Su posición clave en el norte de Italia, cercana a las fronteras de cuatro países, la habían convertido desde siempre en un codiciado enclave estratégico. Ante la llegada inminente de las tropas americanas, multitud de soldados alemanes, italianos y civiles se aglomeraba en las calles, moviéndose al parecer sin un rumbo definido pero con una clara intención; huir del nuevo invasor lo más lejos posible. Los militares, por ser enemigos naturales de los aliados y los otros por haber sido durante años, colaboracionistas – muchos involuntariamente – del fascismo mussolinista.
A ese pandemonio se enfrentó Hannah cuando, junto a su marido y a su hija entró en la ciudad, luego de veinte días de peregrinar desde Katowise más de quinientos kilómetros a través de la República Checa y otros tantos por Austria, adaptándose a las distintas circunstancias del transporte, desde lujosos automóviles de jerarcas alemanes hasta destartalados carromatos, alojándose en espléndidas mansiones o decrépitos pajares pero siempre con el beneplácito que sus anfitriones demostraban ante los salvoconductos que los favores a Dieter y a otros jefes alemanes le habían procurado.
Con la ausencia de los fascistas, la rápida dispersión de los alemanes y todavía sin la presencia de los americanos, la ciudad se había sumido en una extraña calma similar a la de la preguerra. En medio del deambular caótico de quienes escapaban y de los que regresaban, algunos comerciantes nostálgicos se habían atrevido a colocar mesas y sillas en la vereda que, lentamente eran ocupadas por parroquianos dubitativamente temerosos que aun no se animaban a creer en la libertad.
Fue en uno de esos cafés donde se instaló toda la familia y Hannah aprovechó el baño para desembarazarse de los harapos con que había disimulado sus atributos físicos y vestir una fina blusa de seda y una estrecha falda que se ajustaba a su cuerpo hasta la mitad de las pantorrillas. Su proverbial melena ya había sido reducida a una corta melenita enrulada para evitar llamar la atención durante el viaje y ahora, cepillada y brillante, parecía destacar aun más la inquietante mirada de sus ojos claros. Lucía espléndida y era lo que ella pretendía si quería enfrentarse con la condesa deggli Maggiore, contacto especialmente recomendado por Dieter del cual traía una carta, esperando que la italiana canjeara sus salvoconductos alemanes por legítimos documentos italianos.
Dando un beso a Sofía, cruzó decididamente la calle hacia el Palazzo Neri donde aquella residía. Luego de subir la escalinata que la conducía a la tallada puerta de roble, se dio vuelta para despedirse alegremente de la niña. Esperó con impaciencia que una anciana mucama le abriese la puerta, sorprendiéndose gratamente ante la noticia de que esperaban su llegada.
La mujer la condujo a un pequeño salón octogonal cuyas paredes estaban integramente cubiertas de grandes espejos con imponentes marcos dorados y, salvo la presencia de un colmado mueble bar, no había otra cosa que un enorme butacón redondo en el centro de la habitación, sobre el cual la anciana le pidió que tomara asiento y esperara a la condesa.
Intimidada por la lujosa ambientación del lugar, Hannah esperó impaciente durante un largo rato, sintiendo la inquietante sensación de ser observada. Con el estómago hecho un nudo por los nervios, se acercó a la única ventana que estaba abierta. Asomándose discretamente, descubrió que daba a la misma calle del café y que desde ella podía ver a Marco y Sofía.
Iba a saludarlos pero algo la hizo contenerse y confundida, volvió a sentarse en el mullido asiento, con una sensación tal de peligro que casi suelta un grito cuando la puerta se abrió bruscamente y una mujer sorprendente entró por ella. La condesa, además de hermosa, era su antítesis. De baja estatura, lucía el cutis cetrino propio de los meridionales y una cabellera intensamente negra. El resto de su cuerpo, sólo se adivinaba a través de la ligera bata, pero aparentaba ser sólido, armónico y estilizado.
Con una magnífica sonrisa que destacaba los profundos hoyuelos de sus mejillas, le indicó que no se levantara y se sentó a su lado. Hablando un polaco defectuoso y elemental, le pidió el sobre que contenía sus salvoconductos y la carta del general. Asintió varias veces durante su lectura y luego, incorporándose, guardó los documentos en un cajón del mueble bar.
Volviendo a su lado, tomó una de sus manos y palmeándola cariñosamente, le pidió que no se preocupara y se tranquilizara. Ella tenía noticias suyas desde el mismo día en que emprendieran viaje y había tenido tiempo para preparar las cosas de manera que no tuvieran inconvenientes.
Como corolario y casi descuidadamente, le refirió que conocía de su relación con Dieter desde hacía tiempo y que algunos otros jerarcas nazis habían hecho alabanza de su virtuosismo sexual. Con el mismo tono de cínico sarcasmo disfrazado de pícara complicidad, le dijo que ella no debería ignorar cuanto se arriesgaba consiguiéndole esa documentación y la pena que le esperaba si los yanquis descubrían su condición de agente del Eje. Tal vez la misma que a ella y su familia, si es que alguien ponía en manos de los aliados la carta del general y sus salvoconductos.
Ante la impaciente insistencia de Hannah sobre cuales eran sus condiciones para darles los documentos y no denunciarlos, la italiana tomó ardorosamente sus manos y estrechándolas con vigor, le confesó sin ambages que su belleza superaba todo cuanto había sabido sobre ella por años y que, deslumbradoramente excitada, sólo esperaba que confirmara sus habilidades en la cama con una tarde de sexo.
Hannah se incorporó indignada y le dijo que si ella había accedido a tener relaciones con los alemanes, la había obligado su condición de judía y el hecho de proteger tanto a su familia como a buena parte del pueblo pero no era una prostituta que iba de cama en cama y menos con una mujer.
Sonriendo con pícara ironía, la condesa le pidió que se calmara y no tomara las cosas tan a la tremenda, después de todo ella era una buena amiga de Gerda Jancker, quien decía guardar un buen recuerdo suyo y, por relatos de espías en su pueblo, sus relaciones con la condesita Ilse habían sido desenfadadamente públicas.
Con enigmática sonrisa, le pidió que se asomara a la ventana. Cuando Hannah corrió impetuosamente hacia ella, alcanzó a ver como la anciana conducía a su familia hacia la casa. Angustiada, corrió hacia la puerta pero la encontró cerrada con llave y, cuando se dio vuelta, encontró que la italiana había atrancado la ventana, cubriéndola con una espesa cortina. Desesperada, se dejó caer en el butacón y cubriéndose el rostro con las manos, estalló en desgarrador llanto.
La lujuriosa condesa se sentó a su lado y, pasándole un brazo sobre los hombros la atrajo hacia ella, consolándola mientras le aseguraba que su marido y su hija dispondrían de un cómodo cuarto y comida a la espera de que terminara con los “trámites” y que estaba en sus manos conseguirlo cuanto antes para que ella diera orden de liberarlos.
Todavía con el pecho estremecido por el hipar del llanto, permitió sin resistirse que la mujer fuera desabotonándole lentamente la blusa, despojándola de ella. Con movimientos casi imperceptibles fue desprendiendo los ganchos del corset, dejando sus hermosos senos a la vista y, con extrema delicadeza, la italiana fue recostándola sobre el acojinado butacón para después liberar los botones de la cintura e ir bajando a lo largo de las piernas la estrecha falda, operación que repitió con el sedoso calzón de satén.
Paralizada, Hannah había dejado que los acontecimientos sucedieran sin oponerse, como siempre lo había hecho. Totalmente desnuda, se sentía tan inerme y expuesta que sólo podía aguardar la actitud que tomaría la mujer, la que con una hábil contorsión se desembarazó de la lujosa bata, mostrándose en toda su espectacular desnudez. La solidez de su cuerpo superaba lo imaginado por Hannah y, si bien en proporción menor a las de ella, sus carnes se mostraban opulentas y contundentes, no sólo por el tamaño sino por lo perfecto. Lo que asombró a la polaca fue la ausencia total de vello en el cuerpo de la italiana, otorgándole a su piel un aspecto limpio y pulido, casi de marmórea tersura.
Ana, tal el nombre la condesa, estaba fascinada por el espectáculo sublime que la desnudez de Hannah le proporcionaba. Con los ojos obsesivamente fijos en la masa de gelatinoso temblor que eran los senos, sus dedos, finos, delicados y sensitivos, fueron deslizándose sobre la delicada piel, estableciendo una corriente estática que pasaba de la una a la otra, haciendo que la de Hannah se erizara y estremeciera en tics espasmódicos imposibles de reprimir.
Mientras las yemas de los dedos recorrían obsesivamente cada rincón del cuerpo, la polaca estallaba en explosivos raccontos de su iniciatica relación con Gerda y las románticamente satisfactorias con Christina, cuyo recuerdo asestó una dentellada de pasión a su vientre. Ahora, cuando la experiencia se hacía carne en su cuerpo y, aun sin ella proponérselo, este respondía con las sensaciones exacerbadas. La caricia de Ana era exasperante, lenta y leve, como si varias mariposas curiosamente inquietas se deslizaran morosas por los mínimos intersticios y oquedades de la piel.
En la medida en que los dedos se escurrían hacia sus piernas y jugueteaban con sus tobillos y empeines, un fuerte cosquilleo que se había instalado en los riñones, arqueaba su columna y por ella corría hacia la nuca, instalando un cielo de luces multicolores en su mente y diminutas explosiones de placer fluían hacia el pecho para invadir finalmente al sexo de una angustiosa sensación de espera.
Como una sacerdotisa del vicio, la mujer convocaba con sus pases a los más oscuros demonios que yacían escondidos en lo profundo de sus entrañas. Las uñas cortas y afiladas de la italiana, habían reemplazado a la suavidad de las yemas y como perversos cuchillos rascaban tenuemente la piel en espirales de hipnótico sometimiento. Subieron a lo largo de las piernas, contorneándolas en infinitos surcos de placer y cuando llegaron al vértice que las unía, estas se abrieron como dos alas y comenzaron a agitarse en suave e insistente reclamo instintivo pero las uñas, eludiendo todo contacto con el sexo, subieron por las canaletas de las ingles, ya pletóricas de sudor y se entretuvieron en la oquedad profunda del ombligo.
Finalmente, escalaron empeñosas por las laderas de los senos rascando sañudamente la áspera superficie de las aureolas y se clavaron en los endurecidos pezones. Con los ojos dilatados por la ansiedad y con un ronco estertor surgiendo desde el pecho hacia los labios, súbitamente resecos y afiebrados, vio como Ana se montaba ahorcajada sobre ella y hundiendo las manos entre los cortos mechones de su cabello humedecido por la transpiración, aferraba fuertemente su cabeza y aproximando la suya, recorría en menudos y ardientes besos todo su rostro.
Los labios rozaron apenas los suyos que se abrían estremecidos y trémulos. La punta de la lengua, ávida y traviesa se agitó tremolante, mojando con su saliva en interior de los labios y finalmente la boca toda envolvió angurrienta a la suya, empeñándose en una succión desesperada que la hizo abrazar fuertemente por el cuello a la italiana, sumándose a la lid que la boca le estaba reclamando. Las lenguas se enzarzaron en un singular combate en el cual, chorreantes de espesa saliva confundían sus alientos y se mordían recíprocamente en medio de agudos gemidos histéricos.
Hannah había recuperado el sentido del placer y una ola de liberación sexual la invadía. Se dejó llevar por la otra Ana y comprometió el mejor esfuerzo por complacer y ser satisfecha. La italiana sintió como todo el cuerpo de la polaca se relajaba y se le entregaba dócilmente. Su boca se despegó con renuencia de los grandes labios táctiles de Hannah y recorrió en suaves chupones pequeños la gelatinosa textura de los grandes senos, empeñándose en provocarle redondos hematomas sobre la superficie que coronaba a las aureolas en tanto que su mano sobaba concienzudamente al otro seno y tomando entre sus dedos al pezón, comenzó a apretarlo en dura fricción que paulatinamente aumento en intensidad, convirtiéndolo en verdadero retorcimiento.
Otra vez el dolor volvió a constituirse en fuente de placer para Hannah, quien sintió en el mismo fondo de la matriz el reclamo atávico del puro goce y aferrando la cabeza de la condesa entre sus manos, la apretó contra su pecho mientras le suplicaba que no cesara y que incrementara su accionar. La italiana parecía haber perdido el control y con un fervor digno de mejor causa, mientras clavaba fieramente las uñas sobre la mama, mordisqueó rudamente la que tenía entre los labios.
Con la cabeza clavada en el lecho y el cuello tensado a punto de estallar, Hannah sacudía con desesperación la pelvis en vano coito mientras clavaba sus uñas en la morena espalda de la condesa y por la intensidad de sus broncos gemidos, aquella comprendió que estaba alcanzado el orgasmo. Abandonando sus pechos, hundió la cabeza en la entrepierna que se sacudía convulsivamente, accediendo a los suculentos labios de la vulva inflamada y pulposa. Los labios y la lengua penetraron entre los oscurecidos pliegues, esforzándose con denuedo en lamer y succionar al pequeño manojo de carne en su interior, mordisqueando enardecidamente al endurecido clítoris al tiempo que con su dedo pulgar lo estimulaba desde el Monte de Venus.
Hannah sentía como sus jugos internos irrigaban la vagina desde el útero y los labios de la vulva secretaban los humores que la mojarían placenteramente; perdido todo recato, le exigía roncamente a la mujer que la llevara a la cúspide del goce, haciéndola acabar. Entonces, dos dedos delicadísimos, finos y largos se introdujeron en la encharcada vagina y se extendieron sobre el rugoso anillado interior, rascando, hurgando en las espesas mucosas a la búsqueda del punto que ella, como mujer, sabía que disparaba las sensaciones más espléndidas de goce.
Cuando la sensibilidad de sus yemas detectó la pequeña callosidad, la excitaron lentamente y comprobando que a su estímulo se inflamaba adquiriendo un volumen similar al de una nuez, multiplicando los gemidos y la convulsiones ventrales en la polaca, se dedicó con esmero a restregarlo hasta sentir como Hannah se relajaba y entre sus dedos escurrían las mucosas que parecían haberse licuado en cálidos jugos.
Como en un efecto dominó, experimentó a su vez la habitual sensación de dedos engarfiados a sus músculos arrastrándolos hacia las entrañas y, mientras con el dedo pulgar castigaba al clítoris, la boca bajó hacia la apertura dilatada de la vagina y hundió su lengua en el oscuro ámbito, sorbiendo con fruición la generosa marea que rezumaba del conducto. El pulgar de la otra mano, dispersando esos líquidos, masajeó suavemente la negra y fruncida entrada al ano. Dilatándola con ternura, fue introduciéndose con lentitud entre los esfínteres que fueron cediendo complacientes y comenzó un entrar y salir que fue incrementándose en la misma medida en que el calor intenso del orgasmo la iba cubriendo de transpiración.
Ante sus jadeos, ayer y retorcimientos desesperados, la italiana ejecutó algo que la polaca ni imaginaba se pudiera realizar; introduciendo dos dedos a la vagina encharcada, fue ejecutando un corto movimiento copulatorio y de a poco, fue añadiendo los otros al tiempo que los empujaba hacia dentro cada vez un poco más.
Hannah estaba asombrada por dos cosas, la una era la elasticidad de sus músculos que se distendían sin dolor ante el ensanchamiento brutal y la otra, era que eso no sólo no le provocaba sufrimiento alguno, sino que la introducía a un placer nuevo y distinto; advertida de su complacencia, Ana fue formando una cuña con los cinco dedos y paulatinamente, esta superó el obstáculo de los nudillos que hicieron rechinar los dientes a Hannah, y cuando el pequeño puño estuvo dentro, la italiana lo movió como un pequeño ariete que fue socavando el canal vaginal y después de unos momentos en que la pelirroja expresaba su satisfacción en medio de rugidos y gemidos, abrió los dedos como un abanico para realizar un movimiento circular de la muñeca, lo que enardeció a Hannah y en medio de sus gritos desesperados de que la condujera a la satisfacción total, alterno esos giros con la acción del puño
Hannah alcanzó largamente su orgasmo y desde la dulce relajación corporal, disfrutaba de la febril actividad de la condesa con una enorme sonrisa de satisfacción y acariciando la negra cabellera, la incitaba a proseguir sometiéndola a tan excelso disfrute en medio de un torrente de involuntarias frases amorosas en polaco que difícilmente Ana podría comprender. Jadeando violentamente, esta se había derrumbado sobre su sexo, obnubilada por las últimas contracciones explosivas de su eyaculación en tanto que la polaca volvía a sentir como desde el fondo de las entrañas se encendían los fogones del deseo y una lava ardiente la invadía
Enceguecida por el despertar de una salvaje necesidad sexual tras tantos días de abstinencia total, se incorporó y tomando a la desmadejada Ana entre sus brazos, la acostó en el centro del enorme butacón. Poniéndose invertida sobre ella, comenzó a besarla con lujuria en la boca, introduciendo en ella su lengua voraz cargada de saliva mientras sus manos sobaban y estrujaban a conciencia los hermosos senos de la italiana, la que volviendo a recobrar la conciencia, la abrazó con desesperación y ambas se trabaron una dulce contienda amorosa.
El tiempo se había detenido. Todo parecía suspendido; moviéndose en ralentti, los dedos acariciaban y estrujaban las carnes con insólita ternura y los labios famélicos se extasiaban en la succión del beso o de los pechos. Ambas semejaban estar contagiadas por idéntica inquietud apremiante, sus cuerpos tan disímiles vibraban al unísono y acoplándose con justeza se complementaban, se fusionaban buscando con denuedo la miscibilidad de sus jugos, sus salivas, sus sudores y sus pieles.
Arrullándose mutuamente en ronroneantes e indescifrables susurros, ondulaban y rodaban sobre la mullida superficie, ora arriba, ora debajo. Como si un mandato silencioso las compeliera, se deslizaron simultáneamente a lo largo de los vientres y las bocas se extasiaron en el sometimiento de las soberbias e inflamadas vulvas, abultadas y mojadas; Ana, lamiendo y sorbiendo la monda vulva de Hannah y esta, deslumbrada por la de la morena, que se dilataba en una especie de latido siniestro, ansiaba conocer el sabor de esa mujer que, seguramente, sería la última que poseería en su vida
Recorrió morosamente los labios casi ennegrecidos por la acumulación de sangre que les daba tumefacción, cubriéndolos de incontables besos y luego, la delicada punta aguda de su lengua se deslizó entre ellos, humedeciéndolos aun más y solazándose en la succión de los rosados pliegues interiores que emergían entre ellos. El sabor y el aroma de los jugos femeninos parecían enajenarla y, separando los labios con los dedos, hundió su boca en el perlado óvalo deslizando la lengua repetidamente sobre la tersa superficie.
Atrapando entre sus labios los gruesos pliegues, fue macerándolos en lenta succión para concentrarse más tarde en el diminuto pene que se alzaba desafiante y que fue adquiriendo volumen en la medida que ella lo ceñía entre sus labios, mordisqueándolo con cierta saña hasta hacerle adquirir el tamaño de un dedo meñique.
Tomándolo entre los dedos, lo estrujó y retorció fieramente al tiempo que sus uñas se sumaban al suplicio de los dientes, provocando que la italiana, enloquecida de placer, hiciera lo propio con el suyo iniciándose una simultaneidad de crueldades recíprocas en las cuales se castigaban y torturaban mutuamente de manera aberrante, perversa, desenfrenada y brutal.
Los enormes espejos reflejaron innumerable cantidad de veces el espectáculo alucinante de esos dos cuerpos, tan disímiles y tan iguales. Rugiendo como posesas, se penetraban violentamente con los dedos y allí dentro, arañaban y herían a la otra en procura del placer propio. Los dientes mordisqueaban pliegues y clítoris al tiempo que las manos sumaron dedos a las penetraciones, conforme los músculos vaginales cedían mansamente para que, en forma ahusada, los cuatro se deslizaran dentro de sus sexos.
Desenfrenadamente fuera de control y en demoníaca porfía, parecían querer devorarse una a la otra, succionándose vorazmente en medio de bramidos de placer y palabras cariñosas. Desorbitadas, introdujeron dos de sus dedos en los anos y así, en medio de la infernal hordalía de una doble cópula, alcanzaron simultáneamente el orgasmo y se desplomaron exhaustas, trémulas y agotadas, sumidas en la roja inconsciencia de la satisfacción total.
Después de un largo rato, con los sentidos todavía embotados por la bruma casi corpórea que inundaba su mente y mientras en su cabeza se entremezclaban las imágenes recientes de la italiana con las de Christina, Hannah presintió de una manera animal e instintiva la delicada caricia que la boca de la italiana provocaba en la corva de sus piernas encogidas y como respondiendo a algún misterioso llamado, un colosal cosquilleo se instalaba en su bajo vientre. Los labios se escurrieron ligeros por la tersa piel de los muslos interiores y otra vez recreaban la alquimia simbiótica que las había conducido a los más altos niveles del placer. Con los ojos aun cerrados y acezando quedamente, comprobó como desde el fondo de la vagina crecía una sublime y fascinante exaltación que generaba el fermento irrefrenable del deseo.
La boca de Ana se posesionó del sexo entreabriendo los labios con sus dedos, dejando expuesto el manojo de pliegues que lentamente fue refrescando y excitando con la punta vibrátil de la carnosa lengua. Recuperada totalmente la consciencia, y con la lengua humedeciendo sus labios, Hannah comenzó a sobar y estrujar entre los dedos a sus propios pechos, rascando la arenosa superficie de las aureolas y clavando las uñas en los pezones mientras los retorcía sin piedad.
La condesa maceraba codiciosa entre sus labios y dientes al diminuto órgano, estirándolo de una manera inusitada y provocando en la polaca roncos bramidos de satisfacción. Tremolante, la lengua transitó hacia abajo, se entretuvo por un momento en el pequeño pero altamente sensibilizado agujero de la uretra y luego fustigó las crestas que festoneaban como un umbral carnoso el ingreso a la ardiente caverna. Tal vez motivados por los generosos líquidos o los efluvios aromáticos del canal íntimo, los labios succionaron como una ventosa insaciable el agujero y la lengua frenética se introdujo en la umbría hondura, recogiendo golosa los humores que manaban lentamente.
Hannah había ido imprimiendo a su cuerpo un cadencioso ondular que se ajustaba a los embates furiosos de la italiana, la que al ver la respuesta encendida de la polaca y sin dejar de torturar al clítoris, metió tres dedos dentro de la vagina que mientras se deslizaban entrando y saliendo resbalando en la copiosa lubricación del órgano, se ensañaban hurgando y escudriñando las carnes sensibilizadas.
Con las manos aferrando el terciopelo del lecho, Hannah clavaba la cabeza en él mientras la sacudía a los lados, hundiendo el filo de los dientes en los labios resecos, sintiendo que los músculos del cuello estallarían por la fuerte tensión y dedicando esa entrega final de su sexualidad a la condesa, como un homenaje al amor que sentía por Christina, de la cual nunca se había podido despedir.
De alguna manera ignorada por ella, Ana se había hecho de un sustituto de miembro masculino y ahora, luego de deslizarlo a lo largo del sexo para humedecerlo, restregando rudamente al clítoris con la cabeza y en medio de su exaltada ondulación, lenta y morosamente, fue penetrándola. El tamaño no la disgustó y sus músculos vaginales se dilataron para recibir al invasor, ciñéndolo después como si fueran un apretado guante carneo sin importarle las laceraciones y excoriaciones que su ríspida superficie le ocasionaban.
Sin dejar de succionar al clítoris, Ana se ocupó porque la verga la penetrara hasta sentirla golpear contra el cuello uterino. Una vez allí y mientras le otorgaba un lento vaivén, la fue moviendo en forma circular, variando el ángulo de la penetración y rozando con la testa hasta el último rincón de la vagina. Finalmente, adquirió un ritmo que encegueció a Hannah quien, a la par de mover sus piernas como aleteos espasmódicos, exhalaba quejumbrosos bramidos acariciando la cabeza de la italiana mientras le rogaba para que intensificara la profundidad de la penetración y le hiciera alcanzar el orgasmo.
Después de la increíble penetración de la mano, el cuerpo de la polaca era un maremagnum de sensaciones encontradas. Por un lado la prepotencia y la crudeza de la penetración la contraían, crispándola y por el otro, el mismo dolor le provocaba tanto placer que superaba largamente el sufrimiento, sumergiéndola a un mar de dulces explosiones que escurrían entre sus carnes y con ganchudas garras parecían querer separar los músculos del esqueleto para entregarlos al volcán ígneo de sus entrañas.
Cuando sentía en su nuca, riñones y vejiga que estaba por llegar al clímax, Ana retiró la gruesa verga de su sexo y ya se erguía para recriminárselo indignada, cuando la italiana la apoyó sobre los esfínteres del ano y, lenta pero sin hesitar, la introdujo vigorosamente. El dolor puso un estallido blanco en su cabeza junto al alarido espantoso de su pecho y, nuevamente, descubrió que junto al sufrimiento más terrible llegaba el más maravilloso de los placeres.
Superados los esfínteres, el falo provocaba escándalos allí por donde inauguraba el camino. Alienada por el disfrute, Hannah encogió las piernas y tomándolas entre sus manos llevó las rodillas casi hasta los hombros, facilitando la intrusión al ano y en medio de poderosos rugidos, alcanzó uno de los orgasmos más satisfactorios de su vida. Mientras su vientre se estremecía en convulsivos espasmos y contracciones vaginales, el fluir de sus humores inundó la boca sedienta de la italiana.
Cuando aun su llanto del dolor-placer la conmovía y el hipar de los sollozos la ahogaba, la condesa se colocó entre sus piernas, cruzándolas hábilmente con las suyas para establecer un íntimo contacto de los sexos y así, estregándose estrechamente, empujaron sus cuerpos uno contra el otro hasta que volvieron a sumirse en el tiovivo del placer mientras miríadas de luces multicolores deslumbraban su entendimiento. Durante un largo rato y ya sin violentas penetraciones, sino entregando lo mejor que cada una tenía para dar, complementando el roce brutal de los inflamados pliegues con excelsas manipulaciones a clítoris y anos, se prodigaron en un goce que, lentamente las fue volviendo a la realidad.
Sin ningún tipo de comentario, las mujeres se lavaron en un lujoso baño cuya puerta era un espejo y, mientras Hannah se vestía, Ana abandonó por un momento la habitación. Cuando regresó, entregó a la polaca tres legítimos pasaportes italianos con sus respectivos visados y los pasajes en un buque que los conduciría a la Argentina, quemando en un cenicero los peligrosos documentos alemanes y la carta de Dieter. Tras un apasionado beso y una última caricia a sus pechos, la condesa abandonó la habitación, dejando la puerta abierta.
Cuando Hannah salió a la penumbra del atardecer, cayó en la cuenta de que había estado más de cuatro horas con la fogosa italiana, pero descendió gozosa la escalinata del Palazzo para abrazarse con Marco y Sofía que la esperaban en la acera. Terminaban de doblar la esquina tomados de las manos, cuando dos jeeps estadounidenses frenaban bruscamente y los soldados se apresuraban a hacer saltar a culatazos la cerradura del Palazzo.
Rescatando de corset sus verdaderos documentos, Marco los sumó a los entregados por la condesa y en esa nueva condición de refugiados judíos, ingresaron oficialmente a la península recientemente liberada. Aunque llena de alegría, la situación era caótica; soldados que buscaban fijar residencia y otros que, listos para invadir nuevos territorios en el norte sólo estaban de paso, más las autoridades militares aliadas que superponían la validez de sus jurisdicciones con las civiles que se negaban a perder sus privilegios.
Así, el tránsito hasta Nápoles se les hizo dificultoso y comprobaron al arribar, que la ciudad estaba colmada por miles de refugiados de diversas nacionalidades que se atropellaban para conseguir pasaje a cualquier parte del mundo, en alguno de los muchos barcos que se agolpaban en la bahía.
Era tal el desorden que provocaba esa multitud informe a las autoridades portuarias que, a pesar de poseer los pasajes, tuvieron que esperar más de un mes para que les fuera adjudicado un buque que viajara rumbo a Sudamerica.
Sofía aprovechó ese tiempo para escurrirse por las calles estrechas y empinadas de la centenaria ciudad, donde todo era nuevo para ella; los fuertes y aromáticos olores de la comida, el idioma estentóreo que nada tenía que ver con el italiano calmoso que hablaba su padre o el aspecto de esa gente de baja estatura, cutis oscuro y ensortijado cabello negro, hasta ese mismo mar casi sin olas pero que era el primero que veía en su vida. Encandilada, parecía ansiosa por aprehender todo lo nuevo, todo lo distinto de esa tierra que los cobijaba con la certeza de que sería lo último que se llevaría de Europa.
Entretanto, Marco había capitalizado el tiempo, estableciendo relaciones con gente de la colectividad y personas que tenían vinculaciones en Argentina, conforme al plan que había elaborado en los últimos treinta días y Hannah parecía haber entrado en una etapa de toma de conciencia.
Rota la burbuja en la que se había aislado, enfrentaba la cruda realidad y se sentía acosada por la culpa y el remordimiento de saber que, mientras ella disfrutaba del bienestar y se revolcaba en el placer que le proporcionaban los nazis, miles y miles de judíos morían en los campos de concentración que ella había eludido tan ignominiosamente.
Con esa diligencia y facilidad que tienen las mujeres para conectarse entre sí, se había sumado al grupo de mujeres judías que viajarían en el mismo barco, torturando su mente afligida con las desventuras y sufrimientos que cada una de ellas arrastraba consigo. Su repentina dedicación a la religión de la que había renegado hacía tantos años, la llevaba casi al fanatismo y por ella, como antes lo había hecho por el sexo y el alcohol, se desentendía de lo que pudiera pasarles a su marido y su hija.
Finalmente, una soleada mañana de primavera en la que los árboles frutales florecían en las colinas, los Vianini abordaron el desvencijado paquebote que los conduciría a la Argentina, fortuito destino final que ni siquiera presentían meses antes.
DOS
SOFIA
La elegante silueta Art-Decó del edificio Kavanagh encaramado en la joroba de la plaza San Martín, alucinaba los ojos de la joven-niña con su espigada blancura de rascacielos moderno. Acodada en la barandilla del destartalado barco, Sofía ve materializarse sobre ese río-mar de turbias aguas marrones, una ciudad que va llenando sus ojos - acostumbrados a horizontes acotados por montañas y a una arquitectura monótonamente chata - del asombroso e inarmónico perfil geométrico de cubos apilados entre cúpulas ovales de la Santa María de los Buenos Ayres que, en su simpleza, se le antoja mágica.
La travesía no ha sido para nada placentera, especialmente para gente que como ella no conocía el mar. Como cabe a todo mar que se precie de tal, el Atlántico los sacudió de lo lindo en estos veinticinco días, condicionándolos para recibir la noticia del arribo con una alegría que superó la expectativa de la tripulación. Durante esas casi cuatro semanas, el desorden, la suciedad, la caótica mezcla de idiomas, las rencillas cotidianas por ocupar un lugar mejor y la indiferencia de su madre que, sumida en el ensimismamiento de un místico arrepentimiento, hiciera caso omiso de su primera menstruación, la confinaron a un rincón particular de la cubierta desde el cual dejaba que su mirada se perdiera en ese horizonte infinito que la acercaría a una nueva vida, manteniéndose alejada de la chusma bullanguera y de ese eterno olor a sopa que no provenía de las cocinas sino de la gente misma.
Tras la cuarentena en el Hotel de Inmigrantes dónde su vida no ha sido muy distinta a la del barco pero que le permitiera adquirir los rudimentos de ese idioma que se habla como se escribe y no está plagado de consonantes que se pronuncian como vocales, Sofía y sus padres van a parar a un hotel de mala muerte sobre las recovas de la avenida Leandro Alem. Desde su ventana, se pasa horas enteras observando el tránsito incesante de automóviles, tranvías, camiones, colectivos y gente que la encandila; nunca había supuesto la existencia de tal prodigio.
Fascinada, no se cansa de mirar el espectáculo de los policías que, sobre una garita redonda instalada en el cruce de la avenida con la calle Lavalle, dirigen ampulosamente el tránsito con estridentes pitadas de su silbato. Pasados unos días, con la complicidad de la dueña del hotel cruza la avenida y se aventura entre los puestos de la feria franca que todos los martes y jueves se instala en la plaza Roma sobre la esquina que da al Luna Park, llenando sus ojos y su olfato con el asombro de tantas cosas nuevas que, en su ignorancia, no alcanza a asimilarlas y por lo tanto no codicia.
En el ínterin, su padre ha tratado de vincularse con algunas de las personas que le recomendaran en Nápoles, las que le aconsejan que, por su condición de judío y la falta de conocimiento del idioma, le conviene mudarse a Villa Crespo, lugar en el que se aglutina la mayor parte de la colectividad.
El Villa Crespo del momento es una mescolanza de nacionalidades e idiomas; rusos polacos, ucranios, sirios, libaneses, griegos, indios - de la India, naturalmente -, italianos, españoles y hasta japoneses, interactúan en una sociedad sin rencores y, con tolerancia, elaboran una comunidad próspera y pacífica.
Ignorante desde siempre de su origen étnico-religioso, Sofía lo vive con el deslumbramiento de cualquier chiquilina de su edad; las calles arboladas con sus casas de frentes enlucidos o revestidas de brillantes mármoles, las vidrieras de los negocios que le ofrecen cosas nunca vistas y fundamentalmente su gente, bien vestida, alegre y musical, que siempre está cantando, tarareando o silbando melodías que le son extrañas pero le gustan.
También encuentra que en ese sitio al que llaman barrio, han recalado inmigrantes de distintas nacionalidades que, como ellos, han huido de la guerra y que, además de su idioma natal, se entienden en otro que los une e identifica llamado idish. Su padre ha comprado un excelente local en la avenida Corrientes, justo en esa zona indefinida de Villa Crespo en que la vereda de enfrente se transforma en Chacarita y sobre el que, un espacioso y moderno departamento con comodidades impensadas, da cobijo a la mínima familia polaca.
Como todos los niños de cualquier raza, con timidez primero y luego adaptándose con soltura, Sofía se une a los grupos de chicos que pueblan las veredas y pronto se maneja en un chapurreado lenguaje que le permite a Hannah, inscribirla en la escuela como oyente.
Despaciosa e inexorablemente, al desarrollarse como mujer, su cuerpo espigado va cobrando las formas opulentas de su madre y la belleza de su rostro de rasgos más afilados, promete ser tan espectacular como el de aquella. El rojo cabello que Hannah se ha preocupado que mantuviera largo y sedoso, tiene un tono un tanto más oscuro y las negras pestañas otorgan aun más luminosidad a los ojos enormes, ambarinos, que resaltan sus facciones equilibradas de tez aceitunada como su padre.
La “rusita”, pronto cobra popularidad en el vecindario y los jovencitos, demasiados para el gusto de Marco, merodean frecuentemente la peluquería, pero su orgullosa hija, poseedora de secretos y conocimientos que ninguna mujer hubiera siquiera imaginado, desalienta a quienes se atreven a cortejarla dedicándose sólo al estudio y a perfeccionar lo que ella denomina su “gintino”.
La extraordinaria belleza de Hannah alborota al barrio, especialmente a aquellos que, más allá de ser judíos, llevan generaciones en el país y como verdaderos porteños, son mujeriegos y picaflores, pero su encanto natural sumado a la indiferencia a esos avances le granjea la simpatía de las mujeres y no tarda en hacer buenas migas con sus vecinas. Como su posición aparenta ser holgada, es rápidamente aceptada por la colectividad femenina.
Como hija única, Sofía debe acompañar a su madre a las reuniones del centro hebreo IONA en la sinagoga Max Nordau, donde Hannah se vincula se vincula con señoras adineradas que solicitan sus servicios de manicura a domicilio, más por una curiosidad que por necesidad. Su morbo les dice que esa mujer tan hermosa no puede haber pasado desapercibida durante la ocupación alemana y le tiran de la lengua para que las entretenga, dando pasto a la comidilla con lo que ellas esperan oír de sus escabrosos relatos de la guerra.
Hannah se divierte entonces exagerando las cosas de manera fantástica y se solaza ante el rubor escandalizado de esas mujeres que nunca han vivido otra situación más extrema que la de engañar a sus maridos y eso, sólo ocasionalmente.
Por su parte, Marco no permanece ocioso y comienza a esbozar sus planes, larga y pacientemente elaborados. Una vez instalada la peluquería y establecida la calidad del servicio por sus nuevos clientes, tan ansiosos y curiosos como sus mujeres en conocer detalles de la guerra de primera mano, aprovecha esa circunstancia para relacionarse con otros comerciantes y pequeños industriales, tanto los ashkenasis de la calle Gurruchaga, atestada por puestos de fruta, pescado frito, semillas de girasol o zapallo saladas y los deliciosos bollitos de carne picada y acelga, como no descuida su relación con los intelectuales, en su mayoría sefardíes, que el barrio tiene en cantidad y calidad, entreverándose en más de una tertulia en la librería Gleizer, famosa por el nivel académico de sus asistentes.
Reparte sus horas de ocio entre el templo y recalar en las noches en el Corrientes, Colón o San Bernardo, cafés donde le gusta trenzarse en interminables discusiones con los cuenteniks, vendedores ambulantes que parecen saberlo todo sobre cualquier tema, desde fútbol hasta filosofía e, inevitablemente, política.
Por su aspecto romántico, el apellido italiano y su origen polaco, es bien recibido en todos los círculos y, casi por propio peso, la peluquería va camino a convertirse en un nuevo centro de reunión masculina mientras que las señoras del barrio, cautas pero no castas, miran complacidas su membruda pero longilínea figura de largo cabello negro partido al medio, buscando los ojos melancólicos del europeo con picardía y él, para nada indiferente, no sólo no desprecia esas muestras de ardiente simpatía sino que las convierte en contundentes, furtivos y clandestinos lances amorosos, dada su nula relación sexual con Hannah desde la evacuación de Tichy.
Al tercer año, Hannah inscribe a Sofía en un colegio secundario de la colectividad en el cual se habla una mezcla de ruso, polaco, ucranio y valesko – un chapurreo entre idish y español -, cosa que termina por convencer a la jovencita de que ese microcosmos terminara encerrándola en un círculo que la estigmatizará.
Al finalizar ese primer año, su insistencia sobre el tema - discusión casi permanente con su madre -, hace que esta acepte la prosecución de sus estudios en un colegio público fuera del barrio para poder asimilarse mejor a las costumbres argentinas, tener nuevos amigos que no sean judíos y practicar con verdaderos porteños un español sin acentos extraños.
Cuatro años después y casi como una ironía, la familia vive la misma situación individual que en los cuarenta; unidos y tolerándose, hacen su vida en forma independiente, pero ahora el objetivo de cada uno ha dado un giro de ciento ochenta grados.
Aunque todavía impone por la contundencia de sus formas, despertando la lujuria en más de un hombre, Hannah ha engrosado un tanto y devenido en una verdadera matrona dedicada a la beneficencia y las prácticas religiosas en el centro sionista, siendo considerada por las demás mujeres como uno de los pilares comunitarios por el ejemplo de su honestidad y templanza. En su fuero íntimo, Hannah todavía se mortifica y avergüenza por su aberrante conducta sexual con los alemanes; sólo la consuela el recuerdo de la relación íntima con su adorada Christina, primer y único amor de su vida que aun la enternece. Ese arrepentimiento la lleva a acometer sus contribuciones con la misma dedicación y afán que antes lo hiciera con el sexo y el alcohol o tal vez más, justamente a causa de ello.
Se convierte en una referente para las demás mujeres del barrio, especialmente las de la colectividad, a quienes predica sobre la humildad y el no hacer ostentación, ni de riquezas ni de dones naturales, especialmente las más jóvenes que se integran demasiado con los gentiles. Casi imperceptiblemente y a ese influjo, las mujeres han ido morigerando su vestimenta y los colores llamativos menguan, así como los cortes atrevidos en escotes y faldas.
En el polo opuesto se encuentra Marco, el otrora apocado y condescendiente peluquero que, habiendo consolidado su alta figura con unos kilos de más que le otorgan un porte señoril, viste ahora finísimos trajes hechos a medida y ha concretado por fin aquellos sueños elaborados en Europa. Gracias a los contactos que estableciera durante el viaje hacia Nápoles y que consolidara en esa ciudad, pudo conectarse con las personas indicadas en Buenos Aires y, cuando la peluquería comenzó a funcionar proporcionándole las ganancias estimadas, regresó a Polonia, visitando Austria e Italia.
Repitiendo la historia del compatriota que “hizo” la América y utilizando la técnica que en los años treinta diera tanto resultado a la organización de rufianes polacos Zwi Migdal, buscó a la joven más hermosa de cada pueblo que visitó; exhibió fotos de su madre – en realidad, su madama - sentada a la puerta de la flamante peluquería, las pidió en casamiento, suscribió contratos matrimoniales y, como él debería continuar con su pretendido viaje de negocios, hizo que los familiares embarcaran a las ilusionadas beldades hacia la lejana y mítica capital de la Argentina.
Aquí, su supuesta madre recibía a las jóvenes para llevarlas a presuntas casas de familia donde los fiolos procedían a violarlas repetidamente y, apropiándose de su documentación, las entregaban a experimentadas madamas. Con todo su oficio a cuestas, estas consolaban a las desesperadas jovencitas y pacientemente les hacían comprender la precariedad de su situación; sin dinero ni documentos, sin más ropa que los camisones que llevaban y sin conocer el idioma o el país, debían resignarse y tras su enfurruñada aceptación, las introducían sin demasiado preámbulo en el mundo de la prostitución.
Marco es dueño de diez casas “chorizo” que alojan a unas ochenta mujeres, administradas por eficientes madamas que le rinden importantes ganancias. Junto con el dinero y la susurrada certeza de dónde proviene, una aureola de poder ha comenzado a iluminarlo. Su resplandor deslumbra tanto a sus propios vecinos como a la elite intelectual, a importantes usureros que se desesperan por invertir en sus “negocios” y a la policía misma, que encuentra en sus lenocinios una fuente de ingresos por coimas y un lugar seguro para el secreto solaz de la oficialidad.
Sofía se ha convertido en una espléndida mujer que, más bella aun de lo que fuera su madre, está rodeada por un aura de soberbia y misterio que desalienta y a la vez enardece a los hombres. La joven, conscientemente indiferente a las pasiones que desata y respondiendo a un propósito que se hiciera en la lejana Polonia, cuando refugiada en su tabuco era mudo testigo de la perversidad de los hombres y del nivel a que se puede rebajar una mujer cuando la pasión la domina, sólo tiene tiempo para dedicarse a perfeccionar su español a la vez que estudia alemán e ingles, a los que ya maneja con soltura, mientras cursa el último año de la secundaria.
Fuera de esta casi monástica disciplina, se ha descubierto poseída por dos vicios; la música o más precisamente el baile, y la política. El primero se le ha manifestado cuando disfrazada de Princesa Rusa, concurre a un baile de carnaval en el club Atlanta, donde encuentra que las danzas populares le caben con la misma facilidad que respirar. Sin haber aprendido a bailar, su elegante y rotunda figura se amolda y adapta a los distintos ritmos con una maleabilidad que a ella misma la asombra. Es como si los tuviese incorporados y su cuerpo los reconociera como un don genéticamente heredado.
Desde la síncopa del “Salto de la una” hasta el deslumbrantemente nuevo rock de Chuck Berry, pasando por los almibarados boleros de Pedro Vargas o los románticos tangos de Fresedo, la joven polaquita hace gala de una prestancia y un garbo tal que, sumados al despliegue inconsciente de su prominente grupa y los torneados muslos que la corta pollera del disfraz dejan ver más de lo prudente, encienden mucho más que el ánimo de los bailarines.
Luego de aquel baile iniciático, Sofía dedica cada momento libre a conocer los pasos precisos de las danzas en boga, practicándolo con sus compañeras de colegio o en fiestas familiares. Lentamente, va haciéndose ducha en el arte de combinar los distinto pasos y cadencias de los diferentes ritmos, hasta que una noche, armándose de valor y junto con amigos mayores que ella, se entrevera en el anonimato multitudinario de un baile popular.
Con los primeros pasos de un dinámico dos por uno de un fox-trot y superado el envaramiento de la timidez, ligera como una pluma, siente como todo su ser se identifica con los sentimientos que la composición le sugiere, sólo nublados durante un instante por el recuerdo de su madre bailándolos en brazos de Hassler. Rápidamente, aprende a observar y, como otras mujeres, selecciona a aquellos que la pretenden como compañera y deja “pagando” a más de un soberbio patadura.
Esa actitud orgullosa la coloca en la mira de renombrados bailarines de la zona y en corto tiempo, forman legión para acceder a su favor. Espléndido y acomodaticio, su cuerpo se amolda a los diferentes estilos de cada nuevo compañero, provocando la codicia de los hombres y la envidia de las mujeres, cuando sus magníficas ancas se sacuden voluptuosas en los provocativos giros de algún tango o milonga. Musitado apenas y en comentarios non santos, comienza a pronunciarse el mote de “la colorada”.
Hábil en todos los ritmos, lentamente va volcando sus preferencias por el tango, generando que una notable cantidad de candidatos se afane en el cabeceo, generalmente en vano. Sofía cataloga y dosifica con sabiduría a quienes pueden acceder a estrechar su breve cintura. Ella realmente goza de la danza cuando la mano que la guía es experta en las complicadas combinaciones de pasos y giros, mientras siente aplastarse contra su cuerpo la rígida virilidad que, invariablemente suscita con la morbidez de sus carnes y la fragante calidez del su cuerpo. Esa respuesta animal de los hombres y sus firmes convicciones sexuales hacen que, íntimamente, vaya desarrollando una especie de misoginia femenina que la hace todavía más apetecible para el resentido machismo de sus pretendientes.
Paralelamente y como fruto de su apasionamiento por el estudio, se hace asidua concurrente a debates filosóficos e intelectuales y finalmente, recala en un grupo de discusión del entonces prohibido Partido Comunista, en reuniones que se realizan en recónditos locales abandonados donde su participación responde a códigos sólo conocidos por los iniciados y gente confiable para los proscriptos. Sofía se convierte a esa ideología revolucionaria y al poco tiempo se encuentra manejando con cierto criterio nombres como los de Stirner, Prodhan, Bakunin, Tolstoi, Reclus o Kropotkin enfrentados a los de Engels o Marx, quienes forman parte esencial del encendido discurso con que la joven polaca suele enfrentar a camaradas más antiguos.
Pero el improvisado foro de discusión parece no serles suficiente y, dada la situación política que vive el país, de la palabra pasan a los hechos, promoviendo las ideas del partido y atacando al gobierno con la difusión de consignas antiperonistas en nocturnas y clandestinas pegatinas de afiches, improvisados con pintura roja sobre papel de diario.
La repercusión en el barrio y la aparente inacción del gobierno, los envalentona y sus excursiones propagandísticas se extienden más allá, a la vista de todo el mundo y ya sin cuidado alguno. Sin embargo, las autoridades saben de su actividad y no están haciendo otra cosa que ayudarlos a que se incriminen solos.
Cierta noche en la que Sofía está más que entusiasmada en la pegatina que realiza con todo el desparpajo que le da la juventud, se ve repentinamente rodeada por cuatro agentes de policía. Reaccionando rápidamente, les arroja el balde con engrudo y aprovechando la confusión intenta huir. Corre a lo largo de toda una cuadra que se le hace infinita, dobla la esquina y cuando ya cree estar a un paso de escapar, choca contra un alto policía vestido de civil que forma parte de la redada, quien la atrapa por la larga melena roja y cuando quiere darse cuenta, está esposada, de cara contra un paredón.
Un patrullero la lleva hasta la comisaría donde, sin pasar por la guardia, la encierran en un cuarto sombrío y sujetada a una silla por medio de esposas. Angustiada y con ojos alucinados mira todo cuanto sucede a su alrededor y sin poderlo evitar, ve como el azul de los uniformes de la Policía Federal torna a los gris y negro de los nazis. Las imágenes de la invasión a Tichy, las puertas astilladas y los aullidos de las mujeres bestialmente vejadas recobran toda su frescura imperecedera ante esa realidad atroz