Esta noche traigo el fuego metido en el cuerpo. Dos que tres putas me la han puesto dura en la calle y sólo deseo que "mami" me desahogue, consumido como estoy con la furia y la pasión de un Yago furioso; corro en busca de los favores deshonestos de mi Desdémona, que yace durmiente en casa.
Aún la encuentro trabajando, con sus labios gruesos que succionan la goma de un lápiz grisáceo y su mano frágil, delicada, no obstante maleable, que manipula con suavidad el ratón del ordenador. Sus ojos gatunos me agitan y su pelo, rojizo y sensual, le confiere un impulso sexual femenino vehemente. Tiene un culo hermoso y redondo como el de esas diosas de Xvideos que lo suben y bajan mientras montan alegres una verga de 30 centímetros.
Me encierro en el baño y limpio mis partes íntimas con prodigalidad, en tanto que me saco la polla del pantalón y suspiro orgulloso de mi ver cómo mi verga se hincha de venas que están a punto de explotar.
—¿Vienes a la cama, cielito? —le pregunto, en una orden solapada, al tiempo en que comienzo a masturbarme pensando en las nalgas y las caderas voluptuosas de la vecina que siempre me lanza miradas silenciosas cuando la observo pasar —sin que haya tenido aún el valor de acercármele y hablarle—, con cuya imagen sensual eyaculo a diario en la ducha antes de ir al trabajo.
Parece que no me oye. Me desatiende. Sospecho. Por mis exigencias laborales en la "industria de la construcción", suelo llegar en altas horas de la noche; mis días se alargan y se vuelven tan pesados como la piedra que carga Sísifo mientras asciende por aquella loma solitaria y eterna. Sincerándome, no son del todo monótonos; me gusta lo que hago, sobre todo porque ofrece espacios heteros a un hombre como yo: me brinda la oportunidad de visitar el bar e irme de putas. Esto último es como un ritual para mí, en cuyo rezo descansa mi credo: “Corte, puta y puerto, hacen al hombre experto", y "el que a putas acaba pagando, de infinitos dolores en el alma se termina ahorrando”.
—Ya pronto, querido —me contesta.
—Por qué no te apresuras —le digo; de verdad la tengo dura y tensa— ¿Qué lees? —insisto.
Me levanto de la cama, con la pija revoloteando en el aire, para espiarla.
—¡Es solo basura! —me dice desde lejos.
Le caigo de incógnito. En el fondo, espero que ponga sus manos delicadas en mí, que me la sobe de arriba bajo, a la vez que sueño con que ponga sus ojos amarillos de gata pérfida en mi órgano matador y vea cómo le baño la cara de semen.
Con la verga respingando, me acerco, no sin antes echarle una mirada a lo que lee: “Relatos Adultos/Eróticos”. Alzo las cejas, y sin que ella pudiera avistar mi presencia aún, pregunto extrañado: ¿Esto es lo que lees?
Recito el texto:
“Mi nombre es Pepe, tengo 30 años, estudio, trabajo y tengo una novia se llama Aitana de mí misma edad. Soy un nini y vivo con mi padre, de 50 años de edad. Como soy estudiante, intentaré no extenderme sin tantos detalles relevantes a lo que contaré...
“Papá se había quitado los zapatos para ponerse las zapatillas de hacer sus ejercicios, entonces ella lo vio y se excitó. Puso el celular en vibrador, para metérselo en el culo, mientras yo la llamaba y ella lo veía haciendo sus rutinas. Que excitante.”
—Pero qué reverenda mierda es esta —exclamo indignado, no por las escenas, sino por la pobre calidad literaria del relato; me enfurece que aquello haga que mi verga desfallezca—. No puedo decir siquiera que me da asco, porque el texto es tan malo que siento una profunda lástima por la persona que lo escribió —acabo diciéndole—. ¿El tipo es un retrasado o qué? Ni yo, un albañil de mierda, podría escribir semejante bazofia. Es tan malo el relato, tan malo, que, en vez de agarrarlo a golpes, me dan ganas de pagarle un taller de escritura.
—Lo sé —me contesta ella sin el mayor espasmo; contempla mi pene largo, ahora fláccido, y ríe—. No seas tan duro con él. Quizá sean sus primeras letras. No lo desanimes.
—¿Acaso no ha leído un puto clásico en su mísera vida? —grito molesto—. ¡Es que ni yo… ni yo…! ¿Solo imagina que expresarían mis clientes si yo les construyera una obra así de patética!
Ella intenta agarrar mi verga, pero mi indignación la previene:
—Peor aún —sigo con la vista en el cielo falso—, ¡no me explico como alguna persona, por muy impulsiva sexual que fuera, pudiera tener el valor de excitarse con una mierda como esta?
—Cálmate. Tampoco me excitan. Únicamente hago mi trabajo como lingüista que soy. Estudio la decadencia de la literatura erótica actual, sus raíces y sus efectos posteriores.
—Por Dios, siento verdadera piedad de ti, por toda la mierda que tienes que tragar.
Al decir esto, mi efervescencia sexual se apaga. Horas antes soñaba con llegar a casa, encarmarme como un minotauro en la vagina ancha e insaciable de Pasifae, y perderme en una eyaculada con litros de leche seminal taurina desparramándosele por todo el cuerpo; soñaba con pegarle una cogida digna de Alexis Texas o Mía Khalifa, pero la visión patética de aquellos paupérrimos relatos me desanima.
Cierro mi bragueta, le doy un beso en la frente y me echo como un santo en la cama. La calidad técnica de las narraciones es pobrísima, tanto que ni siquiera un alfa como yo la considera una amenaza para la salud mental de mi mujer. Mientras duermo, no puedo parar de reír en mis sueños, en donde veo que mi verga ronca como un San Benito.