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Voy a contarte cómo fue el peor día de oficina.
Mi día empezó 2 horas antes de lo normal, porque a mi jefe se le ocurrió que yo iba a tener que abrir las puertas temprano para recibir un cargamento de papeles (cargamento que nunca llegó, por cierto). Estas son cosas que te pueden pasar cuando se te ocurre salir con alguien de la oficina y decidís cortar la relación. En especial si tenés la pésima idea de que tu ex también sea tu jefe.
Me tocó un día horrible, era principios de mayo, hacía mucho frío en pleno otoño y las madrugadas eran heladas y crudas, sumado a que al llegar a mi parada de colectivo comenzó a caer una lluvia torrencial que me empapó por completo.
Al llegar al trabajo, totalmente empapado, helado y temblando, atiné a buscar algún abrigo en los depósitos, para cambiarme de ropa, pero antes de abrir la puerta escuché esa voz nasal y que era temiblemente familiar.
“Llegas tarde”, dijo mi ex. Me di vuelta para verlo, parado de brazos cruzados, con pose de jefe malo, usando un piloto y con un paraguas todavía húmedo.
“Recién son las 5 y media”, contesté, y golpeando su reloj de titanio con las llaves de su auto nuevo me dijo “En mi reloj, eso es tarde. A mi oficina, Blanco.”
Él solo me llamaba así cuando jugábamos nuestros juegos. Blanco era mi apellido, y la única vez que lo escuché decirlo en un tono que no me gustó fue desde hacía un año ese día, cuando cortamos y empezó a tratarme como a un empleado más. Después que cortamos, su actitud conmigo cambió de un día para el otro. No volvió a sonreírme, ya no me recibía con caricias en el cuello ni me dejaba mensajitos atrevidos junto a mi escritorio. Antes de que cortáramos, Joan solo decía mi apellido cuando yo aun estaba vestido, y su fusta salía de su cofre.
“¿Me puedo ir a cambiar de ropa al menos?”, le pregunté, y me gritó tan fuerte que di un salto. Estabamos caminando por los pasillos enormes del edificio, aparentemente camino al depósito de carga para recibir el cargamento de las 6:15 que estábamos esperando. No pronunció una sola palabra. Yo, todavía empapado, no sentía los dedos y tenía tenso hasta el músculo más escondido. Tiritaba muy fuerte, mientras seguía a mi jefe por los pasillos y sin darme cuenta que habíamos tomado un rumbo distinto poco antes de llegar a los portones de carga. Corrió con violencia unas cortinas de goma y entramos a un salón helado, apenas iluminado.
“Cámbiese rápido, que así da mucha vergüenza”. Sobre unos estantes había unos bultos de tela naranja fluor. Reconocí por el color que eran los mamelucos de los obreros de depósito, y aunque no era mi sector, solo agradecí tener algo de ropa seca sin pensar en nada más. Me saqué toda la ropa mojada, mi piel estaba cubierta de granitos de piel de gallina. Me sequé un poco como pude y elegí un mameluco que sea más o menos de mi talla. Sin medias, me calcé unas botas de trabajo y de a poco volví a recuperar la temperatura del cuerpo. Mientras eso sucedía, se iba apareciendo un sonido de motores que siempre estuvo ahí pero que yo no había notado, igual que mi jefe, que no me despegó sus ojos de encima, y sentí que había contado cada granito de mi piel de gallina. “Vamos”, ordenó, y lo seguí hasta el despacho del depósito.
El traje me rozaba la piel y me molestaba un poco. Con el frío mis pezones estaban muy alerta y con la fricción me distraían de lo que mi ex me ordenaba hacer, como levantar cajas, mover unos muebles y acomodar herramientas viejas.
Quizás fue por el sueño de levantarme tan temprano que mi sangre no estaba circulando precisamente en mi cabeza pensante, pero no logré entender hasta unos días más tarde por qué tenía que hacer yo ese trabajo y tan temprano de madrugada cuando había una decena de operarios trabajando en este sector. Sin embargo, las costuras no dejaban de frotarse en mi cuerpo y me hacían cosquillitas que me distraían entre trabajo y trabajo.
Ya era casi la hora de descargar y el cargamento aún no había llegado. No quise preguntar por miedo a ser regañado nuevamente; una cosa es que te regañe tu jefe y otra muy distinta es que te regañe un hombre que un año atrás te hacía el amor todas las mañanas antes del trabajo.
Mi cuerpo estaba un poco sudado, podía sentir la humedad de esa entrada en calor, junto con el olor a mi humanidad. Me ventilé un poco el traje para dejar respirar mis poros. Bajé el cierre unos cuantos centímetros hasta arriba de mi ombligo, mientras caminaba hacia el interruptor de la compuerta. Pronto se cumpliría el horario, y un portón de grandes dimensiones demora en abrirse por completo.
Subí mi cierre para no perder la compostura y disimular una semi erección que me sorprendió mientras caminaba. Escuché un reloj de alarma que indicó la hora exacta para hacer el trabajo que mi jefe había exigido, pero al acercar mi mano al interruptor, me detuvo su grito de alto.
Recuerdo jadear sonoramente, para dejar ver mi hartazgo. Pude escuchar sus pasos acercarse firmes hacia mi. Me sequé unas gotas de sudor en mis ojos, ya sus gritos habían sido suficientes. Ignoré los ruidos de herramientas atrás mio, y me di vuelta dispuesto a responder sin importar que mi ex fuera mi jefe, lleno de resentimiento, pero antes de poder pronunciar palabra alguna, me empujó contra la pared del control, y me tomó fuerte de los brazos.
El traje me quedaba suelto, y mis muñecas quedaron desprotegidas cuando los subió hasta un tubo de gas que atravesaba por ahí, desnudas para poderlas atar con un piolín que estaba entre la utilería. Su cara, casi pegada con la mía, respiraba directo a mis ojos y con el sudor me hacía arder muy fuerte, solo podía sentir la tensión de la soga en mis brazos.
“Callado”, me volvió a gritar, “ni un solo ruido”, me ordenó, y una pinza encontró el lugar exacto donde habían quedado mis pezones estimulados. Sin mordaza, solo pude contenerme un grito de placer, respirando con fuerza con mis labios bien ceñidos. Mi ano también se contrajo, y sentí la baba en mi entrepierna: el juego había empezado.
Él volvió a tomar su pinza y me tomó suavemente la punta de la nariz, llevó con ella mi cabeza a un lado… y luego hacia el otro. Él estaba en control.
Acercó su nariz a mi cuello y se aseguró de que yo sintiera su respiración, yo estaba desesperado. El corazón me latía tan rápido que me levantaba un centímetro con cada golpe, mi goce estaba solo en mi cabeza pero el resto de mi cuerpo ya se inundaba en la ansiedad de la exitación. Tuve que cerrar los ojos, no podía ver. Tuve que respirar con fuerza, no me podía contener.
Su pinza se paseó por mi cuello, rodeándolo, y se reposó debajo de mi oreja izquierda. El frio del metal me hizo jadear con un suave escalofrío. Luego siguió el camino de mi clavícula semi descubierta y se agarró de la cremallera de mi traje naranja para bajarla suave… lentamente… poco a poco…
Llegó hasta la altura de mi pecho, tiró un poco hacia el para dejar bolsa y ventilar mi transpiración. Pegó un poco su nariz a mi pecho húmedo y gozó de un profundo suspiro para sentir mi olor. Luego repitió el suspiro; esta vez levantó su cabeza y la elevó casi hasta llegar a mi mentón. Su boca estaba entreabierta para sentir con ella también mi aroma.
Siguió bajando un poco más. El pelo de mi pecho encerrado en ese traje se erguía de a poco con su aliento, como si también estuviera tan excitado como yo. Con el cierre hasta el ombligo, volvió a ventilarme con el traje y el olor de mi propio cuerpo natural me hizo agua la boca y no pude contener una efusiva relamida. Al escuchar el sonido de saliva en mis labios, mi jefe tapó mi cara con su enorme mano, muy abierta, y bajó bruscamente sus dedos hasta mi boca, primero tapándola, para recordarme que no inmutara ni un sonido, y después abriéndola, para meter sus dedos en ella y acariciar mi lengua desde adentro.
Sacó su mano mojada, la envolvió suavemente en mi cuello, y la otra empezó a mover la pinza a lo largo de mi torso. El frío del metal me puso duro. Cada vez que un borde raspaba, dejaba caer un gemido ahogado, y cuando eso pasaba, su pinza arrancaba algunos pelos de mi pecho. Mi entrega era absoluta, el placer era incontrolable, pero las ganas de sentir me impulsaban a pedir más, a romper las reglas para recibir mi castigo.
Tomó mi pezón izquierdo con su herramienta, y luego la dejó caer estruendosamente contra el suelo. Su aliento se depositó de golpe sobre mi cara, el olor era inconfundible. Tenía su torso vestido pegado al mio, tan pegado que apenas podía distinguir sus latidos violentos de los mios, su boca tan cerca de la mía.
Una mano apareció tocando mi espalda y subiendo hasta el borde de mis manos, rodeando la cuerda que ataba mis muñecas, y bajando nuevamente hasta reposarse en mi vientre. Su mano estaba caliente. Rodeó con la palma y las yemas mi cintura una, y otra, y otra vez; haciendo fricción contra mi piel transpirada. Siguió frotando otra y otra vez, como masturbando mi piel hasta que se detuvo en mi espina dorsal. Su mano bajó hasta mis gluteos, pasó un dedo mojado entre mis nalgas, como acariciándome con ternura, para luego subir hasta mis homóplatos y trazar un camino rojo con sus uñas, que estimularon mi erección con un espasmo de placer.
Sentí que iba a explotar. Sentí que mi pene chorreaba fluidos contra la ropa, mientras su brazo presionaba mi cuerpo contra el suyo y me recordaba que estaba ahí, que yo era suyo, que podía hacerme lo que sea, que nuestros penes ya se habían encontrado y que se deseaban con una voracidad salvaje.
Bajó el cierre una última vez, esta con sus manos desnudas; manos que subieron hasta mi boca para meterse y penetrarme un poco otra vez, antes de ceñirse en mi cintura desnuda. Me agarraban fuerte, la presión me hacía doler. Desde cerca de mi cara sentí que su cabeza miró hacia abajo, donde terminaba mi pubis y empezaba la más rígida erección que había tenido en meses.
Pude ver cómo sus manos se guiaban al bajar por mi cremallera abierta, acompañada de cerca por su nariz, su ambiciosa y perversa nariz que quiso gozar con el encierro de mi masculinidad en la cima del placer. Con un último gran suspiro, soltó un grito de esos que se escapan con la más rica penetración, y te dejan en trance disfrutando cada centímetro dentro tuyo.
Se relamió eternamente, una y otra vez mi jefe volvía por su droga tras un año de abstinencia. Se relamió los labios repetidas veces, volvía una y otra vez, hasta que finalmente, sonó la alarma de las 7:00.
Volvió lentamente al mundo de los vivos, levantó mi cierre y se dirigió hacia mí una vez más. “Vaya cámbiese antes que lo despida, está hecho un desastre” y volví al lugar donde se estaba secando mi ropa, dejando atrás a mi ex, a mi jefe.
Apenas si había alcanzado a quitarme las botas cuando el portón se abrió. Mientras me cambiaba, aun desnudo, los operarios de descarga comenzaron a aparecer para desnudarse, meterse en sus mamelucos naranja correspondientes, y recibir un cargamento que llegaría a las 7:15. ¿Coincidencia?
Así comenzó el peor día de oficina, aunque nadie dijo que no se pueda disfrutar de lo peor
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