CASANDRA
Tomándola tiernamente de la mano, la francesa la condujo cuidadosamente fuera del salón y, por los aromas a maderas finas y perfumes cosméticos, supuso que se encontraban en un dormitorio. No estaba errada en sus presunciones y los pocos pasos sintió contra sus piernas el sedoso contacto con lo que comprobó era la sábana de una cama. Con liviandad de pájaros, las manos de la mujer revolotearon sobre ella para despojarla en pocos segundos de la liviana solera y por su murmullo de velada complacencia, el espectáculo la satisfizo.
Guiándola delicadamente, la hizo recostar en el lecho y tras unos segundos, la joven sintió como le quitaba los zapatos para luego experimentar por primera vez lo que ningún hombre había hecho. Mientras las yemas de los dedos de la francesa acariciaban la piel de empeines y tobillos, la aguda punta de la lengua hurgó tremolante en los intersticios entre los dedos para cosquillear a lo largo de estos y cuando Casandra los movió inquieta por el escozor, la mano alzó uno de los pies para enviar la lengua a escarbar en la planta y reptando hacia arriba, introducirse en el hueco debajo de los dedos.
El cosquilleo se hacía insoportable, no por lo hilarante sino por el punzante ardor que parecía nacer desde el mismo nacimiento de la columna vertebral para subir a lo largo de esta e instalarse definitivamente en la nuca. La sensación se hizo más aguda cuando la mujer fue introduciendo los dedos en su boca para empaparlos de saliva y succionarlos como si se tratara de pequeños penes, comenzando desde los pequeños meñiques hasta que, al arribar al largo dedo gordo, realizarle una verdadera felación.
Inconscientemente, las manos de Casandra se aferraban en nerviosos apretujones al borde del colchón y esa pareció darle alguna señal a Sandrine, quien comenzó a trepar por las pantorrillas esparciendo humedades con la lengua y enjugándolas con los labios. Al llegar a las rodillas, lugar sensibilísimo por excelencia, estimuló la parte huesuda con persistencia hasta que la boca se sumió en el hueco debajo de ellas y allí se esmeró en exacerbar los nervios de la muchacha, hasta que el temblor casi animal de los muslos la hizo refrescarlos con la humedad de la lengua en parsimoniosos recorridos que, en forma ascendente, fueron conduciéndola hacia la entrepierna.
De manera involuntaria, sólo por instinto, Casandra había ido abriendo las piernas conforme la caricia escalaba por estas y al momento del arribo al sexo, daban lugar para no obstaculizar el movimiento de la cabeza. La particular sutileza del intrincado bordado debía alucinar a la mujer, ya que, en tanto la boca seguía sojuzgando al suave interior de los muslos con la boca, los dedos recorrían los meandros del complicado dibujo como si fueran descifrando un velado mensaje en Braille. Palpaban tenuemente el sedoso fondo traslúcido para luego trepar los bordes de los pétalos de exquisitas flores y más tarde ensimismarse en los festoneados bordes. Casi medrosos, dejaban que los agudos filos de las cortas uñas tocaran la piel y, a veces, parecían amenazar con introducirse debajo pero luego desistían como arrepentidos.
Esa incertidumbre y el hecho de no poder ver que era lo que mujer hacía, agudizaban las percepciones de la joven y anhelaba que aquel martirio se concretara de alguna manera. Por un momento parecía que así iba a ser, cuando los dedos palparon sobre el huesudo Monte de Venus pero al comprobar que toda el área estaba meticulosamente depilada, siguieron el trazado descendente del sexo hundiendo con leve presión el tejido contra la raja y dilatando los labios de la vulva.
El estremecimiento de Casandra parecía haberla complacido y por unos momentos la boca se posesionó de la entrepierna como una voraz ventosa para chupetear repetidamente la húmeda tela, sorbiendo con fruición los jugos vaginales que la mojaban. Sin proponérselo y urgida por el deseo, la muchacha ondulaba suavemente el cuerpo arqueado pero eso evitó que la mujer continuara con ese singular cunni lingus y deslizando la lengua tremolante por las canaletas de las ingles, trepó hasta el bajo vientre.
Con irritante morosidad, labios y lengua recorrieron la comba hasta tropezar con el cuenco del ombligo y allí se detuvieron como en un oasis a sorber los sudores acumulados. A la sutileza de esos contactos, se fueron agregando unos que la joven no pudo discernir en principio de qué se trataban pero después se dio cuenta que esa extraña caricia provenía del roce de los pezones que la mujer estregaba contra su piel y eso la excitó tanto como si realmente se tratara de un verdadero órgano sexual.
De alguna manera en que ella no se había dado cuenta, Sandrine se había desembarazado del corto vestido que llevaba y ahora, junto a las caricias de su boca y de los dedos que recorrían inquisitivos su cuerpo, le transmitía todo el ardor del suyo a través de la piel, tersa y suave como la porcelana. Las manos acariciaban sus dorsales mientras la boca recorría golosa el surco en medio de su abdomen y al llegar al valle entre los senos, tropezó con el gancho que cerraba por el frente al corpiño y sin que casi la muchacha se diera cuenta, lo abrió para dejar libre la estremecida carnosidad de los pechos que, como en una antigua poesía, estaban “la mitad llenos de miedo, la mitad llenos de asombro”.
Aunque Casandra se lo hubiera propuesto, nunca podría haber imaginado que el contacto físico con una mujer le proporcionaría tan exquisitos placeres; era algo más allá de lo físico o meramente sexual, un ente extraño que se apoderaba de todos sus sentidos y esa conjunción provocaba en su mente ignoradas percepciones que superaban con contundentes certezas todas sus fantasías y entraban de pleno al nivel de lo psíquico.
La lengua de Sandrine reptaba ahora en lentos círculos concéntricos por las gelatinosas colinas de los senos mientras los dedos sobaban tiernamente la ardorosa piel y, al llegar al vértice en que las aureolas daban cobijo al pezón, pareció detenerse, tal vez admirada por el aspecto y condición que la muchacha conocía; pulidas hasta perder la opacidad característica y de unos tres centímetros, tenían la particularidad de que, al excitarse sexualmente, crecían y se elevaban hasta semejar otro pequeño seno que, conforme crecía la calentura, cobraban un fuerte tono marrón violáceo y en su cima se elevaba la fortaleza de un corto, rugoso y grueso pezón.
El no ver lo que sucedía la hacía permanecer en una tensa espera y recién cuando la lengua tremoló como un picaflor libando en esa corola carnea, se aflojó con un profundo suspiro para murmurarle a esa nueva amante que incrementaba la pérfida lubricidad de Angélica, que la hiciera suya. Respondiéndole con su cálida voz que lo sucedido hasta el momento no era ni siquiera el inicio de la relación y diciéndole que los frutos de la paciencia son más deliciosos cuanto más larga es la espera, se dedicó a fustigar intensamente la tensa excrecencia del pezón en tanto que los dedos índice y pulgar envolvían al del otro seno para restregarlo delicadamente entre ellos.
La sensación era inefable y todavía se acentuó más cuando la mujer acaballó su cuerpo sobre uno de sus muslos y apoyando contra él su sexo calidamente húmedo que dilatara con los dedos, inició un lento movimiento pélvico a imitación de un coito y el sentir esas carnes mojadas de mucosas estregándose contra su piel, le hizo experimentar la necesidad de saber como era sentir una sexo femenino en su boca.
Obviamente, no era la primera vez que sus senos eran utilizados como vehículos de placer, pero jamás alguien lo había hecho con tal dedicada solicitud y a la vez, dándole placeres hasta ahora desconocidos. Ya la lengua había sido reemplazada por los labios que abarcaban totalmente el mínimo volcán de la mama para succionarlo con esmerado afán en tanto que los dedos ya retorcían al pezón con dolorosas tracciones como ella sabía se hacía con las parturientas para incitarlas a pujar.
Tanto ella como Angélica sabían que los mejores placeres venían de la mano del dolor pero no imaginaban a que nivel las elevaría la lascivia de la francesa. Mientras su grupa se agitaba como en un coito canino montando el muslo de la argentina con sonoros chasquidos de los mojados colgajos estrellándose en la piel, sus labios se ceñían sobre el ya inflamado pezón y lo maceraban duramente con la colaboración de los dientes al tiempo que los dedos de la mano ya no retorcían a la otra mama sino que los filos de las uñas se clavaban sobre ella para tirar hasta el límite de lo imposible.
Casandra deseaba desesperadamente poder llegar a la eyaculación pero evidentemente ese no era el propósito inmediato de la escultora quien, viendo las nerviosas contracciones en el cuerpo de la muchacha y sus roncos reclamos para que no la hiciera sufrir más, abandonó sus pechos para subir hasta su cara y tomándola entre sus fuertes manos acostumbradas a manejar formones, cinceles y martillos, hundió la boca entre sus labios en un perverso juego de besar, lamer y chupar que no hizo otra cosa que enardecerla aun más.
Arrastrándola hacia el centro de la cama y sin dejar de besarla cada vez más intensamente, la mujer fue rotando su cuerpo de manera de quedar invertida sobre la joven y esta se dio cuenta cabalmente de aquello cuando Sandrine bajó por el cuello hacia sus pechos y los colgantes de ella rozaron la cara de Casandra. Nuevamente la boca golosa y los dedos inquietos de la francesa volvieron a hacer maravillas en los senos e inconscientemente, casi en un arranque primitivo, las manos de la argentina buscaron a ciegas los pechos oscilantes para comenzar por acariciarlos con temerosa prudencia y después, como respondiendo a lo que le hacía la otra mujer, empezar a sobarlos cuidadosamente mientras la lengua buscaba tomar contacto con sus vértices.
A pesar de hacerlo a tientas, conocía lo suficiente de un seno como para saber que hacer y, a imitación de la escultora, buscó la mama, comprobando con sorpresa el largo y consistencia del pezón que al empuje de la lengua cedía elásticamente. Como inspirada por un deseo infantil, rodeó con los labios la excrecencia y comenzó a succionarlo en un mamar que, en la medida que el pezón cobraba rigidez, fue acentuándose para convertirse en un goloso y vigoroso chupar.
La mujer parecía guiarla en qué y cómo hacerlo por la forma en que alternaba de un pecho al otro y tanto sus dedos como la boca variaban constantemente la calidad de los apretujones, chupones, lamidas y mordisqueos que la muchacha imitaba inmediatamente y durante unos momentos se debatieron como si pretendieran saciar su apetito sexual en esa sola acción hasta que Sandrine deslizó su boca a lo largo del vientre en tanto los dedos rebuscaban curiosamente en la entrepierna.
Casandra estaba acostumbrada a realizar largos sesenta y nueve como satisfactorio prólogo al coito pero nunca lo había deseado con tantas ansias como el que imaginaba se produciría a continuación y esperó angustiada el proceder de la francesa; con esa destreza que otorga la experiencia, los dedos ágiles de la mujer hicieron deslizar la trusa hacia las rodillas y en respuesta instintiva, las piernas de Casandra se alzaron para que terminara de resbalar hacia los tobillos
Entonces los dedos se convirtieron en gentiles embajadores de la boca y recorrieron de arriba abajo la inflamada vulva por cuyos labios mayores entreabiertos se proyectaban los finos frunces de los menores, brillantemente barnizados por los jugos hormonales en tanto la lengua ejercía un vibrante tremolar sobre el tubo carnoso del clítoris.
A pesar de sus ayes y gemidos complacidos, Casandra no estaba preparada para hacer lo mismo y cuando sintió sobre su boca y mentón la presencia física del sexo de la escultora, cerró fuertemente los labios en una natural reacción de repulsa tratando de ladear la cabeza para evitar el contacto, pero no había contado con que la francesa, ya ducha en esas lides, cerrara fuertemente sus piernas para impedirle todo movimiento y así tuvo que aguantar que las carnosidades húmedas del sexo se estregaran contra los labios.
A pesar de su resistencia a ceder, tal vez a causa de la maravilla de lo que la mujer estaba haciendo en su sexo, por la tersa consistencia de los colgajos epidérmicos, por la íntima fragancia que inundaba sus hollares dilatados por la respiración forzada o el sabor agridulce que se filtraba inevitablemente a través de los labios, lo cierto es que sólo los entreabrió un poco pero eso fue suficiente para que la textura de la piel impregnada de jugos actuara como un bálsamo y la boca se abrió lo bastante como para permitir que los fruncidos colgajos se introdujeron en ella.
Ya la boca de Sandrine no se limitaba a estimular al endurecido clítoris sino que acompañaba a los dedos en su periplo con el agregado de que la lengua hurgaba en el fondo del óvalo y los labios ceñían a los pliegues para succionarlos en apretados chupones. Como si una histérica necesidad la compeliera, Casandra abrazó los muslos de la francesa y hundió la boca sobre aquel sexo al que no veía pero que degustaba con famélico fervor. El placer de palpar con dedos, labios y lengua esos tejidos que se le antojaban sabrosísimos y que por fin le hacían comprender la fijación casi obsesiva de los hombres por hacerlo, se le hizo tan grande e intenso que, en un arranque de curiosa gula, se quito la venda que cubría sus ojos para contemplar arrobada la apariencia de aquello que le placía tanto.
Como especialista del desnudo femenino en el arte y su consiguiente conocimiento de la anatomía, sabía exactamente como era el sexo de una mujer pero nunca había visto uno a excepción del suyo a tan corta distancia; la vulva presentaba un exterior curvo e hinchado que, de un fuerte color rojizo iba oscureciéndose hacia los bordes en distintas gradaciones violáceas hasta que en los labios mayores se hacía casi negra.
El aspecto general del sexo trajo a su mente, en un repentino flash, la imagen insólita de un alfajor, pues esto labios mayores se abrían apenas para dejar paso al apretado manojo de los menores; una especie de encaje o coral, cuyos bordes irregulares se multiplicaban en infinidad de frunces que se dilataban como las alas de una monstruosa mariposa. Terminando de separarlos con los dedos, comprobó que, rodeando a un nacarado óvalo en que se destacaba el agujero oscuro de la uretra, formaban en la parte superior el arrugado capuchón del prepucioque protegía a un clítoris excesivamente largo y grueso, cuya cabeza pugnaba por traspasar la membrana que se lo impedía y, hacia abajo, llegaban a conformar la fourchete, ese grupito de delicados tejidos carnosos que circunda la entrada a la vagina y, finalmente, esta misma que, como la boca desdentada de un monstruo alienígena, se dilataba en generosos belfos pulsantes que dejaban entrever la oscuridad de su interior.
Fascinada por el aspecto, las fragancias y sabores que saturaban su olfato y paladar, abrió la boca como si fuera una pitón gigante para engullir aquel portento y así, en una sucesión de lengüetazos, chupadas y aun mordisqueos a todas y cada una de las partes de ese fantástico sexo, se dejó llevar por el frenético entusiasmo de la mujer hasta que aquella consideró que ya era suficiente y saliendo bruscamente de encima suyo, se incorporó y tomando algo de un mueble cercano que ella no alcanzó a distinguir, se zambulló entre sus piernas.
Ahora que podía ver, Casandra se apoyó en los codos para observar en curioso detalle que era lo que Sandrine realizaba en ella. La pasión parecía haber transformado el disparejo rostro en algo sensualmente atractivo y la sonrisa de traviesa lascivia le otorgaba un aspecto maléfico. Haciéndole encoger aun más las piernas y formando como una pala con la lengua, recorrió de arriba abajo todo el ya dilatado sexo hasta que los gemidos ansiosos de la muchacha la hicieron salir de ese hipnótico sube y baja para, aguzando al punta del órgano, hurgar inquisitiva dentro del óvalo, escarbando el agujero de la uretra que, para regocijado descubrimiento de Casandra, se había convertido también en un hueco de placer.
Los dedos no permanecían ociosos y en tanto el pulgar de una mano sobaba en morosos círculos sobre el clítoris, índice y mayor de la otra rascaron suavemente la entrada a la vagina para luego introducirse en ella despaciosamente. Nunca nadie le había hecho tal cosa con tanta delicadeza y conocimiento de que resortes tocar para llevar a una mujer al paroxismo del goce. Labios y lengua estregaban reciamente los colgajos sensibles en tanto que el dedo sometía al clítoris a una fricción tan deliciosa como inaguantable.
Los dedos que penetraran la vagina, se habían arqueado en forma de gancho y en menudos rastreos ubicaron en la parte anterior del canal vaginal aquella zona, aquel punto de sensibilidad extrema que la llevaba a experimentar los más intensos placeres. Con infinito cuidado palparon la delicada piel hasta asentarse definitivamente sobre la prominencia en forma de almendra y allí se entretuvieron durante unos momentos en excitarla, cada vez con un poco más de rudeza hasta que la misma muchacha le pidió por favor que no la torturara más con aquello y que siguiera con la masturbación.
Haciéndole elevar su protesta momentánea, la francesa sacó sus dedos de la vagina para asir entre ellos aquella cosa que Casandra no pudiera ver y que era un magnífico consolador. Por lo que alcanzara a divisar, se trataba de un largo cono cuya superficie aparentaba estar formada por varias esferas superpuestas. Aunque no parecía ser peligroso, no se asemejaba al que guardaba en su departamento y eso la atemorizaba e, instintivamente, los músculos internos de la vagina se comprimieron.
Volviendo a apoderarse del clítoris con la boca, Sandrine asentó la ovalada punta del falo contra la vagina y, creyendo que sus dedos la habían dilatado lo suficiente, presionó, para encontrarse con la súbita estrechez muscular y diciéndole roncamente con velada amenaza que no la hiciera enojar, arremetiendo con labios y dientes contra el clítoris, presionó con fuerza hasta que la verga venció la resistencia y el falo fue penetrándola como nunca otro lo hiciera.
A pesar de que su superficie era lisa y no la lastimaba, las esferas sucesivas acrecentaban su tamaño, haciendo que los esfínteres se dilataran con cada una para luego volver a cerrarse, repitiendo el proceso de manera cada vez más intensa y cuando sintió a la primera trasponiendo el cuello uterino, la última dilataba dolorosamente los esfínteres vaginales como ninguna cosa lo hubiera hecho. La mujer debería saber cuanto la estaba haciendo sufrir y por eso ponía todo su empeño en penetrarla hasta que su propia mano se estrelló rudamente contra el sexo.
El dolor le hacía olvidar el idioma y de su boca salían fervientes súplicas porque no la martirizara de ese modo junto a los más obscenos insultos del que el español es rico, cuando, sin que mediara instancia alguna, como si pasara de una dimensión a otra y tan súbito como el dolor, el placer más grande comenzó a invadirla y el pequeño vaivén que la mujer le había dado a la mano fue incrementándose hasta convertirse en una verdadera cópula de la que ella disfrutaba inmensamente y a lo que respondía con el ondular del cuerpo y el menear de las caderas.
El sentir semejante falo socavándola le placía inmensamente y, sólo por un instante, se preguntó si era Angélica quien disfrutaba de ese sexo despiadado o ella la que dejaba aflorar todo el caudal de su masoquismo. De cualquier manera, era el sexo más espléndido del que disfrutara en su vida y, siguiendo los pedidos de quien la estaba sometiendo, fue rotando el cuerpo hasta quedar arrodillada boca abajo.
Arrodillada junto a su grupa alzada, Sandrine hacía que el consolador la penetrara desde ángulos insólitos y ella sentía como la esfera de la punta exploraba zonas jamás holladas por miembro alguno. Ante sus expresiones complacidas por tan estupendo coito, la francesa la indicó que llevara una de sus manos a restregar el clítoris y sí, realmente sus dedos se complementaban tan a la perfección con el falo, que excitaban reciamente no sólo al clítoris sino a toda la vulva e incluso, introduciéndose a la vagina junto al miembro artificial.
Ambas amantes habían alcanzado un ritmo, una cadencia corporal en la que las dos conseguían sus objetivos; la una sometiendo para disfrutar y la otra regocijándose enloquecida de ese sometimiento y cuando Sandrine exploró en los alrededores del ano con un dedo mientras dejaba caer en la hendidura abundante saliva, un algo perverso en el fondo de su mente, le hizo pedir a Casandra que la sometiera con los dedos.
Concretando lo que seguramente había sido su intención y sin dejar de penetrarla duramente con el falo por el sexo ni ella de masturbarse, Sandrine fue introduciendo lentamente uno de sus fuertes dedos hasta que los nudillos le impidieron ir más allá. Como de costumbre, una imperiosa necesidad de defecar había seguido a la agresión a los esfínteres pero el placer masoquista que ello le proporcionaba, la hizo expresar su satisfacción más eufórica al tiempo que le pedía a la mujer que la sodomizara con más dedos.
Casandra sentía que de continuar de esa manera, en poco tiempo más alcanzaría uno de sus auténticos orgasmos y ya hamacaba fuertemente su cuerpo para alcanzar aun mayor dureza en el sometimiento, cuando se dio cuenta que Sandrine había retirado el falo de su sexo y que este había sido reemplazado por uno verdadero.
Saliendo de ese ensimismamiento hipnótico en que la había sumido el placer, trató de incorporarse pero una recia mano masculina empujando su espalda hacia abajo y una imperativa orden impartida por la bronca voz de un hombre la hicieron desistir. El duende malévolo de Angélica le hizo ver cuanto podrían llegar a disfrutar los tres juntos y poniendo en su cuerpo fuerzas que ya no tenía, elevó la grupa cuanto pudo y se hamacó con vertiginoso vaivén.
El miembro era realmente notable y el contacto con su morfología le hizo saber que a la enorme cabeza seguía un grueso falo con acentuada curva hacia arriba. Verdaderamente y después de lo dispuesta que estaba tras lo que realizara Sandrine en ella, gozaba con cada remezón del hombre a quien aun no había visto, cuando vio como la francesa se acomodaba frente suyo para abrir las piernas y acercándose, le pedía que la chupara.
Aparentemente, la idea de una orgía estaba en Angélica y aunque a la muchacha ni se le había ocurrido que algún día pudiera sucederle algo así, ante la exigencia de la francesa, descubrió que en ella realmente se escondía una mujer salvaje y que, desprejuiciadamente, estaba dispuesta a llegar a los mayores excesos para la obtención de su satisfacción plena.
Los pulidos y tersos muslos de la escultora se erguían a cada lado de su cara y cuando aquella levantó las piernas para apoyar los pies en su espalda, el espectáculo del sexo dilatado por los dedos de la mujer la hicieron desearla como si toda su vida hubiera practicado el lesbianismo. La exótica flor que formaban las distintas gradaciones rosadas del interior, contrastaba con los bordes negruzcos de la vulva y, al tiempo que dilataba las narinas para olfatear profundamente esas fragancias que la obnubilaban, la lengua trepidante se alojó sobre el largo tubo de ese verdadero pene femenino para después descender explorando todos y cada uno de los pliegues y repliegues hasta alcanzar la boca oferente de la vagina, en la cual se hundió para degustar los jugos que rezumaban naturalmente de ella y luego, ahíta de esos sabores, se aventuró por el corto espacio del perineo a estimular duramente el apretado haz de tejidos del ano.
El paso de la verga en la vagina se le hacía dolorosamente exquisito y el sometimiento bucal al sexo de la francesa parecía ser el complemento perfecto para tan magnífico coito pero cuando Sandrine le tomó las manos para conducirlas hacia sus pechos, ella comprendió su pretensión y dejando que sus dedos se cebaran en aquello de sobar y estrujar los senos de la mujer, consiguió que el ensamble físico de los tres se convirtiera en un mecanismo sexual perfectamente calibrado y aceitado en el que se debatieron por varios minutos.
Sin haber acabado, Casandra sentía que la abundancia de sus jugos íntimos aumentaba para hacerle más placenteras las penetraciones en las que el hombre retiraba totalmente el falo para esperar la contracción de los esfínteres vaginales y luego volver a penetrarla con despiadada reciedumbre. El no haber eyaculado la ponía en un estado de frenética histeria y era la francesa quien se beneficiaba con ese nerviosismo, ya que ella succionaba y mordisqueaba ardorosamente el clítoris de la mujer mientras sus dedos ya no manoseaban a los senos sino que retorcían impiadosamente los pezones para alternarse con las uñas que se clavaban sin misericordia en ellos.
El enardecimiento de Sandrine parecía acercarse al delirio y hasta dificultándole lo que hacía, utilizaba los pies que apoyaba en su espalda para darse envión y alzar la pelvis, quedando solamente con sus hombros y cabeza contra el colchón para, en esa posición arqueada, ondular el cuerpo y proyectarlo contra esa boca que le hacía sentir cosas tan hermosas.
Cuando ya la muchacha creía que en esa rítmica cópula seguirían hasta encontrar una múltiple satisfacción, el hombre puso todo el peso de su cuerpo para hacerla caer de costado hacia la derecha y acoplándose a ella en la posición de “la cucharita”, continuó con el sometimiento al tiempo que le hacía encoger la pierna izquierda hasta que la rodilla rozó su barbilla. En esa postura, la verga parecía entrar aun más profundamente mientras ella sentía como los testículos de Gerard golpeteaban contra la vulva y entonces, abrazándola, el pintor fue haciéndole girar el torso.
Los largos dedos del artista se ciñeron sobre el seno izquierdo para sobarlo concienzudamente en tanto buscaba con su boca ávida los labios de la muchacha. El curvo falo, cobraba en esa posición una nueva dimensión y al tiempo que se quejaba mimosamente, fue Casandra quien mandó su lengua a reconocer la boca del hombre.
Grandes y maleables, los labios de Gerard se movían dúctilmente para encerrar entre ellos los resecos por la fiebre de la joven y mientras los dedos jugueteaban febriles con los pezones, ambos amantes se trenzaron en una inflamada batalla de lenguas y besos, pero en la mente concupiscente de Angélica ardía un deseo no satisfecho aun y de pronto, poniendo en ella fuerzas que creía no poseer, se deshizo del abrazo del francés para abalanzarse sobre su entrepierna.
Tal y como ella había supuesto por como lo sentía dentro suyo, el falo del hombre era una maravilla; largo y grueso, su tronco aplanado se curvaba hacía arriba como una banana y en su punta, exento totalmente de prepucio, exhibía la ovalada forma de un glande desproporcionado. Nunca había visto algo así y aun jadeante por el interrumpido coito, dejó que sus manos se deslizaran sobre la delicada piel cubierta aun por las espesas mucosas de su sexo.
Sandrine había desaparecido durante los minutos en que su marido poseyera a la muchacha en esa posición, pero ahora se arrodilló a su lado y en tanto le acariciaba espaldas y glúteos, fue guiando su cabeza para que tomara contacto con el pene. La avidez de la suiza que la habitaba se manifestó en la forma en que hizo tremolar su lengua y, abatiéndose sobre la monda cabeza, lamió y sorbió con gula los restos de sus propias mucosas en tanto los dedos resbalaban por el húmedo tronco en lentas masturbaciones.
Seguramente contagiada por lo que ella había propiciado, la francesa se sumó a la pareja y mientras Casandra chupeteaba golosa el glande de su marido, ella alojó su boca en los arrugados testículos para, al tiempo que los lamía y chupeteaba en ruidosas succiones, buscar y estimular con uno de sus dedos el ano del hombre quien, rugiendo de satisfacción, se dejó estar en manos de las mujeres.
La argentina había comprobado con alegría que el tamaño desmesurado de la cabeza no era obstáculo para que cupiera entre sus labios y pacientemente, logró hacerla entrar por entero en la boca hasta que los labios se ciñeron contra el profundo surco al tiempo que sus dedos seguían recorriendo el tronco en una morosa masturbación; masturbación esta que se vio interrumpida cuando la francesa dejó los testículos para trepar a lo largo del falo, chupeteando y lamiendo la piel.
Con un entusiasmo que descolocó a Casandra dada la evidente homosexualidad de la mujer, esta zangoloteó con la boca hasta llegar a la cabeza, desde donde la desplazó para engullir hambrienta el óvalo e introduciéndolo profundamente en la boca, inició una succión que le hacía hundir las mejillas por su intensidad. Decidida a competir por el falo portentoso, la muchacha se entregó a chupetear de costado la verga y casi en franca lucha, volvió a intentar introducirla en su boca.
Y nuevamente la escultora la sorprendió, ya que no sólo hizo lugar para su boca sino que, aferrándola por la nuca, unió sus labios a los de Casandra en un lascivo beso por el que intercambiaron las salivas y jugos vaginales que aun aromaban al falo. Susurrándole que lo hicieran juntas, Sandrine la guió para que entre las dos encerraran entre sus labios al tronco, formando una especie de vagina y en un perezoso ir y venir, mientras los dedos curiosos de la mujer exploraban su espalda para hundirse entre las nalgas a la búsqueda del ano, llevaron juntas al delirio al hombre, quien las tildaba de rameras depravadas en tanto acariciaba sus cabezas con fervor.
Como amalgamadas en la intención, las dos llegaban con las bocas hasta el glande y superándolo, se prodigaban en intercambiar apasionados besos para luego volver a deslizarse hasta la espesa mata velluda. La mujer había ubicado definitivamente el dedo mayor en su ano y en tanto la sometía a esa mínima sodomía que la crispaba, fue incitándola para que, alternativamente, introdujeran la verga en sus bocas hasta donde la arcada les marcara el límite y así, socias solidarias en la felación, se prodigaron en las succiones, lambeteos y besos hasta que el hombre les anunció la llegada de su eyaculación.
Con las bocas abiertas junto al agujero de la uretra, multiplicaron el vaivén de sus dedos en la masturbación hasta que, como surgiendo de una fuente carnea, los chorros impetuosos del semen se derramaron en espasmódicos goterones que ellas se apresuraron a deglutir a la espera de más y cuando del falo no surgió una sola gota, se acariciaron en medio de amorosos murmullos de contento mientras recorrían con lengua y labios el rostro y cuello de la otra en procura de la lechosa melosidad para, finalmente, con las bocas unidas como golosas ventosas, besarse con voracidad hasta que el agotamiento las hizo caer desmayadamente sobre el lecho.
Quien no estaba agotado a pesar de haber eyaculado abundantemente en las bocas de las mujeres era Gerard y casi sin dar tregua a que Casandra recuperara el aliento, le alzó las piernas para abrirlas en forma de V e introducir el falo en la vagina. Aunque a causa de la efusión de esperma la verga no estaba totalmente rígida, igual continuaba siendo de temer y la muchacha pudo comprobar como, en esa posición tradicional, la fuerte curvatura del falo hacía que la enorme cabeza raspara reciamente contra su Punto G.
Ella comprendía que no sólo su juventud y su embozada incontinencia la llevaban a resistir y disfrutar de tal manera de aquel sexo salvaje a que la sometía el matrimonio, sino que también colaboraba toda la primitiva experiencia de aquel ser que la habitaba. Aunque elemental, esa posición le hacía sentir hasta casi el estómago la recia carnadura del hombre y además, observarlo por primera vez detenidamente y cara a cara; más joven y apuesto que el español, Gerard no tenía un cuerpo musculoso de gimnasio, pero era nervudo y sus músculos sin una gota de grasa le daban un aspecto de salvaje contextura.
Sosteniéndole las piernas abiertas por los tobillos, el hombre conseguía que la verga penetrara tan profundamente que su ingle estrellaba el recio pelambre púbico contra los tejidos inflamados de la depilada vulva y, cuando él se dio cuenta cuanto estaba disfrutando esa jovencita de esa cópula, le encogió las piernas hasta colocar las rodillas junto a la cabeza de Casandra y así inclinado, mientras con las dos manos en la planta de sus pies la presionaba dolorosamente penetrándola aun mejor, apresó entre sus labios los senos que se sacudían al ritmo de sus empellones para lamer y chupetear rudamente las aureolas y pezones.
Extrañamente, la muchacha no experimentaba el menor cansancio y sus carnes, aunque inflamadas e hinchadas por semejante traqueteo, sentían como inaugural cada uno de los bruscos rempujones y las succiones a la mama que intercalaban recias mordidas, la llevaban a un estado tal de excitación que le hizo pedirle al hombre que no sólo aumentara la fuerza de las penetraciones sino también que les diera mayor velocidad.
Este no sé hizo esperar y pronto Casandra sentía como todo él parecía introducirse en ella y el sonoro chas-chas de las carnes mojadas daban cuenta de la violencia y velocidad con que la sometía. A sus ayes de complacido sufrimiento, Gerard respondió inclinándose lentamente hacia atrás mientras la arrastraba con él hasta quedar acostado y la muchacha, aun con la verga adentro, se encontró arrodillada y ahorcajada encima suyo.
Tan exhausto como ella, el hombre le indicó que rotara sobre sí misma sin salir de él y cuando Casandra le obedeció mientras sentía al falo raspar dentro de ella en esas desiguales posiciones, la acomodó bien y sosteniéndola por las caderas, le pidió que iniciara un subir y bajar del cuerpo al tiempo que él imprimía a su pelvis un movimiento similar. La chica estaba acostumbrada a ese tipo de sexo y pronto su cuerpo joven cimbraba por el galope que le daba la flexión de sus rodillas y cerrando los ojos extasiada por la manera en que el falo golpeaba el fondo del sexo luego de haber estregado duramente al canal vaginal, se dejó conducir por el hombre para que se dejara caer un poco hacia atrás sobre su pecho y ese arqueamiento puso en su boca un jubiloso asentimiento que llegó al de un desesperado paroxismo, al sentir sobre su sexo expuesto de esa forma, le lengua tremolante de Sandrine.
A esa situación inédita la acompañó la de los dedos siguiendo igual camino para estregar al clítoris y los colgajos que excedían al tubo que formaban sus tejidos. Como casi todo lo que le venía sucediendo desde que Angélica la habitaba, era la primera vez que experimentaba aquel goce inesperado y todavía se acentuó más cuando la mujer fue alternando eso con bruscas salidas del pene de la vagina para ser chupado golosamente por ella en tanto seguía su moroso galope con dos dedos dentro del sexo.
Inconscientemente, Casandra había ido modificando su postura y las piernas ya no estaban arrodilladas sino flexionadas para obtener de esa manera aun un mejor ángulo para la penetración y la flexión de las rodillas daba mayor ímpetu a la jineteada, mientras miraba alucinada como la francesa alternaba el espléndido trabajo de su boca sobre el clítoris con la felación al falo de su marido bañado por sus jugos mientras simultáneamente la penetraba con dos dedos que estiraba y encogía dentro de ella, cuando vio consternada como la francesa abandonaba su entrepierna.
Iba a iniciar una airada protesta por aquello, cuando reparó en algo que ni siquiera había entrevisto; la mujer calzaba una ajustada bombacha de grueso látex color carne de la cual pendía un consolador de igual material. Inclinándose entre sus piernas, Sandrine llevó sus manos y boca a los pechos conmovidos de la joven a la par que el elástico falo de silicona rozaba fuertemente su vientre. Aun sin saber que esperar de aquella situación pero enormemente complacida por los besos y chupeteos a sus senos, no cobró conciencia de que Gerard había sacado el falo de su sexo para apoyarlo directamente contra el ano y, recién cuando el desproporcionado óvalo de la cabeza empezó a dilatar dolorosamente sus esfínteres, se dio cuenta de los propósitos del matrimonio.
Al grito pavoroso por semejante sodomía, siguió una retahíla de soeces maldiciones que la muchacha expresaba en medio de profundos sollozos de dolor hasta que la verga llenó totalmente la tripa y junto con el movimiento inverso, se produjo el acostumbrado click que convertía al sufrimiento en anfitrión de los más deliciosos placeres. Conjuntamente con la iniciación del coito anal, las manos de Gerard habían ido acomodándola para que quedara casi recostada contra su pecho mientras él la sostenía por los hombros e, instintivamente, ella había echado sus manos hacía atrás para apoyarlas en el pecho masculino sobre los brazos estirados.
Lubricado por sus mucosas vaginales, el falo se deslizaba por el recto limpiamente y ella misma, conocedora de las delicias que le auguraba la sodomía, le imprimió al cuerpo un movimiento basculante con el que se penetraba totalmente con la magnifica verga, cuando Sandrine se despegó de su cuerpo para asir al flexible consolador e introducirlo con su propio movimiento en la vagina.
Ella había visto dobles penetraciones en innumerables videos condicionados y se había preguntado como era posible gozar con tamaña bestialidad. Ahora estaba experimentando una y, aparte de la incomodidad de sentir en sus entrañas el desusado volumen de los dos príapos, ese tránsito no le resultaba ingrato. Sólo la atacó un súbito temor de que la delgadez de los tejidos que separaban a la tripa de la vagina no resistiera la presión y se desgarrara pero, para su sorpresa, fue el roce casi directo de los dos miembros lo que colocó en su cuerpo y mente una dosis elevada de ese perverso masoquismo que la compelía cada día más a llegar a situaciones límite durante el sexo. También contribuía la alegría sin reticencias de Angélica que, evidentemente ignorante de semejante práctica, ahora la compelía a no cejar en aquello que la estaba haciendo gozar de tal manera.
El matrimonio estaba gratamente complacido con la aquiescente mansedumbre y entrega de esa muchacha tan joven que, lejos de su país y sin persona alguna que se preocupara por ella en Inglaterra, se convertía en la víctima propiciatoria de sus más bajos instintos.
Sandrine había tomado en cuenta de que la joven gozaba más cuanto más intenso era el sufrimiento que precedía o acompañaba a la relación y cuando todo el falo artificial estuvo dentro de la muchacha acompasó sus embates a los que su marido le propinaba desde abajo y, para hacer más dolorosa el martirio, hizo que su boca volviera a posarse en los senos pero ya no para lamerlos y chuparlos sino para encerrarlos entre sus labios y producirle rojizos hematomas que despertaron repetidas palabras de asentimiento en su poseída.
El goce antinatural de Casandra parecía haber despertado en la mujer algún demonio escondido; sin dejar de socavar su sexo con el falo, tomó una larga y fina correa de cuero para doblarla en varias partes y con ese improvisado chicote fue fustigando duramente los senos oscilantes que ya exhibían una corona de moretones alrededor de las aureolas. Tras confirmar la masoquista predisposición de la muchacha por la forma en que les pedía por más, los azotes comenzaron crecer en violencia hasta que los senos lucieron los hilos sanguinolentos del látigo.
Jamás en su vida Casandra había sufrido tanto y tenía por seguro que tampoco había disfrutado de tal manera. Aunque ella no había llevado la cuenta, las múltiples eyaculaciones y orgasmos que tanto Sandrine como Gerard le provocaran, daban una pauta cierta de su goce irracional y en su mente desdoblada por la malignidad sadomasoquista de la suiza, se fijó la idea de acompañar la promiscua concupiscencia del matrimonio hasta sus últimas consecuencias.
Con los ojos bañados por las lágrimas, no veía los sangrientos trallazos en su pecho pero sentía el ardor y tenía la sensación de que los senos palpitantes habían duplicado su tamaño y, a pesar de ello, le pedía a sus verdugos que no cesaran de darle tanto placer y la llevaran más allá de lo que había llegado nunca.
O la pareja estaba habituada a tan salvajes prácticas o se habían dejado llevar por vaya a saber Dios que demoníacos instintos, pero lo cierto era que a partir de ese momento comenzaron a manejar a la muchacha como si no tuviera voluntad y fuera una simple muñeca de trapo; en tanto Sandrine manejaba el torso y los brazos para llevarla a darse vuelta sobre su marido, este se encargaba de hacer que las piernas acompañaran esa rotación y pronto Casandra se encontró con sus rodillas junto al torso de Gerard.
De nuevo en su sexo, el paso de la verga por el canal vaginal le agradaba tanto, que Casandra aferró entre sus manos la cabeza del hombre y hundió la boca golosa en aquella que la calificaba con las más groseras adjetivaciones sobre sus condiciones para la prostitución y si él había esperado motivar con eso a la joven, estaba plenamente acertado, ya que escucharlo tildándola de ramera impenitente, puso un deseo malévolo en su mente y alzó cuanto pudo su grupa para luego dejarse caer sobre el magnífico falo e iniciar un movimiento copulatorio al tiempo que entre besos y lengüetazos insultaba soezmente a quien la estaba haciendo tan feliz.
Y entonces fue que Sandrine detuvo tan placentero acto al ahorcajase sobre la cabeza de su marido e inclinándose sobre ella, la hizo enderezar casi verticalmente para que comenzara un lento y profundo sube y baja por el que la verga raspaba inmisericorde el fondo de su sexo mientras la mujer la besaba y acariciaba con frenético ardor.
Gerard se dedicó a lamer y chupetear toda la entrepierna de su mujer desde el largo y endurecido clítoris hasta el mismo ano, ya que la bombacha de látex tenía por debajo una abertura que dejaba expuesta toda esa zona y respondiendo a ese estímulo, la francesa bajó su boca a los senos de Casandra en tanto aquella flexionaba sus piernas para sentirse socavada por la poderosa verga del hombre. Asida a las nalgas de la muchacha, Sandrine acompañó el vaivén que transmitía a sus caderas para intensificar aun más los recios chupeteos de su marido, con una mezcla de lamidas, chupones y mordiscos a los pechos que provocaron en la chica ayes de dolor por las heridas sangrantes del anterior castigo.
Aun transida de dolor pero sabiendo que aquel coito tan animal como estupendo no volvería a producirse jamás en su vida, alentó a la mujer a que siguiera haciéndole cosas y aquella respondió estirándose para hundir el dedo mayor entre las nalgas a penetrar el ano. Casandra se daba cuenta de que las eyaculaciones de su sexo ya no respondían a ciertos momentos de su excitación sino que surgían espontáneamente, propiciadas por las maravillosas maniobras de los artistas y toda ella trepidaba por el goce inédito que estaba obteniendo. Los dedos sometiéndola a esa deliciosa sodomía y la verga del hombre golpeteando como un ariete en sus entrañas, la transportaban a regiones desconocidas del placer y en medio de estertorosos ayes de satisfacción, le rogaba, les suplicaba con perentoria exigencia que aquello no tuviera fin.
La cópula de la tríada mantuvo ese ritmo perfecto que, sin caer en la monotonía, poseía la lentitud de las cosas que verdaderamente se disfrutan, hasta que la francesa salió de encima de Gerard. Acomodándose detrás de Casandra, la hizo inclinar sobre el pecho de su marido para tomarle las manos y cruzándoselas por detrás de la espalda a la altura de la cintura, las ató apretadamente con aquella cinta de seda que utilizara para vendar sus ojos. Entretanto, el francés, que no había amenguado el rítmico vaivén de la pelvis en la penetración al sexo, aferraba entre sus manos los senos de Casandra para estrujarlos con un alto grado de malevolencia mientras la boca se adueñaba de las mamas ya torturadas por los trallazos.
Aun agobiada por el dolor que los labios y dientes le provocaban a la tierna piel que mostraba las desolladuras de los azotes más los rasguños de las afiladas uñas del hombre, la chica se regocijaba con semejante carnicería y eso se evidenciaba en las múltiples explosiones que sentía producirse en su interior en tanto que su mente era nublada por placenteras oleadas del más puro placer. Irreflexivamente y no por propia voluntad, sus caderas se meneaban en la misma cadencia con que el hombre la penetraba y de su boca escapaban gorgoteados sollozos de jubiloso asentimiento, cuando sintió como la cabeza de lo que supuso sería el falo que portaba Sandrine, se apoyaba contra los esfínteres anales.
Ella había soportado sin dificultad la sodomía de Gerard pero ahora esa doble penetración la asustaba, no porque temiera un daño físico sino porque la intensidad del sufrimiento, le impidiera gozar totalmente de esa práctica ignorada. Contra todas sus predicciones, el terso falo de silicona manejado diestramente por la escultora, fue introduciéndose lentamente en la tripa hasta que la pelvis de la francesa tomó contacto con sus nalgas.
Gerard había detenido momentáneamente los empellones hacia arriba y los dos miembros ocupaban su interior sin otro sufrimiento que la hinchazón de todas sus entrañas. Sin embargo y cuando el matrimonio inició simultáneamente su lerdo vaivén copulatorio, le parecía que entre las dos vergas desaparecía la frágil separación membranosa. Las vergas aparentaban ocupar toda la parte inferior del cuerpo y llegar con sus puntas romas hasta el mismo estómago pero todo eso no implicaba sufrimiento alguno y sí, una histérica necesidad de copular y evacuar sus heces a la vez.
Aunque ella no se daba cuenta, hamacaba su cuerpo en una tácita y jubilosa aceptación que hizo enardecer aun más a Sandrine, quien comenzó a elevarle las manos atadas a la espalda en un dolorosa tracción que la hizo alzar más la grupa como invitándola a que la sometiera aun más y mejor y así, experimentando un doloroso descoyuntamiento, se dejo llevar en tan exquisito coito mientras sentía que de su cuerpo manaban los jugos irreprimibles de la satisfacción.
El complemento de manos y boca de Gerard a sus pechos había pasado lo tolerable y los dientes ya no se limitaban a un incruento rascado de las aureolas y pezones sino que habían comenzado a hundirse en las carnes en dolorosas mordidas de las que chupaba las heridas sanguinolentas y en consonancia, la francesa detuvo los impetuosos rempujones para enroscar alrededor de su cuello aquella larga tira de cuero con que la azotara y, mientras la sostenía como si fueran las riendas de un corcel, sacó el falo del ano para luego ir introduciéndolo en la vagina junto al de su marido.
Casandra jamás había supuesto ni imaginado tal cosa en sus más desbocadas fantasías y otro tanto parecía estar sucediéndole a Angélica. El dolor no era intenso y sí punzante, como si un agudo estilete se clavara en su nuca pero, paralelamente, el inicio de un desigual vaivén de la pareja trajo aparejado una deliciosa sensación de plenitud.
Cuando ella, en medio de sus jadeantes ayes, empezó a expresar su satisfacción por lo que le hacían, eso pareció gatillar un disparador en el matrimonio, ya que, en tanto Sandrine comenzó a tirar con las dos manos de las tiras de cuero en un paulatino ahorcamiento y aceleraba el vigor de la cópula, su marido le apretaba el cuello con ambas manos al tiempo que sus dientes se clavaban ferozmente en los senos provocándole la profundización de las heridas.
Aterrada por lo que percibía como un siniestro propósito, intentó desatar sus manos para llevarlas al cuello a disminuir la presión pero, al carecer de apoyo, hizo que todo el peso de su cuerpo basculante se descargara sobre la horca. Súbitamente lúcida, comprendió que la pareja la estaba sometiendo al rito oriental del estrangulamiento para que, con la falta de aire, las reacciones químicas del cuerpo potenciaran la intensidad del orgasmo y sabía que, entre los sadomasoquistas, existía un código por el que nombrando a una palabra clave previamente establecida, el dominador supiera cual era el momento crítico del dominado.
Con los ojos desorbitados y la boca muy abierta para tratar de capturar la mayor cantidad de aire posible, intentaba adivinar cuanto aguantaría, cuando Sandrine soltó de pronto las riendas y esa bocanada de aire fresco le trajo aparejada la más maravillosa expresión de placer manifestada en un profundo y potente orgasmo que pareció vaciar sus entrañas como un caudaloso parto líquido.
Proclamando su goce en un agónico sí, creyó que el matrimonio la llevaría a una lenta relajación pero de pronto, sin previo aviso, Sandrine tiró bruscamente de la tira de cuero que se clavó impiadosamente en las carnes del cuello en una brutal sacudida hacia atrás y a un tiempo, Gerard intensificó la potencia del coito para volcar en la vagina el tibio baño del semen mientras engarfiaba los dedos en el garganta destrozándole la tráquea y los dientes se clavaron en los pechos para arrancar jirones de los sangrantes pezones.
Aturdida por el sufrimiento y obnubilada por la falta de oxígeno al cerebro, como escindida, Casandra experimentaba el martirio más terrible que pudiera haber imaginada pero simultáneamente, toda ella se fundía con el baño espermático por medio de caldosas expulsiones que brotaron espontáneas de todos sus orificios en esa relajación de la muerte y una extraña sensación de beatífica paz la condujo hacia una dimensión distinta, oscuramente púrpura y hundiéndose en ella en medio de una irresistible pasión que licuaba en fuego su cuerpo, exhaló un póstumo gemido de satisfacción.