Cuanto más viejo se hacía con mayor frecuencia acudía a su memoria el hermoso cuerpo desnudo de la niña y los tres primeros encuentros que tuvo con ella. Suponía que añoraba su infancia. Hubiera deseado volver a ella. Sin preocupaciones, sin problemas. La única época de su vida en que fue verdaderamente feliz. Aún no había llegado el primer desengaño, un desengaño que le pareció entonces una catástrofe. El momento de saber que el mundo no giraba a su alrededor.
Los tres recuerdos se enlazaban casi seguidos. Lo que al niño le había parecido una eternidad le parecían ahora al anciano como ocurridos el mismo día y no en un periodo de tiempo de siete años.
El primer recuerdo databa de setenta años atrás, cuando él tenía nueve. Veraneaban en un pueblecito de la costa en la casa de unos amigos de su madre. Era domingo, lo recordaba porque estaba desnudo sobre la cama, lo que sólo ocurría los días festivos después del baño en la gran tina galvanizada. La casa había quedado en silencio cuando los mayores marcharon a la playa.
Deseaba ir con ellos, pero el silencio y el sueño lo vencieron.
Lo despertó la niña que, tan desnuda como él y sin hacer ningún comentario subió a la cama y se pegó a su cuerpo como una lapa. Era muy hermosa, pequeñita, con un cuerpo muy bien formado, tibio y sedoso, que lo miró muy seria, como si esperara algún comentario o iniciativa por su parte, pero él se limitó a mirar al techo.
Ante la proximidad del cuerpo femenino no pudo evitar una erección tan rígida que casi le produjo dolor. No quería ruborizarse delante de ella. Se encontraba boca arriba con la cabeza de la niña en la almohada al lado de la suya, observando de reojo como ella miraba fijamente su erección para luego mirarlo a él esperando seguramente alguna reacción por su parte. Ni siquiera se preguntó porqué no había ido a la playa con los padres.
Cuando sintió el muslo de la niña pasar sobre el suyo, giró la cabeza hacia la ventana, como si las acciones de la chiquilla no fueran con él. Sintió de repente el calor húmedo que inundaba su rigidez. Era una deliciosa sensación pero siguió sin moverse y sin apartar la vista de la ventana. Recordaba su respiración suave y tranquila y, cuando giró su cabeza hacia ella, observó que lo miraba fijamente, como si de nuevo esperara que él hiciera o dijese algo. Volvió a mirar hacia la ventana, disimulando el placer que le producía.
Continuó en la misma posición, sin moverse, sin mirarla y sin hablar durante largo tiempo. Notó la presión de su pubis contra el suyo. Estaban tan unidos como un sello al sobre. Tampoco hizo nada por apartarse y así, apretándose ella contra él cada vez más, permanecieron largo rato sin moverse.
De repente, desde los talones, subiendo por sus pantorrillas y sus muslos, notó lo que le pareció una dulcísima corriente nerviosa que acabó explotando en su rigidez con un placer nunca conocido hasta entonces. No supo hasta mucho más tarde que había experimentado su primer orgasmo.
Si la niña se dio cuenta no hizo comentario alguno, pero apretó de nuevo las nalgas con fuerza contra él. Al mirarla vio que se mordía suavemente los labios, cerraba los ojos y entreabría los labios respirando afanosamente. Sintió sobre su carne varias contracciones sin saber explicarse a que eran debidas. Cuando finalizó, se apartó del cuerpo que le había producido un goce tan intenso, sintiendo una ligera repugnancia hacia la chiquilla.
Poco después ella insistió de nuevo, aproximando al suyo su cuerpo suave y cálido. Tampoco esta vez se lo impidió. En pocos segundos estuvo de nuevo en plena firmeza, inmóviles, al cabo de un tiempo comenzó de nuevo a sentir el mismo placer palpitante y poco después notó las contracciones femeninas y su respiración sofocada.
Debió pasar mucho tiempo y hubieran continuado “sine día” de no sentir a los mayores regresar de la playa. Como una centella la niña regresó a su habitación. De esa primera vez, nada más recordaba el anciano. Con el tiempo olvidó el incidente. Se borró de su memoria hasta que, un año más tarde, sin que supiera la causa, lo recordó nítidamente como si acabara de ocurrir.
Se acabaron las vacaciones y no volvió a verla hasta tres años más tarde. Tres años durante los cuales a él lo enviaron con sus abuelos paternos a la capital para estudiar bachillerato pasando con ellos las vacaciones. Durante esos tres años alguna vez recordaba lo ocurrido, pero muy esporádicamente. No se sentía culpable de nada. Él no había hecho nada para sentirse responsable.
Pero tampoco ahora, ya vetusto y decrépito, viudo y solo desde hacia años, no sentía culpa alguna por lo ocurrido. Se daba cuenta de que, pese a las muchas mujeres que había poseído durante su vida, era la niña la única que ahora acudía a su memoria.
Durante las vacaciones del tercer año volvieron a encontrarse. Tenía ella diez años y había crecido, pero seguía siendo una niña bajita, muy atractiva, de cuerpo rotundo, delgado y flexible. Era muy amiga de Nieves, una vecina labradora a quien le presentó pocos días después de llegar él.
Fue Nieves su primer amor. Se enamoró de ella, o eso creyó, hasta que comenzó el nuevo curso.
Cierto domingo, acompañó a los dos hermanos de Nieves a bañarse al río. Dado que el paraje era muy solitario se bañaron desnudos y aunque los dos hermanos eran mayores que él varios años, se quedaron pasmados cuando, tumbados al sol, tuvo una erección como en muchas otras ocasiones tenía.
Les faltó tiempo a los hermanos para comentar en su casa el tamaño de sus atributos y, naturalmente, Nieves vino en conocimiento de ello.
Tenía Nieves por entonces dieciséis años y era una garrida moza con un temperamento volcánico que pronto le permitió examinar manualmente su húmeda intimidad. Los toqueteos que Nieves le permitía se limitaban a eso, a dejarse acariciar, y piensa ahora el anciano que tanto chorreo de humedad por parte de la muchacha era motivado por tanta y tan seguida caricia como él le prodigaba.
Sin embargo, aunque él deseaba beneficiársela y ella estaba más que dispuesta a que así ocurriera ya que no existía posibilidad de embarazo, nunca encontraba ella el momento apropiado para consumar sus deseos. Naturalmente, el adolescente llegó a padecer casi un doloroso priapismo durante muchos días.
Es lógico suponer que, a través de Nieves, la niña también vino en conocimiento del tamaño de sus atributos o de otro modo no se explica que cierta tarde, se las ingeniara para quedarse a solas con él en el sótano de su casa. No recuerda el anciano como llegaron los dos al sótano, o, por lo menos, no recuerda como llegó él hasta allí. Fuera como fuese, lo cierto es que la encontró sentada en el suelo mirando hacia un ventanuco bajo el nivel de la calle de tierra. Se sentó a su lado y aunque tampoco recuerda cual fue en principio la conversación, si recuerda que le propuso repetir lo que había ocurrido tres años antes.
Ella negó que hubiera ocurrido nada y persistió en su negativa tantas cuantas veces él pidió repetirlo. Con la faldilla a medio muslo, rotundo, suave y excitante posó él la mano con la intención de acariciarla como acariciaba a Nieves. Ella se lo impidió cuando estaba a punto de lograrlo, amenazándolo con decírselo a la madre, pero él ya estaba demasiado excitado para detenerse.
De pronto ella le llamó guarro y él, sin comprender el insulto, siguió su mirada fija en su entrepierna. Sin darse cuenta, su congestión había salido del pantalón. No supo como había podido ocurrir, pero allí estaba alzado como una sierpe de restallante cabeza carmesí. Él no lo había hecho a propósito, pero había ocurrido y en el primer momento se sorprendió más que ella, pero al mirarla se dio cuenta que no apartaba la vista de la excitación, ni se mostraba azorada o confusa. Casi sin darse cuenta puso un brazo sobre su hombro y de inmediato la niña, amenazando con decírselo a su madre, se inclinó hacia atrás acostándose sobre el suelo de madera mientras la mano del niño subía despacio hasta su feminidad.
Fue entonces cuando se dio cuenta que, igual que Nieves, tampoco ella llevaba prenda alguna bajo la faldilla. Recordaba la sorpresa que le produjeron los rizos púbicos de Nieves la primera vez que su mano llegó hasta su intimidad. Ignoraba incluso que en tal sitio pudiera crecer el pelo, quizá porque suponía que todo el mundo era imberbe en tal sitio. Esta vez no hubo sorpresa porque la niña era tan imberbe como él.
Hizo ella un último intento de apartarle la mano cuando la acarició, pero fue un intento falso y sin convicción, pese a seguir amenazándolo con decírselo a su mamá si no la dejaba tranquila.
Sintió en sus dedos la calida y húmeda suavidad de la carne íntima y, ante la caricia, los muslos infantiles fueron separándose poco a poco en medio de grandes protestas proferidas en susurros.
Algo le dijo que estaba dispuesta a dejarle hacer lo que él quisiera. Se bajó los pantalones tan rápidamente que al subirse encima sintió el primer ramalazo de placer al notar contra su piel la suave caricia de la tibia carne femenina. Pese a todo, ella continuaba con sus protestas y amenazas, pero dejándose hacer sin cambiar de postura. Dejó de protestar al sentir presionando contra su feminidad la dureza que intentaba penetrarla sin conseguirlo.
A sus doce años todo lo que el niño sabía del sexo era pura teoría sin práctica alguna. Presionaba sin obtener resultados. Fue ella quien, seguramente cansada de sus vanos intentos, lo dirigió correctamente y permitió la penetración. La oyó murmurar con los ojos cerrados:
-- Me haces daño.
Se detuvo esperando alguna indicación por parte de la niña, pero no la hubo y permanecieron quietos y en silencio hasta que él sujetó su carita entre las manos para besarla en la boca. También ésta vez se llevó una sorpresa, quizá porque nunca había besado a Nieves. Ella separó los labios y la lengua femenina, de un sabor dulce de caramelo, acarició los suyos.
Abrió la boca dejando que ella le introdujera la lengua hasta el paladar y fue en ese momento mientras él le chupaba la lengua cuando se hundió totalmente. De nuevo murmuró la niña con la cara crispada:
-- No empujes, me haces daño – y él se detuvo con un placer tan intenso que le fue imposible contenerse.
Palpitó desaforadamente dentro de la niña. Se estremecía con tal potencia e intensidad que el placer estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Acababa de tener el segundo orgasmo de su vida, mucho más intenso y placentero que el primero.
Sólo notó las contracciones femeninas acabado su clímax. Ya sabía entonces el motivo de esas contracciones vaginales…estaba sintiendo lo mismo que él. Se irguió levemente para mirarla. Su pequeña naricilla respingona tenía dilatadas las aletas nasales, los labios entreabiertos respirando sofocada y por momentos más apresurada.
Seguramente fue Nieves la culpable de que el niño siguiera casi con la misma firmeza inicial, o quizá fue su deseo de disfrutar el mayor tiempo posible del placer que le proporcionaba la niña.
Permaneció inmóvil hasta que la respiración de la chiquilla se normalizó y abrió los ojos. Se miraron en silencio durante un tiempo que le pareció el más delicioso de su vida. Conforme alcanzaba su máxima rigidez nuevamente, comenzó un lento vaivén sin apartar los ojos de los suyos, pero la niña los cerró levantando las nalgas acompasándose a su ritmo.
Recordaba el anciano que aquella tarde habían disfrutado tres veces antes de desfallecer definitivamente y así, en el tercer orgasmo llegaron juntos al más desaforado clímax experimentado hasta entonces. Cuando por fin se separaron, volvió a notar el niño la ligera repugnancia hacia ella de la primera vez.
Pese a todo, le propuso repetirlo todas las tardes creyendo que aceptaría de buen grado. No se esperaba la respuesta que la niña le dio al exclamar:
-- ¡Nunca más volverás a violarme!
Y corrió escaleras arriba muy enfadada mientras él la miraba estupefacto.
Estando enamorado de Nieves, según creía, deseando experimentar con ella lo que con la niña había experimentado en la seguridad de que aún sería más agradable, no se preocupó poco ni mucho del enfado infantil y se olvidó de la niña por completo. Sin embargo, no fue hasta casi el final de las vacaciones cuando pudo conseguir a Nieves, o por mejor decir, cuando Nieves, ante la proximidad de la marcha del adolescente, se las ingenió para dejarse poseer.
El resultado de aquella posesión fue un desastre tan frustrante para el niño que, al comparar en su mente a una mujer con otra, la ventaja de la más joven sobre la mayor fue abismal. Ni siquiera deseaba el anciano traer a la memoria la repugnancia que le produjo Nieves después del acto, ni siquiera pudo repetirlo por segunda vez.
Habían de pasar otros cuatro años antes de que volviera a ver a la chiquilla, convertida ya en una adolescente de 14 añosa. Durante esos cuatro años recordó en múltiples ocasiones lo mucho que ella le había hecho disfrutar, lo agradable que era su bien formado cuerpo y en más de una ocasión se encontró rememorando de forma muy cruda la tarde pasada con ella en el sótano, lo que le provocaba una sesión de onanismo inevitable.
Como si el Destino se hubiera propuesto reunir a aquellos dos seres en circunstancias propicias para su unión carnal, en el verano de sus dieciséis años, cuando el muchacho, convertido ya en un atractivo joven alto y fornido, se encontró de repente con la niña, ésta se había convertido a su vez en una pequeña escultura de carne.
Lo primero que recordó el muchacho fue la sesión amorosa del sótano y la mirada que le dirigió lo demostraba bien a las claras. Ella, por el contrario, si bien se alegró de verlo e hizo algún comentario sobre lo mucho que había crecido, se mostró tan indiferente y tan lejana a lo que él pensaba como si jamás se hubiera entregado a él.
Casi de inmediato se enteró durante aquella primera conversación que tenía novio desde hacía ya más de seis meses. Lo dijo con énfasis y él no supo comprender que, por aquel resquicio de la memoria femenina, se escapaba con vehemencia el doble significado de la información y respondió mintiendo que también él tenía novia. Pero a partir de entonces, y sin motivo aparente, el estado de guerra se declaró entre los dos.
Fue una guerra incruenta a base de comentarios agresivos, insolentes e incluso insultantes para ambos que, las más de las veces, les obligaba a separase casi odiándose a muerte. En este estado de guerra alcanzaron la mitad del verano.
Pero el Destino tenía marcado su rumbo. Ninguno de los dos podía imaginar que tenían que unirse por tercera vez.
Dada la extensión de este corto relato, sería harto difícil explicar las circunstancias que reunieron en solitario en la misma casa a los dos muchachos, baste saber que el joven llegó una noche a su habitación pasado de copas y se tumbó desnudo sobre la cama quedándose dormido al instante. Ni siquiera la descomunal y ruidosa tormenta eléctrica que se desató poco tiempo después fue capaz de despertarlo y sólo lo hizo, con una tremebunda resaca, cuando la tormenta dio paso a una luminosa madrugada de Julio y el sol le dio de lleno en los ojos a través de la ventana al tiempo que el carillón del Ayuntamiento desgranaba siete campanadas.
Entornó los ojos, todavía somnoliento. Le rigidez le llegaba al ombligo debido a las ganas de orinar. Fue una sorpresa comprobar que la cama gemela, siempre vacía, estaba ahora ocupada. Entre las pestañas pudo observar que, en dicha cama frente a la suya separada por la mesilla de noche, la muchacha miraba su tremenda erección sin pestañear.
Siguió observándola disimuladamente acariciándose suavemente, como si la caricia se la prodigara dormido.
El movimiento de la sábana a la altura de la entrepierna femenina le indicó lo que la muchacha manipulaba. No esperó más. Como una exhalación saltó de la cama colocándose encima de ella. Era tan pequeña que sus pies escasamente le llegaban a media pantorrilla. Su dureza presionó con fuerza sobre la entrepierna femenina.
-- Vamos, preciosa, repitamos lo de aquella tarde en el sótano.
-- No hubo ninguna tarde y si no me dejas gritaré y vendrán los vecinos.
-- Pero si están todos de vacaciones. Anda, déjame hacértelo, verás cuanto te va a gustar.
-- Si no me dejas gritaré – comentó, sujetando la sábana bajo la barbilla.
Acercó la boca a su oído para repetirle que se la metería poco a poco, que no le dejaría nada dentro, que le comería el conejito hasta hacerla bramar de placer y le chuparía los pechitos mientras la penetraba muy despacio. Intentaba excitarla más de lo que ya se había calentado ella. Pero insistía tozuda en que gritaría, sujetando la sábana con fuerza contra la barbilla.
No intentó quitárselo de encima, y él volvió a susurrarle al oído:
-- Si no quisieras no estarías en mi habitación. Anda déjame metértela, verás que gusto te da.
-- Te he dicho que gritaré. Mira que grito y además, estoy en tu habitación porque anoche tuve miedo de los truenos. Me asustan mucho.
Mientras la oía hablar, fue él estirando la sábana de la parte inferior hacia arriba sin que ella le prestara atención, pero sujetando con fuerza la parte superior. Sólo cuando la sábana quedó arrugada entre los dos cuerpos se dio cuenta que estaba tan desnuda como él.
Cuando presionó sobre los rizos de su pubis, pataleó repetidamente e intentó apartarlo sin mucha convicción. El pataleo sólo sirvió para que su muslos se separaran y el pudiera meter entre ellos su gran leño presionando sobre el sexo femenino. Tapó su boca con la suya para impedirle protestar. Si hubiera querido escapar hubiera podido hacerlo dándole un empujón, pues tenía la suficiente fuerza para hacerlo.
Esta vez, pese a la enormidad del tronco, éste se abrió camino hasta quedar aprisionado por entero. Chupó con deleite uno de los rosados pezones de su bien formado y duro seno y ante la caricia elevó las caderas para que el rígido miembro se hundiera poco a poco en su sexo no sin dificultad.
A pesar de ser una muchacha tan pequeña, se lo calzó entero, enterrándolo hasta la raíz mordiéndose los labios, recordándole con respiración entrecortada por el esfuerzo que si la dejaba embarazada ella diría la verdad, que había sido él quien la había violentado.
Despacio, besando sus pechos soberanos sin dejar de mirarla, le prometió por segunda vez que se retiraría a tiempo, que no se preocupara más y que disfrutara porque deseaba verla gozar. Sólo entonces se entregó por completo con un ansia frenética, mordiéndolo en el cuello cuando se arqueó en un descomunal orgasmo.
Las tremendas ganas de orinar del muchacho le impidieron eyacular, pero se deslizó hacia abajo besándola entre los muslos. Los dedos femeninos se engarfiaron en su cabello presionándolo contra su sexo al tiempo que los separaba como un libro abierto para que él pudiera acariciarla a placer, cosa que hizo hasta que no pudo soportar la micción.
-- Tengo que orinar, no aguanto más. Ahora vuelvo – comento separándose y corriendo hacia el cuarto de baño.
Tardó más de cinco minutos en poder orinar debido a la fuerte erección. Para cuando regresó a la habitación ella estaba completamente desnuda en la misma posición, pero dormida y se admiró de la belleza y perfección de su cuerpo de ánfora romana. Sólo despertó cuando su boca comenzó de nuevo a acariciarla entre los muslos. La mano femenina tiró de sus cabellos hacia arriba y supo que deseba ser penetrada de nuevo.
Lo que siguió fueron varias horas de amor frenético. Un frenesí amoroso que duró todas las noches de una semana al final de la cual volvieron a separarse y ésta vez por muchos más años de lo que ellos imaginaban.
A ella la obligaron a casarse con un acaudalado chileno marchándose a Chile. No fue una boda, fue una venta descarada de la muchacha donde sólo intervinieron los intereses económicos de la familia. Cuando se enteró sintió un impulso homicida. Habría asesinado al padre y al maldito chileno sin pensarlo dos veces.
El siguió soltero porque nunca pudo encontrar a ninguna que pudiera borrarla de su memoria.
Tras veinticinco años de ausencia regresó viuda y, al contrario que él, en muy mala situación económica. Tenía entonces treinta y nueve años y él cuarenta y uno.
No volvieron a separase hasta que la muerte se la llevó a la edad de sesenta y nueve años. Vivía ahora el anciano de su recuerdo, sobre todo de los recuerdos de su infancia, pese a que durante los treinta últimos años se habían amado casi todas las noches, pues el deseo que sentían el uno por el otro nunca se vio saciado.
Sin embargo, eran aquellos primeros recuerdos de la infancia lo que más lo excitaban y los culpables de su onanismo actual. Fue la única mujer que amó en su vida. El anciano sabía ahora que también él había sido el único hombre al que había amado su hermana.
Autor y nick = Aretino.