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CAPÍTULO 2º
Él estaba tumbado en la cama, despierto, mirándola con esa carita de niño bueno que tan bien sabía poner, matizada la “infantil inocencia”, por la expresión, mitad burlona, mitad sarcástica, de sus ojos, de su rostro; se llegó junto a su cama y, sin mediar palabra, se desvistió hasta quedar como su mamá la puso en este Valle de Lágrimas, y sin más se sentó en la cama, mirando a su hijo
—Como ves, consiento en lo que querías: Seré tu mujer; pero con condiciones. Vendré a ti cada noche, pero sigo siendo la mujer de padre, y volveré a él tan pronto no quieras más de mí. Y se acabaron los enfrentamientos; le respetarás en adelante. ¿Conforme?
—Conforme, madre
—Bueno; pues hazte a un lado. Déjame sitio
Yago se hizo a un lado y Ana, metiéndose en la cama, se acostó junto a él, boca arriba, nerviosa. Yago la miraba casi boquiabierto, con sincera admiración Casi sin llegar a creerse que la tuviera allí, desnuda para él Llevó sus manos a su rostro, acariciándola, para, en nada, bajarlas a sus senos, que también acarició, aunque casi, casi, que tímidamente
—Qué bella es usted, madre. La imaginaba rica, muy, muy rica, pero esta realidad supera cuanto imaginara. Divina. Maravillosa. Y qué afortunado es padre al tenerla a usted, al amarle usted, al tener su amor. La vida, sí, la vida daría porque usted me quisiera así tan sólo un año; un mes incluso. Disfrutar de eso…y morir…
—Calla, calla No hables de muertes. Además, yo también te quiero mucho, muchísimo
—Ya. Lo sé, madre; Pero sólo así, como madre, no como una mujer ama a un hombre. De eso, sólo padre disfruta
—Bueno pues que te quiera como tu madre que soy, ya es algo, ¿no te parece? Y que te quiera como te quiero, que ni imaginarlo puedes…
Yago llevó sus labios a los de su madre, y la besó. La besó con pasión, con candente pasión, con la ardiente pasión que la libido, más que exaltada, genera. Besos eróticos, sensuales, muy, muy sensuales, colmados de sexual deseo. Y Ana se sintió mal, casi mancillada, sucia, por aquellos besos que no podía evitar; esos besos a los que no podía negarse, esos besos de lengua, en los que la masculina, serpiente invasora de su bucal intimidad, la rebañaba toda, ávida, golosa, sin poderla rechazar por el pacto a que llegaran. Al tiempo, mientras la lengua de Yago, disfrutaba de la lengua, la boca de su madre, sus manos magreaban los maternos senos Los acariciaba con franca torpeza no exenta de cierta brusquedad, apretándole, retorciéndole los pezones, estirándoselos, preso en la enorme excitación libidinosa que le dominaba; y Ana, ante eso, se sentía rara pues a un tiempo se sentía mal, dolorida, pero también notaba un cierto placer en lo que Yago le hacía
Al rato, los labios de Yago abandonaron la boca de su madre deseosos de degustar aquellos senos que tanto en esos años deseara. Los lamió, los besó, los chupó, y succionó con ansia, hasta que, cada vez más embravecido, casi brutal ya, por la tremenda subida termo-pasional, ese anonadante deseo de hembra que por segundos más que minutos crecía y crecía, no se limitaba ya a los besos, los lamidos, las succiones en aquellos pezones que le alienaban, sino que pasó a morderlos, primero moderadamente, luego de manera más y más salvaje, causando auténtico dolor a su madre. Pero, curiosamente, también sucedía que según crecía la sensación de dolor en Ana, tanto o más se acrecentaba la sensación de placer inmenso en la madre. Porque Ana estaba pasándolo de verdad mal, pues las “caricias” de su hijo le dolían, y no poco, pero también experimentaba una sensación nueva, desconocida, de íntimos, fabulosos, goces; goces que estaban haciendo que su feminidad lubricara a chorros. No se conocía a sí misma en aquella hembra sedienta de sexo, sexo y más sexo, sin ápice de sentimiento humano, sino el álgido crescendo de la libido más bestial, más primigenia. Sí; esa Ana que acababa de conocer no era una mujer, un ser humano, sino una simple hembra en el cénit de su celo animal, una hembra de bestia salvaje, sedienta, hambrienta, de sexo, sexo, y más sexo…
Cuando fue a su hijo, lo hizo dispuesta a mantenerse pasiva durante la relación, pensando en su marido, su adorado Juan, puesta en él la mente, estáticamente ocupado por su adorado rostro, imaginando que las manos que manosearan su cuerpo eran las de su Juan, que el miembro que la penetrara era el de su Juan. Bueno, pues todo eso había ido a parar al baúl, y no el de los recuerdos, sino el del olvido, borrado de su mente, de su ser, todo lo que no fuera lo que su hijo le estaba haciendo, el inmenso placer que la estaba suministrando. Porque para entonces, sus brazos rodeaban el cuello de su Yago en más que prietísimo abrazo, latiendo por él, única y exclusivamente por él, ese aceleradísimo corazón suyo, gimiendo casi a gritos de infinito placer. Un placer salvaje, nuevo, inédito, para ella. Aquella “tigresa hambrienta de carne”, que tan bien conocía Juan, era una simple gatita, hasta modosita, comparada con la “fiera corrúpea”, en que la “tigresita” deviniera, porque si Yago la mordía a dentellada limpia por casi todo su cuerpo, dejándole los dientes marcados en cuello, senos, vientre, y labios, con los pezones, en verdadera perdición, la “fiera corrúpea” tampoco se quedaba tan atrás, mordiendo a dentelladas tan briosas como las de él la desnuda anatomía del joven, dejándole labios y tetillas más desgarrados que tumefactos Eran dos fieras salvajes, carniceras, devorándose, ferozmente, la una a la otra
Y llegó el momento de la verdad, cuando Yago la penetró de un seco golpe, uno sólo bastó, por lo tremendamente anegado en íntimos fluidos de mujer del “tesorito” materno; un único envión que, de milagro, no la taladró hasta la garganta. Ana soltó un casi grito, mezcla de agudo dolor, por lo salvaje de la metida, y tremendo placer sexual Y ya fue la monda cuando él inició aquél bestial meter y sacar, meter y sacar, interminable, anonadante, entrando y saliendo el elemento invasor a velocidad más que vertiginosa, más que incansable, rugiendo él cual león herido, aullando ella en atronadores alaridos de placer bestial, salvaje. Absoluta, enteramente animal, pues para entonces eran sólo eso, dos animales, dos bestias salvajes. Un macho y una hembra en el apogeo de su celo
Él la sostenía por las nalgas, arrimándosela a todo arrimar, y ella ceñía la masculina cintura con sus piernas como jamás ciñera la de su marido, pidiéndole más, y más y muchísimo más, al tiempo que sus caderas se movían adelante, atrás, adelante, atrás, al mismo ritmo frenético a que él la penetraba, en afinada concordancia de la válvula receptora con el émbolo penetrador. Apenas llegó al segundo, tercer, tal vez cuarto envite, que Ana disfrutó de la mejor corrida de su vida, la madre de todas las corridas, el padre de todos los orgasmos, que fluía exuberante de lo más recóndito de su femenino organismo a inundar su grutita de los Cuarenta Mil Placeres, que entonces regalaba a su amado hijito, su monumental macho, su excelso garañón, que la montaba como sólo él sabía hacerlo; como sólo él podría nunca hacerlo. Pero es que tampoco fue el único del que disfrutó, sino que, cuando, al fin, Yago descargó en ella aquella riada de su germen de vida ella llevaba disfrutados, al menos, cuatro orgasmos, si no fueron cinco, a cuál más bestial. Pero tampoco ahí se quedó la cosa, pues por finales, su relación de aquella noche homérica fue toda una ininterrumpida maratón de orgasmos sucesivos cuya meta no llegaba nunca, extendiéndose, placenteros, en un tiempo inacabable Pero es que no fue ella sola la que disfrutó de sucesivos orgasmos, sino que también él, Yago, tuvo los suyos a lo largo de la noche, con algo así como dos, puede que tres, “sin sacarla”, como suele decirse, que el mocer era de buena pasta, que de “casta le venía al galgo”, pues “menúa” leona estaba hecha su señora madre
Era ya tardísimo, con la madrugada bien avanzada y tras seis, puede que más horas, de “darle a la vara” sin tregua ni cuartel, cuando Yago, sin pizca ya de energías, desfondado, despanzurrado, sin ya poder ni con el pelo, cayó desplomado, como toro apuntillado, a plomo, sobre el desnudo cuerpo de su madre, que, aplastada bajo aquél peso, le hizo hacia un lado, hasta lograr que quedara tendido en la cama, boca arriba, roncando como un demonio con ella boqueando a base de bien, empeñada en recuperar resuello, pulso y demás, siendo entonces, cuando Ana volvió en sí misma, a su ser de mujer, diluyéndose etéreamente la “fiera corrúpea” que hasta entonces poseyera su cuerpo. Y fue en tal momento, con su mente racional clara, libre del opresivo influjo de una libido que el ser bestial de su hijo trocó en salvajemente demencial, que Ana captó en toda su amplitud lo que acababa de hacer. Así, de inmediato, su ánima se embargó de dolosa culpa por el hecho en sí y su mente llena de su querido Juan, de su imagen dolorosa, un Juan hundido, humillado, pues ese sentimiento doloso tenía mucho, pero mucho que ver, con la consciencia de la infidelidad que, intrínsecamente, lo hecho entrañaba, precisamente, por el fastuoso placer que había disfrutado
Respirar un tanto normalmente le llevó dos, tres o cuatro suspiros, que fue lo que transcurrió desde que su hijo cayera sobre ella, cual toro apuntillado, hasta que saltó disparada de la cama, ansiosa por encontrar a su marido pero, de todas formas, volvió sus ojos hacia su hijo, que dormía plácidamente, en viva imagen de la felicidad más absoluta. Y su ser de madre reaccionó ante esa visión, llenándola de duce satisfacción; se inclinó sobre él y depositó un dulce beso en sus labios, un beso de madre, teñido de agradecimiento de hembra satisfecha, bien servida, al macho que fue su buen servidor. Luego salió de casa, desnuda y descalza, tal y como estaba, en busca de su Juan.
Ana, tan pronto salió de la casa, echó un vistazo a lo lejos, hacia donde sabía estaría su Juan, pero no le vio; empezó a andar, playa adelante, hacia donde quedaran en verse tras la “tormenta”, con el alma en vilo, deseando verle, pero temiendo hacerlo. ¡Con qué cara le miraría…qué le diría! Tragó saliva y un hondo suspiro se le escapó del pecho. Siguió avanzando metros y metros, decenas y decenas, superando ya, con creces, los cien metros, sin encontrar ni rastro de él; como si la tierra lo hubiera tragado. Y su nerviosismo, su desazón, comenzó a hacerse profunda preocupación, con el corazón asentado en su garganta. Mil temores la asaltaban, por cuenta de lo que acababa de hacer, temiendo que su marido hubiera hecho algo irreparable “¡Dios mío, Dios mío! ¡No; eso no; ¡por piedad te lo ruego, te lo suplico, Señor y Dios mío!” …“Dios mío, Dios mío, que no haya pasado nada de eso” decía y repetía su mente ya casi desquiciada, pues la casa había desaparecido tras ella y también atrás quedó el lugar donde esa mañana le encontrara y donde quedaran para esa madrugada. Y de Juan, ni rastro
Llevaría andando un buen rato, cincuenta minutos o más, cuatro kilómetros, más o menos, cuando el corazón se le ensanchó, el alma se le liberó, al divisarle a lo lejos, como siempre, sentado ante el mar, la espalda recostada en el tronco de una palmera. Y corrió hacia él. Corrió con toda su alma deseando fervientemente estar junto a él; abrazarle, besarle…amarle hasta ya no poder dar más de sí misma, hasta su total, completa, absoluta, extenuación. Se llegó hasta él… Deseaba besarle, acariciarle, decirle “Ya estoy aquí, mi amor; contigo. Por fin, vine a ti, para hacerte feliz; inmensamente feliz, inmensamente dichoso. Que es lo que importa, lo único que debe importarnos” … Pero no pudo, pues cuando le vio, cuando estuvo junto a él, sentada a su vera, se quedó más horrorizada que otra cosa. Se dijo: “¡Qué he hecho, Señor! ¡Qué le he hecho, ¡Dios mío, qué le he hecho!”
Porque Juan no es que estuviera mal, es que estaba destrozado, destruido. No parecía él. Por la tarde, cuando fue a cenar a casa, era la viva imagen del dolor, de la derrota más negra, pero entonces, cuando al fin le encontró, era mucho más. Literalmente hundido, hecho una auténtica piltrafa humana. En aquellas, más menos, siete horas transcurridas desde que se marchara de casa tras cenar, había envejecido años. Y Ana se sintió como el ser, la hembra, más despreciable del mundo. La más rastrera, la más inmunda. Intentó abrazarle, estrecharle entre sus brazos, pero él la rechazó
— ¡Ni se te ocurra tocarme! ¡Te mato, ¿me oyes?; te mato! ¡Vuelve con él; sigue revolcándote con él! ¡Os he oído…te he oído! ¡Dios mío, y qué escandalazo armabas! ¡Vuelve, pues, con él! Y sigue disfrutando de tu macho. A mí ya no me necesitas; para qué; tienes un macho joven, que te monta bien montada…mejor que yo, que ya soy viejo ¡Vete, Ana; largo de mi presencia! ¡Antes de que te eche a patadas! ¡A palos, como casi acabo de hacer con tu macho!
Ana se quedó callada, entre desconcertada y rabiosa por lo que acababa de decirle su marido, pero, finalmente, no perdió los estribos, sino que se revistió de una frialdad increíble, enfrentando a su Juan con tremenda tranquilidad, al propio tiempo que se disponía a ir a por todas con él, a amarle como nunca le había amado, a hacerle, darle, lo que ni por soñación pensó nunca hacer o dar a hombre alguno, ni a él siquiera, a su adorado marido. Sí, Ana hizo gala de inigualable frialdad y tranquilidad, pero también de seguridad en sí misma, mientras en su interior ardía la llama de la más volcánica pasión, el candente ardor de su amor por él, posesionado entonces de ella como jamás antes la dominara. Iba a por todas para recuperarle, para lograr conservar su amor desmedido, ese amor que tan dichosa siempre la hiciera. Tampoco iba a mentirle; admitiría, claramente, con toda sinceridad, fría sinceridad, lo ocurrido entre su “macho” y ella, sin tapujos
—No me voy a ir Juan; ni aunque me apalees Que puedes empezar cuando quieras; lo aguantaré sin cubrirme, sin una queja. Puedes darme la tunda más grande del mundo, pero no me voy a ir. Te seré sincera, cruelmente sincera: Sí, he disfrutado con él. Como una bestia irracional, como una hembra salvaje, más que “movida”, en la cumbre de su libidinoso celo. Lo que ha pasado entre Yago y yo ha sido, exactamente, eso, sexo salvaje, bestial, porque éramos dos animales, dos bestias salvajes, macho y hembra Y claro que lo he disfrutado, porque con él, con mi macho, mi garañón, he descubierto todo un Universo de placeres hasta esta noche enteramente ignorado por mí. Y me ha gustado, me ha encantado; he disfrutado del sexo como jamás creí que pudiera disfrutarse. Y, es más: No pienso renunciar a eso, a disfrutar del sexo como esta noche lo he disfrutado, luego hazte a la idea de que esto volverá a repetirse cada noche… “ad aeternitatem”(1)
Ana calló un instante, para tomar aliento, pues según hablaba se envalentonaba más y más, tomando cada vez más seguridad en sí misma, mientras Juan la miraba anonadado, alucinado, sin poder decir ni “esta boca es mía”.
—Sí, Juan, mientras estuve con Yago no fui una mujer, sino una hembra salvaje, y eso volveré a ser cada noche que vuelva a él, pero ahora soy una mujer; y una mujer volveré a ser cada madrugada, cuando vuelva a ti. Con él folgo, folgamos los dos como bestias, que no otra cosa somos en tales momentos, revolcándonos como bestias, tal cual dices; pero contigo no, a ti te amo. Nosotros no simplemente folgamos, sino que nos amamos. Tú y yo, juntos, no somos animales apareándose, sino personas, una mujer y un hombre que se aman folgando, que folgan amándose, porque nuestro sexo, el que tú y yo juntos disfrutamos, es amor hecho sexo, sexo hecho amor. Porque lo que entre nosotros hay es mucho, muchísimo más que sexo. Y lo necesito; te necesito, Juan. Te necesito, amado mío; necesito tu amor, tu calor de hombre enamorado, como el aire para respirar. Pero a él, el sexo que me da, como a los pulmones para, también, poder respirar. Sin aire, no podría respira, pero sin pulmones, tampoco ¿Me entiendes, amor? ¿Comprendes lo que me pasa? Os necesito a los dos; lo que cada uno me dais, tu amor, tu calor humano y su sexo salvaje. Y ya no puedo pasar, no puedo, no podría, vivir sin ambas cosas. ¿Lo comprendes, mi amor?
De nuevo calló, pendiente de él, de su rostro, desencajado, lívido, entonces. Ella le miraba desojada, con los ojos prestos a salírsele de las órbitas. Juan también la miraba a ella, pero con el rostro desencajado, pálido como muerto; sí, con la muerte en sus ojos, pero no de manera amenazadora, pues aquél gesto casi asesino de sus ojos, de su boca, de su rostro, había desaparecido, sustituido por otro de serena tristeza que mucho tenía también de patética resignación. Por fin, lanzando un hondo suspiro, dijo
—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo, Ana?
—¡Claro que me doy cuenta, mi amor, claro que me doy cuenta! ¡Lo que una mujer nunca puede pedirle a su marido! Pero entiéndeme; te lo pido, te lo suplico, más bien, porque sé lo muchísimo que me quieres. Por eso te lo pido, te lo suplico. Porque sé también que tu generoso amor, sabrá comprenderme Porque, mi vida; es un acto de amor hacia mí lo que te estoy rogando; un supremo, sublime, acto de amor que sólo tú, por ese infinito amor que me tienes, podrías darme…consentírmelo…
Y Ana se lanzó, ansiosa sobre él; pero no tan ansiosa de él, el hombre que era, como de complacerle, hacerle dichoso como nunca jamás le hiciera. Ansiando darle un placer nunca antes conocido por él, como forma de redimirse a sí misma por todo el dolor que le había causado Y lo mismo volvería a hacer cada madrugada que volviera a él tras estar con su “macho”, su “garañón”. Lo que oyera decir a las comadres de la aldea, no las más honorables, precisamente, que a los hombres más les gustaba que se les hiciera, que se les diera. Eso que, cuando las escuchaba, le causaba hasta nauseas, de sólo pensarlo, lo que en sus ya largos años de felicísima unión con su Juan jamás le había hecho ni entregado.
—No te me resistas, mi amor; no me rechaces. Déjate hacer, llevar por mí. Ya verás lo dichoso que voy a hacerte
—¡Dios, y cómo apestas a sexo…cómo apestas a él!...
Juan no se resistió y, menos aún, la rechazó; le era imposible, siempre lo había sido, no ceder a sus ruegos, pues la quería demasiado como para negarle nada. Aunque, ahora, cuánto, cuantísimo, le iba a costar, a pesar de desear con toda su alma complacerla, hacer lo que sea, lo que fuera, con tal de verla feliz y dichosa, pues esa era, también, su máxima felicidad, verla dichosa, feliz; hacer hasta eso, compartirla con “Él”, con su “macho”, su “garañón”, como ella misma dijera. Hasta por eso estaba dispuesto, y más que gustoso, además, por verla como quería, deseaba verla, a pesar de lo que fuera, de hacer “de tripas, corazón”, de “tragar” cuanto tuviere que “tragar”. Ana, suavemente, le hizo tenderse boca arriba para, al instante, despojarle del calzón, con lo que destapó, dejó al aire, su miembro viril, más que fláccido en tales momentos, pues aquél “horno” estaba para pocos, poquísimos “bollos”. Le besó con toda su pasión de mujer, la pasión que nacía de su gran amor hacia él, al tiempo que su mano acariciaba aquél miembro tan querido, tan amado, hasta deseado por ella, más aún entonces, conmovida como estaba al verle así, como le veía, y bajo ese ansia por hacerle feliz, dichoso, como nunca antes le hiciera, tomó en su mano esa, para ella, preciosidad, con firmeza, apretándola entre su mano bien apretada, en especial la casi morada cabezota, aunque en tal momento apenas era cabecita, que, a duras penas, emergía por el prepucio, comenzando una suave, lenta, masturbación que hizo que, poco a poco, “aquello” comenzara a medio despertar. Entonces, separó de él sus labios para mirar aquél miembro. Le miró algún que otro segundo y, al punto, se agachó sobre su presa, posando sus labios en aquella cabezota que empezaba como a desperezarse tras largo letargo. Agacharse y posar un beso en ese glande, fue todo uno, empezando a lamerlo suavemente con su lengua, cuya puntita, de tranco en tranco, jugueteaba sobre la abertura de la uretra, al tiempo que sus dedos cumplimentaban las gónadas o testículos de su hombre, acariciándolas, rascándolas suavemente con sus cortas, desportilladas, uñas de campesina hecha a trabajar la tierra. Así estuvo un rato más bien corto, alzando de vez en cuando el rostro para ver el de su marido, sonriendo feliz al ver en él retratado el íntimo placer que ella le dispensaba.
—En la aldea, las comadres decían que a sus hombres les encantaba que les hicieran esto.
Y sin más, se metió aquél miembro, que ya pasaba de empezar a despertarse en serio, en la boca, engulléndolo bien engullido, chupándolo bien chupadito, como si fuera el más dulce caramelo. Lo hacía vigorosamente, con ganas; ganas de complacerle, de hacerle sentir como en la vida sintiera. Era como obsesión para ella eso de lograr dar a su hombre el más inmenso goce físico, como redención de sí misma por el daño que le había causado Era querer mitigar las heridas a él inferidas, en casi perfecto acto de contrición, que no de atrición, (Contrición: Arrepentimiento del daño causado por amor al dañado. Atrición: Arrepentimiento del daño, por las consecuencias adversas al causante. El contrito, siente un dolor íntimo, semejante o mayor al causado; el atrito, sólo teme las consecuencias de sus actos), contrición, sin embargo, no duradera, pues cada madrugada siguiente se repetiría, al reiterarse el daño.
Ana no tenía experiencia alguna en tales lides, era una auténtica neófita, pero su amor, junto a su deseo de complacerle al máximo, la infundió ciencia infusa, resultando ser hasta experta en ese arte, como si tuviere un don connatural para esas lides. Así, supo reconocer en los espasmos, las pulsaciones, de la virilidad de Juan en su boca los mismos estremecimientos, así como el puntual engrosamiento del miembro, que sentía en su intimidad cuando se amaban, relajados, en la cama, signos, todos ellos, precursores de la venida de su querido marido. Y entonces, cuando sintió preludiar lo mismo en su boca, no quiso que el placer que daba a su hombre acabara aún, sino que deseó que se prolongara más y más tiempo, con lo que, cuando apreciaba que Juan estaba a punto, se sacaba el miembro de la boca, pero sin dejar de atender los “cataplines” de su amado, lamiendo alternativamente uno u otro, ayudando las yemas de sus dedos y sus uñas ralas en la tarea de mantener “emocionado” a su hombre, porque eso es lo que quería, bajarle la “calentura” por debajo del punto de “ebullición” al que le hiciera llegar, para, cuando veía “aquello” ya más “calmadito, volver a la dura brega hasta lograr ponerle de nuevo “a caldo”, reiniciando entonces la “”refrigeración” de lo ”candente”.
Por fin, y como de otra forma no podía ser, porque en esta vida todo llega, Juan se vino en ella, abundante, en “disparos” de su “arma” que no parecían tener fin, como si el “arma” fuera una ametralladora en ráfaga. O algo así, qué “quirís”, que todos exageramos las “virtudes” de nuestros héroes cosa fina. En fin, que la cosa es que Ana quedó perdidita en los flujos de su más que amado maridito de su alma, senos y canalillo, vientre y hasta la cara. Se incorporó, quedando, de rodillas, pero casi vertical, embadurnándose bien el cuerpo, pechos, vientre y hasta las nalgas, los muslos, recibieron su ración, quedando ella toda pringosa
—Ves cariño; ahora apesto a ti
Y riéndose se tendió a su lado; se abrazaron, besándose jubilosos los dos; Juan estaba como en una nube; la nube del amor satisfecho, del amor rendido a la mujer amada y correspondido por ella, y Ana en el sétimo cielo de los goces que el amor otorga a los amantes Enamorada a rabiar de su Juan, de su marido, de su hombre, queriéndole como nunca, realmente, le había querido. Feliz y dichosa, porque a él le veía dichoso y feliz, cifrando su propia dicha en la que ella daba a su marido, su hombre; hasta orgullosa de haberle sabido hacer tan dichoso. Se besaban, se acariciaban, se decían palabritas la mar de duces, comunicándose mutuamente el profundo amor que se tenían. El mundo, el Universo entero, desapareció en su derredor, para sólo existir ellos dos y su mutuo amor, su única razón de ser, de vivir, de estar vivos, amarse y amarse y amarse.
La verdad es que la sesión de “sexo oral” que ella acababa de dispensarle, apenas si les había cansado, sin ni por asomo llegar al desgaste que, de por sí, supone la penetración, con lo que ambos estaban bastante frescos, listos para seguir en la “brecha”, si no fuera porque el “pajarito” de Juan aún estaba para pocos trotes, que bien que acababa, “er probete”, de “vaciarse” y, más bien, que a “tutti plén”, y a sus ya cincuenta y seis años, de “alegrías”, casi, casi, que las justas. Mas también estaba su “aguerrida” Ana de su alma, más que dispuesta a dejarse los “pelos en la gatera” por su “Juanico”, con lo que, enseguida, volvió a “amorrársele” que era una vida suya, “der Juanico”, con lo que, en menos que canta un gallo, “aquello” volvía a estar en estado de merecer, amén de la mar de brillante por el “fino” ensalivado que ella le prodigó Desde entonces la relación fue como un combate cuerpo a cuerpo desarrollado en sucesivos asaltos, al modo de los de boxeo, sólo que sin vencidos, con solamente vencedores, intercalados los “asaltos” por breves minutos de tregua, en los que, entre caricias y besos, aderezados con muy, pero que muy sentidos, “Te amo, te quiero” mutuos, recuperaban el necesario resuello para volver a la “dura” lid. Un “combate” que empezó en la forma más “aguerrida” con una Ana desmelenada en su empeño de dar el súmmum del placer a su maridito, empezando el menú con el plato fuerte de su virginal culito, que ofreció, sin más, a un Juan desconcertado ante el sensual ofrecimiento, pero que minutos después bramaba de gusto en algo así como el “Do Mayor, Do Alto o Do de Pecho” en lo tocante a placeres sexuales, aunque de oírse también fueron los aullidos de loba en celo de ella cuando ya superado el intenso, demoledor, dolor de la salvaje penetración, se abrió, también para ella, una especie de paraíso sexual llevado a las alturas del sibaritismo..
Tras este inicio, por todo lo alto, vino el “folgarle” ella a él, amazona en garañón, cabalgándole a galope tendido, que los masculinos bramidos cuando lo del anal, casi quedaban en mantillas ante los rugidos que Juan soltaba conforme sus chorros de vida encharcaban la cuevita de su mujer, que le animaba a seguir y seguir vaciándose en ella
—¡Sigue, sigue amor; sigue corriéndote en mí! ¡Disfruta, mi amor; disfruta de tu mujer!... ¡Venga, mi amor mi hombre! (casi dijo “mi macho”, pero se contuvo, por lo de “No mentar la soga en casa del ahorcado) Vamos, amor; sigue, sigue corriéndote en mí, disfrutando de mí.
Y tras este encendido comienzo la relación prosiguió por los dulces, suaves y tiernos, cauces del más puro amor, que no por ello menos apasionado; el amor que es puro sentimiento, potencia del alma, del espíritu indeleble, que no de la materia finita, expresado, materializado, en divino sexo El puro sexo, transfigurado en infinito amor ¡Qué dulces, por más que, también, sabrosísimas, fueron sus efusiones amatorias, amándose los dos con toda dulzura, toda ternura, y, al tiempo, con enervada pasión, disfrutando ambos al máximo que seres humanos puedan disfrutar de su total entrega mutua, pues, en tal unión, uno se olvida de sí mismo para volcarse, en cuerpo y alma, en el ser querido, amado, haciendo suyo el placer del amado, la amada, encontrando, pues, la propia dicha, el propio gozo, en la dicha, el gozo, del ser amado,
¿Por cuánto tiempo se prolongó ese amarse y amarse y amarse? Desde luego, nada de lo que fue la maratón sexual Yago-Ana, que los casi cincuenta y siete tacos de él, para tanto, francamente, no daban, pero es que tampoco su amada “parienta” estaba para demasiados trotes tras de lo de Yago y ella de no tanto antes, también se notaban lo suyo y lo del vecino, que “tuitico hay qu’icillo” (“Todito hay que decirlo”, en “manchegazo” garrulo, de Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Albacete, la bendita tierra de mis mayores, la inmortal “Mancha” de D. Quijote. ”En un lugar de la Mancha de cuyo nombre…”) En fin, que tras dos horitas, dos horitas y algo, tal vez, de dulce “himeneo”, los dos, rotos, desvencijados, descuadernados, descuajeringados y alguna que otra yerba más por el estilo, no pudieron seguir resistiéndose al insistente Morfeo, con su promesa de descanso reparador, de modo que, rayaba el alba, o poco más, cuando ambos se sumieron en profundo sueño, desnudos los dos, abrazados, él, entre los brazos de ella, Ana, entre los brazos de él, con sus piernas también entrelazadas, con sus sexos más que rozándose
Así estuvieron hasta bien pasado el mediodía, cuando despertaron, más hambrientos que con hambre. Ella propuso volver a casa donde prepararía algo para los dos, pero él no quiso: Nunca más volvería por esa casa que ya no consideraba suya…aunque, con sus propias manos, ayudado por ella, la construyera, luego comieron allí mismo, en aquél rodal de playa, cocos y dátiles de las palmeras, “cosechados” por los dos, que no veáis como no sólo Juan, sino también Ana trepaba a lo alto de los árboles. Luego, pasaron la tarde bien paseando a la orilla del agua, mojándose los pies, con sus manos amorosamente enlazadas, bien unidos, mutuamente, por la cintura, como lo que eran, dos enamorados. La tarde fue cayendo, hora a hora, minuto tras minuto, hasta cernirse el anochecer, cuando ella volvería a casa, a preparar la cena, cenar e irse a la cama con su hijo, su macho garañón. Entonces, comenzaron a entristecerse los dos, ante su ya casi inminente separación, el fin de su tiempo de asueto, para ellos dos solos, el final de su día.
Era paradójico lo que le pasaba a Ana, casi babeando por volver a vivir ese sexo salvaje que su hijo le suministraba, y la tristeza inherente a su separación de su Juan. Podría decirse que, para ella, lo perfecto sería la cama redonda entre los tres, tener, conjuntamente, a su hombre y su macho garañón, pudiendo pasar del uno al otro sin solución de continuidad Aunque, en verdad, tal cosa ni se le pasaba por la cabeza, que para cristianos viejos y sencillos, casi analfabetos, como ellos, el sexo, fuera como fuese, era cosa de dos. Y punto. Estaban los dos tendidos en la arena, con sus manos juntas, ellos mismos muy, muy juntitos, callados ambos, con la vista fija el cielo azul, sintiendo el mutuo calor de sus cuerpos desnudos, cuando el rodar del sol por el firmamento les decía que la hora de separarse estaba a punto de caer sobre ellos ella, volviéndose hacia su marido, besó tiernamente sus labios, su boca, para seguidamente decirle
—Marido, dame otra vez tu amor antes de irme. Deposítalo en mí, vida mía, mi amor. Quiero llevarme el sabor de tu saliva en mi boca, el recuerdo de tus manos, tus labios, en mi piel, en mis tetas, mis pezones. Y el gozo de tu leche en mi coñito. Quiero llevarte conmigo, tu esencia, tu vigor de hombre, de macho (Sí, se le escapó lo que no quería decir, reconocer ya para entonces) tu semen, mi amor, en mi ser de mujer
Y como de otra manera imposible que fuera, Juan complació, gustoso y apasionado, a su adorada mujercita. Y llegó, la hora de separarse, despedirse, hasta la madrugada, cuando ella volvería a él allí mismo; en aquél mismo trozo de playa en que estaban, habían estado. Ana se despidió de su marido con un apasionado beso en la boca, que más tuvo de postrer morreo que de cualquier otra cosa, marchándose seguidamente, sin volver la vista atrás ni una sola vez, apretando, paulatinamente, el paso, hasta acabar en franca carrera, mientras Juan la veía alejarse paso a paso, metro a metro, destrozándose por segundos, según ella se alejaba, escociéndole, de verdad, los ojos que, poco a poco, fueron arrasándosele en lágrimas más que tristes, más que desesperadas…
No podía evitarlo. Quería aceptar esa nueva situación que entre ellos imperaba; aceptar, de buen grado, lo que entre su mujer y su hijo ocurría, y aún más desde que ella le pidiera, suplicara, su comprensión, como supremo acto de amor Deseaba que así fuera, mantenerse tranquilo, sereno, ante eso, lo que su mujer y su hijo harían enseguida, en nada; pero no podía, era superior a sus fuerzas, a su habitual gran fuerza de voluntad, pues, cuando la veía marchar, abandonarle a él para ir a “él”, al “otro”, una mezcla de intimísima , doliente, congoja, y celos crudelísimos, se apoderaba de él, aderezado eso con, también, una mezcla de rabia sorda e insoportable impotencia, que siempre acababan por sumirle en una demoledora tristeza que se apoderaba de todo él, sin dejarle descansar, amargándole la existencia de día en día, casi podría decirse que, de hora en hora, de minuto en minuto, hundiéndole en la más profunda desesperación, el más agudo decaimiento, hasta quedar hecho una piltrafa humana. La piltrafa que era cundo ella, la anterior madrugada, le encontró.
En tales ocasiones, la noche anterior, entonces mismo, una sensación de tremenda ira le dominaba, una ira que devenía en querencias asesinas. Sí; llegaba hasta a eso, a querer matar a su propio hijo. Al “macho joven” que le había desposeído de todo, su mujer, su casa, todo, todo… Le odiaba como a nadir antes odiara, a su propio hijo, el que él engendrara en el vientre de su mujer. A ese hijo que él quería más que a su vida, ahora deseaba matarlo… “¡Señor, ¡Señor, a qué he llegado” !, se decía, compungido.
Y desde entonces, desde que, al fin, la perdió de vista, anduvo de acá para allá, como perro sin amo, sin rumbo, desorientado, bajo esa tremenda sensación de ruina, de derrota absoluta en que se sumía, dominándole, sin dejarle, propiamente, vivir. En contra de la más elemental norma de seguridad que todos ellos tenían establecida, no entrar en la selva desde la caída del sol hasta su orto, por el peligro que entrañaba, ya que era cuando los depredadores, el temible leopardo, en particular, salían a cazar, anduvo, presa de un furor formidable, por la selva, vagando sin sentido, con unas ganas terribles de matar, destruir. Aunque, más bien, matarse, destruirse, a sí mismo, como forma de salir, acabar, con aquella tortura que no le dejaba vivir, que le mataba, sólo que lentamente, minuto a minuto, día tras día. Parecía decir “¡Ven, leopardo maldito!... ¡Trata de matarme, si es que puedes, pues yo ansío matarte a ti!”
Y, en parte, así era No era algo definido, no es que él buscara, específicamente, a la fiera, cual hacía cuando, en verdad, salía a matarlo, sino más bien un deseo oscuro, casi morboso, de que fuera la fiera quien le encontrara a él, en mortal encuentro, pues así, él sería presa segura del animal, ya que se le acercaría sin que él lo notara hasta que fuera muy tarde, cuando ya el animal corriera hacia él, listo a saltar y destrozarlo. Por fin, un tanto sosegado tras su enervado vagar, cansado de un día rico en encontradas emociones, se encaramó a lo alto de un árbol, montándose allá, sobre ramas altas, inalcanzables al leopardo, la inevitable cama de ramas y hojas, quedando allí dormido, acurrucado en sí mismo. Despertó como ensalmo, sin tener idea de la hora que era, pero sabiendo que era, justo, la de encaminarse a la cita con su amada esposa, pero algo extraño se apoderó de él; una como aversión, rechazo, a encontrarse con ella, ligado a un extraordinario deseo de tenerla en sus brazos; de amarla hasta la extenuación. Venció el deseo a la aversión, y marchó al encuentro de su mujer.
Se encontraron y, desde un primer momento, todo fue una repetición de la madrugada anterior: Un principio de sexo acalorado, sexo oral seguido del anal y la posterior cabalgada de ella, apasionada amazona en jaco garañón, lo que le ponía a mil, viéndola así a ella, desmelenada en darle placer, un placer inenarrable que le hacía rugir cual león en celo montando a su leona. Y finalmente, más in extenso, el amor materializado en sexo; un sexo, dulce, tierno, la absoluta entrega mutua, en cuerpo y alma. La “tigresa hambrienta de carne” ya sólo resurgía para hacerle feliz a él, enardecerle hasta las más altas cotas, generadoras del más intenso, excelso, placer sexual; y es que, en ese nuevo rumbo que tomó su marital relación, la “tigresa” ya no surgía en pro del propio placer, sino para potenciar el de su marido.
El tiempo fue pasando y la tortura de Juan antes de menguar, se agudizaba de día en día, haciéndosele la vida más y más insoportable, hundiéndose también más y más, en la desesperación, la amargura de aquella vida que le destrozaba el alma, en el desaliento por una situación que se esforzaba en aceptar, como supremo acto de amor hacia su amadísima esposa, pero que le era imposible hacerlo; quería asumirlo, admitir de buen grado la relación de su mujer con su propio hijo, pero no podía; era superior a sus fuerzas. Pero se aguantaba, sufría su tremenda, horrenda, desazón, en silencio, sin una queja, pero destruyéndose, moral y físicamente de día en día, casi minuto en minuto. Parecía una triste sombra de sí mismo, siempre cabizbajo, ojeroso, hundidos los hombros; aniquilado como hombre, como persona.
De alguna manera comenzó a abominar de los encuentros con Ana en las madrugadas, pues a la dicha que en ella encontraba sucedía el terrible dolor de verla marchar, regresar a casa para encontrarse con “él”. Le odiaba como jamás había odiado a nadie, con un odio intenso, cartaginés, como en tiempos se decía de los odios enconados(3). Con un odio visceral, de tintes hasta homicidas, pues, verdaderamente, y con gusto incluso, le mataría. Mataría, sí, a su propio hijo, trocado en su más odiado enemigo, el ser que se lo había quitado todo, todo cuanto tenía…todo cuanto era…hasta su hombría. Se sentía un pingajo, una piltrafa humana, no un hombre, muriendo un poco cada día. Se decía que para evitarse eso, mejor no acudir a la cita con su amor. Cada día, cuando se sentía morir a chorros viéndola, se decía que nunca, nunca más volvería a encontrarse con ella, que eso se había acabado, pero también, cada día, al llegar el momento crucial de ir o no ir, acababa por encaminarse al encuentro de ella Tan insuperable le resultaba no ir a ella en tales momentos, como admitir de buen grado la relación que Ana mantenía con su hijo
Los días fueron pasando en aquél vivir sin vivir, que también la afectaba a ella, y de qué modo, pues se le partía el alma cada vez que le veía, cada vez que veía su terrible sufrimiento, y, como ya antes sucediera, se sentía la peor mujer del mundo, la más vil y rastrera por someter a su hombre, al que quería de verdad, de corazón, a semejante tortura. Se decía, más de una vez, más de dos, que tenía que cortar lo de su hijo, sacrificar su exaltada libido en el ara del amor a su marido. Reparar, de una vez por todas, el tremendo daño que le estaba causando, aquél aniquilamiento moral y físico tan acusado que día a día venía viendo, cómo, de día en día, se deshacía, se desmoronaba más y más, volviéndola loca de dolor, haciendo suyo el daño que a su Juan estaba causando, llegando a presagiar, incluso, que algún día llegara a hacer algo irreparable.
Sí, muchas veces deseaba poner fin a todo eso, cortando con su hijo; regresando a él a todo ruedo, ella su mujer, él su marido, su hombre; su único marido, su único hombre, hasta, su único macho. Mas no podía; le era imposible. Cada tarde, cuando llegaba la hora de encaminarse a la casa a encontrarse con su hijo Yago, sufría viendo a su marido, el estado en que se quedaba el pobre, sin un queja, pero con la muerte en el rostro, en los ojos; sentía un dolor enorme, una pena de él insufrible, casi insoportable; volvía a pensar, en no acudir a la cita con su Yago, su macho garañón, quedarse con su marido, su más que querido Juan, “per in saecula seculorum, amén”, pero, como a Juan le resultaba imposible evitar acudir, cada madrugada, a ella, aunque más lo aborreciera ya que otra cosa, tampoco ella podía sustraerse al hechizo de ir en busca de su macho, asentir lo que con él sentía, ese placer salvaje, hasta diabólico, porque eso, lo que los dos hacían en tales horas, sin duda era odiado de Dios, pero muy, muy querido por el Diablo… Pero, aún y pensando así, sabiendo que se estaba ganando, paso a paso, a pulso, el atroz destino de la Muerte Eterna, los Avernos Infernales, donde todo es desdicha eterna, sin halito de dicha alguna, de simple esperanza que valiera, “per in saecula, saeculorum” le era imposible quedarse con él, no acudir a la cita con su macho garañón.
Cuando al despertar su Juan continuaba a su lado en plácida unión, comiendo juntos, paseando juntos, tomados de la mano, enlazados por la cintura, como dos enamorados, o tumbados ambos en la arena, contemplando la grandiosidad del océano, o la ilimitada grandeza de ese cielo tropical, intensamente azul, sin una nube, besándose, acariciándose, diciéndose, en bonitas palabras, lo mucho que se querían, llegaba a desear que aquello nunca acabara. Y no pocas veces volvía a ella el propósito de no separarse más de él, de su amado Juan, y que a su hijo le dieran morcilla, incluso; pero, llegado el momento, se desdecía de tal cosa.
Le dolía en el alma abandonarle, llegando más veces de las que querría a llorar con verdadero desamparo, auténtico dolor que le transía el alma, hiriéndola en lo más profundo de su alma de mujer enamorada, pero la tentación de volver a degustar ese placer salvaje que Yago le daba era más fuerte que sus sentimientos, sus arrepentimientos, sus verdaderos deseos de ser sólo y exclusivamente mujer de su marido, su amado Juan. Pero qué queréis, queridas, queridos, estaba, como a veces, en la forma más grosera de hablar, se dice, enchochada en los masculinos atributos de Yago, su macho, su garañón, su semental. Entonces, cuando llegaba tal hora, besaba con genuina pasión a su marido, a su Juan, y le pedía que la volviera a amar porque, incluso físicamente, necesitaba su amor hecho sexo, quería llevarse su olor, su semen dentro de ella pero, inexorablemente, se marchaba, con pena, con dolor, sí, casi llorando y hasta llorando sin casi, pero se iba y se iba, y cuando volvía a divisar la casa, su cuevita del placer empezaba a empaparse de sus femeninos fluidos, soltados casi a chorro al excitarse “ad infinitum” con sólo ver la casa y sentir, físicamente, la proximidad de su macho garañón, aunque, las más de las veces, él ni siquiera estaba aún en casa, pero la sola vista de ésta, como premonición de lo que en no tanto tiempo sobrevendría, bastaba para ponerla a caldo.
Un día, cuando Ana despertó allá en la playa, tras quedarse dormida junto a su marido, se encontró con que éste no estaba a su lado. Le buscó por los alrededores, le llamó, pero ni le encontró ni él respondió a su llamado Se desencantó un tanto…o bastante, al verse sola. Le echó en falta; pensó volverse a casa, pero también en qué iba a hacer allí; en ese momento, lo que menos le apetecía era verle a él, su macho garañón, que, seguro, allí estaría, pues desde que dormía en “cama caliente” la buena costumbre de madrugar había dado en quiebra, “daños colaterales” de lo agitado de esas sus nuevas noches, en tanto que aquí, junto a esa palmera donde se encontraba con Juan, bajo la que se amaban como la pareja enamorada que eran, al menos guardaba su recuerdo, el de tantas madrugadas de dulce felicidad, Y allí se quedó; comió como solía hacerlo con su hombre, frutos silvestres; luego, como junto a su Juan hacía, paseó por la orilla del mar, mojándose los pies; también se tumbó en la arena, fijando la vista ya en el inmenso océano, ya el lejano horizonte, ya la inacabable techumbre azul del cielo Y a su hora, se encaminó a casa, casi olvidada ya de su Juan, pero anhelando encontrarse con su macho semental
A la madrugada siguiente, cuando como todas las precedentes se encontró con su marido, no le dijo nada de su defección del precedente día ni él le explicó nada. Se amaron como siempre y se durmieron juntos, pero, de nuevo, volvió a despertar sola, sin él. Y como el día anterior, volvió a quedarse allí, donde amara a su Juan, donde él la amara a ella, comiendo sola, paseando sola, tumbándose sobre la arena… Y regresando a casa cuando empezó a bajar la tarde. Y de nuevo, al otro día, y al otro, y al otro, y todos los que le siguieron, volvió a despertar sola, volvió a comer sola, pasear sola, tumbarse, sola, en la arena, para a la hora de siempre reemprender el regreso a casa. No obstante, al tercer o cuarto día, él le confesó el porqué de sus defecciones: Evitarse el dolor de verla marchar a su hijo, volviéndole a él la espalda.
Pronto empezaron los “gatillazos” de Juan, lo que comenzó a imposibilitar el amarse con sus cuerpos; al principio fue de vez en cuando, sin apenas imposibilitar su unión, sólo de cuando en cuando; ella, entonces, le consolaba en su bajón de ánimo, de su propia estimación, diciéndole que “eso” no era tan importante; que lo importante era su amor y que también podían amarse con sus besos, sus caricias Que ya llegaría el nuevo día; la nueva madrugada. Pero esos “inconvenientes” fueron menudeando, más y más, hasta ser los más de los días, hasta ser casi a diario; Juan dejó de llorar en tales contingencias, para sumirse en hosco silencio, llegando a rechazarla cuando ella se le acercaba a besarle, acariciarle, intentando darle algo de sosiego a su atormentado espíritu; se encerraba en su tormentoso silencio, adusto, seco, lejano de ella, para acabar levantándose y alejarse de allí, de su mujer, sin volver la cabeza, sin despedirse, hundido en su miseria
Y en ese desesperante día a día, en el que casi nunca sabía bien a qué atenerse con su Juan, llegó la primera madrugada que no le encontró esperándola. Ella le aguardó, esperanzada en su arribo, pero también temerosa su defección, hasta que el sol comenzó a imperar, implacable, sobre el espacio, aniquilando las últimas sombras nocturnas Sólo entonces desesperó de que él llegara Desilusionada, algo frustrada y temerosa, en un temor indefinido pero que le amargaba el existir, preocupándola, pensó, lo primero regresar a casa y hasta emprendió el camino que hasta allá la llevaba, pero según caminaba, menos ganas de llegar tenía. Aunque brillara, y majestuoso, el sol por el horizonte levantino, sabía que aún era muy pronto, muy, muy temprano, con lo que Yago, sin duda, aún estaría en la casa, acostado, además, durmiendo lo que en la precedente noche no durmiera, batallando a todo batallar con ella, y, la verdad, en aquellos momentos, si a alguien en manera alguna deseaba ver, ese era su hijo, con lo que, dándose la vuelta, desanduvo lo andado. Y, es que desde lo de los “gatillazos” de su Juan, las noches con su hijo se le empezaron a hacer insufribles, pasando a ser por entero ineficaz el “especial tratamiento” de su macho garañón, con lo que las cañas de ayer, hoy se tornaron lanzas(4). Desde que tal sucedía, Ana, cuando iba a su hijo, en verdad, lo hacía ya no en busca del placer que antes más que ansiara sino como su parte en el trato al que con Yago llegara: Mientras ella fuera mujer para él, y tanto tiempo como Yago quisiera, la vida de su Juan, estaría segura
Por finales se tumbó sobre la arena playera, donde tantas veces durmiera abrazada a su Juan, añorándole, echándole de menos. Despertó pasado ya el medio día, casi a la una de la tarde; se sentó, en el mismo sitio en que durmiera, un tanto desorientada, sin saber bien qué hacer; finalmente decidió hacer lo que los demás días: Comió, paseó por la orilla de la playa, se tendió sobre la arena Llegó la hora en que debía volver a casa, para “atender” a su hijo, y por vez primera desde que estableció el “pacto”, no fue allá, sino que se quedó dónde estaba, buscando el reparador descaso del sueño, sin siquiera tomar bocado antes, pues le era imposible meter nada en su estómago, más que revuelto como lo tenía, por los nervios que, desde la madrugada anterior, acumulara.
FIN DEL CAPÍTULO 2º
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