CAMILA
Camila realmente necesitaba el consejo de una mujer, ya que en los últimos días extraños desórdenes se manifestaban en su bajo vientre, evidenciando que eran de indudable origen ginecológico.
No era que a sus quince años ignorara nada con respecto a la genitalidad y aunque no tenía experiencia sexual alguna, sus manos se habían hecho duchas para aliviar instintivamente algunos escozores que habitaban su cuerpo y no eran precisamente de origen epidérmico.
Ella era consciente de que despertaba golosos deseos en los hombres, ya que a su corta edad había alcanzado un perfecto desarrollo de sus formas y su cuerpo esbelto mostraba la contundencia de unas ancas tentadoras y los pechos no le iban en zaga a los de su madre, salvo por la sólida turgencia que los mantenía en una constante erección a pesar de la consistencia gelatinosa que les otorgaba turbadoras oscilaciones.
Afortunadamente, su escasa estatura y la informe cualidad del uniforme escolar, más las medias tres cuartos sumada a los zapatones con suela de goma, acentuaban su aire adolescente y sólo en los fines de semana su cuerpo surgía como una crisálida para convertirse en una espléndida mariposa. El sexo no le era indiferente en absoluto, como había comprobado con sus exploraciones nocturnas y los consiguientes placeres que obtenía de ellas, pero consideraba a los muchachos unos verdaderos patanes que, ignorándolo todo de las mujeres salvo que eran dueñas de aquello que ambicionaban poseer, buscaban torpemente acceder a su objetivo sin importarles sus sentimientos.
Como no estaba dispuesta a ser sometida a torpes y humillantes relaciones vejatorias para ver si obtenía aquello que conseguía en la intimidad de su cama, no hacía caso de los avances que sus compañeros de estudio le proponían y vivía encerrada en su propia cápsula.
Sin embargo esas manifestaciones que parecían horadar sus entrañas y hasta llevaban inquietantes destellos hormigueantes a la misma vagina, la preocupaban y como sus padres, profesionales los dos, se encontraban en un congreso de Derecho Internacional desde hacía cinco días y aun permanecerían quince días más en Panamá en unas merecidas vacaciones, no sabía a quien recurrir, ya que la señora que estaba a su cargo era una mujer de más de sesenta años en la cual no depositaba tanta confianza como para hacerla partícipe de su desazón.
Esa tarde y tras salir del colegio, sumida en sus pensamientos y casi sin proponérselo, se encaminó al despacho de su madre. Recién cuando Magdalena le abrió la puerta, se dio cuenta que inconscientemente había buscado que su presencia tranquilizadora aquietara sus tribulaciones. Es que desde siempre, la gentil secretaria de su madre había actuado como un bálsamo y predisponía su ánimo positivamente, como desde que, aun en la primaria, la hiciera partícipe de sus problemas de escolaridad.
En ese momento y cuando ella tenía doce años, los diez que le llevaba la mujer no la ponían en el casillero de los “viejos” pero sí en el de una joven adulta en la que podía confiar. Ahora nuevamente, la resplandeciente sonrisa de la alta y delgada muchacha que más parecía una modelo que una empleada de oficina, ponía un sedativo a su inquietud y la siguió con alegre predisposición cuando aquella la condujo hacia el despacho de su madre, donde ella se sentó con todo desparpajo en el gran sillón giratorio que estaba detrás del escritorio.
Desde que sólo era una niñita y aun Magdalena no estaba en la oficina, el asiento ejercía sobre ella una fascinación que iba más allá del juego. Si bien el impulsarse y girar en redondo mientras contemplaba pasar las paredes del cuarto como desde un carrusel, la contentaban, una eufórica sensación de poder y superioridad la embargaba al aferrarse a los brazos y recostar su cuerpo en el mullido tapizado de cuero.
De la misma forma y para disimular la turbación que reproducía el confiar sus intimidades a alguien que, en definitiva no era más que una empleada de su madre y mientras de su boca surgía la confesión que estaba segura ni a su madre hubiera hecho, giraba sin cesar en el sillón.
Atenta al relato de sus inconvenientes físicos y las presunciones sobre su origen, Magdalena paseaba lentamente su figura alrededor del escritorio en una especie de contradanza por la que la veía en esporádicas ráfagas al cruzarse en el girar contrapuesto. El fugaz entrecruzamiento no le impedía admirar la silueta magnífica de la alta muchacha que, vestida con una ajustada falda y una sencilla camisa, exhibía la contundente esbeltez de sus largas y torneadas piernas que sostenían una sólida grupa y los botones de la camisa masculina parecían incapaces de aguantar la pujanza de los pechos.
Aparte de esa figura privilegiada, lo verdaderamente atractivo de Magdalena era su cabeza. De proporciones perfectas, el rostro se veía iluminado por el fulgor de unos ojos inmensamente verdes que realzaban la tupida oscuridad de sus largas pestañas y la corta nariz levemente respingada se asentaba sobre el trazo exquisito de una boca no demasiado grande pero cuyos mórbidos labios daban marco apropiado a la blancura nívea de los dientes, menudos y perfectos. Dando remate a tanta armonía, el fino y negro cabello estaba cortado en cortos mechones que le otorgaban un aire entre salvaje y masculino pero que realzaba acabadamente la escultórica belleza de la muchacha.
Cuando la chiquilina terminó de contarle con farfulladas frases que a veces entrecortaba la emoción provocada por el pudor natural en una chica de su edad, Magdalena, que se había detenido a sus espaldas a escuchar atentamente los detalles de cómo la niña se autosatisfacía con primitiva intuición, detuvo el rotar del sillón y apoyando sus manos en los hombros de Camila, comenzó a explicarle con su voz baja y seductoramente oscura que los caminos del sexo no se reducían al trillado camino con los hombres ni a la obtención gozosa del alivio a sus urgencias mediante la masturbación, sino a una alternativa por demás placentera que no revestía peligros de enfermedades venéreas ni indiscreciones comprometedoras..
En tanto Camila escuchaba pasmada el relato minucioso de cómo las mujeres podían encontrar no sólo consuelo sino verdadera satisfacción a sus necesidades con el concurso de otra mujer, comprobó como las ágiles manos que se posaban en sus hombros, descendían por sobre la camisa escolar para asentarse sobre la prominencia de sus senos y, aun a través de la tela y el corpiño, sintió por primera vez qué se experimentaba al ser delicadamente sobada por manos que no fueran las suyas.
Naturalmente que ella sabía del lesbianismo y por rumores que circulaban entre sus condiscípulas, tenía una vaga conciencia de que no era tan infrecuente como la gente presumía pero no conocía de qué manera se lo practicaba. El suave jugueteo de los dedos en sus pechos, instaló sentimientos encontrados de sorpresa y ansiedad que la paralizaron y alelada, confundida y desasosegada, esperó la evolución de los hechos mientras en su mente bullía un turbión de emociones que inexplicablemente se traslado a su bajo vientre colocando aquel indefinido escozor cosquilleante en la vagina.
Como complacida por su calma aquiescencia, la mujer dejó que los dedos desasieran prestamente los tres primeros botones de la camisa para luego recorrer acariciantes el pecho y escurrir dentro del corpiño hasta envolver tiernamente la sólida copa de los senos. El contacto de otra piel sobre la suya la conmovió y un leve pinchazo se instaló en los riñones mientras susurraba su complacencia mezclada con una leve protesta que se acalló cuando los dedos convirtieron la caricia en un más acucioso estrujar de las carnes y sintió como buscaban y hallaban a los pezones para restregarlos con malévola insistencia.
Magdalena comprendió que aquella era la sublimación a las angustias de la chiquilina cuyo progresivo desarrollo venía siguiendo y apreciando desde antes que se convirtiera en mujer. Sin dejar de sobar los pechos pulposos que iban adquiriendo solidez en respuesta a sus manoseos, fue colocándose de lado para finalmente quedar acuclillada junto al sillón y acercando su cara a la de la agitada muchacha que exhalaba su ardiente aliento en medio de quejumbrosos gemidos de los que ni tenía conciencia, rozó con sus labios los de Camila.
La imaginación de las fantasías que acompañaban a sus masturbaciones tenían la inconsistencia de lo ignorado y cuando sintió los labios perturbadoramente reales de la mujer rozando levemente los suyos, adelantó su cabeza con animal predisposición para que ambas bocas se fusionaran apretadamente. Ante esa respuesta de la chiquilina, Magdalena se acomodó mejor y en tanto una mano apresaba la nuca de Camila y la otra incrementaba el sobar al seno, la boca se unió como una ventosa a la inexperiente de la chica al tiempo que la lengua se introducía agresivamente en búsqueda de la suya.
Una extraña avidez contraía el vientre de la chiquilina y acudió en procura de la satisfacción ladeando el cuerpo y, mientras su lengua sorprendida iniciaba un novedoso pero ávido escarceo con la diestra de la otra mujer, aferró a su vez la nuca de Magdalena para dar mayor fuerza a la unión entre las bocas e instintivamente se abrazó a la cintura de la secretaria para tratar que los cuerpos entrarán en contacto.
El silencio sólo era quebrado por los suspiros y gemidos que proferían las mujeres, especialmente Camila, a la cual el descubrimiento de las verdaderas sensaciones del sexo anonadaba y compelía a desear saber más.
Con esa habilidad de hacer dos cosas simultáneamente que da la experiencia y sin dejar de besar frenéticamente los labios vírgenes de la chica, Magdalena había despojado a la chiquilina de la camisa y tras desabrochar el corpiño, las dos manos se aplicaron a su estrujamiento e índices y pulgares se complementaron para imprimir suaves retorcimientos a los pezones que provocaban sobresaltados respingos en la chica que, en su ansiedad miedosa de no saber hasta donde llegaría la mujer, se asía fieramente a su cabeza con las dos manos mientras gemía broncamente.
Por unos momentos se debatieron una contra la otra, la una sojuzgando y la otra admitiendo con sumisión sus embates, hasta que Magdalena se deshizo de las manos de la chica para llevar su boca a los pechos. Camila jamás había imaginado la suavidad que unos labios de mujer pueden transmitir a otra con tan sólo una levedad de pájaro; la lengua abría el camino en sinuosos meandros húmedos por sobre esa piel jamás hollada y los labios enjugaban el caracoleante sendero en tiernos chupones que casi ni tocaban la piel, haciendo que el cosquilleo de las entrañas se trasladara a la zona lumbar y desde allí emprendiera un lento ascender a lo largo de la columna vertebral.
Con los ojos cerrados por el placer, Camila volvió a colocar las manos entre los suaves mechones renegridos de Magdalena como para conducir la cabeza en esa enloquecedora caricia de los labios que ya se había transformado en delicados chupones a las carnes de gelatinoso oscilar y la lengua trepidante se descargaba contra las aureolas que se habían oscurecido.
Concentrándose en el seno derecho y en tanto la otra mano rascaba la granulosidad de la aureola del izquierdo, la lengua fustigó duramente al pezón que había crecido casi desmesuradamente y cedía flexible a sus embates. Camila susurraba desesperadamente su asentimiento y entonces fue la boca toda la que se apoderó del pezón en hondas succiones que complementaba con el empuje de la lengua contra los dientes hasta que por los retorcimientos y rempujones de la pelvis, la muchacha evidenciaba estar alcanzando su orgasmo o por lo menos una eyaculación. Entonces fueron los dientes quienes acudieron en auxilio y en tanto la combinación de labios y dientes estiraba hasta la desmesura la mama, las uñas de pulgar e índice de la mano se clavaban impiadosamente en la carnes del otro pezón.
El disfrute había hecho perder la conciencia de sus actos a Camila y en tanto clavaba sus dedos engarfiados en la espalda de la mujer, corcoveaba descontroladamente al influjo de su eyaculación y abriendo desmesuradamente las piernas, se elevó en una flexión final hasta que de su sexo brotó una catarata de fragante alivio.
Aun gemía sordamente y de sus ojos entrecerrados brotaban lágrimas de felicidad, cuando Magdalena se deslizó hasta el vértice y arrastrándola por las piernas hasta el borde del sillón con el cuerpo solamente apoyado en su zona lumbar, le levantó la corta pollera tableada del uniforme y levantándole las piernas abiertas, se abalanzó sobre el sexo.
La pequeña trusa estaba empapada de sudor y flujo y la lengua se deslizó sobre la tenue tela para degustar los sabores de ese sexo todavía virgen. La delgadez del tejido lo hacía casi inexistente y la poderosa lengua se escurrió de arriba abajo sobre la abultada vulva, haciéndole experimentar a la chiquilina sensaciones desconocidas cual si estuviera desnuda. Virgen o no, los sabores vaginales son casi idénticos y su fragante flujo motivó la gula de la mujer. Tras dejar a la lengua recorrer varias veces al triángulo de tela, abrió la boca para abarcar golosamente el bulto y encerrándolo como una ventosa, chupó vorazmente hasta que la chiquilina sintió duramente a labios y dientes.
Por la posición casi acostada en el asiento, sus ojos sólo alcanzaban a ver la cabeza de la mujer entre sus piernas y como si la hubieran atraído magnéticamente, Magdalena alzó los párpados para clavar en ellos una lasciva mirada que le proponía la introducción a mundos desconocidos del placer. Camila sabía positivamente la magnitud de lo que estaban haciendo y no le importó nada; lo que habían hecho hasta el momento superaba largamente cualquier goce sexual conocido y si ese primer orgasmo había sido solamente el prólogo de lo que vendría, esperaba ansiosamente su concreción sin importar el precio que tuviera que pagar en el futuro.
La angustia que la espera ponía en su mirada dijo a Magdalena cuanto deseaba esa mujer-niña que prosiguiera y entonces los dedos apartaron suavemente la bombacha para que ante sus ojos apareciera el panorama que esperaba pero magnificado por la opulencia del sexo femenino.
Contra todo lo esperable en una chiquilina de su edad, la vulva abultaba en dos gruesos promontorios que estaban atravesados por una fina raja en cuyo vértice asomaba apenas un clítoris un tanto largo. Tal vez lo que contribuía a hacer más notable ese tamaño, era la alfombrita cuidadosamente recortada de vello púbico que como su cabello era intensamente dorada y que convergía desde las ingles hasta los bordes mismos de la rendija.
Alucinada y haciéndosele agua la boca, la mujer besó tiernamente la satinada capa de vello al tiempo que excitaba sus glándulas olfativas con los aromas que emanaba el sexo. Al descender hasta el agujero vaginal por el que rezumaban gotas de la anterior eyaculación, observó la extraña apariencia del ano de la chiquilina, cuyos bordes se elevaban como un diminuto volcán y sus laderas estaban surcados por los frunces que se unían en un profundo agujero intensamente rosado que devenía a negro en el centro.
Nunca había visto algo así y eso provocó en ella una acuciante necesidad. Sin meditarlo, instintivamente, su lengua se extendió y la punta tremoló delicadamente alrededor de ese promontorio para luego dedicarse a escarbar suavemente su centro.
Para Camila aquello resultaba insólito; ella jamás había imaginado que esa abertura por la que desechaba la materia fecal podría convertirse en un centro de placer que la excitaba profundamente y cuando la mujer combinó la lengua con la acción de los labios en delicados chupones, creyó desmayar de goce.
Respondiendo a sus velados gemidos, la mujer se dijo que ya estaba bien y entonces la lengua ascendió trepidante por el perineo, enjugó los líquidos que manaban del agujero y recorrió el camino inversamente, lubricando la raja con su saliva. Al llegar al tubito carneo del clítoris comprobó que aquel se presentaba erguido y un tanto más grueso, por lo que lo atrapó entre los labios para someterlo a profundas succiones sintiendo como el delicado pene femenino cobraba mayor consistencia y tamaño.
Dejando a los dedos índice y pulgar la tarea de frotarlo en una verdadera masturbación, con la otra mano separó los labios mayores de la vulva para presenciar un espectáculo maravilloso. Los labios menores circundando al óvalo eran un delicada filigrana de frunces que se arremolinaban como finos corales para desarrollar una caperuza al clítoris en la parte superior y en la inferior entretejer una corona alrededor de la entrada a la vagina. El óvalo mismo tenía un aspecto de madreperla iridiscente y un poco por debajo del centro, se abría el agujero de la uretra.
Tremolante pero delicadamente, la punta de la lengua se abatió sobre esta última y tras excitarla con suavidad, se dedicó a recorrer morosamente todas y cada una de las revueltas de los membranosos tejidos, degustando con deleite el sabor que las hormonas colocaban a sus exudaciones.
La muchachita no daba crédito al placer que la inundaba con múltiples y desconocidos cosquilleos que aleatoriamente recorrían distintas partes de su cuerpo y la paciente exploración de esa especie de víbora animada junto a lo que los dedos realizaban estrujando al clítoris, la iban introduciendo a una crispación anhelosa por los goces que aun la esperaban. Independientemente del resto de su cuerpo, la pelvis se agitaba ondulante hacia arriba y abajo como acompasándose al ritmo de la lengua que cada vez se hacía más rápido y acuciante.
Al ver como ella aferraba y encogía aun más las piernas abiertas, Magdalena hizo que la boca toda se apoderara del sexo y en una elaborada mezcla de lengua y labios, fue succionando las carnes al tiempo que ascendía y descendía a lo largo. El sabor y la consistencia de esas carnes vírgenes enardecieron a la mujer mayor y resollando fuertemente, incrementó el accionar hasta arrancar grititos y ayes dificultosamente reprimidos en la chica.
Ella sabía que se encontraban en la recta final del acto y complementando el frotar de los dedos sobre el triángulo del clítoris, introdujo la lengua debajo del capuchón para detectar la prominencia del glande diminuto y ovalado como la cabeza de una bala y allí se extasió en su maceración en tanto que un dedo palpaba diplomáticamente la estrecha entrada a la vagina.
Ya la ansiedad histérica colocaba una crispación angustiosa en Camila que creía imposible poder disfrutar más y en tanto alentaba a la mujer con susurradas frases de pasión, sintió como aquel dedo que exploraba la periferia de la entrada, se introducía apenas en la vagina. En sus más fervorosas masturbaciones, ella misma no se había atrevido a más por aquello del mentado himen y ahora comprendía que finalmente iba a convertirse en mujer.
Como tal, Magdalena sabía lo que significaba la pérdida de la virginidad y puso toda su experiencia para que la penetración no le resultara traumática a la chiquilina. Empapada por los jugos internos y la saliva, la estrecha entrada parecía no ofrecer oposición al dedo y este fue introduciéndose lentamente. Milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, el invasor fue separando los prietos tejidos y aunque pasó limpiamente entre los esfínteres, sentía como las carnes ardientes se comprimían contra la extremidad en una instintiva negación.
Sin apuro alguno y mientras sus labios y lengua que se habían apoderado totalmente del erguido pene con succionantes chupones multiplicaban su fervor, el dedo penetró limpiamente en toda su extensión sin encontrar el obstáculo membranoso. Una vez dentro, curvó la falange y ese gancho improvisado fue recorriendo el derredor por los suaves tejidos del anillado conducto al tiempo que le imprimía un despacioso vaivén adelante y atrás.
A pesar de la delgadez del dedo, a Camila le parecía que algo enorme iba separando sus carnes en caricias que la transportaron a una dimensión distinta del placer y en tanto le manifestaba a quien la poseía lo lindo que era aquello, acarició vehemente la cabeza de su violadora.
Ahora, quien estaba fuera de control era Magdalena y ya sin contemplación alguna, añadió otro dedo a la penetración para buscar el leve promontorio que existiría un algún lugar de la cara anterior. Rápidamente lo ubicó muy cerca de la entrada y su tamaño similar al de una almendra le dijo que la muchachita estaba anatómicamente predispuesta para el goce. Cuando comenzó a restregarlo con las yemas de índice y mayor, un respingo y el leve bramido de Camila le hizo ver que no estaba equivocada.
Satisfecha por las respuestas que obtenía de la jovencita, la boca tornó a los frunces de los labios menores pero ahora atrapándolos entre los labios para tironear de ellos y luego soltarlos como si quisiera comprobar su elasticidad y mientras el pulgar y el índice retorcían masturbatoriamente al ahora grueso clítoris, tres dedos constituyeron la cuña con que sometía a Camila.
Excitada hasta lo imposible, la chiquilina clavaba los dedos en sus propios muslos encogidos y la pelvis había alcanzado un cadencioso ondular con el que acompañaba la penetración al tiempo que proclamaba su satisfacción y la histérica necesidad de terminar con ese suplicio.
Ducha de toda habilidad, Magdalena acomodó sus dedos de manera que, mientras la cuña penetraba la vagina hasta que sólo el obstáculo de los nudillos le impedían ir más allá, el dedo meñique fuera estimulando los fruncidos esfínteres anales que cubiertos del pastiche de flujo y saliva, poco hicieron para resistirse y el fino dedo invadió al recto con la misma suavidad que antes mostrara el índice con la vagina.
La multiplicidad de cosas que estaban ocurriendo en su sexo, interna y exteriormente, no le impidieron a Camila cobrar conciencia de que estaba siendo penetrada analmente y como al principio con la lengua, la sorprendió la lábil complacencia de sus esfínteres y del placer inédito que el dedo le procuraba. Al mismo tiempo, sentía como su pecho bombeaba el aire agitadamente y sus sienes latían casi ruidosamente por la tensión sanguínea. Aunque ella creyera que esos alivios obtenidos por su masturbación superficial y el mismo obtenido pocos minutos antes eran orgasmos, sólo eran eyaculaciones corporales que nada tenían que ver con un verdadero orgasmo donde juegan mancomunadas todas las emociones psíquicas y físicas.
Era tal el maremagnum de sensaciones que la invadían, que por momentos deseaba expresar en risas su contento y en otros su miedo por aquellos ahogos que parecían impedirle respirar y la fugaz caída en pozos de pérdida de conciencia que la hacían sollozar atemorizada como la niña que aun era.
Enfurecida por esa emoción que nublaba su cordura, Magdalena estaba a punto de alcanzar su orgasmo sometiendo a la chiquilina e incrementó el vaivén de su mano al tiempo que le imprimía una rotación de ciento ochenta grados y la otra mano, dando lugar a que la boca volviera a apoderarse del clítoris, se instaló en la hendidura entre las nalgas para que su dedo pulgar buscara los esfínteres anales que liberados del meñique pulsaban dilatados, penetrando honda y repetidamente la tripa.
Aquello era el epítome del placer y las sensaciones excedieron la capacidad de la muchacha que, estallando en gritos que evidenciaban su enajenación, corcoveó repetidamente hasta que las fuerzas parecieron abandonarla y cayó en la pequeña muerte de su primer orgasmo verdadero.
Mientras aun flotaba en una bruma rojiza y llevaba aire a sus pulmones ardientes, la chiquilla percibió apenas como Magdalena seguía saboreando hasta la última gota de esa efusión uterina inaugural y sólo cuando la satisfacción la alcanzó plenamente a ella, abandonó su entrepierna.
No supo cuanto tiempo se dejó estar en esa dormilona beatífica, pero cuando abrió los ojos vio como Magdalena la contemplaba amorosamente desde un sillón próximo. Un prurito de natural vergüenza o pudor le hizo tratar de explicar su pasividad ante la relación pero, mientras le imponía silencio con un gesto, la secretaria se acercó a ella y mientras le ayudaba a colocarse el corpiño y cerrar la camisa, le explicó con dulzura que no había que buscar justificaciones a cosas que dicta la naturaleza y que ellas habían hecho lo que el instinto les dictaba.
Cuando la chiquilina hubo calmado su inquietud y en medio de caricias y besos a todo su rostro e imponiéndose a ella por la diferencia física, Magdalena la exhortó a llamar por teléfono a la mujer que la cuidaba. Ella misma ratificó sus explicaciones a la anciana diciéndole que Camila permanecería en su casa durante el fin de semana y que se encargaría personalmente de llevarla de vuelta el domingo por la noche para que pudiera ir al colegio al día siguiente.
Tras colgar el teléfono, la expresión de ambas era diametralmente opuesta pero las dos evidenciaban un mismo propósito; el rostro de Magdalena tenía un gesto mefistofélicamente goloso como el de una gata en celo y en cambio, el de Camila expresaba todas las dudas y miedos propios de una chica de quince años pero que eran superados por el deseo de explorar y obtener mas goce de aquel sexo maravilloso.
Haciéndola pasar al baño privado de su madre, la mujer le hizo entrega de una bombacha propia para que la cambiara por la que estaba olorosamente empapada. Una vez que Camila se higienizó y recuperó su aspecto de inocente colegiala, Magdalena cerró la oficina y la condujo a su departamento a pocas cuadras de distancia.
Nada en la decoración del departamento dejaba en evidencia las inclinaciones sexuales de su propietaria y lo conservador del moblaje pareció calmar los nervios de la chica que, con sus fantasías desbocadas, tal vez esperaba una manifestación más crudamente salvaje de homosexualidad femenina.
Diciéndole que se acomodara libremente en la casa, encendió las luces del living y la dejó en él para ir a darse una ducha y cambiarse de ropa. Media hora más tarde y en tanto la jovencita se entretenía viendo televisión, Magdalena volvió fresca y tonificada por el baño, vistiendo solamente una camisa de hombre que oficiaba de corto camisón y entregándole una muy parecida, le dijo que aprovechara para bañarse mientras ella preparaba algo de comer.
El baño le resultó tan placentero y reconfortante que perdió la noción del tiempo que permaneció bajo la ducha y, cuando tras secarse, se colocó la holgada camisa que la cubrió hasta mediar los muslos, volvió al living, para encontrar que la mujer había servido en la mesa de la cocina una ensalada fría y ante su presencia, sacó dos bifes humeantes del fuego.
Ninguna de las dos hizo una referencia explícita a lo sucedido y era evidente que las dos habían aceptado la situación de hecho. Durante la cena conversaron de banalidades acerca del viaje de sus padres y de algunos problemas que ella tenía con ciertas materias. Terminada la frugal comida, Magdalena acomodó los utensilios en un lavaplatos automático y después de apagar la luz de la cocina, le preguntó si quería ver un rato de televisión o prefería que fueran a la cama.
Con intencionada y pícara sonrisa, la menuda jovencita le dijo que estando con ella no había otra elección posible que el lecho. Apagando las luces a su paso, la condujo a un dormitorio que sí, estaba evidentemente preparado como una verdadera cámara sexual.
A la luz indirecta sabiamente escondida en estratégicos rincones, se sumaban dos grandes espejos en cada pared paralela y un espectacular cuadro de dos mujeres enredadas en lasciva postura presidía una cama matrimonial más amplia que lo acostumbrado. Descalzándose y sin quitarse la camisa, la mujer la invitó a imitarla mientras se acostaba sobre unas sábanas de aterciopelado satén azul oscuro.
Aquello había vuelto a intimidar a Camila, quien nerviosamente se quitó las pantuflas y al acostarse con temeroso cuidado sobre la lujosa ropa de cama, se descubrió reflejada por otro espejo redondo que ocupaba el cielo raso. Sonrojada, se encontró con los claros ojos de su recién estrenada amante y con una risita nerviosa, se dio vuelta hacia el centro para descubrir que la mujer había hecho otro tanto.
Centímetros las separaban y sin embargo, ninguna hizo el menor gesto de aproximación. Frescas y fragantes por los delicados aromas de los exquisitos jabones, se dejaron estar con los ojos enredados en los ojos, diciéndose mudamente cómo y cuánto se deseaban.
Luego de un tiempo sin tiempo, con tímida aprensión y como si emprendiera un acto prohibido, fue Camila quien extendió una mano para que las yemas de sus delgados dedos rozaran con levedad de pájaro la mejilla de Magdalena y luego, fueron deslizándose suavemente hasta la boca para acariciar los labios plenos que a su contacto se unieron en un tierno beso.
Aquello pareció animar a la jovencita que hizo descender a la mano para que fuera desabotonando la holgada camisa y casi reverencialmente apartó la tela para observar fascinada por primera vez los pechos de su amante; aunque los suyos no eran pequeños, la estatura de la otra mujer no los hacía parecer notables pero verdaderamente tenían un volumen extraordinario. Cierto era que nunca había contemplado un seno aparte de los suyos y el aspecto de aquellos ponía un cosquilleo goloso en sus entrañas.
A pesar de su tamaño, no eran tan gelatinosos como los suyos y la firmeza de sus carnes hacía que, puestos de costado, el superior se volcara apenas sobre el de debajo. Sí era notable el aspecto de sus vértices, donde las aureolas cobraban un papel destacado; como en todas las morochas, su tinte oscuro entre marrón y violáceo, ponía en evidencia su lustrosa superficie carente de gránulo alguno y lo más extraordinario era su elevación que las hacían aparecer como otro pequeño seno, un cono volcánico en cuya cima se erguía pujante un largo y puntiagudo pezón.
Con la boca reseca por el deseo y un alboroto en el pecho que la hacía temblar, aproximo la cara a los senos y su lengua salió apenas entre los labios para rozar la rosada punta del alzado pezón. El casi inexistente contacto fue suficiente para que en ella se esparciera una ferviente angurria y la respiración agitada de la otra mujer fue el incentivo para que la boca toda se abatiera sobre el pecho y con glotón mamar infantil, succionara apretadamente la mama.
Pidiéndole calma y explicándole dulcemente que ya habría tiempo para todo, Magdalena terminó de quitarse la camisa y tras hacer lo propio con la de ella, tomó entre sus manos la carita de la chiquilina para llevarla hacia arriba y ofrecerle la voraz morbidez de sus labios experimentados. Resollando fuertemente por las narinas dilatadas, la chica aceptó en convite y cuando Magdalena acomodó su torso boca arriba, se acostó encima de ella para que, en tanto sentía el roce de los otros pechos contra los de ella, se entregaba con ávida gula a someter la boca viciosa de la mujer.
El combate desigual entre sus labios y lengua carentes de experiencia alguna contra los hábilmente perversos de la secretaria, terminaría como era dable de esperar en una fulgurante victoria de la mujer quien, hundiendo sus fortísimos dedos en la melena rubia de la chiquilina para impedir a la boca escapar rendida, la sometió brutalmente hasta que, agotada ella misma por tan fervoroso empeño, la apartó de sí para pedirle que le chupara los senos.
Dejándose resbalar hacia abajo y recordando lo que hiciera con sus pechos tan sólo horas antes la secretaria de su madre, dio un torpe tremolar a la lengua que al contacto con las carnes ardientes fue cobrando ritmo y diestra continuidad. Humedecido por su saliva, el órgano recorrió serpenteante la cálida redondez en lento trajinar que la iba acercando a la meta de la aureola.
La excitación no sólo había inflamado y endurecido las carnes, sino que la protuberancia pulida de las aureolas había cobrado un color ennegrecido y un volumen que invitaba a ser chupada. Como si estuviera frente a un delicioso helado, la lengua se empeñó en fuertes lamidas que culminaban indefectiblemente fustigando al elástico pezón para que luego la boca encerrara al conjunto y succionara rudamente hasta sentir la excrecencia entre el filo romo de sus dientes menudos.
Magdalena estaba feliz por la entusiasta respuesta de esa chiquilla que hasta pocas horas antes era virgen de toda virginidad y guió su mano para que los dedos emprendieran la deliciosamente tarea de restregar, retorcer y pellizcar con las uñas la otra mama. Comprendiendo la idea, Camila se aplicó a hacer que sus dedos complacieran a quien le estaba dando tanta felicidad y prontamente comprobó que su diligencia rendía frutos ante el reclamo caluroso de la mujer para que alternara la tarea de manos y boca entre ambos senos.
Los lamentos y ayes que profería su amante la llevaron a pensar, independientemente de su inexperiencia, en otras partes de la anatomía de la mujer considerando lo que ella misma estaba sintiendo en su entrepierna. Poniéndose de lado pero sin abandonar ni por un momento la gratificante tarea de sojuzgar los senos, dejó escurrir su otra mano a lo largo del musculoso vientre para comprobar con cierto desasosiego, que el Monte de Venus, elevadamente huesudo, carecía absolutamente de vello alguno así como todo el resto del sexo que recorrió tan ávida como curiosamente con sus dedos.
Una tan acuciante como primitiva urgencia parecía vibrar en su bajo vientre y en una respuesta tan animal como las de todas las personas que, sin que nadie les enseñe cómo, sostienen los más satisfactorios actos sexuales, dejó que su boca abandonara los senos para deslizarse con succionantes besos a lo largo del vientre hasta arribar al depilado promontorio.
Sabiendo lo que Magdalena esperaba de ella y conocedora de que ella misma lo deseaba como nunca hubiera deseado otra cosa en la vida, lamió curiosa las canaletas de las ingles para dirigirse tangencialmente a su objetivo; los fragantes efluvios que brotaban del órgano femenino, en vez de repelerla como hubiera esperado, no hicieron otra cosa que incentivar su insatisfecha gula y aspirando fuertemente esos aromas, pareció guiarse como un sabueso a la búsqueda de su presa.
Magdalena había abierto las piernas encogidas y el sexo femenino expuesto con la crudeza de la desnudez total, se ofrecía a sus ojos alucinados con un aspecto casi siniestro; la depilación total parecía poner más en evidencia la fuerte carnadura de la vulva que se alzaba hinchada y cubierta de un fuerte rubicundez que se ennegrecía conforme se acercaba a la raja que, oscuramente bordeada, se entreabría para dejar vislumbrar la fortaleza de los pliegues internos.
Con intuitiva certeza de lo que debía realizar pero recordando inconscientemente lo que sintiera cuando Magdalena lo hiciera en ella, acercó la boca al nacimiento de la hendija donde ya surgía abultado un recio clítoris y la lengua tremoló como lo hiciera sobre los pezones, pero el sabor nuevo e inefable que la inundó no la dejó pensar; mezcla de un néctar meloso por aspecto y gusto, tenía un dejo de acidez y allá, en el fondo, el salobre gusto marino de todos los jugos femeninos.
Al terminar la larga lamida, un impacto desconocido se instaló en su bajo vientre y entonces, como si hubiese hecho aquello toda su vida, la hembra primigenia la impulsó a acaballarse invertida en la mujer y metiendo sus dos manos por debajo de las nalgas, hundir la boca en el sexo mientras presionaba los glúteos para alzarlos y tener acceso hasta el último rincón.
Obviamente, Magdalena acompañaba eufórica aquel arranque de la chica y forzó el encogimiento de las piernas para facilitarle el trabajo al tiempo que acercaba su boca a la entrepierna desnuda para formar un dúo de incomparable apetito sexual.
Al ahorcajarse sobre su amante, Camila no había especulado con aquella posición que desconocía, pero ahora recibía alborozada la boca de su maestra fustigando sus tejidos. Abriendo con los dedos la raja latente, dejó al descubierto dos grandes colgajos de arrepollado tejido que brotaron como las barbas carneas de un viejo gallo y, sabia de toda sabiduría animal, inició un ralentado camino en el que lamía, chupaba y hasta mordisqueaba esos tejidos tan gustosos que la inspiraban a realizar las cosas más fantásticamente indecentes.
Lógicamente, era lo que la perversidad innata de la mujer hacía en su sexo la que la conducía a esa desesperación por martirizar al sexo de esa manera y, cuando sintió como su amante introducía dos dedos a la vagina para comenzar con ese maravilloso movimiento de vaivén que la sacaba de quicio, hundió dos de los suyos en la dilatada entrada a esa vagina chorreante de aromáticos jugos.
Nunca había imaginado que el someter sexualmente a una mujer pudiera llevarla a ese grado de enajenación y al tiempo que meneaba inconscientemente su pelvis para disfrutar aun más de la boca y los dedos de Magdalena, agregó un tercer dedo a la vagina mientras su boca se refocilaba en una incruenta carnicería de labios y dientes al clítoris.
Imbricadas como un mecanismo perfecto a pesar de la diferencia de contextura física, la mujer mayor había abrazado a la jovencita por la cintura y con sus fuertes brazos, la mantenía reciamente apretada contra su boca laboriosa y manejaba el ondulado meneo de su pelvis para impedir que el sexo se separara de ella Respondiendo intuitivamente a ese reclamo, Camila clavaba sus dedos en las nalgas poderosas para elevarlas y conseguir que su boca no dejara un solo centímetro del baqueteado sexo sin ser pasto de su gula.
Y así, se perdieron por un rato en el sojuzgamiento mutuo hasta que Magdalena se dijo que ya estaba bien de aquello y rotando hábilmente en la cama, hizo que la muchacha quedara boca arriba para luego incorporarse y salir del lecho. Falta de aliento por su mismo frenesí y agotada de tanto trajín, la jovencita permaneció acezante por unos momentos despatarrada en la cama en tanto que la mujer aprovechaba la oportunidad para colocarse rápidamente un arnés en la entrepierna.
Volviendo apresurada al lecho, acomodó a la pequeña y, colocándole las piernas encogidas contra su pecho, aproximó la punta del consolador para estregar suavemente los tejidos inflamados y mojados por su saliva y los fluidos corporales.
Súbitamente, Camila cobró conciencia de que iba a vivir su primera desfloración por medio de un miembro y aunque ya no era virgen, un temor atávico la hizo crisparse. Abriendo los ojos, contempló el físico estupendo de la mujer y su aspecto no sólo la tranquilizó sino que la excitó; el cuerpo de perfectas proporciones y dorado por el sol, brillaba satinado por un fina capa de sudoración, lo que magnificaba la contundencia de los senos y la trabajada musculatura de la esbelta figura.
Pero por sobre todo ese conjunto, era el rostro o mejor dicho, la cabeza toda de la mujer, la que contribuía a seducirla; la fina perfección de sus rasgos y la profundidad acuosa de sus ojos irradiaban una mezcla de dulce felicidad con una lascivia incontrolable que ponía acentos de lúbrica incontinencia en el rictus de la hermosa boca y el corte del negro cabello, sin hacerle perder un ápice de su feminidad, le otorgaba un halo de masculinidad que la colmaba de arrebatada pasión.
Susurrándole que no sintiera temor porque no la lastimaría, Magdalena estimuló los tejidos de la vulva y al mismo clítoris con un glande de tersa elasticidad e inexplicablemente, un cosquilleo intenso en la zona lumbar la hizo desear sentirlo el falo en su interior.
Era tal el ansia que expresaban sus ojos y la semi sonrisa que iluminaba su rostro que, inclinándose un poco sobre ella y mientras con una mano sobaba tiernamente los senos conmovidos, la otra condujo la cabeza de la verga contra el agujero vaginal y con sólo el peso de su cuerpo, hizo que fuera penetrando lentamente la vagina.
Tal vez fuera porque la finura de los dedos o el ángulo con que la penetrarán fuera distinto, pero la masa consistente del falo no tenía nada que ver con aquello. No le hacía falta verlo para darse cuenta de que su grosor no era común e, íntimamente, sentía como las protuberancias y anfractuosidades de su superficie iban lacerando y desgarrando los suaves y finos tejidos vaginales.
Le era imposible reprimir los gemidos del sufrimiento pero, contradictoriamente, sentía un placer inmenso por ver concretado su reprimido sueño de una verdadera cópula. Despaciosamente, el falo había llenado toda la anillada cavidad vaginal y la punta del glande trasponía la cervix para ingresar al cuello uterino. Cuando toda la verga estuvo en su interior y viendo como su cuello se tensaba hasta parecer que venas y músculos estuvieran a punto de estallar, Magdalena apoyó sus fuertes brazos a cada lado del cuerpo para luego flexionarlos e, inclinándose, dejar a su boca posesionarse de suya, acallando el farfullado asentimiento con que expresaba su alegría por esa violación, consentida pero violación al fin.
Ese movimiento había hecho que sus piernas se doblaran dolorosamente contra su pecho pero al mismo tiempo hacía dilatarse a la pelvis, facilitando el coito. Coito que ni siquiera había comenzado sino que la verga permanecía quieta, pareciendo llenar todas sus entrañas, pero cuando la mujer inició un leve movimiento por el que se movía levemente adelante y atrás, las excoriaciones que provocara al penetrar cobraron su verdadera dimensión.
El roce del balanceo hacía insoportable el escozor de las heridas pero sin embargo, ese mismo sufrimiento desencadenaba en ella una serie de sensaciones angustiosas por las que deseaba ver calmada esa irritación por mayor vigor en el frotar y, aferrándose con los dedos engarfiados a los antebrazos de su amante, hizo ondular su cuerpo al tiempo que le pedía que no cesara de penetrarla de esa forma.
Comprobando cuanto estaba gozando la chiquilina a pesar del sufrimiento que ella sabía debía de producirle el tamaño desusado de la verga, Magdalena fue incrementando el hamacar de su pelvis hasta hacer que casi todo el miembro saliera de esa vaina carnea para luego volver a introducirlo hasta que la copilla del arnés golpeaba reciamente contra los tejidos soflamados de la vulva.
A pesar del dolor, Camila estaba gozando esa primera cópula de una manera como jamás imaginara y su boca buscaba golosamente la de su amante al tiempo que proclamaba roncamente su satisfacción por ser forzada de esa forma tan violenta con palabras soeces que ni imaginaba conocer.
Viéndola gozar de esa forma y considerando que ya estaba lista, Magdalena comenzó a dejarse caer hacia atrás, arrastrándola con ella hasta que la menuda chiquilina estuvo acaballada sobre su entrepierna. Manteniendo el falo en su interior, le hizo acomodar las piernas acuclilladas y diciéndole que subiera y bajara, la estimuló con el movimiento de su propia pelvis.
Comprendiendo lo que quería su amante, Camila flexionó las piernas y ante ese vaivén ascendente y descendente, sintió como el miembro realmente se movía como un pistón en su interior, traspasando decididamente las aletas cervicales para permitir que se deslizara profundamente en el cuello uterino, otorgándole una sensación de plenitud que no esperaba.
Frenando un poco su ímpetu, la mujer le dijo que se calmara para que ambas pudieran gozar como la ocasión se merecía y haciéndole colocar las manos en sus hombros, logró que con esa inclinación los pechos oscilantes quedaran al alcance de sus manos que los estrujaban prietamente al tiempo que elevaba las caderas en un envión que se acompasaba al subir y bajar del cuerpo de la chica.
Encontrada una cadencia, se mantuvieron por unos momentos en ese acople que satisfacía a las dos hasta que Magdalena, sin indicación verbal alguna, fue haciéndola rotar sobre el eje del príapo hasta quedar de espaldas a ella. Alzando las piernas encogidas, propició que Camila se tomara de sus rodillas para darse envión en tanto ella la ayudaba a impulsarse asiéndola por las caderas. El nuevo ángulo satisfizo tanto a la muchacha que, entre complacidos ayes gozosos, le hizo saber de su placer.
Las manos de Magdalena no se contentaron con darle impulso, sino que se dedicaron a recorrer la superficie conmovida de las nalgas y acariciar su sexo, allá, donde el consolador se hundía en la vagina, haciendo que lentamente el pulgar fuera introduciéndose junto al tronco hasta que todo él estuvo dentro en móvil suplemento de la verga.
Los jadeos estertorosos de la chiquilina le decía del placer que experimentaba y entonces, complementándose con el pulgar en deliciosa tenaza, el índice fue introduciéndose suave pero inexorablemente en el ano, que la posición inclinada favorecía en su dilatación. Proclamando estentórea su goce con repetidas confirmaciones de que así era como deseaba ser sometida, mientras le rogaba que la hiciera llegar nuevamente al orgasmo, Camila meneaba su grupa espasmódicamente y entonces la mujer decidió dar satisfacción a su reclamo con un epílogo digno de aquel acople extraordinario.
Saliendo diestramente de debajo de ella, la acomodó para que, arrodillada, quedara apoyada en sus codos y alzándole la grupa mientras se inclinaba sobre ella, volvió a introducir la verga en la vagina y sus manos se dedicaron a sobar y estrujar los senos bamboleantes. Los espejos reflejaban multiplicada la imagen casi mitológica de las dos hermosas mujeres en la que Magdalena ocupaba el lugar de un licencioso fauno poseyendo a una núbil doncella.
Las exclamaciones de goce y los gemidos desaforados que el placer colocaba en sus bocas llenaron el cuarto, hasta que Magdalena sacó la verga chorreante de jugos vaginales para apoyarla sobre el hoyo del ano y empujar sin contemplaciones, convirtiendo los quejidos en un estridente grito de dolor.
A Camila la había complacido intensamente la introducción del dedo en el recto pero no imaginaba que su amante quisiera sodomizarla de una forma tan violenta; cuando el pulido glande dilató hasta lo imposible sus esfínteres y el tronco anfractuoso lastimó la tersura de la tripa, lloró y suplicó a su amante para que no la sometiera a tan martirizante humillación pero, mágicamente, cuando desoyendo sus súplicas aquella lo introdujo hasta que la copilla se estrelló ruidosamente con las nalgas mojadas, un nuevo placer que partía desde el mismo ano, subió a lo largo de la columna vertebral, se alojó en la nuca para estallar en su mente y desde allí se esparció para ocupar hasta el mínimo recoveco de su cuerpo.
El llanto y los balbuceados gemidos se transformaron en la gozosa proclamación de su contento y dándose ella misma impulso en los brazos doblados, colaboró en el vaivén necesario para que la verga prodigiosa se moviera en su interior proporcionándole el más alto goce que hubiera experimentado jamás.
Con los ojos cerrados y la boca entreabierta por la que se derramaban bendiciones a su amante mezcladas con hilos de una fina baba que chorreaba de su mentón, se apoyó en el hombro izquierdo para liberar su mano derecha que se ocupó de estrujar los colgante senos y con el ondular de su cuerpo, cuando Magdalena incrementó la velocidad de la sodomía, clavó reciamente las uñas en un pezón hasta que el voluptuoso sufrimiento se equiparó al que le proporcionaba la verga.
Al conjuro de sus tan entusiastas exclamaciones, la mujer sacó el falo del ano para volver a introducirlo en la vagina e iniciar de ese modo una alternancia entre ambos agujeros que terminó por enloquecer a la chiquilina que envió su mano a estimular rudamente al clítoris, sintiendo que semejante cópula la elevaba al cenit del placer y que en su pecho y bajo vientre la satisfacción se manifestaba en mínimas explosiones que provocaban convulsivas contracciones en sus entrañas deseando expulsar el alivio del orgasmo.
Comprobando que la hermosa niña se sacudía como si extrañas descargas eléctricas la recorrieran y de su boca ya no partían sino roncos estertores, Magdalena continuó con el acople animal hasta que la chica se envaró por unos momentos en los que la líquida manifestación del alivio escurrió del sexo casi infantil entre chasquidos que provocaban los últimos remezones del tronco y, sintiendo ella misma el advenimiento de su orgasmo, se derrumbó sobre el cuerpo menudo con las últimas y espasmódicas convulsiones de la pelvis en una ya innecesaria penetración.