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Introducción
Mentiría si dijera que es fiel reflejo de la realidad. También mentiría si afirmara que es pura fantasía. Posiblemente sea un trozo de realidad matizado por el peso del tiempo sobre los recuerdos y adornado por una febril imaginación.
Es mi primer relato. Tal vez sea el último, no lo sé. No soy un escritor, sólo intente plasmar en letras un sentimiento, un conjunto de sensaciones arrastrado por los años.
Dudé mucho acerca de la categoría del relato. “No consentido” no era, pues todo lo que sucedió fue aceptado y consentido. “¿Dominación? ¿BDSM?” Esta historia tiene de ambas. “¿Grandes relatos?” (Grande por la extensión no por la calidad), no lo sé. Al comenzar una historia uno no sabe cuán larga o grande va a ser. Al final, dejémoslo en “Dominación” que parece el más apropiado.
Aquí debo seguir las palabras que utilizara “Amo Barcelona” en la introducción del primer capítulo de su relato “Historia de una esclavitud”, ya que las mismas desarrollan perfectamente mi forma de pensar y de sentir frente a estas situaciones.
“Antes que nada debo aclarar que la esclavitud, como tal, siempre me ha parecido un concepto repugnante. Estoy absolutamente convencido de que nadie tiene derecho a imponer su voluntad y hacer de la vida de otra persona su forma de supervivencia. También me repugna la violencia y no obstante ciertas prácticas de dominación la contemplan. ¿Existe una esclavitud consentida? Quizás. Cuando ejercemos nuestro poder contra la voluntad de alguien es cuando el acto se convierte en algo reprobable y repugnante pero cuando ejercemos nuestra voluntad con total consentimiento de nuestro ‘contrincante’ es entonces cuando la esclavitud o la violencia deben ser medidas con otro rasero. Un rasero que sigue siendo moral y cultural, aunque puede permitir el uso de ciertas prácticas. Así, de esta manera, nuestro cerebro (nuestra moral, nuestra educación) acepta unas prácticas que en ninguna otra circunstancia permitiríamos. Es como cuando estamos haciendo el amor con nuestra pareja y nos grita ‘pégame’ o ‘átame’. Es, en ese momento, cuando el sentido de la bofetada o tener a alguien atado pasan a tener un sentido totalmente diferente. Es entonces cuando nuestra mente acepta esas transgresiones.”
Este autor agrega, en el mismo relato, como cierre de su capítulo final que “lo que también deberíamos recordar es que cada persona es diferente y que todas las decisiones son respetables siempre que estén escogidas desde la absoluta libertad”.
A todo este conjunto de tan apropiadas palabras, sólo me resta agregar que -desde mi propio punto de vista y en función de mis propios valores- aún en esas situaciones excepcionales, donde el sometimiento voluntario lleva a la realización de estas prácticas que si no existiera consenso serían totalmente reprobables, existe un límite absoluto el cuál, ni aún con acuerdo del sometido, se puede traspasar. Ese límite, para mí, se coloca en el daño permanente y en el aprovechamiento abusivo del estado de necesidad.
El comienzo
Era una tarde de primavera, finales de octubre, cuando yo iba caminando rápidamente por una de las avenidas que cortan el centro de Buenos Aires y terminan sobre su barrio más moderno, Puerto Madero.
Iba en busca de esa confitería donde Jorge y yo habíamos quedado en encontrarnos sobre las seis de la tarde. Jorge, mi amigo de muchos años, contador de profesión, se había comunicado telefónicamente conmigo la tarde anterior y habíamos convenido este encuentro. La voz de Jorge había sonado preocupada, su pedido era como un ruego, el tono era de urgencia, la llamada fue un domingo, estaban dadas todas las características necesarias para que yo accediera de inmediato a su pedido y por ello me encontraba yendo rápidamente hacia el lugar de encuentro.
En la esquina estaba el local hacia donde me dirigía, era un negocio de buen nivel, yo acostumbraba encontrarme allí con mis clientes cuando no me reunía en mi oficina, por ello ya era conocido de los camareros que sabían que necesitaba un lugar de cierta privacidad para mis conversaciones.
Cuando entré al lugar, rápidamente ubiqué a Manuel, el camarero de mi confianza, lo saludé y me indicó que una persona me estaba esperando, señalando con su brazo extendido hacia el lugar donde se hallaba.
Me dirigí hacia la mesa que se encontraba sobre uno de los ángulos del negocio, entre mesas vacías y sin compañías que pudiesen comprometer la conversación.
Me acerqué a Jorge que al verme se levantó, se acercó a mí e intercambiamos unos besos sobre la mejilla junto con un abrazo que reflejaba el tiempo que no nos veíamos, así como la intensidad de nuestra amistad y nuestro cariño.
- ¿Cómo estás Jorge?, la verdad es que me preocupó mucho tu llamada de ayer, te sentí como muy afectado por algún problema…
- Sí, me contestó, gracias por venir tan rápido. Necesito que hablemos…
Nos sentamos cada uno a un lado de la mesa, Manuel se acercó, tomó nuestro pedido y se dirigió a la barra para gestionarlo.
- Necesito que me ayudes, me dijo Jorge. La compañía está mal y el problema lo tenemos con los juicios, estamos perdiendo todos y creo que nos están estafando…
Ya sabía que Jorge era el síndico de una compañía de seguros que se debatía entre la vida y la muerte, asediada por el resultado negativo de una enorme cantidad de juicios en su contra, radicados en todo el país, especialmente como resultado de accidentes de vehículos.
- Necesitamos un abogado de toda confianza, me dijo Jorge, muy bien preparado que revise y controle esos procesos, me parece que el estudio jurídico que tenemos contratado nos está cagando, te necesitamos…
- Para hacer bien ese trabajo se necesita dedicarle mucho tiempo y sabés que no lo tengo. No creo que pueda asumir esa responsabilidad…
- Carlos, necesito que me ayudes, es un favor personal, si no me voy a hundir con la empresa, por favor…
- Lo entiendo, Jorge, pero la verdad es que no veo como me podría hacer el tiempo necesario para poder realizar el trabajo. Son miles de juicios distribuidos por todo el país.
- Ya lo hablé con el directorio, todos están de acuerdo con que vos seas la persona elegida. El dinero no es problema, traé ayudantes. No sé, fíjate… pero necesito que te hagas cargo de este tema.
La realidad es que lejos estaba de querer alterar mi vida asumiendo esta tarea, pero el tono del ruego de mi amigo, su mirada, habían transformado su pedido en una súplica y hay momentos donde la amistad se impone a la comodidad y te obliga a extender tu mano abierta.
- De acuerdo, pero voy a necesitar dos colegas que me ayuden y la empresa va a tener que facilitar el apoyo de un empleado para que haga de enlace y de soporte administrativo. También necesito que ayude el actual encargado de juicios. No va ser barato…
- Gracias… Jorge extendió sus brazos sobre la mesa y tomó mis manos entre las suyas, levantando la cabeza y dirigiéndome una mirada de eterno agradecimiento que conmovió la intimidad de mi ser.
Manuel se acercaba con las tazas de humeante café y las medias lunas, colocó todo sobre la mesa y se alejó.
- ¿Cuándo empezamos?, pregunté.
- Ayer, fue la respuesta esperada.
- Bien, dame un par de días para seleccionar a los colegas que me van a acompañar y entretanto elegí al administrativo y hablá con el encargado de los juicios.
- No… Cuando vengas te pongo en contacto con el encargado para que te informe y con la jefa de personal para que te ayude a elegir el empleado. También te vamos a poner una secretaria para que colabore, aunque ésta la vas a tener que compartir con la oficina de personal. Tu despacho va a estar al lado de ellos.
- De acuerdo -dije- nos vemos el jueves. ¿A qué hora voy?
- A las trece, ¿te parece bien?
- Perfecto.
Un apretón de manos selló este acuerdo que parecía que era simplemente un convenio profesional donde iba a ayudar a un amigo. Lejos de ello, esta conversación fue el inicio de un proceso que estaba destinado a impactar profundamente en el futuro.
La empresa
El reloj apenas pasaba de la una de la tarde cuando yo trasponía la gran puerta de acceso a la tradicional compañía de seguros ubicada sobre la avenida Corrientes. Para esto ya había elegido a mis ayudantes, una pareja de jóvenes abogados -él de unos 30 años, ella de unos 28- con poco más de un año de experiencia, pero con muchas ganas de dedicarse a la tarea y con un gran olfato - especialmente la chica- para detectar situaciones extrañas.
Me dirigí a los ascensores, tomé uno y fui hacia el segundo piso, donde se encontraba el despacho de Jorge. Me presenté a su secretaria, aguardé unos instantes y la puerta de la oficina se abrió y él me invitó a pasar.
- ¿Todo bien?, inquirió.
- Todo perfecto, ya elegí a mis ayudantes, vamos a empezar el lunes, sólo queda contactar a la gente de la empresa.
- ¿Los hago venir? preguntó.
- No. Vayamos nosotros, así de paso voy conociendo los pasillos de esta compañía. Una empresa como una ciudad solamente se la llega a conocer después de haber transitado por sus calles, fue mi respuesta.
- ¿Querés un café antes de ir?
- Acabo de tomar uno con un cliente, prefiero terminar con esto, y el café lo tomamos después mientras conversamos.
- De acuerdo.
Nos levantamos y, saliendo de la oficina, nos dirigimos nuevamente al ascensor. Cuando llegamos al octavo piso, Jorge me indicó que ese era nuestro destino, así que salimos y encaramos hacia el fondo del pasillo.
Hacia el final se veía una mujer de unos sesenta años trabajando sobre un escritorio, especialmente atendiendo llamadas telefónicas y transfiriéndolas hacia sus destinatarios.
- Ella es Rosa, me indicó Jorge, va a ser tu secretaria, como te dije la vas a compartir con personal… Rosa este es Carlos nuestro nuevo auditor jurídico.
- Que tal Rosa, es un gusto conocerla.
- El gusto es mío, espero poder estar a la altura de lo que usted espera de mí.
- Seguro que sí Rosa, vamos a trabajar juntos muy bien y desde ya descarto que su colaboración va a ser muy importante.
- Gracias, doctor, estoy a su disposición.
Nos dirigimos hacia la puerta de una oficina que estaba ubicada a la derecha del escritorio de Rosa. “Aquella es la oficina de personal”, me dijo Jorge indicando hacia la izquierda del escritorio de mí ¿nuestra? secretaria. Entrando a la oficina, advertí que estaba vacía, cuatro escritorios pulcros esperaban a sus ocupantes, al fondo otra puerta comunicaba con otra oficina más pequeña.
- Aquel va ser tu despacho y acá -indicando hacia los escritorios vacíos- se van a ubicar tus asistentes, el administrativo y el enlace con el estudio.
- Perfecto. Llamá al encargado de juicios, lo vamos a entrevistar ahora.
Jorge tomó el teléfono y discando un número se comunicó con Marcelo, solicitándole que se acercara. Al poco tiempo unos golpes en la puerta me advirtieron que había llegado. Haciéndole una seña a Jorge, me dirigí hacia la puerta, la abrí e invité al empleado a ingresar.
- Soy Carlos, el auditor jurídico de la empresa. Tengo entendido que usted es el enlace con el estudio jurídico y la persona que más conoce acerca de los juicios en la empresa.
- Mi nombre es Marcelo, mantengo el contacto con el estudio y tengo un conocimiento global, pero no demasiado profundo acerca de la cartera judicial de la compañía.
- Marcelo, el lunes empezamos, así que me gustaría que hacia el mediodía me traiga un informe general acerca de esa cartera, del estado procesal, de las sentencias firmes dictadas, así como del estado de pagos de los mismos.
- De acuerdo, se lo tengo listo para el lunes al mediodía y estoy a su disposición para lo que necesite.
- A partir del lunes su lugar de trabajo va a ser uno de los dos escritorios que están cerca de la puerta, así que tome los recaudos necesarios para mudarse.
- De acuerdo, el lunes me encuentra acá.
Luego de estrechar mi mano, Marcelo fue hacia la puerta y salió, dirigiéndose a su oficina.
- ¿Llamo a la jefa de personal?, me preguntó Jorge, luego de haber presenciado en silencio nuestra conversación.
- Ya que vamos a ser vecinos, prefiero que vayamos nosotros, le respondí.
- Vamos, me dijo.
Salimos de la oficina, cruzamos frente al escritorio de Rosa y encaramos la puerta que se encontraba enfrente de nosotros. Jorge, luego de golpear, la abrió y entramos en la oficina.
Tres escritorios estaban dentro de ella, todos ocupados. El primero por una mujer de un poco menos de cincuenta años, que no llamaba la atención. En el último se sentaba otra mujer de casi sesenta años, que se notaba que había sido bastante hermosa en su juventud, que levantó la cabeza y nos dirigió una mirada interrogativa que parecía decir ¿qué hacen ustedes acá? En el escritorio del medio se ubicaba una mujer joven, que mediaba la veintena, si bien no era nada extraordinaria, poseía un cierto dejo de belleza que parecía surgir de su interior más profundo. Al levantar la vista, observé unos hermosos ojos de color marrón grisáceo que emitían una de las miradas más profundamente tristes que recordara que me hubieran dirigido alguna vez. Rápidamente bajó la cabeza y continuó con su trabajo.
- Carlos, ella es Jorgelina, nuestra Jefa de Personal, me dijo Jorge dirigiéndose a la mujer que se encontraba en el escritorio del fondo.
- Mucho gusto, le dije, abandonando con mi mirada a la joven de ojos tristes y observando a la destinataria de nuestra conversación.
- El gusto es mío, dijo ella.
- Jorgelina, Carlos es nuestro nuevo auditor jurídico. Me comprometí a facilitarle un administrativo de apoyo que va a trabajar con él y sus ayudantes junto a Marcelo, el encargado de juicios. Él va a elegir a su asistente. Por favor, facilitale todos los elementos que necesite para que pueda elegirlo.
- De acuerdo.
Girando la cabeza, observé a la empleada de ojos tristes que nos estaba mirando. Al advertir mi mirada, esbozó una sonrisa, bajó la cabeza y siguió con su tarea.
- En un rato hablamos, le dije a Jorgelina, volviendo a mirarla.
- Estoy a su disposición doctor, me contestó.
Salimos de la oficina, nos dirigimos nuevamente a la mía, ingresamos y miré a Jorge.
- La de ojos tristes.
- ¿Qué?, me contestó.
- Que la empleada que quiero es la chica esa de personal que estaba entre Jorgelina y la otra que está cerca la entrada.
- ¿No podés buscar otra? En personal son sólo tres y va a ser difícil poder sacarla. Además no sabe nada de juicios.
- En la compañía, salvo Marcelo, nadie sabe nada de los juicios. Jorge, yo acepté ayudarte, vos tenés que cumplir tu palabra. Me dijiste que yo elegía y ya elegí.
Jorge tomó el teléfono, llamo a Jorgelina y le pidió que se presentase.
- Carlos eligió a Claudia, tu empleada.
- Pero… sólo somos tres, no puedo prescindir de ella…
- Jorgelina, la decisión está tomada, buscá un reemplazo, el que quieras, de adentro o tomamos a alguien nuevo, pero Claudia viene para acá. Traé su legajo, por favor.
- Bien, como usted diga. ¿Le aviso?
- Por favor…
Jorgelina salió de la oficina y pocos instantes después se escucharon suaves golpes sobre la puerta de ingreso. Después de decir que entrara, la puerta se abrió e ingresó por ella la chica de ojos marrón grisáceo y de mirada triste, que me había regalado una sonrisa hacía pocos minutos.
Luego de cruzar la oficina general, ingresó a mi despacho y se paró frente a mi escritorio, al lado de Jorge. En sus manos llevaba una carpeta que dejó sobre mi escritorio, resultó ser su propio legajo personal.
- Jorgelina me dijo que viniese.
- Sí Claudia, comenzó a hablar Jorge, que se interrumpió cuando vio el gesto de mi mano que así se lo indicaba.
- ¿Qué tal Claudia? Sentate, por favor. Suavemente se dirigió a una de la sillas que estaba frente al escritorio y tomó asiento.
- Claudia, necesitamos tu colaboración para realizar la auditoría de juicios, creo que tenés el perfil adecuado y necesario para ello, así que, si no tenés inconvenientes, vamos a trabajar juntos a partir del lunes.
Mi frase era más una orden que una pregunta o una reflexión. El sentido de la misma era inequívoco. Ella había sido la elegida para acompañarme y así debía hacerlo. No había lugar para preguntas ni para preferencias. El camino estaba trazado y ella sólo podía seguirlo.
- No sé si estaré a la altura de la tarea o de lo que usted espera de mí… No sé si soy la persona adecuada para ese trabajo, yo sólo conozco de personal…
- Claudia... el lunes comenzamos, prepará tu mudanza, vas a ocupar uno de los dos escritorios que están cerca de la puerta. Yo voy a llegar al mediodía y me gustaría que ya estés totalmente instalada.
Mientras hablaba le señalaba hacia la oficina general donde se encontraba su futuro lugar de trabajo. Claudia bajó la cabeza, como reflexionando acerca de su situación.
- Nos vemos el lunes cerca del mediodía, le afirmé.
Levantando la cabeza, me miró, me esbozó un intento de sonrisa y me dio la respuesta que esperaba.
- Sí, señor. Como usted diga. Estoy a su disposición. Voy a hacer todo lo posible para que esté satisfecho de mi trabajo. Lo espero el lunes.
- Perfecto, le contesté, así quedamos.
- Si no dispone otra cosa… voy a preparar todo.
- Nos vemos el lunes. Buen fin de semana.
Jorge observaba la charla inmutable y silencioso. Cuando Claudia salió le dije:
- Bien, ya está todo en orden. Espero que tengamos suerte.
- Eso espero yo también. Gracias por ayudarme.
Claudia
Cuando me quedé solo, me dediqué a examinar el legajo personal de Claudia, tenía 26 años -tenemos 8 años de diferencia, ya que yo cuento con 34- y una hija de tan solo 5 años, Paola. Estaba divorciada, su pareja había durado menos de dos años, y vivía con su hija y su madre en el barrio de Floresta, muy cerca -unas 20 cuadras- de donde yo me domiciliaba.
Los días fueron transcurriendo. El equipo comenzó a trabajar el lunes, ya habíamos realizado el mapa judicial y delineado con los colegas el plan de auditoría. Corría la tarde del miércoles cuando llamé a Claudia a mi despacho.
- Cerrá la puerta y sentate, por favor, le dije cuando hubo ingresado al despacho.
- Sí, señor, fue la respuesta que emitió al tiempo que se sentaba del otro lado del escritorio.
- ¿Cómo estás?
- Bien, dijo, mirándome fijamente mientras sus ojos se abrían.
- Me refiero al trabajo, si te estás adaptando al nuevo grupo, cómo andan las cosas…
- Bien, dijo relajándose, nos estamos acostumbrando a trabajar como equipo, la forma de trabajo que hay aquí es muy distinta a la que yo tenía antes en Personal, requiere más interacción, más comunicación, tiene que haber buena sintonía entre la gente. La verdad es que me siento muy cómoda y contenta de que las cosas hayan sucedido como sucedieron…
- Me alegro… Cualquier inquietud, iniciativa o propuesta que tengas, la puerta está abierta… Además, quería pedirte un favor…
- ¿Si?
- Mañana, a eso de las cinco de la tarde, viene un empleado a declarar en un sumario por un problema en las condiciones particulares de una póliza de incendio y necesitaría que me ayudes con esa declaración, escribiéndola en la compu, para luego hacer la impresión…
- No hay problema…
- Lo que pasa es que posiblemente la declaración se extienda y se demore tu horario de salida…
- No hay inconvenientes, mi hija está con mi madre, así que con solo avisarle está todo bien…
- Muchas gracias.
Me levanté y dándole un beso en la mejilla di por terminada la conversación.
No sé si era bella, pero me gustaba mucho… Si bien era muy diligente, simpática y colaboradora, tenía cierto aire de ausencia que le creaba un aura de soledad y, tal vez, de misterio.
Traté de imaginar su vida. ¿Estaría en pareja?, ¿de novia?, o sus días transcurrirían en la rutina de una vida aislada y oscura entre su madre y su hija, olvidando su juventud y sepultando sus anhelos e ilusiones… Lo descubriría, estaba seguro de poder hacerlo.
El plan que mi mente había urdido, parecía funcionar. Le había sugerido a la Jefa de Personal que trasladara el trámite de los sumarios de los empleados del estudio jurídico que hasta ahora los estaba llevando a nuestra oficina. La excusa era el ahorro y esa causa siempre funciona en una empresa en problemas. No habían transcurrido dos días desde esta propuesta y ya había aparecido el primer caso que me permitiría pedirle a Claudia que se quedara después de hora y así intimar con ella.
La declaración avanzaba con lentitud, la palidez del rostro del declarante y su faz empapada de transpiración eran claramente relevantes de la tensión que se palpaba en el momento. Yo dirigía el interrogatorio con decisión y con una estrategia ya diagramada. Cuando consideré que habíamos alcanzado el objetivo, di por cerrado el trámite y le pedí a Claudia que imprimiese la declaración, informando al interrogado que debería leerla íntegramente y después firmarlas en cada hoja. Cuando lo hubo hecho, la firmé yo también y se la entregué a Claudia para que hiciese lo propio.
- ¿Yo también la firmo?
- Sí. Sos la secretaria de instrucción y estás integrada al proceso, así que es necesario que la firmes.
Se le entregó una copia al interrogado, que se retiró con ella en su mano. Terminamos de juntar las pocas cosas que quedaban y pregunté:
- ¿Para dónde vas, Claudia?
- Para Floresta, vivo en Floresta, cerca de Segurola y Gaona.
- ¿Te llevo? Yo vivo en Flores, por Plaza Irlanda, muy cerca de donde me dijiste, así que no me causa ningún inconveniente acercarte.
Después que su mirada se fijó en mis ojos por muy breves instantes, aceptó el ofrecimiento.
- Tengo el auto en el estacionamiento de enfrente, ¿vamos?
Ya circulando por la avenida Córdoba en dirección al Oeste, nuestra conversación se centró en cuestiones de trabajo, especialmente en la declaración que habíamos tomado, lo que la había impactado mucho y a lo cual yo realmente estaba acostumbrado, pero era lógico que alguien sencillo como ella se afectase ante las tribulaciones y angustias que sufría el declarante.
Habíamos dejado atrás Ángel Gallardo y encarábamos el inicio de Gaona, nos acercábamos peligrosamente a nuestro destino y era hora de que encarase lo que había venido a hacer. La amenidad y fluidez de nuestra conversación le daba el marco adecuado a la situación y entonces decidí encararla.
- ¿Te puedo invitar a tomar algo?
- ¿Hoy?
Giró su cara hacia mí, que la observé con el detenimiento que la conducción del vehículo me permitía. La semi sonrisa de sus labios permitía crecer la alegría de una aceptación, pero contrastaba con la tristeza profunda e insondable de sus ojos.
- Si podés sí, si no lo podemos dejar para otro día.
Pareció meditar la propuesta y la respuesta. Tal vez sólo estaba tomando el tiempo necesario para no aparecer como una mina fácil y entregada, tal vez estaba pensando verdaderamente en lo que sucedía.
- Hoy puedo, mamá sabe que voy a llegar tarde, no se va a preocupar y se está encargando de la nena. Vamos.
- ¿Algún lugar que conozcas o que prefieras para ir?
- No tengo preferencias, pero conozco un boliche a unas cuadras de casa que está bastante bien y donde se puede hablar con comodidad y tranquilidad.
Hacia allí fuimos. Yo disfrutaba de esa aceptación y del paso adelante que había dado hacia el lejano objetivo que me había propuesto. Ella parecía un poco más relajada, quizás más cómoda, a lo mejor más tranquila, ya lo averiguaría.
Llegamos a la confitería, le abrí la puerta, ingresamos y el ambiente me sorprendió muy agradablemente. Era un lugar muy tranquilo, con música suave y relajante, con una penumbra que invitaba a la intimidad, la confianza y la confesión, el lugar ideal. ¿Lo había elegido a propósito? ¿Era una casualidad y sólo lo había escogido por su cercanía?
- Donde quieras, le dije señalando hacia el salón en un claro signo para que eligiese el lugar que prefiriese.
- ¿Qué tal allá? Preguntó señalando una mesa ubicada cerca del fondo del local y protegida por unas mamparas que la separaban del salón.
- Perfecto, dije y hacía allá fuimos.
Nos sentamos uno frente a la otra, la camarera se acercó, tomó nuestro pedido -dos jugos frutales- y se alejó. Nos miramos y creo que intuitivamente coincidimos en que era el momento de comenzar a hablar en serio de nosotros mismos.
Me tocaba a mí profundizar la charla. Le hablé de donde vivía, de mi viudez, del accidente ocurrido dos años atrás donde había perdido a mi esposa, de mis hijos -un varón de 15 años y una mujer de 11- que estaban a cargo de sus abuelos maternos, de cómo compartía con ellos los fines de semana y los feriados, de mis padres, de mis anteriores trabajos y ocupaciones, de mi actual soledad, de mi optimismo hacia el futuro… en fin le fui sincero en todos aquellos detalles de mi vida que era necesario confiarle y que había decidido a hacerlo. Tan solo algo quedó oculto en lo más profundo de mi ser, oculto porque era demasiado pronto para descubrirlo, porque el vínculo tenía que madurar mucho para que ese secreto viera la luz, porque era mi objetivo y no formaba parte de los datos de partida.
Ella habló de su pasado, de su padre hace tiempo fallecido, de las desventuras de su pareja, de su ex marido que ahora vivía con otra mujer en Rosario (la segunda ciudad en importancia del país después de Buenos Aires), de su madre anciana pese a lo cual llevaba una gran parte del peso de la familia, de las desventuras y angustias de la supervivencia diaria, de su hija y, sin que pudiera evitarlo, surgió la culpa, su culpa por no poder brindarle a esa pequeña la alegría de vivir que necesitaba, al contrario, parecía ser la niña la que alumbraba la vida de estas mujeres. Su soledad emergió incontrolable cuando me contaba que había vuelto con la nena triste y derrotada a la casa de su vieja, al frustrase su pareja, de su encierro, de su amargura. Más que nada se sumergió en su fracaso, su soledad y su frustración. Sentía que ni ella ni su vida servían para nada, ni como mujer, ni como pareja, ni como madre, ni siquiera como hija. Me contó cómo, pese a estar acompañada, en realidad estaba profundamente sola, sin amigos, sin salidas, sin parejas, sin nada. Ella sola con su propia alma, a los tropiezos por la cuesta de la vida.
Cuando Claudia abrió las entrañas de sus sentimientos y emociones, varias lágrimas cayeron de sus ojos, deslizándose por sus mejillas, aumentando la belleza de su faz, mientras sus manos -sobre la mesa- se apretaban como si una quisiese consolar a la otra. La miré fijamente y con suavidad y dulzura tomé sus manos entre las mías, apretándolas dulcemente como si intentase transferirle fuerza a ese débil cuerpo de mujer que, momento a momento, se estremecía más por sus sollozos. La miré, ella bajó los ojos, soltó sus manos que se dirigieron a cubrir su rostro y comenzó a llorar de una forma que parecía incontrolable.
Me levanté y me senté a su lado, le pasé un brazo sobre los hombros y con el otro atraje su cara hacia mí y la apoyé sobre mi pecho, comenzando a acariciar su cabello castaño, apretando su ser contra mi pecho como si desease cobijarla y protegerla. Del fondo de mi ser, surgió la frase:
- Ya no estás sola.
Fue suficiente para perforar y derrumbar su última defensa, se abrazó a mí y comenzó a llorar descontroladamente. La dejé hacerlo, el tiempo y mis brazos iban a confortarla y contenerla, sólo era necesario dejarla que se expresase, sin palabras y con lágrimas.
Fueron largos minutos donde lo único que se escuchaba eran sus sollozos y quejidos, ninguna palabra surgía de nuestros labios. Lentamente se fue tranquilizando, parecía haber ingresado en un campo de paz, su cuerpo dejó de conmoverse, su llanto se aquietó hasta desaparecer. Permaneció acurrucada contra mi pecho. Luego de unos minutos, sus palabras surgieron de sus labios escondidos dentro del abrazo.
- Perdón. No me pude controlar. Estoy muy avergonzada. Después de tanto tiempo de represión, angustia, aislamiento y soledad cuando noté que alguien se acercaba y me podía escuchar quise abrirme para que sólo saliese una pequeña parte de mis emociones, pero el peso de los recuerdos, mi soledad y mi tristeza me apabullaron y todo surgió solo, sin que quisiera, incontrolable, no lo pude evitar. Sé que debes estar arrepentido de la invitación, pero fue superior a mis fuerzas, no pude…
- Claudia, lo único que pasó fue que donde había tristeza, soledad y abandono apareció una mujer esplendorosa en la belleza de su sinceridad. Sólo fuiste honesta y transparente, debés estar orgullosa de tu valor para enfrentar el pasado y poder descargarlo como yo lo estoy de haber sido el elegido para tus confesiones.
Sus ojos bañados en lágrimas se alzaron hacia los míos mientras una sonrisa sincera y profunda iluminaba su rostro. La tranquilidad y la paz se habían apropiado de su ser. Parecía otra mujer, una que ahora tenía algo más porque luchar, porque enfrentar el futuro, una razón para ser feliz… como mujer… como hembra…
Acerqué mi cara a su rostro, mis labios a los suyos y le estampé un pequeño beso sobre los mismos, un piquito que quería ser el inicio de un camino mucho más profundo. Ella sonrió aún más todavía, colocó mi mano derecha entre sus pechos, sobre su corazón que latía estrepitosamente. Entonces dirigí mi boca sobre la suya, que se entregó sin condiciones ni límites. Su lengua se enredó con la mía y ambas buscaron las profundidades de la garganta del otro en medio de un abrazo profundo y estrecho que debió durar escasos minutos, pero pareció una eternidad.
Separamos nuestras bocas. Nos miramos. Nuevamente mi lengua se introdujo en su boca y comenzamos una lucha sin cuartel entre nuestros labios, nuestras bocas y nuestros cuerpos que se apretaban estrechamente, refregándose uno contra el otro. Mi mano derecha se movió lentamente desde su ubicación en el medio de sus pechos y se dirigió decididamente -por sobre su ropa- a una de sus tetas, apoderándose de esa colina de carne, apretándola entre mis dedos, haciéndola mía, mientras nuestro beso se profundizaba más y más.
Lentamente fui alejando mi cara de la suya, lo que me permitió mirarla íntegramente y apreciar la frescura que emanaba ahora de aquel ser. Si antes me gustaba, ahora estaba deslumbrado por aquella belleza joven que mis labios y mi manos habían comenzado a degustar. Aún había un largo camino para saborear el manjar completo, pero eso estaba ahora mucho más cerca.
- ¿Estás bien?
- Muy bien. Hace mucho tiempo que no estoy tan bien.
Con nuestras miradas y nuestras sonrisas entrecruzadas tomé su mano y la estreché entre las mías en un gesto de compresión, contención y dominación.
- Creo que he vuelto a encontrar, luego de muchos años, algo que alegre mis días, que me de fuerza y optimismo para seguir adelante. Pareciera que las paredes con las que me aislaba del mundo, con las que me encerraba a mi misma, hubiesen caído. Que esa soledad que me oprimía y me angustiaba, hubiese desaparecido… parece que, ahora, tuviese, junto a mi hija, una razón por la que vivir…
La estreché de nuevo entre mis brazos y de sus labios escondidos surgió un “gracias” profundo y emocionado. Jamás, ni en la más febril de mis fantasías, había pensado que podría llegar tan lejos en este primer día. Era un hermoso augurio de la posibilidad que mi deseo fuese realidad en un plazo no demasiado lejano.
Los dos
El sábado siguiente a aquel jueves de ensueño transcurría lánguidamente.
Recordé lentamente todo lo que había pasado en esa noche de sinceramiento e intimidad, mi relato, el de Claudia, su derrumbe, sus lágrimas, nuestros abrazos, nuestros besos, nuestro consuelo, la caminata de esas cuadras que había hasta su casa en silencio, tomados de la mano, disfrutando del momento. El beso de despedida, profundo, apasionado, desesperado, quemante, revelador de una entrega total. Mis manos recorriendo su cuerpo. Esas tetas turgentes, ese culo firme, esos muslos fuertes, todo su ser se entregado a mi caricia. Sus manos revolvieron mis cabellos, acariciaron mi cuello, apretaron mis sienes, discurrieron por mi espalda. En un momento, cada uno tomó las nalgas del otro y apretamos nuestros cuerpos de tal manera y con tanta fuerza que la dureza de mi miembro erecto se estampó contra la oquedad de su entrepierna, revolviéndose entre sus muslos buscando una pasión inalcanzable. Todo estaba dicho, pero nada se había hecho, el camino se abría ante nosotros y, al final, eso tan buscado se levantaba como un destino manifiesto y alcanzable.
El viernes nos encontramos y trabajamos juntos, como si nada hubiese sucedido. Sin embargo, el cambio que había ocurrido en sus facciones no pasó inadvertido. La alegría de aquella mujer era inocultable, pero las causas permanecieron sumidas bajo un manto de oscuridad y silencio. En un momento de soledad convinimos en que la pasaría a buscar el sábado a las cinco de la tarde.
Era ese mismo sábado que estaba transcurriendo ahora con lentitud y dejadez hacia el momento del reencuentro.
A la hora señalada, llegué a su domicilio, estacioné y apreté el timbre de su puerta. Su casa era antigua, sencilla y humilde. El día si bien no estaba caluroso, tampoco estaba frío, era la temperatura adecuada para no agobiar ni tiritar.
No había transcurrido un minuto desde mi llamada cuando la puerta se abrió y surgió la mujer de mis ensueños, con la alegría estampada en una feminidad desbordante. En la vereda frente al umbral de su vivienda nos abrazamos y nos besamos sin importarnos quien nos viese o si a alguien le interesaba.
Me encantó su apariencia. Ni que hubiera hablado conmigo al respecto. Una blusa estampada de manga larga, pero que sus botones abiertos permitían apreciar el nacimiento de sus senos y el comienzo del canalillo que los dividía, invitando a imaginar cómo seguía el panorama desde el escote hacia abajo. Nada de pantalones, estaba muy femenina, como a mí me gustan las mujeres, una falda amplia, que le llegaba un poco arriba de las rodillas, una total invitación a levantarla y a espiar en su interior. Las piernas desnudas se exhibían al mundo llamando a las manos que se atreviesen a posarse sobre ellas y acariciarlas. Enfundando sus pies un par de zapatillas de vestir. Su imagen no tenía ningún vínculo, ningún contacto, con la que yo conocí en el trabajo. Era otra mujer. La habían cambiado... ella había cambiado.
Ingresamos a mi auto, lo puse en marcha, nos colocamos los cinturones, nos tomamos de una mano, la apretamos entre sí y nos miramos con una amplia sonrisa.
- Me gustaría que estemos juntos, dije.
- A mí también, me encantaría.
- ¿Vamos a mi casa?
- Donde quieras, no importa el lugar, sólo importamos nosotros.
Nos dirigimos hacia mi casa que se encuentra bastante cercana. Mi vivienda nada tenía que ver con la de ella. Era un amplio chalet de dos plantas y buhardilla, ubicado en medio de un gran jardín, muy cuidado, poblado de plantas y flores. El inmueble no era demasiado lujoso pero evidenciaba que su propietario carecía de problemas económicos y que afrontaba la vida con desenvoltura financiera. Pareció deslumbrada cuando bajamos del auto y nos dirigimos hacia la casa como si en vez de ver un chalet estuviese observando un palacio de cuentos.
Entramos y nos dirigimos hacia la cocina comedor tomados de la mano. En el camino nos besamos y abrazamos, pero sin interrumpir nuestro avance.
- ¿Querés tomar algo?
- Lo que quieras, me respondió.
- Yo quisiera comer algo…
- ¿Comer? Bueno.
- Comerte a vos, centímetro a centímetro, hacerte mía, poseerte, sentir mi cuerpo en el tuyo, disfrutar plenamente de tu ser.
A medida que las palabras iban apareciendo su sonrisa se ampliaba más y más. Me estiró su mano para tomar la mía. La agarré y la llevé hacia mi dormitorio, cuando entramos la abracé y mientras la estrechaba entre mis brazos la besé profundamente, la apreté contra mí con toda la intensidad que mis fuerzas me permitían, ella acompañó con su frenesí, la pasión de mis gestos. En un momento acerqué mis labios a su oído y le susurré “perdiste”. Una risa profunda, alegre y sincera estremeció su cuerpo estrechado por mis brazos y sus labios susurraron “ganamos”. En medio de la risa de ambos separamos lentamente nuestros cuerpos.
Tomé su remera por la cintura y se la saqué por sobre su cabeza. Un torso deslumbrante cubierto por un corpiño negro surgió ante mi vista cubriendo un par de tetas bellas y turgentes que se convertían en una de las partes más deseables de su ser. Le saqué sus zapatos y desabroché su pollera. Me agaché para bajársela, advirtiendo la presencia de una bombacha que formaba un conjunto con su corpiño. Su ropa interior negra era sensual, excitante, con puntillas que la adornaban en la transparencia reveladora de sus encantos y secretos. Parecía haber sabido lo que iba a suceder cuando eligió ese conjunto de ropa interior, que realzaba sus curvas y encantos y destacaba los misterios que guardaba.
Cuando sólo la bombacha y el corpiño cubrían parte de su cuerpo me alejé un poco y disfruté de la visión de esa belleza deslumbradora que el destino me había entregado y que yo debía terminar de conquistar en aras de lograr el objetivo tan deseado.
Me acerqué nuevamente, desabroché su corpiño, besé, lamí y mordí sus pezones, apreté sus tetas mientras ella me dejaba hacer. Deslicé lentamente su bombacha hacia sus tobillos, ella levantó sus pies para permitirme sacarla y entreabrió sus piernas para que pudiese observar la belleza escondida de sus recónditos tesoros. Abracé sus nalgas, tomé un globo con cada mano y mientras mi lengua exploraba las profundidades de su garganta, mis manos abrían la quebrada de su culo permitiendo que algún dedo ansioso se acercase hasta el anillo sombrío de su entrada prohibida.
Me alejé un poco para apreciarla en su integridad. La vi cohibida. Como queriendo taparse y no animándose a hacerlo. Sus ojos se dirigían avergonzados al piso, sus brazos inquietos se posaban a los lados del cuerpo sin saber qué hacer, moviéndose nerviosos. Su cara ruborosa, permitía descubrir toda la contradicción entre su deseo de entregarse y su inhibición frente a su desnudez. Bajé la vista, recorrí su cuello, sus hombros. Sus tetas. Dos colinas hermosas que adornaban su pecho. Firmes, apuntando al frente, con esa blancura que da el hecho de no haberlas expuesto nunca al sol, eran montañas impresionantemente inversas, con la nieve en sus lados y las rocas en su cima. Sus areolas eran el majestuoso coronamiento de esas glándulas imponentes que clamaban por caricias, por besos, que llamaban para ser disfrutadas. Sus pezones. Esos cilindros compactos y enhiestos que se proyectaban endurecidos hacia adelante. Siempre me gustaron las mujeres con pezones bien formados. Las tetas sin pezones son anodinas, como tazas sin manija. Estos eran espectaculares. Casi seguro, los mejores extremos que hubiese visto. Me costó un esfuerzo supremo reprimirme para no acariciarlos, sobarlos, exprimirlos, pellizcarlos, retorcerlos. Ya llegaría el momento.
Seguí por su cintura, su ombligo, su vientre. Llegué al piloso triángulo que señalaba el ingreso al femenino túnel del placer. Era un vello abundante, pero muy cuidado, muy arreglado, haciendo que su abundancia no ocultase los labios secretos de su entrepierna. Bajo ese triángulo invertido se podía ver perfectamente el comienzo de dos labios mayores, amplios, congestionados, macizos, que -salvo por una puntita que se escapaba por su parte superior, poseían la contundencia necesaria para ocultar los tesoros allí ubicados. Volví a recorrer su sexo con la mirada, desde su Monte de Venus hasta la confluencia de sus ingles, donde sus piernas ahora cerradas impedían continuar la exploración visual. Recorrí con mi mirada sus esbeltos muslos, sus rodillas, sus piernas, llegué a sus pies. Todo perfecto, espectacular. Volví a su rostro. Enrojecido y ruboroso, era un muestrario de efectos para disimular su incomodidad ante la exploración.
- ¿Y?
- Y, ¿qué?
- Si te gusta, si lo que estás mirando te satisface... ¿Aprobé el examen?
- Todavía no terminé.
Eran evidentes su incomodidad y su vergüenza, pero decidí que debía hacerle sentir desde el inicio quien mandaba y quien obedecía. Me puse de pie. Claudia se cubrió el pubis con sus manos juntas. Caminé hacia atrás de ella. Observé cuidadosamente su espalda, su delicada piel que dibujaba -como si fuese una tela en manos de un pintor- sus omóplatos y su espina. Miré su culo. Esos dos macizos globos que coronaban sus piernas. Esa línea que separaba los muslos de las nalgas. Esa zanja que custodiaba celosamente sus altares prohibidos. ¿Se habría celebrado alguna vez algún rito dentro de esa quebrada cárnea que llamaba a su apertura y al placer? ¿Sería virgen el orificio oculto dentro de ese culo magnífico o ya habría sido estrenado, profanado por algún dedo o algún miembro que osó penetrar en él? Deslicé los ojos por sus muslos y pantorrillas. Llegué a los talones.
Me acerqué a ella, Coloqué el índice derecho sobre sus vértebras cervicales. Su cuerpo se estremeció ante el inesperado contacto. Mi aliento caliente y febril cayó sobre su hombro izquierdo. Giró la cabeza para mirarme y cuando nuestros ojos se contactaron, raudamente bajó la mirada. Retiré la cabeza hacia atrás para mirarla mejor. Comencé a descender el dedo por sobre las espinas de su columna. Traspuse la espalda y llegué a la cintura. Alcancé el inicio de su zanja. Comencé a recorrer el valle escondido irrumpiendo entre las compactas masas de sus glúteos, que se iban separando al descender el invasor dedo. Su cuerpo se tensó de inmediato. Una de sus manos salió disparada para asir mi brazo e interrumpir la violación de sus entrañas. Esas reacciones me hicieron llegar dos mensajes, por un lado parecía ser que su agujero aún era virgen y, por el otro, me señalaba que la toma de la Bastilla me iba a costar un esfuerzo de convencimiento mayor.
Aproveché su movimiento para deslizar mi mano hacia su pubis, haciendo entrar mi índice izquierdo dentro de sus labios secretos, descendiendo al portal de la caverna y luego ascendiendo hacia el perenne centinela de su gruta encantada. Al verse asediada por delante y por detrás no supo qué hacer. Dejé que su mano defensora de su magnífico trasero siguiese colocada sobre mi antebrazo y continué deslizando el dedo por su juntura, nada más que ahora lo hice por afuera. Cuando llegué a la unión de sus piernas, subí la mano, tomé su rostro desde atrás, lo giré y comencé un beso profundo y penetrante por sobre su hombro.
- Ahora que terminaste... ¿aprobé?
- Con lo justo. Medio punto menos y reprobabas.
- ¿Por qué?... ¿No te gusto?... Al mismo tiempo hacía un simpático puchero con su rostro.
- Vos me gustás y mucho. Lo que no me gusta es que me digan que es lo que puedo y lo que no puedo hacer.
- Yo no te dije nada.
- No lo dijiste, pero me agarraste el brazo para que no siguiese, cuando ni siquiera sabías si iba a seguir, adónde, ni de qué manera.
- Perdón, balbuceó. Fue instintivo. No quise decirte que hacer y que no.
- Está bien. Ya pasó. Sólo te lo comenté para que aprendamos juntos. Nuestros gustos y deseos aún son una incógnita. Recién empezamos a conocernos. Más incógnita aún son nuestros gustos sexuales.
Le sonreí. Acerqué mis labios a su oído y la autoricé a seguir. “Ahora es tu turno” manifesté, acercándome más y más a mi futuro deseado que veía cada vez más posible. Me alejé de su cuerpo y me coloqué delante de ella. "Soy todo tuyo" le expresé. Con una enorme y hermosa sonrisa que alumbraba sus facciones, ella comenzó a desabrochar mi camisa, lentamente, uno a uno los botones fueron dejando su hábitat natural mientras la prenda se entreabría dejando que sus manos acariciasen mi velloso torso. Sus labios besaron, lamieron y chuparon mi cuello con avidez descontrolada. Sus manos me acariciaron desde los hombros a mi cintura, se dirigieron a la hebilla del cinturón y la desabrocharon, abrieron el pantalón y -dirigiéndome una mirada- comenzaron a bajarlo. Levanté los pies de a uno para permitirle su extracción, sus manos tomaron el costado de mis caderas y sus labios estamparon un pequeño beso sobre mi miembro a través de los calzoncillos. Sus brazos se extendieron para apretar mi cuerpo abrazando mi culo y ella apoyó su mejilla contra mi pija y mis huevos, comprimiendo nuestras humanidades. Noté su duda, tomé sus manos, las dirigí a la cintura de mis calzoncillos y la insté a que los bajara. Lo hizo, los sacó. Mi verga emergió de su encierro con toda la fuerza y la rigidez que la antinatural prisión le brindada. Enhiesto, mi glande apuntaba hacia adelante y arriba. La tomé de sus hombros, la hice erguirse y la estreché contra mí. Nuestros labios se buscaron y encontraron, nuestros cuerpos se comprimieron, mi pija buscó el vacío de su entrepierna y así comenzamos a disfrutar del placer de nuestros cuerpos.
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