,90. Me sacaba los mismos centímetros de altura que me imaginé que, algún día, introduciría en mi interior.
De la misma forma, todo en nosotros dos empezó a estar fuera del percentil, sin medidas. A él le atraía que yo fuera indomable, inclasificable y que no pegara en absoluto con los demás autores; claramente, yo no soportaba los mamoneos de los trepas, la mayoría, y denunciaba su ridícula falsedad por el intercambio de favores o que se entregaran de piernas abiertas y sin preservativo a sus colegas por una reseña.
Marc sabía que yo era crítica de libros, pero no había tenido oportunidad de cruzarse conmigo porque trabajábamos siempre detrás de un ordenador, él como productor de cine y yo como publicista freelance. Y tal vez porque teníamos ganas de concretar otro explosivo encuentro, esa noche de coqueteo incesante, con cuatro vinos de más, hicimos algo que no pensamos que traería tantísimas consecuencias: intercambiamos nuestros datos para poder chatear.
Al hacerlo, supimos lo que éramos. Ambos únicos. Ambos autónomos. Ambos solitarios. ¡Ambos envidiados y en extremo pasionales!
Desde su reino de palabras, cada uno conquistaba al otro, no sin cierta indolencia, y resultaba una imponente gesta. Sobre nuestros castillos fortificados empezamos a seducirnos hasta la taquicardia, nos poníamos morados de verbos líquidos que terminaban en analogías corporales y rojos de adjetivos impronunciables al oído.
Iniciamos una contienda dialéctica del sexo por chat sin precedentes. Jugamos a convertir y a instalar en el reino del otro nuestras fantasías eróticas más ardientes. Nos mandamos a la carga por la lucha del orgasmo por escrito. Solo al leer sus palabras pensadas para erizar mi cuerpo, me dilataba y podía empezar a tener palpitaciones y contracciones vaginales traducidas por mí por paréntesis triples ((( ))) que lo hacían llegar a tener ataques de risa, convertidos en letras y ochos 8ª8 8e8 8i8 que empecé a descifrar, pues los emoticonos nunca estuvieron permitidos entre nosotros.
Su pregunta, todas las noches, era siempre la misma: ¿A qué huele tu piel, mujer?
Marc reinaba en mi cabeza y era el hombre más ansiado por mi cuerpo aunque ni por asomo lo hubiese acariciado.
Y yo, con tres líneas que incluyeran onomatopeyas de mi propio huerto erótico, conseguía su erección. Con él, conocí al máximo el poder de la palabra como vehículo del deseo. Ahora sé que gracias a Marc mi mente se volvió mil veces más publicitaria, porque el deseo es la base de cualquier compra y cada anuncio de televisión es, en realidad, un concurso de seducción.
Continuamos así, llenándonos el alma, hinchándonos de letras el cuerpo y acompañándonos en el mundo virtual hasta volvernos imprescindibles. Con cada mensaje íbamos aumentando la temperatura, creando un chat erótico exclusivo, un sexo remoto orgásmico, aunque en este mundo en 3D, al que acudimos solo la noche en que nos conocimos, lo empezamos a percibir con terror por ser descubiertos y sentirnos unos vulnerables y desnudos plebeyos desprovistos de nuestros atuendos. Nuestro poder seguía residiendo en nuestro artificioso don de palabras y todos nuestros orgasmos nos habían sorprendido con la ropa puesta.
¿Me atrevería a poner mis manos sobre sus dedos de pianista? Intuía que su cabello fino se deslizaría como la seda y serviría para un anuncio de champú for men pero ¿me arriesgaría a peinarlo entre mis dedos? Y su duro trasero, perfecto para campaña de bañadores italianos, constituía un deleite censurado para mis manos diminutas y exhaustas de teclearle sin palparlo. Sufríamos de virtualidad, de desnudez vestida, de sentirnos y jamás penetrarnos. Padecíamos del mal de la intocabilidad. ¿Cuánto más íbamos a vivir así?
Marc se moría de ganas por convertir nuestras experiencias sexuales en escenas reales, y nuestros orgasmos literarios en clímax agotadores, pero cuando lo pensaba seriamente la sola idea llegaba a dolerme. Una tarde decidimos arriesgarnos, acabar de un sablazo con el reinado del chat, guillotinar la virtualidad con una cita física que desembocara en un polvo de verdad, de los que marcan época. Para tan magna ocasión elegí un vestido ajustado de reina posmoderna y mis tacones de Vivienne Westwood, mis preferidos para romper el hechizo. Nos vimos, cada uno cruzando la calle separados por una mujer que en ese instante chateaba con carcajadas de picardía. Entramos a la taberna y pedimos dos copas de vino tinto. Veinte minutos después nuestros labios se besaron con pudor, estábamos rodeados de cuadros de sirenas, lo que hizo más mitológica la velada. Así que nos dejamos llevar por el blues rutilante, las colas brillantes de las sirenas empezaron a comportarse como nuestras lenguas, y nos envolvimos en la conversación más sensitiva que tendríamos jamás. Él respiraba hondo y me narraba cómo imaginaba cada centímetro de mi piel canela, y por su animada descripción tenía una idea fiel de cada curva de mi cuerpo. Y yo descubrí que el suyo no solo parecía musculoso, sino que era un santuario de curvas firmes que me hicieron soñar con tatuajes nunca vistos.
A las tres de la mañana cerraron el bar como si esas mismas sirenas pudieran volverse monstruosas y con los nervios embotellados aceptamos terminar en un hotel cercano. No quise deshacerme de los tacones, tan solo me senté en el borde de la cama y continué hablando y seduciéndolo en susurros. Marc tenía una erección de espada medieval, reunía en su miembro el deseo de todos los hombres del mundo por penetrarme, así que sacó su pene de talla regia ante mis ojos y me besó. Fue un beso tan vivo que confirmó que su cuerpo y el mío estaban unidos por millones de letras que ardían y se enroscaban hasta enloquecernos de deseo.
El pene de Marc era sencillamente hermoso. Era rosa jengibre, de los que tienen la piel brillante y que parecen diseñados por la más perfeccionista de las diseñadoras de dildos. Daba gusto verlo tan crecido y tan dispuesto a darme placer. Me dejó sin palabras cuando, al rozarlo entre mis dedos, empezó a cobrar vida. Ya no solo tenía una temperatura y textura únicas, sino que comenzó a mojarse de estimulante líquido transparente, hasta quedar bañado desde la cabeza y gotear y humedecer el tallo.
Besé a Marc con más ganas. Sé que estaba viviendo algo muy intenso a través de su pene cinematográfico. Tantas emociones juntas, tantos orgasmos compartidos sin habernos tocado empezaban a dar resultado… líquido. Con mi beso, el pene aumentó creció aún más y, cuando lo sostuve en mi mano, entró en una vibración muscular que volvió a mostrar liquidez en la punta. Ya no era ese gel sin color, eran gotas de semen.
Marc gemía con suavidad y abría su boca con expresión de placer indicándome que se dirigía al éxtasis.
Me senté entre sus piernas y lo miré fijamente. Marc lloraba y temblaba de tanta excitación, no había presenciado tanto deseo reunido en un solo cuerpo, condenado a estar dentro de un músculo, con ganas de soltar y estallar.
Mis dedos rozaron sus testículos y mis palabras comenzaron a hacer efecto. Sin quitarme la ropa, en directo, permití que mi deseo hablara, observé casi sin creérmelo cómo mis manos se calentaban humedecidas y Marc llegaba al mayor episodio de polución real que mis ojos contemplarían.
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