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Saúl vio que mis relaciones extramaritales no tenían control de mi parte, se me antojaba alguien y a ese alguien tenía en la cama, me enloquecía sentirme poseída. Era claro que necesitaba algún tratamiento para controlar mi ninfomanía. Lo único que me pidió fue que mantuviera oculta mi relación con Eduardo mientras se daba el divorcio.
A mí me pareció que yo no debería esconder este amor y reaccioné inversamente a lo que me pedía Saúl, me volví muy descarada, y siempre negándome al divorcio. Traté de defender mi derecho a ser una mujer que no quería continuar con lo que la sociedad exigía, y sin tener claridad en lo que decía, en un arrebato para defender mi individualidad, le dije a Saúl que él también consiguiera a otra compañera para satisfacer su sexualidad. Hasta mucho tiempo después entendí que yo no sabía diferenciar entre el amor y el sexo, aunque tuviera ambas cosas en algunos hombres o sólo una. Desde luego que él sabía lo que me pasaba y me lo dijo de muchas maneras, pero siempre le reñía aduciendo que no lo amaba y que despreciaba su machismo... ¡Yo diciendo mis discursos feministas tan radicales a quien menos debía, a quien era el menos machista de casi todos los hombres que tuve! Se dieron muchas cosas por mi terquedad. Sentí verdaderos celos cuando Saúl llegaba a las tres de la mañana y simplemente se dormía sin tomarme, o de las amigas que lo admiraban, pues suponía que él hacía lo que yo. Le reclamaba constantemente su desatención hacia mí y él con una sonrisa, hiriente para mí, me explicaba de muchas maneras lo que me pasaba, haciéndome ver mis contradicciones entre lo que decía y lo que hacía y proponiéndome formas de solución a las que me negué sistemáticamente. Ni siquiera quise entender que también haría sufrir a Eduardo y éste, que estaba enamorado locamente de mí no entendió, por soberbia, lo que Saúl trataba de hacerle ver: que yo no lo amaba, que no dejaba de verme con Roberto cada vez que podía, pero que eso lo tendría que permitir él, al igual que soportar las veces que yo viera a Saúl, las cuales, “no lo dudes, intentaré hacerle el amor, y lo lograré”. Esto último lo supe porque Eduardo lo quiso aclarar conmigo. Obviamente lo negué y él lo creyó contándome el colofón de esa conversación: “Me irritó que te levantara falsos e inventara problemas de identidad y ninfomanía, así que le grité ‘¡Sí, muchachito de diez en todo (en alusión a la gran fama de inteligencia y sabiduría que gozaba Saúl), entiendo que no quieras perderla, pero aún sin papeles, que te quede claro que ella es mi mujer!’ ¿Verdad que hice bien, mi mujer?”, dijo antes de besarme, sin darse cuenta de mi gesto de duda y que esas palabras le resonarían con mucha fuerza un par de años después. Lamentablemente, al tiempo, la realidad golpeó a Eduardo muy fuerte. Todo lo que había dicho Saúl era cierto y, por amor, Eduardo debió aceptarme solamente para mi diversión pues me quedó claro que no lo amaba tanto como para atarme a él.
Saúl se fue a vivir a un departamento cercano, en la misma calle que yo. Aunque estuviera cerca, yo sabía que hora ya no había retorno. Aun así, a la primera visita que él hizo a sus hijos, aproveché para decirle que estaba arrepentida, que volviera pues yo sí lo amaba. Él simplemente me dijo “Otro día hablamos de eso”. Quise que volviéramos a vivir juntos, pero se negó reiteradamente. Le prometí que me portaría como él pidiera, pero sabía que no cumpliría, o quizá sabía algo más: mis celos enfermizos no se curarían fácilmente. Saúl me comunicó que él ya había elegido a mi primo para que llevara a cabo el proceso de separación voluntaria, haciéndome ver que por tratarse de un familiar mío, éste no permitiría dejarla en la indefensión. Además me solicitaba la custodia de los hijos. Ante mi negativa sobre la custodia de ambos, él propuso que le dejara, al menos la del niño; tampoco acepté, a pesar de la contundencia de los argumentos, a los cuales los califique como “un invento de los psicólogos machistas”. Yo no acepté que se estableciera una pensión proporcional a tercera parte de sus ingresos, sino una cantidad fija, equivalente en ese momento a la mitad de lo que en ese entonces él ganaba con dos empleos y varios contratos de asesoría; no me importaron los argumentos de mi esposo que “tales puestos no serían eternos” (ni mucho menos yo imaginaba las devaluaciones que vendrían).
La mañana anterior a la firma del divorcio, le prometí que haría lo que él dijera para que no nos divorciáramos, él me puso tres condiciones, las cuales para la tarde ya estaban rotas... Supo del incumplimiento de la última porque llegó temprano, había visto salir a Eduardo en su auto. Aunque ya no vivía conmigo, Saúl entró pues traía llave de la casa, me buscó y yo aún seguía acostada en la cama, con las piernas abiertas y reponiéndome de la revolcada tan grata que había tenido. ¡Me helé cuando lo vi! Era evidente que debía firmar los papeles de divorcio, también le había mentido respecto a dejar a Roberto pero lo soportó debido a lo esporádico de nuestros encuentros. “¿Ves cuál es el problema?”, me dijo riéndose de mí, “No sabes lo que quieres”. Me levanté y lo golpeé en donde pude, pero mi actitud solamente hizo que su risa se tornara en carcajadas. “¡Vete!” le contesté con mucho odio, sin querer escuchar lo que él me decía, pues me sonaban a burla las palabras que acompañaba de su festivo gesto. Ahora recuerdo que él, entre mis golpes y sus risas me aseguraba que no era difícil darle solución a nuestro problema, pero cuando se puso a hablar como un psicólogo o psiquiatra me enardecí más y me fui a encerrar a otra pieza. Se quedó más de una hora sentado en la cama, hasta que llegó mi hermana con los niños. Ella adivinó lo que pasaba al escuchar que yo lloraba en el otro cuarto y las condiciones de la recámara en la que estaba Saúl. Quizá recordó que también hice el amor con Raúl, su pareja. Puse el oído en la puerta para escuchar qué decían, me hubiera sentido feliz si alguno daba gritos de enojo, pero ella sólo le pidió “Deja que se calme y luego hablan”. “Es inútil, no quiere entender lo que le ocurre”, contestó Saúl y se puso a platicar con sus hijos. ¿Qué hizo él en esa hora soportando el olor (o quizá disfrutando, juzgo ahora) que era notorio y sentado en el mismo sitio de mi encuentro con Eduardo donde la cantidad de vellos en la cama salpicada de semen y flujo lo delataban fehacientemente? Seguramente llegó a la conclusión que él no sería escuchado por mí. Mi hermana habló conmigo y me explicó lo que le dijo Saúl que me pasaba, así como la manera en que podía solucionarse nuestro problema.
Si usted, estimado lector, coincide en que le hice caso a mi hermana sobre lo que tenía que hacer, por favor, lea ahora “Ninfomanía e infidelidad (13)” para saber lo que pasó cuando Saúl regresó conmigo.
En caso contrario, continúe leyendo en el siguiente párrafo.
También mi hermana sufrió el mismo desdén esa noche que fue a mi recámara para hablar conmigo.
“¡Vete, seguro que ya te convenció ese tonto!” le dije corriéndola de mi cuarto. Ella se entristeció mucho por mí, no por la relación que se rompía, ni por lo que tuve qué ver con su pareja. Quizá, si la hubiera escuchado...
Sí, para Saúl era claro que yo no podría cumplir las condiciones, pero le sirvieron para dejarme claro que siempre supo lo que me ocurría.
Cuando esperábamos que el juez nos recibiera para la última junta de avenencia, le dije que no quería divorciarme pues sí lo amaba, él permaneció silente y sonrió con displicencia lo que me hizo recordar estar diciendo lo mismo que había dicho el día anterior, así que añadí “firmaré porque ya lo he aceptado”. Después de las preguntas de rigor y la pronunciación de las frases obligadas por la ley, el juez, mirando el acta con asombro, me dijo “Bueno, señora, queda usted protegida con una muy buena pensión...”
Los días pasaron, yo aceptaba que Eduardo se quedara algunas noches conmigo, o me iba a su casa los fines de semana cuando Saúl se llevaba a los niños. Una de las veces que Eduardo se había quedado a dormir conmigo, él tenía que acudir una reunión temprano, así que, en lugar de echarle algo al estómago antes de irse, me dio los buenos días con una abundante venida; como los niños se habían quedado en casa de mis padres preferí quedarme en la cama para reponerme de ese ejercicio matutino, sin embargo, a los pocos minutos llegó Roberto, quien acababa de arribar al aeropuerto, pero como tenía una reunión de negocios prefirió pasar a mi casa a arreglarse. Cuando le abrí, me sorprendí de su presencia y me dio mucho gusto verlo, lo abracé y besé tanto que la bata se me abrió dejando ver que sólo esa prenda traía puesta, se encendió en el acto. Aún estaba prendido a una de mis chiches cuando arrinconó su maleta y su portafolios para llevarme cargada a la cama (por cierto que eso evitó que se me continuara saliendo el esperma que me dejó Eduardo y ya sentía yo escurrir en la entrepierna), se desnudó inmediatamente y, sin quitarme siquiera la bata, me penetró con tanto brío que se vino de inmediato, era tanta su fogosidad que no se dio cuenta la facilidad con la que su pene resbaló en mi vagina y a los pocos minutos, aún sin sacármela, eyaculó una vez más. Una vez que tomó un poco de aliento me dijo “No se vale que me recibas así, tengo una cita ahorita y debo arreglarme, pero con la abstinencia tan prolongada y viéndote sin ropa interior no pude contenerme, ojalá que no se me haga tarde”. Después de eso fue al baño a rasurarse rápidamente; regresó a la recámara solamente para a darme un beso de despedida y se fue corriendo sin decir más. A los pocos minutos sonó el timbre. Me puse las pantaletas en las cuales coloqué una toalla sanitaria para que absorbiera lo que mis dos amores me habían dado, me anudé la bata y fui a abrir. ¡Sólo eso me faltaba! Era Saúl quien venía por los niños y ellos no estaban pues la tarde anterior, por pedirle a Eduardo que viniera a cenar a la casa, en lugar de que saliéramos, yo le propuse que hiciéramos la cena desnudos y era tanta mi emoción que me había olvidado de hablarle por teléfono a mi exesposo para decirle que recogiera a los hijos con los abuelos...
—Hola, buenos días, ¿los desperté? – me preguntó.
—No, pasa —le dije y, mientras cruzaba el dintel, sin que me viera me abrí un poco la parte superior de la bata para dejarle ver un poco de mi pecho pues eso siempre lo ha vuelto loco. ¡Yo estaba dispuesta a tirarme a los tres esa mañana!
Cuando volteé hacia él, después de cerrar la puerta, no pudo evitar besarme y meter la mano, abriendo la bata por completo. ¡Era fácil que cayera, pues siempre me ha amado y se excita mucho sólo de verme! Además, no era la primera vez que, ya divorciados, me lo llevaba a la cama, cogíamos con frecuencia. Me abrió la bata por completo, quiso quitarme las pantaletas y no se lo permití.
—¡No es justo! —reclamó— Me besas apasionadamente haciendo que me crezca la verga al máximo y no quieres seguir!
—También yo estoy excitada, pero... —contesté para forzarlo a una idea loca que se me había venido a la cabeza —. Bueno, acepto que me hagas el amor, si me dejas probar tu semen.
—Con gusto, mi Nena, espero que esta vez sí logres hacerme venir a mí con esa boquita tan rica —dijo besándome con chasquido, en clara alusión a la vez de la quincena anterior en que hicimos el amor y que lo había intentado, pero que le confié que casi siempre me tardaba como media hora con otros, me ponía muy caliente cuando le contaba a él lo que hacía con mis amantes, a Saúl también le excitaba saber cómo la pasaba en esas relaciones y le enseñaba algo de lo que aprendía...
—Primero desnúdate, luego me penetras y te vienes en mí, tenemos tiempo para lo demás, pues los niños están con mis papás —le dije melosamente, haciéndole creer que eso lo había previsto así.
Ni tardo ni perezoso se quitó la ropa, yo hice lo mismo con la bata, pero dejé las pantaletas hasta el último segundo para quitarla mientras, de pie, lo besaba. Tomé su miembro y restregué su glande en mis labios interiores al tiempo que con mi lengua recorría el interior de su boca. Cuando sabía que estaba “a punto” me puse de puntitas para meterme su pene y me colgué de su cuello obligándolo a cargarme de las nalgas, me movió frenéticamente casi un centenar de veces, en tanto que yo gritaba de placer. Estimulado por mis gritos se vino mucho. Cansado y sin fuerzas para sostenerme, caímos en la cama sin que se saliera el falo de mi cuerpo.
Ya repuesto del ejercicio extra de ese día, apenas su flácida verga se salió de mi cuerpo, se la empecé a chupar, relamiéndome ostentosamente.
—Te quedó muy poquito aquí, me tomaré el que me diste por acá —dije al tiempo que metía mi dedo en la vagina y luego lo sacaba para chuparlo—. Mejor dámelo con tu lengua en un beso, le supliqué, poniéndole mi chorreante vagina en la boca.
Por la posición en que estaba, por lo repleta de las venidas que los tres me dejaron en menos de una hora (bueno, después me di cuenta que una buena parte se quedó en la toalla de las pantaletas), dio tres viajes de besos desde mi pucha a mi boca dándome el fruto de los deseos de mis hombres en esa mañana. Seguramente se extrañó que hubiera mucho líquido, pero antes de que preguntara algo le di una explicación.
—Pensé que llegarías más temprano... ya estaba chorreando con lo que me imaginaba hacerte y, mientras me cargabas tuve tres orgasmos. ¿Verdad que sabe rico? —pregunté para ver si eso le disipaba su gesto de extrañeza.
—Sí, mi Nena puta... —dijo antes de darme un cuarto beso con la mezcla de excreciones —Quizá el adjetivo lo puso y subrayó para señalar que no me creía. Ciertamente, su mirada observadora habría descubierto la toalla sanitaria toda mojada y antes de caer en la cama vio en ésta vellos castaños (de Eduardo) y, proporcionalmente más, otros negros (los míos y los de Roberto), así que no me hubiera sorprendido que, debido a su gran suspicacia y deducción, en lugar de “puta” hubiera dicho “pastelito tres leches”.
Sí, lo reconocería también por el sabor pues me faltó contar que una vez, después de manejar cientos de kilómetros, me dejó Roberto en una terminal de camiones muy cercana a la ciudad donde Saúl habría de esperarme. Claro, unos minutos antes de subir al camión me dio una muy rica y abundante despedida en su camioneta. Al llegar al hotel donde estaba Saúl, lo primero que hice con él fue un 69 para probar después a Roberto en labios de Saúl... Sí, así soy yo.
Los dos primeros años de divorciada transcurrieron en compañía frecuente de Eduardo, pero eventualmente iba al departamento de Saúl quien siempre me trataba muy bien. Eduardo se molestaba, pero le hice ver que seguramente él había sido mi pretexto para ser libre. Le cayó de peso y se distanció resignándose a no tenerme a su lado, pero siempre acudía cuando yo quería pasar la noche con él.
Conseguí un trabajo como recepcionista, que me duró poco pues mi jefe se quería pasar de listo. A decir verdad yo no hubiera puesto reparo pues era guapo y de cuerpo atlético, pero me molestaban su prepotencia y machismo, ese sí que era machista; comprendí que Saúl no lo era, pero que yo le había colgado el sambenito por mis confusiones y feminismos exacerbados. Mi jefe, un oficial de quinta que se mareaba encima de su ladrillo, presumía ante sus amigos de haberse cogido a todas las empleadas que él quería, a veces exageraba un poco, pues varias conversaciones y algunas “sesiones de amor” que no eran más que abusos con poca resistencia de las mujeres que allí trabajaban, las escuché a través del comunicador, era tan pendejo que no sabía cómo cerrarlo, y las muchachas, seguramente por temor a perder el trabajo, lo soportaban. Pero conmigo topó con piedra, así que a la primera solicitud que me hizo le di mi renuncia sin mostrarle mi enojo. Quedó perplejo, me pidió que no renunciara, pero sólo me despedí con un “adiós” tomando mi bolsa y me salí, lo cual me resultó divertido.
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