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Se envaró al verla y sus sentidos se pusieron alerta. Por suerte, estaba apartado de la entrada del salón principal y una columna gigante le otorgaba privacidad, la suficiente para observarla sin ser visto. Aun así, sin querer arriesgar la profesionalidad que lo caracterizaba, se puso la máscara oscura que reposaba en su cabeza y contempló cómo se integraba entre la gente.
Ella no llevaba antifaz ni nada que les impidiera a los demás saber quién era. Conocía lo suficiente a la señorita Arias para saber que su imagen y su reputación en el mundillo musical le importaban bien poco, pero no la creía tan descarada para entrar en una fiesta privada de aquel calibre sin tomarse la molestia de ocultarse. Se intentaba extremar la privacidad de los presentes: que no hubiera personas no conocidas o sin invitación directa, ni móviles, cámaras o incluso periodistas, pero no siempre podía controlarse.
La contempló con deleite, como había hecho muchas veces desde la mesa de su despacho sin que ella se percatara —al menos eso pensaba— o en su imaginación mientras ella lo escuchaba con un fingido interés. Él también fingía interés y concentración al hablarle, pero había ocasiones en las que su profesionalidad se tambaleaba frente aquella muchacha joven, vital y bonita. Además, tenía un toque de descaro que parecía darte pie a más, pero, cuando avanzabas, o te creías dispuesto a hacerlo, ella frenaba de manera tajante sin que pudieras culparla. Paraba algo que, en realidad, nunca había comenzado, aunque tu imaginación te dijera que sí. Él se preguntaba si sería la calidez de aquellos ojos verdes y brillantes que tenían por costumbre mirar con fijeza y sin amilanarse.
El hombre le dio un trago a su copa de ron y mantuvo el sabor dulce en el paladar mientras pensaba en otro manjar líquido que no era precisamente el que tenía entre las paredes ovaladas de cristal. La imagen de aquella rubia sobre su mesa, con la espalda arqueada y derramándose en su boca lo hizo dar otro trago, aunque esta vez sin deleite ninguno; con prisa y desespero. De repente, el encuentro que acababa de tener con dos mujeres le pareció poco en comparación con la imagen que su mente le otorgaba. Notó cómo se encendía y cómo su miembro se endurecía.
Natalia Arias rio con un descaro que se oyó por encima de los susurros, y Equis —como decía llamarse aquel hombre cuando cruzaba el umbral que separaba su vida diaria de la nocturna— se centró más en ella. A pesar de que la fiesta estaba más acabada que empezada y todos bien servidos y cansados, los invitados parecieron resurgir con su llegada, contagiados por esa frescura que trasmitía. Mujeres y hombres le hablaban a sus ojos y a su boca más que a ella en sí. No los culpó. Él, desde su posición privilegiada, también la deseaba. Observó cómo se movían los labios rosados y el brillo de los ojos claros y la dureza rugió en su pantalón, pidiéndole ser liberada de nuevo. Natalia cruzó las piernas y el vestido negro de brillo se ajustó más a su estrecha cintura. La repasó entera, desde los tacones negros abrochados a los tobillos, subiendo por las piernas desnudas, hasta los pechos, cubiertos levemente por la tela. Jadeó ante su cuello largo y rodeado por un collar del mismo color que el vestido.
Terminando su copa estaba cuando alguien lo rodeó por detrás y apoyó las manos cálidas sobre su pecho descubierto. Aún no se había abrochado la camisa. Miró hacia arriba para encontrarse con las tetas de Marta, una amiga de placeres. Esta le sonrió, dirigiendo la mirada hasta donde un segundo antes había estado la suya propia, y con un gesto de cabeza le preguntó si se apuntaban. No le dio tiempo a cuestionarse cuál era el plan, Arias se había levantado del taburete, seguida por sus interlocutores, y caminaba hacia la puerta del dormitorio principal.
Los ojos de Equis brillaron y la respiración se le aceleró al apreciar que la niña divertida había desaparecido para dar paso a una mujer que se contoneaba en sus andares y provocaba con los ojos. Pero lo que más lo sobresaltó fue ver cómo se internaba en la habitación grupal. La oscura y morbosa habitación del anfitrión que había organizado la fiesta.
«En unos minutos —se dijo— estará siendo el maravilloso juguete de todos esos que la acompañan».
El pulso se le aceleró cuando Marta le dio la mano y lo animó a levantarse. No hubo palabras, pero sí una clara invitación para participar, en caso de que así lo permitieran los que habían entrado.
En silencio, aceptó la mano, se puso de pie y caminó con lentitud, dándole tiempo al grupo de preparar la imagen que él quería ver cuando traspasara la puerta. Se pasó la lengua por los labios en un intento de humedecer lo que se había secado con solo un pensamiento y, sin meditarlo mucho más, subió el escalón que separaba la estancia principal del cuarto de los placeres.
Y pensar que casi rechaza la invitación a la fiesta aquella noche de sábado…
Empujó la puerta y se sumergió en la oscuridad. Solo una luz apagada y azul iluminaba la estancia —por suerte— para que las siluetas fueran visibles. La de Natalia fue todo un espectáculo para sus sentidos, mucho más de lo que su mente calenturienta hubiera imaginado. El vestido había desaparecido. Se encontraba tumbada sobre la enorme cama redonda de sábanas rojas de seda, con un conjunto de braguitas y sujetador de color negro, estrecho, sugerente, como una segunda piel. En su cuello, aún el collar. En sus pies, todavía los tacones. Las piernas, lisas y prietas, cerradas y flexionadas hacia el lado derecho, y las manos relajadas sobre el colchón, por encima de su cabeza. Se contoneaba sobre la delicada tela como si bailara. Con los ojos cerrados y la lengua mojando sus labios, realizaba movimientos pausados y delicados con la cintura. Como una serpiente que rapta. Como esa hembra que danza, a la espera del apareamiento. Como esa mujer que sabe, a pesar de su edad, bastante inferior a la de los presentes, que tiene el poder único y absoluto en la habitación. No era la cantante de rock que él conocía. No era la fiera en la que se transformaba cuando subía al escenario y se hacía con un micrófono. No, era todo eso y mucho más. Sensual, atrapante, adictiva.
A cada lado, hombres y mujeres desnudos, todos, absolutamente todos, cubiertos con máscaras. Ella, dueña de sí misma, dueña del morbo y de la situación, descubierta, dejando claro que no le importaba ser reconocida.
Ni Equis ni Marta fueron expulsados del lugar. Algunos presentes habían reparado en su presencia, pero tras una rápida ojeada volvieron al foco de su interés. Y es que aquel foco era un bocado demasiado apetecible.
Marta se acercó cuando la verdadera fiesta empezó. Cuando las manos curiosas comenzaron a resbalar por la piel de seda. Cuando los primeros y pequeños gemidos de placer escaparon de la garganta de Natalia. Cuando Equis, en su dureza más absoluta, sintió la necesidad de beberse lo que quedaba de su copa y despojarse de la camisa que aún no se había abrochado tras el encuentro anterior.
Se apoyó en la pared y esperó. Esperó a que otros saborearan sus pechos mientras acariciaban sus costados, a que tocaran sus pies a través de los zapatos y dejaran besos por sus piernas, a que la saborearan como el manjar que era, exprimiéndolo todo de ella, y a que el hilo musical de la habitación fueran susurros, gemidos y resoplidos de aquellos que, olvidándose de la mujer que presidía la cama, se mezclaban entre sí.
Equis aguantó las horribles ganas de aliviarse. Había imaginado tantas veces cómo sería el cuerpo de aquella mujer, que ahora no se iría sin comprobarlo y habiéndose tocado en un rincón como un chiquillo.
Soltó el vaso en un lugar seguro, se acercó a la cama y aguardó en un lateral a que el hombre y la mujer que devoraban sus pechos por encima del sujetador se saciaran. Ante su mirada feroz tras el antifaz, ambos se apartaron y le dejaron el camino libre.
Natalia sintió el abandono de sus acompañantes y esperó paciente, regodeándose, la llegada de otros que la saborearan, pero entonces notó cómo la izaban de la cintura sin esfuerzo y la levantaban. Abrió los ojos, curiosa por el atrevimiento de su acompañante, y se sorprendió al ver lo que había detrás del antifaz dorado. Unos ojos oscuros como la noche brillaban clavados en los suyos. La traspasaban. Si no fuera porque estaba casi desnuda, hubiera jurado que querían ver más allá de su piel. El hombre tenía el pelo oscuro peinado hacia atrás, las facciones de la cara —las que llegaba a apreciar— marcadas, y un porte aparentemente trabajado.
—Eres atrevido —le dijo, socarrona, al verse apresada entre las grandes manos que rodeaban su estrecha cintura. Provocadora, sacó la lengua y se lamió el labio superior, desde el extremo derecho hasta el izquierdo, mientras lo miraba con lascivia y le pasaba su larga uña por el pecho descubierto y duro. Aún conservaba la camisa puesta, pero estaba abierta—. Me gusta.
Equis no se dejó amilanar con el encanto y el desparpajo de Natalia. La pegó con fuerza a su cuerpo, bajó el rostro para estar a su altura y se quedó a escasos centímetros de su boca. Muy pocos. La olió. Mezcla de frutas y alcohol, de perfume y cosméticos. Mientras, rozó la piel de su espalda y sintió el tacto suave bajo sus dedos.
La muchacha notó el anhelo que la respiración entrecortada del hombre dejaba intuir. Sintió los dedos hincándose en su piel, incapaces de controlar el impulso, y también la dureza que se clavaba en su cintura debido a la diferencia de tamaño.
—¿Es que no sabes hablar? —le preguntó con diversión e intentando ocultar lo que la posesión de ese hombre le había hecho sentir. No deseaba aún que se percatara de cómo sus bragas comenzaban a mojarse, y todo por la oscuridad de sus ojos fieros. Siguió con su juego, pegando mucho los labios a los del hombre, para que al hablar casi se rozaran—. ¿Es que te ha comido la lengua el gato? —No obtuvo respuesta—. La gata sí que tiene.
Sacó la punta de su lengua con mucha delicadeza y lamió la boca del hombre con deleite. Después, bajó hasta su mentón y dejó un suave bocado ahí para continuar con su itinerario. Se desplazó por la garganta, notando cómo tragaba saliva, y descendió hasta el pecho. Una vez allí, alternó lengua, saliva y pequeños bocados hasta llegar a su pectoral derecho, donde lamió con más gozo.
Equis supo que se recreaba con su tatuaje y la polla le palpitó con tanta furia que creyó no soportar más aquella dulce tortura. Sujetó con determinación el mentón de la cantante y la hizo subir para poder capturar su boca. Dios, cómo había fantaseado con probar aquella boca. Cómo gozó cuando sumergió su lengua fría, con sabor a ron, y chocó con la atrevida y cálida de ella. Se enredaron, furiosas. Pero rápidamente se separaron para poder morderse los labios, lamérselos y besarlos con toda la recreación que se merecían. Sabía, después de haber probado muchos, que nunca olvidaría los de Natalia Arias. Que eran adictivos. Un placer de boca, y ahora suya. Instantes, pero suya. Bien sabía él que lo efímero era exquisito.
Endemoniado por lo que le hacía sentir dentro del pecho, la apoyó contra la pared y se pegó a ella, dispuesto a hacerla disfrutar. ¿Cuántas veces había pensado cómo sería aquella cara angelical mientras se corría? ¿Mientras se deshacía siendo suya? No podía esperar más para comprobarlo. Con una mano le tocó los pechos, aún fuera del sujetador, y la otra la bajó hasta sus bragas. Pensaba apartarlas, no obstante, prefirió disfrutar un poco más del momento, así que dejó que ambas manos descendieran y él lo hizo con ellas. Metió los dedos entre la tela y las bajó despacio, muy despacio, mientras dejaba ante sí la vista de la tentación.
Los ojos le brillaron tras la máscara al comprobar esa rajita cuidada que, justo encima, lucía una porción de vello recortado y trabajado, dejando libre todo lo que él iba a comerse en segundos pero dándole un toque erótico y diferente. Apetitoso, muy apetitoso. Miró hacia arriba y la vio sonreír, como si aquel descubrimiento llevara un mensaje ilícito para ambos. Pero no, no lo había reconocido. Para ella seguía siendo un desconocido enmascarado en una fiesta privada más donde disfrutaría como con cualquier otro. Para él era mucho más.
Al borde del colapso por tantas sensaciones mezcladas, se dejó llevar y sujetó aquella pequeña porción de vello. Tiró de ella hacia arriba, arrancando un gemido de Natalia, y hundió su lengua en la rajita cerrada, consiguiendo abrirla y, con ello, dejando ver sus labios internos y mojados, y el delicioso clítoris, el cual lamió con desespero. Completamente entregado, se restregó, impregnándose de su humedad, de su olor, de su sabor. De toda ella.
Se levantó como un león enjaulado y la besó para compartir su esencia. Ella lo recibió gustoso, lamiendo el mentón masculino, empapado de su propio placer.
Equis apoyó la palma de su mano sobre el coño que acababa de chupar y la movió frenético, consiguiendo que Arias abriera los ojos de la impresión y del gusto. Masajeó y masajeó con la fuerza exacta para no hacerle daño, sin parar de mirarla y sujetando su menudo cuerpo con la mano libre para que no se tambaleara. Cuando supo por sus ojos verdes y nublados que estaba a punto de correrse, hundió dos dedos en ella, justo en el principio de su cavidad, y los movió con maestría, tocando ahí donde debía tocar. Supo que solo tardaría segundos en derramarse sobre él.
La muchacha tembló en sus manos y bajo su mandato. Gimió muy fuerte. Tanto, que la música resonó en sus oídos y se grabó en su memoria para los restos. Era consciente, desde ya, que aquellos gemidos celestiales serían un recuerdo al que recurrir en muchas ocasiones.
No había parado de mirarla ni un segundo. Ni uno solo. Quedándose con todo: su expresión, los jadeos, la sorpresa, el brillo de los ojos, la boca entreabierta, la respiración entrecortada… Todo.
—Dios —exclamó Natalia, exhausta de un solo orgasmo—. Joder.
Equis alzó la mano, empapada de su placer, y se la ofreció para que la chupara. Ella admiró los pequeños tatuajes que tenía en tres de sus dedos, en las yemas. Después los chupó sin apartarle la mirada a aquel viril hombre que, por algún motivo que no llegaba a comprender, le estaba dando un sexo mucho más efusivo del que solía darle cualquier desconocido. Mientras lo lamía, notó cómo se colocaba un preservativo de un movimiento. Si no recordaba mal, aquel tipo no se había desprendido ni de los pantalones. Miró hacia abajo. Efectivamente, solo había sacado su miembro duro, grande y preparado.
Sin que se lo esperara, le alzó una pierna y la empaló. No podía recrearse más. Quería, pero no podía. Estaba deseoso por sentir cómo le atrapaba la polla con su interior. Así lo hizo, y sentirla fue una de las mejores experiencias de su vida. Caliente, estrecha y muy segura de lo que hacía. Hincó los dedos en su cintura un poco más, dejando evidencia de su deseo, y le mordisqueó el cuerpo, el rostro y los labios mientras se la follaba como la bestia enjaulada en la que se había convertido. Natalia, encantada, le pidió entre jadeos entrecortados que no parara, que no parara, que no parara.
Con un gruñido final se corrió en su interior, seguro de la protección, y salió con rapidez para mirarla una sola vez a los ojos verdes antes de guardarse el falo en el pantalón sin desprenderse del preservativo y marcharse con esa rapidez que se aleja un hombre arrepentido.
No se había percatado, pero muchos de aquella sala habían estado observando la escena maravillados. Era como si la estancia se hubiera impregnado del necesitado deseo de aquel tipo que unos conocían y otros tantos no.
Natalia, jadeante, lo vio desaparecer. Contempló cómo caminaba con pasos firmes, abría con furia y cerraba de un portazo. Una extraña sensación seguía siendo dueña de su interior, como si algo la uniera a aquel hombre, algo que se escapaba de su entendimiento. Pero la sensación desapareció con la misma velocidad con la que otros cuerpos la buscaron.
***
Su móvil sonó. Lo buscó a tientas sobre la mesita mientras mascullaba un par de insultos. ¿Quién cojones llamaba a aquellas horas?
Tras la noticia, se vistió con toda la rapidez posible, cogió lo necesario y salió de casa. No sin antes soltar un improperio mientras pegaba un portazo. ¿A quién se le ocurría meterse en un lío de tal calibre y encima con una periodista? A ella, solo a ella. Inevitablemente, pasara lo que pasase, aquel caso sería mediático.
Natalia lo vio llegar y suspiró aliviada. ¿Cuántas horas llevaba allí metida? Ni lo sabía. Solo recordaba salir de aquella villa privada, encontrarse con una paparazzi y discutir con ella para que dejara de grabarla y de preguntar. Por una vez, por unas horas, por un día. Tranquilidad, solo quería tranquilidad. Vivir sin ser perseguida, juzgada o cuestionada. Después, como una bestia, los golpes que le había dado por haber seguido grabando. La periodista en el suelo. La policía llegando. Las esposas. El calabozo. Frío. Resaca.
Por suerte, su abogado había llegado para sacarla de allí, como había tenido que hacer en algunas ocasiones. Demasiadas, quizá.
Se levantó, entusiasmada, y se pegó a la reja mientras su abogado realizaba los trámites correspondientes con el policía de guardia. La miró con el tono de reproche que solía hacerlo, mezclando la burla con el cansancio, y ella puso cara de niña buena. Durán le dio las gracias al policía, cogió su maletín del suelo y anduvo junto a él hasta la reja que estaba a punto de liberar a Natalia Arias. Entonces, la mirada de ambos cambió.
Él estaba imaginándola en otra situación, con las esposas puestas.
Ella acababa de descubrir las pequeñas notas musicales tatuadas en tres de sus dedos. Esos mismos dedos que había chupado horas antes, impregnados de su propio sabor.
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