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-Mañana tendrás un día de locos- me había dicho mi jefe hacía una eternidad, es decir aquel miércoles, porque el jueves era mi último día de trabajo y porque el viernes comenzaban mis vacaciones, Y fue un día de locos, efectivamente, porque tuve que actualizar todo mi archivo fotográfico para las ediciones dominicales, porque tuve que entregar material para tres reportajes y tuve que editar casi diez páginas completas. La camioneta del periódico me dejó en mi casa a las dos de la mañana, armé una valija pequeña con poca ropa, dos pantalones, dos blusas, tres camisetas, tres pareos, interiores, dos trajes de baño, dos shorts, pañuelos, chancletas, toallones, la lona de playa que me regaló Rafaela cuando le dije que me iba de vacaciones a Bahía Escondida, tres libros, el discman y mis pirateados de siempre: Sabina, Serrat, Aute, uno de Ray Koniff, mis infaltables boleros y una selección de clásicos. Llegué al punto de partida del autobús antes de las siete de la mañana y desayuné un jugo de naranjas con un sandwich de jamón y queso. El autobús comenzó a rugir mientras se montaban los últimos pasajeros. En un televisor apareció un mensaje de la compañía de transporte que nos deseaba feliz viaje y, al llegar al borde de la calle, un taxi se atravesó delante, el taxista hizo una seña y bajó una muchacha de estatura mediana, vestía una falda roja acampanada, zapatillas deportivas, una camisa negra de mangas cortas, y cargaba una maleta común, una mochila verde y una carterita negra.
El cobrador la acomodó en el asiento libre a mi lado y el autobús arrancó pesadamente. Me cubrí con un toallón para protegerme del frío del aire acondicionado y en pocos segundos me adormilé. Cuando desperté el bus atravesaba un camino rodeado de montañas y la muchacha sentada a mi lado leía una revista de Asterix. Era rubia y llevaba el pelo corto, tenía ojos verdes y pecas alrededor de la nariz, usaba un reloj de cuarzo enorme y varios anillos de fantasía. Era en verdad muy bonita. Después de casi tres horas y media de viaje el autobús se detuvo en un pueblo pequeño y bajé junto a un grupo de pasajeros, todos europeos, blancos y rubios como la muchacha. Un moreno corpulento se acercó a ofrecer el servicio de un pequeño autobús que estaba estacionado a mitad de cuadra, frente a un pequeño restaurante. Una alemana, en trabajoso español, le explicó que quería llegar al hotel Kreiter, en Bahía Escondida. Al oír la tarifa me adelanté entre el grupo y lo enfrenté. Aconsejé que no se dejaran estafar y que esperáramos el transporte que vendría en un par de horas. Finalmente el moreno negoció conmigo la tarifa y el vehículo se llenó y partió de inmediato.
Tras un recorrido por un sinuoso camino de montaña llegamos a un pueblo pequeño, cruzamos la asfaltada calle principal y por un camino arenoso que corría paralelo a la playa llegamos al hotel, un edificio grande con habitaciones amplias, con balcones que miran hacia el mar. El comedor era un espacio abierto, con un amplio techo de yaguas y mesas y sillas de Madera. El corto pero accidentado viaje por la montaña había hecho estragos en mi pelo, de modo que, una vez que me inscribí, averigüé con una de las camareras dónde había un salon. Felizmente había uno en la parte baja del hotel. Como no había ascensores, tuve que cargar mi maleta por una larga escalera hasta llegar a la cuarta planta. La vista del mar desde el balcón era sencillamente espectacular. Me quedé parada, recostada en el barandal de madera y respiré profundamente. Una serenidad que no experimentaba desde hacía mucho tiempo me llenó por completo y me sentí feliz, mucho más que la noche en que, por primera vez, logré dormir sin tranquilizantes. Cuando bajé al comedor casi todas las mesas estaban llenas. Busqué un lugar y, para sorpresa mía, la muchacha con la que compartí asiento sin cruzar palabra me hizo una seña y me senté junto a ella. Comimos arroz con mariscos y de postre una ensalada de frutas con miel que ella degustó con fruición.
-Mi nombre es Macarena.
-Mucho gusto, yo me llamo Adelaida.
-¿Eres de aquí?
-Soy de la capital, ¿tú eres madrileña, verdad?
Sonrió antes de responder y sus mejillas se sonrojaron.
-En realidad vivo en Madrid desde hace más de veinte años, pero nací en un pueblito de Valencia que se llama Rubí. ¿Tú conoces este lugar?
Negué con la cabeza. Recordé en ese momento que la primera vez que oí hablar de Bahía Escondida fue por mención de mi sicoanalista.
-Bueno, no te culpo, yo también quisiera conocer todos los pueblitos de montaña que hay en mi país y nunca he ido.
-¿Y cómo viniste aquí?
-Pues, mira, un amigo antropólogo estuvo el año pasado y, que me ha hablado tantas maravillas de este lugar que, pues me dije, hala, y armé mi expedición después de muchas vueltas.
Continuamos charlando un rato más, hasta que vi en su enorme reloj que eran casi las dos de la tarde. Decidí hacer una siesta muy breve y bajar a la playa cuando el sol no estuviera tan fuerte. Imaginé las pieles enrojecidas de los europeos y me dio gracia mi prevención; a las negras, como es mi caso, el sol nos pone más negras y ya. Antes de ir a la playa pedí un turno en el salón y me llevé uno de los tres libros que puse en la mochila, una novela policial de Rex Stout. Me dí un par de chapuzones en un agua deliciosa y floté como si las olas tuvieran brazos y me estuvieran meciendo, zambullí como lo hacía en mi niñez en las playas del sur y aunque acudió a mi mente una y otra vez el recuerdo de Raquel, había tanta paz que ya nada podía hacerme daño. Raquel fue mi pareja durante casi dos años y medio.
Habíamos hecho un proyecto de vida juntas y yo estaba completamente segura de que nada nos separaría. Sin embargo, Raquel se enamoró en una sala de chat de una italiana llamada Chiara y un día simplemente se fue de mi vida, de mi casa, de mi historia. Viví días desastrosos después de su partida, fumé marihuana y me emborraché con litros de whisky, perdí mi trabajo y entré en un estado de depresión aguda que me duró más de un año. Mi aspecto lamentable, la caída en picada que experimenté, hicieron que me quedara completamente sola. Mi relación con mi familia se rompió totalmente, lo mismo sucedió con las amistades que, horrorizadas, descubrieron mi lesbianismo y me hicieron completamente a un lado, hasta que Rafaela, mi amiga de la adolescencia, me llevó a una sicóloga y comencé una terapia. Tuve que dejar el departamento, vender mis muebles, mi computadora, y mudarme a un cuartito en un barrio apartado. Rafaela me recomendó con un amigo suyo del periódico y me tomaron a prueba durante un mes. Finalmente me quedé trabajando y entonces comenzó, hace poco más de seis meses, lo que decidí llamar “tiempo de mimos”, me inscribí en un gimnasio, empecé a hacer vida sana, me dejé crecer el pelo y ahorré para tomarme unas vacaciones en un lugar tranquilo, es un pueblito casi secreto, te va a encantar, me recomendó la sicóloga.
Aunque el agua estaba deliciosa salí del mar antes de las seis, me di una larga ducha y bajé al salón donde, después de una hora, mi pelo quedó hecho una pinturita. La muchacha que me arregló el cabello me dio datos de los lugares donde se podía comer barato en la noche, me dio el nombre de un taxista de confianza y la tarjeta de un mercadito al que podía pedir bebidas, pan, galletas y otros comestibles por teléfono. Al salir al balcón a colgar mi traje de baño me encontré con Macarena que, desde el balcón vecino, tomaba fotos con una cámara digital. Nos pusimos a charlar y, cuando llevábamos casi una hora hablando, ella me preguntó si conocía un lugar para cenar. Le hablé de los lugares que me recomendaron y ella me invitó. Mi intención era acostarme temprano, ver un poco de televisión, si funcionaba, o leer, pero me pareció una descortesía no aceptar. Me puse uno de mis pantalones, una blusa y sandalias, cargué en la cartera un pañuelo para, llegado el caso, protegerme el pelo y salí.
Macarena usaba una falda larga, zapatillas deportivas y una camisa suelta. Tenía la cara enrojecida. Finalmente llegamos a un barcito pequeño que tenía algunas mesas casi junto al mar y pedimos una pizza y un par de cervezas. Hablamos de nuestros respectivos trabajos. Macarena era ingeniera en sistemas y trabajaba en una empresa de control de producción de alimentos. Regresamos al hotel casi a las once de la noche. Antes de las once y media Morfeo me acunaba en sus brazos.
Los golpes que sonaron en la puerta me rescataron de una pesadilla que incluía las rotativas del periódico. Salté de la cama envuelta en una sábana y abrí la puerta con ojos legañosos.
-Perdóname, pero desde el balcón te oía quejarte, pensé que tal vez te pasaría algo o…
-Gracias, estaba teniendo una pesadilla en realidad, ¿ya desayunaste?
-Iba a eso ahora mismo… ¿quieres que te guarde un lugar?
-Bueno, gracias.
Bajé rápidamente y comí como si no hubiera cenado.
-Estas vacaciones van a hacer estragos en nuestras dietas, dijo ella mientras se servía plátanos fritos con huevos revueltos.
Cuando me sentí completamente llena me puse a pensar en lo que haría. Parece que Macarena me leyó el pensamiento.
-Dime, ¿cuánto crees que nos cobraría un taxi para llevarnos al pueblo? ¿Tegustaría dar un pequeño paseo?
-Podemos preguntar- sugerí.
Finalmente un taxi apareció y en menos de diez minutos estábamos en el pueblo. Caminamos un poco, vimos lugares de ventas de artesanías, dulces regionales, cuadros que impresionaron a Macarena. Almorzamos en un comedor económico donde comimos arroz con habichuelas y pollo frito. Compramos algunas provisiones y bebidas y volvimos al hotel, nos sentamos a tomar una cerveza en el balcón de mi habitación y, a las cuatro de la tarde, fuimos a la playa y estuvimos toda la tarde en el agua. Macarena era muy torpe para nadar y festejaba mis zambullidas y mis planchas.
Me pidió que le enseñara a flotar y entonces tuve que sostenerla en mis brazos. Hacía tanto tiempo que no sujetaba un cuerpo de mujer que me sentí extraña. Supongo que el color de mi piel morena evitó que Macarena notara que me ponía colorada. Estuvimos practicando un rato hasta que, en algún momento, ambas miramos hacia el Oeste y notamos que bajo un manto de nubes que enrojecían lentamente el agua empezaba a teñirse de reflejos rosados, mientras el sol se acostaba sobre el horizonte marino con una luminosa y pesada modorra. Los diferentes grupos de bañistas, separados por distancias de cincuenta y hasta cien metros, seguían nadando y saltando, completamente ajenos al espectáculo imponente que se nos presentaba. Me quedé parada, con el agua casi a la altura del cuello, mientras Macarena se sostenía flotando, prendida de mi brazo.
-Hacía años que no veía un atardecer- dijo.
Cuando el último reflejo del sol pareció sumergirse en la distancia, salimos del agua con lentitud, mientras la brisa nos erizaba la piel. El enrojecimiento del cutis de Macarena alrededor de los bordes de su traje de baño me preocupó un poco. Le pregunté si se había puesto protector solar.
-Pues… hoy todavía no… pensaba ponérmelo después de la ducha.
-Tienes que ponértelo, y mucho, si mañana no quieres estar descascarada como una serpiente.
-No me asustes. No pensé que el sol de aquí fuera tan potente…
Me dí una larga ducha y me senté, envuelta en un toallón, en el balcón a disfrutar de la brisa fresca. Macarena apareció entonces, entró directamente con un tubo de protector solar en la mano.
-Mira, quiero que me lo pongas tú, digo si no te molesta.
Disimulé mi turbación todo cuanto pude y respondí que no, que no me molestaba en absoluto. Macarena se quitó entonces la túnica semitransparente que llevaba puesta y se tendió sobre la cama, completamente desnuda y a mí se me cayó el tubo de protector de la mano, con tanta mala suerte que rebotó en el piso y se perdió, no supe si debajo de la cama o del pequeño gavetero que estaba contra la pared. Me agaché a buscarlo y olvidé por completo que solo estaba cubierta por la toalla. Cuando lo hube encontrado Macarena se había dado vuelta y me miraba, no supe si con desconfianza o con extrañeza. Cuando finalmente comencé a aplicarle la crema aceitosa noté que el masaje la relajaba. Cubrí su espalda por completo, empapé sus glúteos redondos y firmes, los muslos rosados que se erizaban al contacto de mis manos.
-¿Terminaste?
-Sí.
Se dio vuelta entonces y sus senos carnosos, lisos como frutas frescas y apetecibles se hamacaron durante un segundo y mi deseo empezó a ser un dolor. Dioses, es tan hermosa, pensé mientras la bañaba en crema.
-¿A ti te arde la piel?
Asentí, aunque por dentro sabía que el ardor no era del sol, sino de esta tentación que se presentaba en mi cama en un momento en que mi sexo reclamaba la música que le negaban casi dos años de silencio monacal. En la semipenumbra del cuarto la piel de Macarena brillaba como una joya tras una vidriera, tan cercana y tan prohibida.
-Ven, acuéstate…
Sus manos viajaron por mi espalda, por mis muslos, hasta mis talones, y cuando terminó solo dijo que regresaba enseguida, pero ya no volvió. Permanecí en la cama y me dormí. El viento del ventilador de techo me secó toda la crema. Desperté como a las siete de la mañana, y solo entonces noté que no había cerrado la puerta del balcón. Me vestí rápidamente y me asomé a ver el paisaje marino en la mañana. En ese momento vi a Macarena en el balcón, estaba tendiendo una blusa recién lavada. Me saludó sonriente y yo le correspondí.
-¿Quieres venir?- preguntó.
Asentí y en pocos segundos estaba en su habitación. Macarena tenía un discman más moderno que el mío, y un pequeño radio de pilas. Buscó algo de música y se conformó con una canción de Alex Ubago.
-Quería disculparme contigo, verás, me parece que anoche, tal vez fue un exceso de confianza de mi parte…
-Pero muchacha, ¿qué tú dices?
-Pues… ocurre que… no sé… tal vez yo…
No pudo continuar. Comenzó a llorar y me asusté un poco. La tomé de la mano y la senté en la cama, me senté a su lado. Me miró directamente y sus ojos, anegados en lágrimas, parecían más verdes y más transparentes.
-Eres tan bonita- dijo y respiró hondo.
-Y tú eres preciosa- repliqué y la besé antes de que pudiera decir nada más. Estaba preparada para que rechazara mi beso y me pidiera que la dejara sola, pero muy por el contrario, ella devolvió mi beso y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, estábamos desnudas sobre la cama, enredadas y jadeantes. Su cuerpo me pasaba por arriba, por los costados, era como un torrente de piel y de tibieza que luchaba por no volverse viento entre mis manos.
Me deleitó con sus pezones erguidos en mi boca, mordisqueé su vientre y dejé que mi lengua se paseara por su sexo hasta que, sin que pudiera anticiparlo, Macarena se abrió de par en par, arqueó la cintura un par de veces y estalló en un orgasmo que me pareció increíble haber causado. Todavía temblorosa y jadeante me besó en el cuello, jugó en la confluencia de mi pecho y sus manos sedosas desataron sobre mi piel todos los nudos de mi ternura aprisionada y reprimida, su aliento en mi pubis, su lengua que se dedicó a hacer todas las diabluras posibles en mi sexo enfebrecido, fueron el bálsamo que mi soledad reclamaba en secreto. Sentía que mi historia recomenzaba. Hicimos el amor en la tarde y dormimos hasta la madrugada. Fueron diez días tan intensos que ahora, cuando la recuerdo, ignoro de dónde sacamos tanta energía. La tercera noche que pasamos juntas hablamos de nuestros fracasos.
Macarena estuvo casada con un hombre al que había dejado hacía dos años, cuando supo que realmente le gustaban las mujeres, y había terminado hacía muy poco tiempo una relación con una mujer. Ninguna de las dos estaba en condiciones de establecer compromisos para el futuro, de manera que dejamos que el tiempo transcurriera, veloz, vertiginoso, intenso y feliz. La última tarde alquilamos un bote que, según Macarena, ella sabía manejar, y recorrimos toda la bahía. Devolvimos el bote al atardecer y nos tomamos después, en su habitación, todo el tiempo del mundo para buscar un orgasmo simultáneo, pero no pudimos conseguirlo. Macarena regresó a Madrid un viernes en la tarde, tras una despedida simple y sin escenas.
A veces sonrío cuando evoco tantas cosas que inventamos, como la mañana que nos metimos a la playa antes de que amaneciera y nos acariciamos y nos excitamos tanto que regresamos al hotel y pasamos el resto del día en la cama, o la noche que pasamos desnudas desde su habitación a la mía, muertas de risa y de miedo, pero obligadas a reírnos en silencio. Han pasado más de diez meses desde entonces. He tenido un par de salidas con una muchacha muy simpática, y debo reconocer que lo he pasado muy bien, pero no he dejado de añorar el acento madrileño de Macarena, su aroma, su manera de suspirar y sus ojos transparentes. Hemos hablado mucho por ICQ, por teléfono, incluso a las horas más insólitas. He conseguido visa turística y Macarena me ha regalado el pasaje. Dentro de una semana estaré saliendo hacia Barajas. Mi correo de hoy tiene una tarjeta virtual con una antigua melodía española y una foto de la fuente de la Cibeles. El texto dice: “Es otoño en Madrid. Contigo será el paisaje perfecto para caer en el más dulce de todos los peligros. No permitiré que me salves”.
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