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La primera vez que entró, iba acompañado de Gabriela, su mujer. Nunca más se le volvió a ver con ella por las instalaciones del Palace Spa Resort. Las siguientes reservas, cada viernes de cada semana, una chica más joven que él lo llevaba sujeto del brazo o de la cintura. Cómo me gustaba limpiar la habitación 248 cada sábado en la mañana... Emilio era la única persona capaz de sacar esos instintos tan salvajes de mi interior. Del mío y del de cualquiera. Aquel hombre levantaba el interés de todas las féminas que trabajábamos en el hotel y bajaba bragas a su paso. Y si no conseguía bajarlas, os aseguro que las mojaba.
Cada sábado, al abrir la puerta tras avistar el cartel que indicaba el permiso para pasar, lo primero que inundaba mi nariz era el fuerte olor a sexo que se respiraba en la habitación. Un olor que nunca me apetecía liquidar, pero no me quedaba más remedio que ventilar la habitación. Las sábanas siempre estaban revueltas, arrugadas y fuera del colchón y, en la mesita de noche, Emilio, siempre dejaba los evidentes rastros de su fogosidad con cada chica, sin importarle lo que pensáramos las limpiadoras.
Si él supiera lo que pensábamos realmente...
Y yo, mientras recogía los preservativos usados y los tiraba a mi gran cubo de basura o limpiaba con una bayeta húmeda algún lefazo que hubiera cruzado cualquier mueble, me excitaba de manera surrealista, imaginando que era una de esas chicas facilonas que, con suerte, un viernes al azar podría probar su medicina.
Todas ellas eran bombones exclusivos de revistas: modelos, cantantes, caza famosos... Y Emilio era un cuarentón adinerado que dedicaba su vida a invertir y follar. Pero yo no quería su dinero ni ser un bombón arreglado y envuelta en botox; yo quería que Emilio entrara en la habitación mientras limpiaba y me subiera el ridículo uniforme blanco y azul para empotrarme de una manera bestial.
Juro que nunca, nadie, había sacado aquella parte de mí. Y estaba deseando desenfrenarme de aquella manera loca y convertirme en la guarra de Don Emilio.
Aquel sábado, las chicas comentaban en las cocinas que Emilio seguía con su mujer, pues la habían visto con ella la noche antes y varios clientes se habían quejado de los gemidos emitidos a través de sus paredes. Pensar aquello me calentó demasiado y es que el morbo que un tío casado me daba era demasiado.
Aquel sería mi día, sin lugar a dudas.
Dejé la habitación 248 para la última sabiendo que Emilio pasaba a última hora a recoger sus pertenencias después de la verdadera conferencia que cada sábado hacía en la sala de oficios.
Recogí tres condones de la mesita de noche y cambié las sábanas mientras esperaba su llegada. Aquel día no abrí las ventanas; quería que olor a sexo que había creado con su mismísima mujer, estuviera presente mientras lo provocaba. Oí unos pasos acercarse y, siendo precavida por si era él, comencé con el plan trazado: saqué mis bragas y las escondí en el carro de la limpieza. Oí como una tarjeta se hacía paso por la ranura y con rapidez me agaché y metí la cabeza bajo la cama, haciendo como quien busca algo. La puerta se abrió; era él.
Hice como la que no oí su llegada, pero percaté perfectamente como sus pasos se detuvieron al verme allí y de aquella manera: A cuatro patas mientras mostraba el trasero y un coño chorreante que esperaba su llegada.
Saqué la cabeza de mi escondite y me levanté como si nada. Al darme la vuelta y encontrarme de bruces con él, pegué un pequeño repullo, fingiendo asustarme por su repentina llegada.
—Disculpe, no sabía que estaba ahí.
Emilio alzó una ceja y sonrió de medio lado con aquellos labios carnosos y apetecibles.
—¿Qué se le ha perdido?
—El tornillo de uno de mis pendientes —mentí, echándome la mano a una oreja y apartando el pendiente de manera disimulada.
—¿Y las bragas?
Me quedé sin respiración al escucharle decir aquello.
—¿Cómo dice? —pregunté, fingiendo voz ofendida.
—Que si ha perdido también las bragas, como no las lleva puesta...
—¿Quiere que termine de limpiar la habitación, o vuelvo cuando se haya marchado? —Cambié de tema.
Sonrió.
—Quiero que la limpie mientras yo acabo, no la molestaré.
Sonreí interiormente. Estaba llamando su atención.
Emilio, enfundado en un traje oscuro que marcaba un perfecto trasero y unas piernas largas y estilizadas, entró al baño y tiró de la puerta, dejando una ranura bastante descarada. Me moví por la habitación con sigilo, disimulando limpiar mientras lo espiaba. Vi como aflojaba la corbata delante del espejo y desabotonaba la camisa, dejando a la vista un abdomen perfecto; desabrochó la correa y la sacó de las hebillas con lentitud, consiguiendo que se me resecara la boca; atrapó el filo del pantalón y tiró hacia debajo, dejando su falo al aire, caído hacia abajo y dejándome paralizada con su tamaño.
Joder con Emilio...
Se metió en la ducha, mostrándome su trasero, y cerró la mampara privándome por completo de las vistas. Aburrida de esperar, decidí que aquel, definitivamente, no era mi día de suerte, así que me puse a limpiar con rapidez para terminar contra antes mejor. Y cuando ya estaba todo perdido, y solo me quedaba dejar las toallas limpias encima de la cama, la puerta del baño se abrió por completo y Emilio salió con el colgajo al aire y su magnífico cuerpo trabajado.
Lo miré mientras notaba como mi boca se abría poco a poco, sin querer disimular la expresión.
—Disculpa, creía que había terminado y se había marchado.
Negué con la cabeza, embobada con su miembro.
Dio dos pasos hasta mí, se quedó mirándome fijamente y, sin decir palabra alguna, me dio la vuelta y pegó mi espalda con su pecho húmedo. No me moví, puesto que lo que yo quería lo estaba encontrando.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó atrapando mi coleta con fuerza y tirando hacia detrás con brusquedad, para hablarme al oído.
—Veintitrés —respondí con la respiración acelerada.
—Umm... cumples mi regla de oro: No más de veinticinco años.
Noté como su miembro crecía, chocando contra mi muslo. Emilio se refregó contra ellos y metió su pene entre mis piernas, haciéndose una especie de paja entre ellas y llegando a rozar mi clítoris a veces.
—Joder, niñata, no veas cómo te mojas —exclamó empujándome y tirándome a la cama.
Caí apoyando las manos y quedando con el culo a su vista, como cuando entró a la habitación. Emilio se acercó por detrás, azotó mi trasero con fuerza y arrimó su boca a mi coño, lamiéndolo con una furia y una destreza increíble. Notaba su barba rozarme, su lengua imparable, los flujos corriendo por mis piernas... y creí morir antes de lo debido.
—Venga, confiesa, ¿donde están tus bragas? —dijo para volver a meterse entre mis piernas y refregar su cara por mi vagina y culo—. Quiero olerlas.
Gemí, señalando el carro de la limpieza y con los brazos temblando.
Emilio me abandonó para ir a buscarlo, y tras unos segundos, las sacó con una sonrisa triunfante. Las olió, se colocó tras de mí y me metió su verga dura y gigante, haciéndome sentir que me partía en dos, dándome la sensación de que mis caderas crujían. Pero Emilio no tuvo compasión con su tamaño, amordazó mi boca con mis propias bragas y se agarró de los extremos, tirando hacia atrás de cada uno y consiguiendo que mi cuello se doblase hacia detrás, mientras empujaba con garra y vigor.
Mis gemidos se ahogaron en mis propias bragas mientras temblaba toda yo y Emilio rugía como un león. Siguió embistiéndome con furia, gritando que era una guarra, contándome que el orgasmo estaba cerca. Y entonces, consumido por la excitación y de manera rápida, salió de mí y lanzó un escupitajo de su semen, manchando toda mi espalda y parte del pelo.
Salí de la habitación acto seguido, tras tomarme solo unos segundos para recomponer mi coleta, el vestido y ponerme las bragas.
Al otro día todo el mundo en las cocinas, rumoreaban que Emilio había gritado como un loco a una hora fuera de lo normal de cada fin de semana, que no se habían encontrado rastro de preservativos ni de semen, y que había llamado a recepción para quejarse: no habían dejado toallas limpias en la habitación 248.
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