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La novia de mi hermano
El día de hoy, después de cuatro años de conocerla, la volví a ver. Su aspecto era infeliz y cansado, con sus ojos opacos y su gesto de amargura. Y cómo no, embarazada sin quererlo a los veinte años y obligada a vivir solo para él. O bueno, al menos eso me decían.
A algunos días de terminar las vacaciones, estaba en casa de mi abuela para visitarla y quedarme con ella al menos hasta que reiniciaran las clases. No había mucho por hacer en este lugar más que sacar el perro a pasear, ver la televisión, leer algún libro o ir a tomar algún café. En este día, el de hoy, estaba en la casa sin hacer mucho; no estaba la abuela y yo no tenía nada más que hacer que comer de las galletas de avena que hay a montones en la cocina y leer un libro a ratos. Por la tarde, como a eso de las seis, decidí salir a dar una vuelta y de una vez pasear al perro. Le puse su correa y ya había abierto la puerta individual del zaguán cuando recordé que no llevaba la palita para la basura. Me regresé de prisa y cuando ya iba de regreso a la salida, la vi parada en el umbral. Sonreí más con burla que con asombro, pues no cabía en la sorpresa. Hace un año que no la veía y ahora estaba ahí, parada de un momento a otro a unos pasos de mí. Caminé hacia ella y me detuve con la misma sonrisa. Ella ni siquiera me miró y le preguntó a la señora que estaba ahí -la señora que limpia la casa de mi abuela y cuida de su jardín- que dónde estaba Doña Paz (mi abuela).
– No está -respondí yo y ahora sí solté la carcajada.
Una verdadera risa me llegó y no tengo idea de por qué.
Recorrí un poco su cuerpo y llevaba una camisa holgada de manta que hacía perder su abultado vientre.
– ¿Cómo estás? -pregunté.
– Bien -respondió aún sin mirarme. La conocía y sabía que le daba pena mirarme. Y era una pena que yo conocía, porque después de tanto… ¿embarazada?-. ¿Y a qué hora regresa? -volvió a preguntarle a la señora.
– Hasta la noche, fue al doctor -le respondí con seriedad después de mirar su cuerpo-. Ahora -tomé la correa del perro y haciendo un ademán le dije-: si me permites.
Se quitó de la puerta y yo salí con Miguel, la mascota de mi abuela. Era gracioso su nombre, porque realmente le habían puesto Silver, pero siempre que gritaban Miguel, ella iba -sí, hembra. Pero para mí era él por ser Miguel.
No miré para atrás en ningún momento aun cuando lo deseaba con ganas. Me contendría y no miraría, porque volver a mirarla era volver a recordarla. Pero fue en vano, porque no dejé de pensar en los meses a su lado. Y puedo hablar de meses, verdaderos meses, porque pasaba los días enteros y parte de las noches a su lado.
El drama comenzó hace unos años después de salir de la preparatoria. En esos tiempos yo estaba llena de problemas con mis papás por mi desobediencia y mi necedad a hacer las cosas bien y cursar correctamente la universidad, y a causa de eso mis papás me mandaron a vivir con la abuela que vive muy lejos de la ciudad. Ellos no creían que estuviese preparada para cursar la universidad. Decían que si seguía así, solo sería un problema a largo plazo. Y ni tan largo, decía mi mamá.
Cuando llegué al lugar de la abuela, pensé que no existiría lugar más aburrido que ese. La casa estaba en un lugar muy rústico considerado a lo que yo estaba acostumbrada. Era un sitio donde había muchos ancianos y todos se daban los buenos días cuando se encontraban. Cerca de allí yo ayudaría en el negocio de la abuela y estaría con ella porque estaba enferma.
El negocio de la abuela era de café. Tenía una cafetería grande situada a las orillas de una carretera principal. Y ahí era donde yo ayudaría. Se supone.
Ese día en que llegué a la casa de la abuela, eran mediados de julio y contaba con los dieciocho años cumplidos. Para ese entonces ya me habían dado los resultados de la universidad y me había quedado en la carrera de Actuaría, en donde estaban los más molestados por los matemáticos. Pero me di la baja temporal por un año y ahí fue donde comenzó esto. Diría todo, pero esto es solo un poco.
– Aquí vas a dormir, hija -decía mi abuela mostrándome la habitación.
– Gracias, abue.
Los días pasaban lento y cuando yo creí que ya llevaba allí mucho tiempo, resultó que sólo llevaba semana y media.
– ¿Y ya cuándo voy a empezar a trabajar, abue? -le pregunté, porque después de esos días no me había asignado tarea alguna.
– Con calma, hija, con calma.
Dos días después, recuerdo que era un miércoles por la mañana, fui a la cocina a desayunar. Allí estaba la señora Tere que cuidaba de la abuela, no la misma de ahora, sino otra.
– La señora Tere ya no va trabajar con nosotros, hija -comentó mi abuela.
– Ahh, qué mal -dije sin darle verdadera importancia, porque la verdad me daba igual.
– Pero su hija va venir en su lugar -completó-. Y tú y ella van a trabajar en donde pensaba mandar a la señora Tere.
Le dije que estaba bien, aunque no le di verdadera importancia. Comencé a desayunar y al rato escuché la campana del timbre.
– Debe ser mi hija, doña Paz.
Dijo la señora Tere y fue a abrir. Escuché voces en la sala y poco después entró la señora Tere con una niña de no más edad que yo.
– Ella es mi hija, Teresita.
¿Teresita?, pensé yo. ¿Mamá Tere e hija Teresita? Me reí internamente; qué gracioso.
Miré a Teresita de arriba a abajo y no me pareció muy maravillosa. Era delgada, como de mi estatura y castaña. Lo bonito de ella, pensé, quizá son sus mejillas sonrosadas y su apariencia cándida.
– Las dos van a limpiar las bodegas de los campos áureos -para la abuela los campos áureos eran unos que con mucho trabajo había comprado-, de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde, ¿sí niñas? -dijo mi abuela mirándome y esperando que yo entendiera, a la vez que miraba a la hija de Doña Tere.
Asentí lentamente y volví a mirar a Teresita. Ella asentía también mirando a la abuela.
– Pero… ¿y el café? -protesté de repente-. Yo pensé que iba a trabajar en el café.
– Allá ya hay mucha gente -respondió la abuela.
– Hm, ya. ¿Y cuándo empezamos?
– Hoy mi niña.
– ¿Hoy? -pregunté con sorpresa.
– Pensé que ya querías trabajar, hija.
Hice una pequeña mueca y miré el reloj de la pared, apenas eran las ocho treinta.
Terminé de desayunar y salí de la casa sola, porque Teresita ya se había adelantado.
Qué fastidio, pensaba, en este momento estaría en la ciudad tranquilamente, y en cambio estoy en un pueblo de ansianos desolada. Pateaba todo lo que estaba a mi paso y miraba con fastidio todo lo que se cruzaba en mi camino. Después de todo ya me había hecho a la idea de que conviviría con más personas. Caminé continuamente unos quince minutos hasta que llegué a las bodegas, que eran altas y de madera, y entré. Miré a Teresita que recogía papeles del suelo y los echaba en una bolsa de plástico.
Doble fastidio, pensé, la abuela ni siquiera me había dicho por dónde comenzar. Dijo limpiar, pero limpiar qué.
Qué hago, qué hago, qué hago, y entonces vi varias hojas de papel regadas en un escritorio. Fui hacia ahí y comencé a ordenarlas.
Ni Teresita ni yo dijimos palabra alguna hasta que dieron cerca de las dos de la tarde.
– Ya tengo hambre -dije.
Teresita asintió y siguió con lo suyo, que ahora era acomodar unas tablillas de madera.
– ¿Y si vamos a ver a mi abuela para que nos dé de comer?
– Eh, no sé -respondió Teresita como no queriendo decir que no.
– Bueno, está bien, esperemos un poquito más.
Ella asintió y yo seguí con lo mío. Ya casi dejábamos libre el piso de basura tirada y me dediqué a ver las paredes, que de lejos parecían extrañas, y vi que estaban manchadas.
– ¿Qué es eso? -interrumpí de nuevo a Teresita.
– ¿Qué? -respondió alzando la vista.
– Esas manchas -y señalé todo el largo de la pared.
Teresita se levantó y observó de cerca.
– Parece que están tiznadas.
– ¿De qué? -dije mirando más de cerca-. Como de humo, ¿no?
Volteé a verla y ella me miró con sus ojitos claritos como diciendo es obvio.
– Eso parece -respondió.
– ¿Pero quién puede prender lumbre aquí? -pregunté más para mí, pero mirándola-. Digo, es un lugar cerrado
Teresita solo me miró y yo entendí que debía guardar silencio y seguir trabajando.
No pasó mucho tiempo cuando la mamá de Teresita, la señora Tere, nos fue a llamar para ir a comer. Les dije que se adelantaran, porque la verdad no quería ir con las dos. Lo último no lo dije, pero lo pensé. Esperé unos cinco minutos mientras observaba todo el trabajo hecho; habíamos avanzado mucho y casi se veía limpio. Seguro dos días más y acabábamos. Dos días más, claro… cuál dos días más, nos llevó tres semanas más.
El trabajo fue pesado. Las paredes sucias las teníamos que limpiar con cuidado de no ensuciar lo demás, mientras nosotras sí quedábamos con la ropa negra y grasienta.
Qué horrible. Mamá, papá, esto es horrible, y solo llevamos la primer bodega de tres.
Entre el trabajo y las mañanas soleadas, mi relación con Teresita se había hecho amena. Ella platicaba y preguntaba más. Y yo también. Me contó que su mamá, pero sobre todo su tía, la habían sacado de la escuela porque era un desastre. Una canija, como me decía un tío. No entraba a clases, se iba con sus amigos y ya bebía.
– Pero qué jovencita te ves, Teresita, para hacer esas cosas -me mordí la lengua-. ¿Cuántos años tienes?
– Dieciséis -respondió. Entonces la carita de inocente y las mejillas de candela santa eran pura broma, me dije.
– Oh, vaya.
– ¿Y tú, cuántos años tienes?
– Los dieciocho.
Los días seguían pasando y nosotras seguíamos hablando y conociéndonos más, mientras ahora limpiábamos la segunda bodega.
– ¿Y alguna vez besarías a una chica? -le pregunté un día cualquiera por mera curiosidad.
– No, nunca -respondió-. ¿Tú?
– Ehh, sí -dije y sonreí.
Después de todo ahora era una aceptada, ¿que no?
Recuerdo que fue un martes, de uno de esos días cualesquiera, que la vi de espaldas y la recorrí toda entera. Fue su cabello, su nuca, su cintura pequeña, sus lindas caderas y sus piernas alargadas las que me indujeron a verla más que una simple niña.
– Hoy tu hermano me invitó a salir -comentó.
– ¿Mi hermano? ¿Cuándo lo viste? O mejor dicho, ¿cómo lo conociste?
Me dio mucha curiosidad dónde había visto a mi hermano, pues tenía años que yo no lo veía. Si mis papás me habían considerado una rebelde, a él lo habían considerado un tremendo bandido. Era mayor que yo y siempre estuvo cargado de problemas. Cursamos en la misma preparatoria, pero él no la acabó y se dedicó a vagar por ahí, hasta que ahora me entero que está aquí.
– En el café de tu abuela, allí trabaja junto con mi hermana.
No lo podía creer, la abuela lo tenía protegido aquí y yo no sabía nada. Pero estaba bien, eso a mí no me importaba.
– Ahhh, ya, ¿y sí vas a salir con él?
– No sé, como que no quiero. ¿Y si me ayudas a decirle que no?
Y así fue como me metí en la historia de esos dos. Siempre me decía a mí misma: ese no es tu asunto, pero con un demonio, siempre terminaba siéndolo.
Ese día salimos después de las seis de la bodega, decentemente limpias, y allí estaba mi hermano, el mismo tipo con la misma fachada de siempre.
– Hola -dije.
– Heeey -exclamó-, ya me habían dicho que estabas aquí, pero no lo podía creer.
– Sí, bueno, aquí estoy -respondí con incomodidad.
Nunca fui muy apegada a él e incluso lo llegué a detestar al ver cómo mis papás sufrían por todos los problemas que ocasionaba. Estuvo internado, fue tratado por el psiquiatra y siempre parecía que todo era en vano. Bueno, al menos ahora trabaja, pensé.
– ¿Me dejas darte un abrazo? -preguntó.
– Eh, no -respondí-. Y ella se va conmigo, vamos a cuidar a la abuela toda la noche.
Dije por último y comencé a caminar hacia la casa. Qué problema, pensaba, ahora de nuevo no quería estar más aquí. Teresita me alcanzó más adelante y, cuando el sol ya tenía el color del atardecer, dijo que me quería. Lo dijo inocentita, de verdad, como amiga. Y yo le dije:
– ¿No crees que es muy rápido para eso?
– Entonces no te lo vuelvo a decir -respondió.
Yo solo reí y sacudí la cabeza.
Una tarde se dio prisa en terminar todos sus quehaceres y se despidió de mí con besos en el cuello.
– Voy a salir con tu hermano -dijo antes de salir por la puerta.
– Está bien, adiós -dije con ¿fingida? alegría.
De nuevo los días pasaban y Teresita no tardó mucho en aceptar salir con mi hermano. A mí no me importaba, juro que no, ni siquiera cuando intentaba coquetear conmigo. Me parecía linda, pero de eso a que sintiera algo, faltaba mucho. Poco después se hicieron novios y, pese a eso, tampoco me importaba. Una noche los tres íbamos caminando de regreso a casa de la abuela y Teresita y mi hermano se iban besando. Ahí sentí algo. Me puse el gorro para el frío, porque ya estábamos en época decembrinas y Teresita volteó. Me bajó la tela del gorro sobre todo el rostro y me llenó la cara a besos. Mi hermano solo rió y yo solo me acomodé el cabello.
En otra ocasión, ya limpiando la tercera bodega, mientras Teresita y yo jugábamos a perseguirnos y en el camino a tocarnos, caímos al piso. Ella se sentó sobre mí y mirándome a los ojos pasó la palma de su mano por sobre el broche de mi pantalón. Sentí un calentón en el vientre que me hizo cerrar un momento los ojos.
– Atrevida -le dije riendo con un poco de nervios para cortar ese momento. Hice ademán de levantarme para que ella se quitara de encima.
– Qué poco divertida eres -respondió quitándose.
Una noche Teresita me invitó al café de la abuela, dijo que en la noche iban a festejar el cumpleaños de su hermana.
– ¿Cuántos años cumple tu hermana? -pregunté. A su hermana ya la conocía de ocasiones anteriores, pero nunca habíamos tratado mucho.
– Veintiuno -respondió.
– Oh, la misma edad que mi hermano.
Su hermana se llamaba Valeria. De suerte no le habían puesto Teresita I a Vale y Teresita II a mi Teresita. Esa noche fuimos al café de la abuela, un lugar amplio y acogedor, y ahí conocí a varias personas, entre ellas Hugo, un tipo que fastidiaba a Teresita.
Pusieron música, juntaron varias mesas y ahí nos sentamos a beber. No entendía el sentido de la vida, el que siempre ponía a personas similares a ti en tu vida. Pero en fin. Me sirvieron un vaso de alcohol, pero yo bebía lento, porque el frío podía más conmigo. Aunque eso duró poco, porque unas canciones más y yo ya estaba feliz y platicando con todos.
– Ahorita vengo -susurré a Teresita que estaba a mi lado.
– ¿Adónde vas? -preguntó volteándome a ver.
Iba decir algo, pero Valeria, la hermana de Teresita, me interrumpió:
– ¿Vas al baño? -asentí-. Voy contigo.
Las dos nos levantamos y fuimos a orinar. Primero pasó ella y después yo. Cuando salí, ella estaba recargada en la pared mirándome. También la miré y le sonreí divertida.
– ¿Qué? -pregunté.
– Abrázame -dijo.
Y yo la abracé. Pero entre el abrazo y el alcohol, nos terminamos besando largo rato.
– Ya hay que regresar -dije separandome de ella.
Íbamos caminando de regreso y, cuando ya casi llegábamos, ahora ella me puso contra la pared y me besó un poco más.
Cuando llegamos todos nos miraron normal. Nada fuera de lugar. Seguimos bebiendo y platicando mientras las horas pasaban y sin darnos cuenta ya se habían ido varios, entre ellos Valeria. Yo estaba platicando con mi Teresita mientras mi hermano platicaba con los dos restantes que estaban ahí.
– Vamos a fumar un cigarro, ¿no vienen? -preguntó mi hermano.
Yo negué con la cabeza y Teresita también. Cuando quedamos solas, nos volteamos a ver y nos sonreímos, y en ese momento, sin pensarlo, me acerqué a ella y la besé. Le planté un beso que procuré que fuera suave, para sentirla bien por primera vez. Teresita, sonrojada Teresita, me correspondió el beso. En ningún momento la sentí vacilar y yo me aproveché de eso. Metí la punta de mi lengua entre sus labios y la besé con larga profundidad. Sus labios eran tan suaves y tan húmedos. Mi linda Teresita, en ese momento hubiera querido decirte: ¿no que nunca besarías a una mujer, Teresita? Pero no se me ocurrió.
Me separé de ella un momento y cuando intenté volver a acercarme, ella se alejó. La miré, pero no tuve tiempo de decir nada porque escuchamos la puerta abrirse.
– Bueno -dije cuando llegó mi hermano con nosotras-, yo ya me voy.
– No, espera, también ya nos vamos -dijo Gabriel, mi hermano.
Echamos algunas latas y botellas al cesto de basura, cerramos el lugar y nos fuimos. Me fueron a dejar a casa de mi abuela y luego se fueron todos juntos.
Y yo solo podía pensar: mi Teresita se va con mi hermano, mi Teresita se va con mi hermano.
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