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DELFINA

Delfina siempre había sido influenciable y su mente de campesina simple no tenía lugar para tomar decisiones propias. Desde muy niña y por ser hija de madre soltera, cosa abominable en aquella sociedad y época, fue relegada a una posición apenas mayor que la de la servidumbre y hasta tratándosela de mantener oculta a la hora de recibir. Agreste y montaraz, permaneció en el anonimato familiar hasta la edad en que las niñas se metamorfosean y como su presencia ponía en peligro el secreto tan celosamente guardado por doce años, sus parientes la confinaron a un convento, con el pedido especial a las religiosas de convertirla en una fiel devota que estuviera dispuesta a tomar los hábitos.
Y así había sido. El campo fértil de su mente virgen recibió como si fuera una bendición la preocupación de las monjas no sólo en educarla en lo religioso sino en todo lo que tuviera que ver con la cultura. Jamás alguien la había tratado con la deferencia de una persona y agradecida a quienes le hacían descubrir el mundo, se entregó en cuerpo y alma al aprendizaje.
En sólo dos años, la niña cerril se convirtió en una respetuosa observante de la religión y febril consumidora de cuanto libro de texto caía en sus manos. Fue en esa época en que la naturaleza que había revolucionado sus entrañas inició la evolución lógica de su cuerpo. Sostenida por la curiosidad y por libros de anatomía que consultaba a escondidas de las religiosas, fue reconociendo su cuerpo, las transformaciones que sufría y él por qué de ellas.
Aunque ignorante, su buena casta le aseguraba un nivel de comprensión que no se condecía con la vida que había llevado anteriormente. Su mente lúcida le permitió comprender algunas cosas que observara en la conducta animal y que, como tales, no le resultaban extrañas. Trasladando esos conocimientos a la cotidianeidad con que en su cuerpo se manifestaban cambios y modificaciones, no sólo físicas sino también sensoriales, recibió con atribulado desconcierto su primer sangrado.
Pasado el susto de esa manifestación desconocida de su feminidad gracias a la asistencia secreta y comprensiva de una de las hermanas a quien había recurrido asustada, comprendió que, a pesar de sus propósitos de virtuosa castidad, la evolución física era inevitable. Esa misma metamorfosis que la iba convirtiendo en una mujer de estatura más que la normal y ciertas redondeces que ella sabía ocultar debajo de los hábitos de novicia, le confirmaron que, si bien estaba dispuesta a consagrarse espiritualmente a Dios, su cuerpo no reconocía religiones y se comportaba de acuerdo a los atávicos llamados de la naturaleza. Tratando de ignorarlo, decidió canalizar esas ansias volcándose a la literatura, encontrando en la poesía y ciertas novelas permitidas por las autoridades un mundo mágico donde la honestidad y el amor coincidían.
Devorando con fruición las fantasías que la ficción le proponía, fue atando cabos y relacionó algunas actitudes extrañas que observara entre miembros de su familia y luego en la comunidad religiosa pero que había desechado por considerarlas propias de los adultos. Nunca nadie la había hecho beneficiaria de caricia alguna y menos aun de besos. Ahora descubría que no sólo eran frecuentes en la relación fraternal o amistosa sino que se constituían en la base del amor carnal entre hombres y mujeres.
También dedicaba largas horas a la oración encerrada entre las frescas paredes de la vieja capilla, perdiendo la noción del tiempo y la realidad. Cierta tarde del incipiente estío y, cuando luego de rezar diez Ave María levantó la vista hacia el Cristo, descubrió a pocos a pasos una silueta que a ella le pareció ciclópea, nimbada por las luces multicolores del vitral. Asustada y por respeto al sitio en que se encontraba, reprimió un grito temeroso, pero el hombre - que de eso se trataba -, tocando tiernamente su cabeza sobre la cofia de novicia, le pidió que se tranquilizara al tiempo que se presentaba como el Padre Juan.
Más calmada y con la cabeza sumisamente gacha pero observándolo a través de las pestañas mientras él se sentaba a su lado para explicarle que recién acababa de hacerse cargo de la iglesia que hacía muchos años carecía de sacerdote. Cariñosamente, aun sabiendo que por su ropaje ella era novicia de la caridad, la hizo sentirse cómoda y responder con afabilidad las preguntas sobre sus orígenes y edad. Por fin, alguien la escuchaba atentamente con la misma cortesía que si fuera una adulta y entonces, como si se hubiera disparado un resorte, se explayó locuazmente, narrándole todos los infortunios de su corta pero intensa vida.
Cuando terminó, Juan le dijo cariñosamente que ya no temiera más y confiara en él como si fuera el padre que nunca tuviera. Se haría cargo de todas sus necesidades materiales y, apoyándola en su fe, la conduciría por los santos caminos de Dios, ayudándola para que sus propósitos no sufrieran desvíos.
Esa fue la primera noche en que tardó horas en dormirse, pensando en que Juan era el único que la consideraba una persona. Visualizando en su mente la espigada figura del sacerdote nimbada por aquel halo que le prestaban los cristales, fue idealizándola hasta confundirla con las policromas estatuas de los santos y con esa hipnótica percepción de los iluminados, fue cayendo en un sueño profundamente turbador en el se mezclaban las vívidas imágenes bíblicas de las mujeres escarlata con las de aquellas cópulas de animales que recientemente comprendiera como tales. Mucho antes de lo acostumbrado y cuando aun el sol ni había teñido de rosa el azul acerado del cielo, despertó agitada, con el sudor mojando el áspero sayo de bayeta e ignorando al escozor que experimentaba en la entrepierna, alcanzó a visualizar en sus retinas desenfocadas la figura de Juan, partícipe y director de cada caótica escena.
Más tarde y ya ocupando el sitio que le correspondía en los reclinatorios, observó subyugada la esbelta figura del sacerdote que, cubierta por los hábitos de la misa, acentuaba aun más su dimensión divina. Por un momento, al recibir la hostia, sus ojos se encontraron y un estremecimiento la recorrió de arriba abajo. A partir de ese momento y, sin proponérselo, una especie de compulsión la obligaba a ocupar cada minuto de su mente en el Padre Juan.
Atribuyéndolo a que su afable bondad la predisponía a retribuir tanta gentileza de la persona que ocupaba el más alto puesto dentro de esa comunidad religiosa, dejó que su influencia se agigantara y, sin darse cuenta, cayó en la idolatría.
Aunque inculta, su imaginación era tan innatamente prolífica como la de toda jovencita y valiéndose de los pocos elementos de que disponía, mezcló las legendarias escenas del romanticismo literario con las del apuesto y bondadoso cura. Como resultado, había obtenido el beneficio de vivir en una burbuja de complaciente beatitud, se deslizaba como si flotara en piadosa levitación y acataba las órdenes más severas de las religiosas como si fueran deliciosos silicios para su ventura.
Día a día, la presencia del sacerdote se le hacía más indispensable y acudía a verlo por motivos banales o simplemente, inventando alguna duda que la aquejara sobre cuestiones de fe. Hacía años que ocupaba la misma celda pero no terminada de acostumbrarse a las temperaturas extremas de las diferentes estaciones del año; los gruesos muros de piedra, hacían que, en lo más crudo del invierno el frío se hiciera insoportable y en el verano, el calor semejaba brotar de la piedra misma.
Aquel verano algo en ella había modificado su sensibilidad y ahora la temperatura del cuarto se le hacía más sofocante que nunca; por la piel ardiente sentía deslizarse los erráticos cauces de diminutos arroyuelos de transpiración, ocasionándole indecibles cosquillas que la hacían estremecer. Procurando paliar ese cosquilleo, enjugó el sudor estregando la tosca tela de la túnica sobre la piel y, por primera vez, ese roce sobre los senos y la peluda entrepierna despertó en su vientre un desconocido vuelo de mariposas y agradables sensaciones de placentera felicidad la recorrieron por entero.
No las hubiera relacionado con el cura, si a la mañana siguiente y con sólo verlo, no volviera a sentirlas como si una garra arañara sus entrañas. Todo el día se movió como un autómata y por la noche, sin voluntad propia, dejó que sus manos enjugaran los senos con la tela, amasándolos con timorata tenacidad, cosa que le produjo un goce que resecó su garganta. Luego, una de ellas se escurrió para hacer lo mismo en la entrepierna y frotando vigorosamente la tupida mata de vello humedecido, se hundió entre los labios de la vulva. Su formación le decía que aquello le estaba prohibido pero un irreflexivo deseo la incitaba a proseguir y el frotar se hizo tan intenso que, finalmente, en medio de roncos gemidos que acallaba mordiendo la almohada en medio de una sensación de ahogo que le hizo imaginar algo terrible, su sexo expulsó fragantes líquidos que empaparon la tela cálida entre sus dedos, junto a una calma que la sumió en una profunda inconsciencia.
El sopor y las imágenes diabólicas que proyectaba en erráticas explosiones su mente, la sumieron en un mundo placentero del que no hubiese querido salir jamás, pero la misma recuperación de la conciencia le hizo reconocer la naturaleza vil de su conducta y la tortura del pecado no la dejó conciliar el sueño.
Por la mañana, se le hicieron largas las horas hasta que viera entrar al cura en la capilla. Deslizándose furtivamente, entró al recinto y se arrodilló frente a la rejilla del confesionario. Cuando el Padre Juan entró a él y se preparó para escucharla, se irguió sorprendido al reconocer su voz. Vacilante y farfullando quedamente, le confesó que creía haber pecado y bajo la conducción de su voz tranquilizadora, le explicó en detalle sus sensaciones, el trabajo que ejecutara con las manos y el satisfactorio resultado final, absteniéndose de contarle que en todo momento había sido su imagen la que dominara su mente.
Cambiando su actitud, esta vez el sacerdote no se mostró bondadoso ni comprensivo sino que la amonestó severamente, dándole el castigo de largas y repetidas oraciones, conminándola a concurrir a su despacho por la tarde. Terminadas sus funciones de limpieza en la biblioteca y, con el permiso de la Superiora, acudió remisa al despacho del cura.
Haciéndola sentar en un largo sillón junto a él, fue explicándole pacientemente lo que ella había estado haciendo con sus manos, pero haciéndole ver que si una mujer se conservaba en estado de pureza mental no podía ser tentada por el demonio – como ella lo había sido – ni mucho menos encontrar el goce que había experimentado.
Sin asustarla, le dijo que, aunque seguramente no hubiera cobrado conciencia, seguramente su posesión se había concretado mucho antes de entrar al convento y ese era uno de los métodos del Maligno para infiltrarse entre las filas de la Iglesia para socavar su solidez. Había muchas maneras de expulsar a Satán sin recurrir al exorcismo y una de ellas era atacarlo esgrimiendo las mismas armas con las que él pretendía combatir. El, Juan, era el representante directo de Dios y cada cosa que hiciera debería considerársela divina a efectos de luchar contra el demonio.
Ella no debía de sentir otra culpa que la de ser mujer, ya que, genéricamente y desde la misma Eva, eran impuras portadoras de la tentación. Su cuerpo, seguramente lujurioso debajo de las vestiduras, era un envase que contenía todas las ruindades de la lascivia y era a través de él que conseguirían expulsar al demonio. Tuvo que mostrar toda la severidad de su autoridad para que la joven obedeciera su orden de quitarse las ropas, esperando con resignada paciencia a que la jovencita fuera despojándose con remolona vergüenza de la cofia, dejando ver el oro de la melena recortada y luego de quitarse el oscuro hábito, quedar vestida solamente con el sayo de rústica bayeta y las medias blancas de muselina. Como la muchacha no parecía estar dispuesta a quitárselo, él personalmente desabotonó el escote y la prenda cayó a sus pies como los pétalos muertos de una flor marchita.
Estremecida por el hecho de estar desnuda por primera vez en su vida y expuesta ante los ojos de un hombre, la chiquilina temblaba de pies a cabeza mientras con las manos trataba infructuosamente de cubrir sus pechos y sexo. Compadecido, tras despojarla de la basta prenda que cumplía funciones de bragas, el sacerdote dejó deslizar tiernamente una mano sobre los conmovidos pechos. El sólo roce de los dedos, derramó una especie de bálsamo en Delfina y de pronto se sintió segura, deseosa que aquel contacto prosiguiera.
Aunque no lo manifestara, el sacerdote estaba conmovido por el aspecto de la muchacha; alta, casi tanto como él, su cuerpo no era delgado ni menudo. Los pechos, aun en sazón, lucían una comba perfecta otorgada por su volumen y las aureolas, pequeñas, casi inexistentes, daban cobijo a dos largos pezones intensamente rosados. El abdomen aun mantenía una apariencia infantil, ostentando una leve pancita que se hundía en una enmarañada selva de ensortijado vello rubio y, esbozadas todavía, las nalgas surgían prominentemente duras.
Murmurando palabras en latín, iba improvisando una especie de letanía o impetración en tanto que sus manos acariciaban la tersa piel del torso juvenil de Delfina. Asiéndola por los hombros, la enfrentó a él y mirándola profundamente a los ojos, le pidió que tomara conciencia que ellos iban a protagonizar una guerra compuesta de muchas batallas, en la cual él atacaría sin piedad al Maldito y el demonio, instalado en el hermoso receptáculo que era su cuerpo, seguramente trataría de impedírselo, por eso le pedía que, con la parte consciente que aun le quedaba, pusiera los mejores esfuerzos por ayudarlo hasta que hasta el menor rastro de libidinosidad desapareciera de su cuerpo y su mente.
Conduciéndola delicadamente, la hizo acostar a lo largo del sillón y quitándose la sotana, arrodillándose en los almohadones se ahorcajó sobre ella trazando repetidas señales de la cruz desde la cabeza a la entrepierna, esgrimiendo el gran crucifijo de plata que colgaba de su pecho. Delfina asistía pasmada a aquellos actos y, aun sintiéndose culpable por ser portadora del demonio, experimentó extrañas sensaciones en su vientre y sexo.
Haciéndole cargos de que su boca proferiría las más abyectas maldiciones que darían pestilencia a sus palabras, encerró entre sus gruesos labios los carnosamente rojizos de la muchacha y comenzó a besarla con verdadera pasión y fruición. Los labios de esta no habían besado jamás a persona alguna y se sintieron complacidos por el húmedo contacto. Distendiéndose deleitados, cedieron gustosos a la presión y se acoplaron a la succión de la boca.
Juan, imaginando una resistencia denodada de la muchacha no había pensado que aquello pudiera resultarle tan fácil y decidió reducir a la novicia a las máximas exigencias a que pueda someterse a una mujer. Tomando el rostro juvenil entre sus manos, acentuó la presión de los labios y cuando los de ella cedieron, su lengua se introdujo en la boca como un áspid, enfrentando vibrante a la de la niña que, medrosa, no hizo otra cosa que dejarse sojuzgar.
Ya la muchacha había asumido como ciertos los cargos del religioso y no sintiéndose dueña de sus acciones, abrazó por el cuello a Juan mientras su boca respondía con tanta desesperación como inexperiencia los besos apasionados del hombre. Sin dejar de besarla, Juan deslizó sus manos hacia los pechos y se congratuló por la gelatinosa consistencia de los senos. Mientras redoblaba la intensidad con que la lengua socavaba la boca, sus dedos palparon las carnes vírgenes y luego de algunos prudentes manoseos, comenzaron a estrujarlas duramente hasta que los dedos índice y pulgar tomaron posesión de los pezones, apretándolos primero para retorcerlos luego con sañuda dureza.
Delfina no terminaba de definir sus sentimientos y emociones, ya que por un lado, el besuqueo, el manoseo y el martirio de sus carnes la hacían sufrir, pero por el otro y tal vez a causa de lo mismo, sentía nacer en su cuerpo sensaciones desconocidas tan placenteras que parecían dictadas por el Demonio mismo y deseaba que no terminaran jamás. Inconscientemente y, como si realmente estuviera embrujada, mientras se afanaba en devolver cada beso del hombre había comenzado a gemir broncamente y entonces, acomodándose entre las piernas, el sacerdote las abrió hundiendo su boca en el fragante bosque de enmarañado pelo.
Sorprendida por la voracidad con que el hombre prácticamente engullía su vello púbico mientras murmuraba que a través de su sexo el diablo conseguiría sojuzgar las mentes y cuerpos de los hombres y que él, como instrumento físico de Dios, tenía la obligación de agotar los jugos maléficos que brotaban desde sus entrañas tantas veces como fuera necesario para expulsarlo permanentemente de ella. Efectivamente, la novicia sentía producirse una revolución de líquidos que parecían trasegar de una región a la otra, ocasionándole espasmos y contracciones que, definitivamente, la excitaban y complacían.
Juan había despejado el dorado telón con los dedos, dejando al descubierto los estrechos bordes rojizos de la vulva que apenas dibujaban el tajo de la raja virgen. Peinando las retorcidas guedejas hacia los lados, aplicó la lengua tremolante sobre los labios mayores y como en un abracadabra mágico, aquellos fueron distendiéndose lentamente para facilitarle el paso hacia la blanquirosada superficie del óvalo interior.
La dulce intensidad de aquella caricia terminó de obnubilar a la muchacha y, asiendo fuertemente entre sus dedos los bordes del asiento se dio impulso para ondular su pelvis contra la boca del hombre mientras el cuello se le tensaba al clavar la cabeza en el sillón. Crispada hasta hacer rechinar sus dientes, sentía la lengua del sacerdote explorando con vibrante urgencia su sexo.
El religioso estaba seducido por el desarrollo que mostraban los abundantes repliegues de los labios menores de la niña, que se enrollaban en festoneados repliegues de un rosado casi blanco en la base para terminar en retorcidos rizos negruzcos en los bordes. Progresivamente, se abrían en dos amplias crestas carnosas en forma de groseras alas de mariposa que colgaban hasta casi la misma entrada a la vagina, cuyo orificio aparecía minúsculo y apretado.
La lengua trepidante se aventuró a lo largo de esos repliegues, intercalando sus lambeteos con el intenso succionar de los labios y de esa manera consiguió la apertura total del sexo para acceder a la iridiscente cuna del óvalo en la que lucía diminuta la hoya de la uretra y, presidiendo el conjunto, el arrugado capuchón del clítoris. La punta carnosa vibró en el hueco que escondía el glande del pequeño pene y su dedo pulgar, restregó reciamente la caperuza hasta notar como iba cobrando volumen y rigidez.
Aquello desquició a la muchacha que, ignorante de las reacciones de su propio cuerpo, creía que iba a morir por la hondura y virulencia de las nuevas sensaciones que parecían estallar simultáneamente en su cuerpo poniendo en su pecho un jadeo profundo que la dejaba sin aliento. Con atávica predisposición, había asentado sus pies en el asiento y eso le proporcionaba la flexibilidad necesaria a sus piernas encogidas como para ir elevando las caderas ondulantes conforme el hombre avanzaba en aquel dulce martirio.
A Juan no se le escapaba cuanto estaba disfrutando Delfina y, decidido a explotar aquello en su propio beneficio, volvió a la carga con las imprecaciones contra el Demonio, exhortándolo a que disfrutara de ese sometimiento ya que sería una de las últimas cosas que realizaría poseyendo el cuerpo de la muchacha.
Su boca volvió a hundirse en el sexo chorreante de saliva y jugos de la niña y, en tanto que labios, lengua y dientes se esmeraban en someter al ahora empinado triángulo carnoso del clítoris sacudiendo la cabeza de lado y tirando de él como si pretendieran arrancarlo, un dedo, un solo dedo, rascó delicadamente los pliegues que coronaban la apertura vaginal y, muy lentamente, fue introduciéndose entre las carnes vírgenes que, estrechamente unidas, presentaron seria resistencia a la penetración.
La tortura al clítoris y la suave invasión del dedo iban envarando a Delfina, quien sentía acumularse en su pecho una angustia que le quitaba la respiración. Seducida por el placer inesperado que le procuraba la penetración, mordisqueaba histéricamente sus labios y elevaba cada vez más la pelvis. A poco de penetrar el dedo, sintió el momentáneo dolor de una especie de fuerte pellizco que la hizo respingar y supuso que debería de tratarse de la mentada virginidad que, afortunadamente, estaba perdiendo a manos de un sacerdote.
Con los dientes apretados por el goce y gimiendo profundamente con las fosas nasales dilatadas por la falta de aire, arremetió con su cuerpo contra la mano del hombre y sintió como el dedo la penetraba en su totalidad. El cura parecía haberse contagiado de la incontinencia de la jovencita y, mientras martirizaba con la boca al clítoris, inició un ir y venir por la vagina que pareció alimentar la sonoridad del ulular de la muchacha. Frotaba con la yema del dedo una protuberancia que se formaba en la cara anterior de la vagina y cuando Delfina comenzó a azotar los almohadones con las manos desmesuradamente abiertas y la boca desmesuradamente abierta en un grito mudo, él comprendió que estaba por alcanzar su primer orgasmo.
Para hacérselo inolvidable, sumó otro dedo al primero y la vagina se distendió complacida, imprimiéndole un vaivén que, conforme crecía en intensidad iba cegando de dolor y pasión a Delfina. Apoyada en los brazos extendidos y con el sexo casi horizontal, sentía como su boca y garganta iban llenándose de una saliva espesa mientras que, cegándola, luces multicolores parecían restallar detrás de los ojos.
Involuntariamente, los gemidos iban transformándose en gritos sollozantes que no podía reprimir y de pronto, al tiempo que le parecía caer en un profundo abismo aterciopelado, sintió como ignorados ríos íntimos y secretos escurrían en su cuerpo. Tras un glorioso estallido final y como si ingresara a una nueva dimensión, perdió toda noción de tiempo y espacio, pasando por la rojiza oscuridad de una muerte fugaz.
Al abrir los ojos, el sacerdote salía de un pequeño baño adjunto al despacho y al verla despierta, la urgió a vestir sus ropas y reintegrarse al trabajo cotidiano, no sin antes advertirle sobre la reserva que debería hacer de su posesión demoníaca.
El resto del día se movió como aturullada y cuando en la noche trató de reposar en la oscuridad de su celda terminó por confirmar el aserto del sacerdote sobre su posesión, ya que las mismas fauces del diablo parecían carcomer sus entrañas y en las carnes del sexo lo sentía pulsar en un hondo escozor que terminó por desasosegarla. Desesperada por tratar de calmar la picazón, encontró en el estregar de sus dedos, por primera vez en contacto directo con el interior de la vulva, un alivio a tanto ardor y finalmente descansó cuando el caldo ardiente de sus jugos rezumó por la vagina.
Recién dos días más tarde, la Superiora le comunicó que sacerdote reclamaba su presencia. Al entrar al severo despacho, encontró a Juan sentado en el sillón, vestido únicamente con camisa y pantalón. Haciéndola pararse frente a él, le indicó con un gesto que se desvistiera, cosa que la muchacha hizo prontamente esperando que el cura repitiera lo de días antes.
Pero no fue así. Tranquilizándola con el tono afable de su voz cálida y baja, Juan le explicó que el combate al Malo debería efectuarse desde distintos ángulos y vías para que, aunque largo y trabajoso, fuera definitivamente efectivo. En la primera ocasión, había tratado de minar las fuerzas demoníacas obligándolo a agotarse en el derrame de sus jugos maléficos pero ahora se imponía un ataque directo con el elixir santificado del Señor, del cual él era portador privilegiado.
Haciéndole colocar un pequeño almohadón sobre el suelo entre sus piernas abiertas, le indicó que se arrodillara en él y desprendiendo el pantalón, extrajo de su interior lo que ella supuso era una verga masculina, dado su extraordinario parecido con la de los caballos. Esa especie de embutido tenía la consistente flojedad de una morcilla y, mientras Juan la sostenía erguida con su mano, le ordenó que la lamiera.
Un algo instintivo colocó una asqueada repugnancia en su estómago e involuntariamente, meneó su cabeza en porfiada negativa. Increpándola duramente como si en ella verdaderamente fuera una personificación satánica e inclinándose, él asió su mentón con la otra manual tiempo que le decía oscuramente que no se trataba de una broma y, por la furia que chispeaba en sus ojos, la muchacha se dio cuenta que era mejor no contradecirlo. La mano la acercó al miembro y cuando este rozó sus labios, casi como una consecuencia lógica, la lengua salió de su encierro para lamer temerosa la tumefacta verga que despedía un acre olor que lastimó su olfato.
El regusto entre salado y dulce no le disgustó y al parecer aquel aroma áspero y destemplado tenía su contrapartida en alguna parte de su cerebro, ya que la lengua, autónomamente, comenzó a lamer la tersa cabeza ovalada que el hombre sostenía contra su boca.
Como dotada de alguna atávica experiencia, su mano desplazó a la de Juan y sosteniendo la verga aún elástica, hizo tremolar su lengua, deslizándola a lo largo del tronco hasta los arrugados testículos para volver serpenteando hasta la oblonga testa que ahora lucía un tono rosado oscuro. El miembro aun no adquiría rigidez y, como el hombre insistía en que ella lo chupara, abrió la boca e introdujo cuidadosamente la cabeza en su interior. El contacto con esa suave piel se le hizo grato y, como Juan diera con sus manos un leve vaivén a su cabeza, chupó la carnosidad y su lengua se encargó de fustigarla rudamente contra el paladar.
Perpleja pero entusiasmada por el placer que aquella cosa le proporcionaba, acentuó el movimiento y mientras la verga se introducía hondamente en la boca, el hombre guió su mano para que iniciara una lenta masturbación al tronco. En la medida en que ella acentuaba el regodeo de su boca al succionar la verga, esta iba convirtiéndose en un falo de dimensiones que ella no podía mensurar por su desconocimiento, pero que se le antojaban como desmesuradas. Sin embargo, y en la medida que el solaz de la succión se le manifestaba como delicioso, como embriagada por aquellos sabores, ella sentía en su vientre el comienzo de un rebullir de líquidos cosquilleos que en su deseo consideraba sublimes.
La verga ya había devenido en un verdadero falo de una rigidez y grosor que sus mandíbulas escasamente alcanzaban a soportar, pero aun así, alternaba las frenéticas masturbaciones de su mano con succiones en las que introducía totalmente el miembro en su boca hasta que los labios rozaban los olorosos pelos del hombre y en el fondo de la garganta se instalaba una náusea momentánea. Complacido por la rapidez con que la muchacha había aprendido aquella lección, el hombre le pidió que tuviera cuidado con los dientes y, aferrando su cabeza con las dos manos, imprimió un lento empuje al cuerpo penetrando la boca como si se tratara de un sexo.
Instintivamente, Delfina comprendió la idea y mientras dejaba deslizar la espesa saliva que se acumulaba en su boca sobre el tronco, fue utilizándola como lubricante para el vaivén de sus dos manos que ahora ceñían apretadamente la verga como una prolongación de los labios. En un momento dado volvió a experimentar el mismo escozor insoportable de la vez anterior y como lo manifestara de viva voz, el sacerdote le ordenó perentoriamente que ni se animara a dejar de hacer lo que estaba haciendo.
Sintiendo como de su vientre drenaban los líquidos caliginosos de la satisfacción, incrementó aun más la succión voraz al falo y ahora eran sus dientes los que, con cuidadosa malicia, rastrillaban sobre la piel del tronco. Conmocionado por aquella maravillosa demostración apasionada de la muchacha, Juan bramaba como un toro en celo en tanto le anunciaba que se preparara a recibir el elixir del bien.
Delfina estaba contagiada por la vehemencia del hombre. Deslumbrada por el goce que le proporcionaba aquel sexo, aceleró cada vez más la velocidad de las manos y el vaivén de su boca, hasta que el sacerdote, apretando su cabeza para que no pudiera retirarla, comenzó a derramar un viscoso pringue meloso que tuvo que tragar para poder respirar.
Un exquisito sabor almendrado invadió sus papilas y en medio de amorosos ronroneos de satisfacción, trasegó hasta la última gota del elixir bendito. Antes de despedirla, el sacerdote le anunció que a la tarde siguiente iniciarían la primera de las grandes batallas y la conminó a no ceder a los reclamos nocturnos del demonio, ya que con eso sólo incrementaría el poder maléfico de la bestia sobre ella.
El calor no contribuía a cumplir con esas órdenes y se le hizo casi imposible mantener sus manos alejadas de las partes pudendas, para lo que tuvo que recurrir al auxilio de una sábana que enrolló alrededor de su cuerpo sudoroso. Tras la noche insomne, el día se le hizo largo y tedioso. A la hora en que el convento se rendía aletargado al calor de la siesta, enderezó sus pasos hacia el despacho del cura. Previamente y dándose cuenta que la higiene no había sido su mayor preocupación, había procedido a lavar en una palangana su sexo y ano, recortando con cuidado los enrulados mechones del pubis. Sabiendo lo que le esperaba en el despacho, había prescindido de toda ropa interior e iba cubierta solo por el hábito grisáceo.
Cuando Juan le dio permiso para entrar, lo encontró ya desprovisto de ropa alguna y su aspecto la impresionó. Ella lo imaginaba corpulento pero no estaba preparada para presenciar el espectáculo de un cuerpo tan esbelto como musculoso. Involuntariamente, sus ojos se dirigieron hacia la entrepierna y allí pudo confirmar el tamaño del miembro que, aun fláccido, era impresionante. Sin esperar a que el religioso le hiciera indicación alguna, se deshizo del hábito y quedó expectantemente desnuda ante el hombre.
Decidiendo explotar ese nuevo desenfado de la muchacha, Juan la amonestó por haber tomado aquella decisión temeraria obedeciendo a las órdenes del Malo y cuando comprobó la extirpación casi total del vello púbico, enfureció por lo que decía era una demostración de impúdico servilismo a la incontinencia demoníaca. Aprovechando la timorata perplejidad de Delfina, la condujo junto al escritorio y, apoyándola contra él, la abrazó tiernamente buscando su boca. Estupefacta al sentir contra su cuerpo la palpitante humanidad del sacerdote, abrió la boca y entregándose totalmente al beso, acarició su cabeza. No sabía ni siquiera había imaginado lo que era sentir sus carnes trémulas estrechándose contra el calor de otro cuerpo.
Bocanadas de fragantes vahos parecían surgir de la boca del hombre y esos aromas iban insuflándole nuevas ansias de besar y ser besada. Pasando sus brazos por debajo de las axilas de Juan, clavó los dedos en la espalda musculosa y su boca se lanzó con ahínco al encuentro de la otra, aceptando la invasión de la lengua y enzarzándose en ruda batalla con aquella. Insospechadamente, su cuerpo se restregaba contra el del religioso y otra vez sentía la emoción del roce contra la tumefacta presencia del miembro.
Inconscientemente, su mano buscó la verga y suavemente fue sobándola entre los dedos, contenta por sentir como lentamente iba cobrando tamaño pero, cuando hizo intención de arrodillarse para tomarla en su boca, Juan se lo impidió. Sin dejar de besarla y mientras la abrazaba fuertemente por la cintura, se acomodó para quedar de lado. Alentándola ahora para que estrujara al miembro entre sus dedos deslizó una mano sobre los senos, amasándolos con voluptuosidad y al percibir por su dureza la excitación de la muchacha, la llevó en lento caracolear hacia la dorada mata hirsuta, rascándola con suave insistencia.
Delfina gemía quedamente su asentimiento ciñendo apretadamente la verga que iba cobrando rigidez y dos dedos del hombre estregaron duramente el capuchón del clítoris. Cuando ella comenzó a expresar su angustia en roncos bramidos, escurrieron hasta el mojado agujero de la vagina y sin ningún tipo de consideración, penetraron hondamente en ella.
El placer que le procuraban era inmenso y mientras le suplicaba por más, sus dedos rodeando al falo se esmeraron en un sube y baja que a ella misma la obnubiló. Ciertamente, no sabía lo que vendría a continuación pero se congratuló por la violencia con que el hombre la penetraba e imprimiendo a su mano un ritmo enloquecedor, besó con desesperación la boca de quien la satisfacía de esa manera.
Juan había logrado su propósito inicial de excitarla y conseguir que ella lo masturbara para alcanzar la erección. Alzándola por las caderas, la acostó sobre el borde del escritorio y, abriéndole las piernas encogidas, tomó la verga entre sus dedos. Lentamente y con cierta minuciosidad, comenzó a deslizarla lentamente desde el mismo Monte de Venus hasta la oscuramente rosada entrada al ano. El estregar de la tierna piel del glande sobre los rugosos tejidos inflamados de la vulva en roce perentorio contra el clítoris y la velada amenaza de penetración al pasar sobre la apertura vaginal y el ano, aceleraban el proceso de excitación de la muchacha que ahora comprendía el cómo y por qué de las cópulas cotidianas de perros y caballos que presenciara indiferente en su infancia.
También comprendía el significado de aquellos mandamientos que sentenciaban a no desear la mujer del prójimo y no fornicar, cobrando conciencia del acto maldito de Onan derramando la simiente fuera del cuerpo de su cuñada. Fuera por un mandato atávico, por instinto animal o porque realmente el demonio la habitaba, encogió aun más las piernas con sus manos e inició un meneo de las caderas en tanto que le suplicaba al religioso que la hiciera suya de una vez.
No imaginaba la realidad con la que debería enfrentarse. Para una mujer adulta y experimentada en el sexo, el falo de Juan, aunque grande, no le resultaría particularmente desusado. Pero para la pequeña campesina virgen cuya mayor penetración habían sido los dedos del sacerdote, aquello iba a resultar toda una experiencia. Cuando la punta de la ovalada cabeza hizo presión contra los apretados esfínteres vaginales, aquellos se contrajeron automáticamente y entonces, al empujar el hombre con mayor vigor, aceptaron a regañadientes la penetración.
La punta del terso glande era apenas una tercera parte de gruesa que el falo y, aun así, la niña prorrumpió en doloridas exclamaciones cuando sobrepasó la entrada. Ella no suponía cuanto dolor debía aun experimentar y, aferrándose a los fuertes brazos que el hombre apoyaba sobre el tablero, hizo ondular su cuerpo para favorecer la intrusión. Lentamente, con suavidad, Juan empujó con firmeza y mientras Delfina soltaba gritos espantados por el sufrimiento, hizo que la verga se introdujera totalmente dentro de la vagina hasta sentirla golpear contra el fondo de las entrañas.
Atónita, la muchacha se estremecía por el sufrimiento de aquella verga que iba destrozando a su paso los delicados tejidos del canal vaginal. El horror dilataba sus pupilas y de su pecho surgía un acongojado sollozo expresando su dolor en tanto que sus ojos se llenaban de lágrimas. Así como el mazazo del martirio la había dejado sin aliento, una oleada de inmenso placer comenzó a invadirla al tiempo que el hombre iniciaba un lerdo movimiento de retroceso, llenando su cuerpo de alborozadas ansias y, cuando Juan imprimió a su cuerpo un cadencioso hamacar, las mucosas internas de la niña lubricaron la carne para convertir el vaivén en algo formidablemente gozoso.
Inclinándose sobre ella, el religioso manoseó apretadamente sus pechos y luego, asiéndola con las dos manos por la nuca, elevó su cabeza para que él pudiera alcanzarla con la suya y reiniciar aquel loco besar. Subyugada por aquella exquisita mezcla de dolor-goce, se aferró a la cabeza del hombre y el cuerpo se acopló al ritmo de la penetración, notando como se adaptaba fácilmente a sus exigencias.
Paulatinamente y a favor de la penetración cuidadosa, Delfina cayó en la cuenta de que estaba copulando tan placenteramente como jamás lo había imaginado. Olvidada de quien era y por qué el sacerdote la estaba sometiendo, comenzó a ondular su cuerpo y, meneando la pelvis, convirtió al coito en una serie de inenarrables sensaciones de venturoso goce. Rugiendo como un animal, sintió en su vientre la revolución explosiva de sus hormonas y prodigándose en vehementes remezones contra el cuerpo de Juan, alcanzó el orgasmo en medio de espasmódicas contracciones de sus entrañas.
Lejos estaba el religioso de su eyaculación y, comprobando por la plétora de jugos que inundaban la vagina de la muchacha que aquella había alcanzado su satisfacción, la puso de pie y haciéndola dar vuelta, empujó su torso contra la tapa del mueble. Todavía semi ahogada por la fatiga y la falta de aire, con los senos aplastados contra el escritorio, Delfina notó como Juan le separaba las piernas y, tomando la derecha entre sus manos, la encogía para colocar su rodilla sobre el tablero. Asiendo la verga entre sus dedos, la embocó en la apertura de la vagina, ahora si, deliciosamente dilatada.
En esa posición y con la separación de las piernas, el falo penetró enteramente en las entrañas de la niña y esta vez fue ella la que comenzó a suplicarle porque lo hiciera más rápida y profundamente. Asida con las manos extendidas al borde del escritorio, se daba fuerzas para elevar y empujar hacia arriba su grupa, yendo al encuentro de la pelvis del hombre que, encontrándose próximo a la eyaculación, aferró fuertemente las caderas de Delfina. Dándole un vigoroso envión a las suyas, incrementó la briosa acometida y, en tanto la joven prorrumpía en ayes lastimeros, comenzó a blasfemar groseramente en contra del Demonio, advirtiéndole que sería alcanzado en su mismo habitáculo de las entrañas femeninas por el poderoso elixir del Señor.
La núbil novicia estaba disfrutando con aquella brutal agresión del sacerdote, cuando Juan comenzó a intercalar las maldiciones con intensos bramidos y en medio de empellones bestiales, volcó en el útero de la muchacha la abundancia de su esperma. Ahíta de sexo y sintiendo en sus entrañas el calor reconfortante del semen, apoyó la cabeza sobre el tablero y se relajó.
En sus más de veinticinco años como sacerdote, Juan había tenido sexo con cuanta monja apetecible se le cruzara por el camino sin dejar de lado a más de una feligresa caritativa a la cual beneficiaba con sus favores y, por supuesto, las novicias formaban la mejor parte de ese festín, pero nunca había encontrado a una tan bien dotada físicamente como Delfina, ya que a la estrechez de su vagina sumaba la elasticidad de las carnes que le permitía penetrarla profundamente sin inconveniente alguno pero experimentando la deliciosa sensación de sus músculos jóvenes estrechando reciamente su verga.
Era tanto el entusiasmo que la jovencita despertaba en el religioso que había olvidado el carácter exorcisante de sus actos y la supuesta guerra desatada contra el diablo. Lucifer, Belcebú, Luzbel, Mefisto, Satán o simplemente El Malo, formaban parte de su lenguaje cotidiano para con sus fieles, pero ahora lo que lo había trastornado era la predisposición de la muchacha a los sometimientos. Totalmente fuera de sí, enajenado por el cuerpo sensual de Delfina, dejaba de lado su investidura y se entregaba al desenfreno sin tener en cuenta ni la edad de la niña ni el lugar en que la reducía a la servidumbre del sexo.
Desmadejada sobre la mesa, la muchacha aun acezaba quedamente mientras su cuerpo todavía respondía a los espasmos convulsivos que la estremecían. Asiendo los brazos que permanecían laxos junto al cuerpo, los llevó hacia la espalda de Delfina y uniéndolos por las muñecas, los aferró con una de sus grandes manos mientras que la otra se encargaba de conducir el falo todavía enhiesto y mojado los las espesas mucosas vaginales hacia el apretado manojo de tejidos que formaban los esfínteres anales.
Semi inconsciente aun, la muchacha aceptó blandamente cuando Juan le unió los brazos a la espalda pero no supuso que aquello serviría para inmovilizarla mientras el sacerdote la sodomizaba. Súbitamente despierta, creyó adivinar la intención de Juan e intentó un amago de resistencia, anulado por el hombre al elevar sus brazos en dolorosa torsión que amenazaba con la dislocación.
Apelando a la buena relación que habían sostenido hasta el momento, rogó y suplicó al religioso para que no la sometiera a esa ignominia pero este estaba totalmente enloquecido y acalló sus reclamos convirtiéndolos en ayes de dolor al acentuar el ángulo de elevación de los brazos,. Ofuscado por el deseo, dejó caer una respetable cantidad de saliva en la hendedura entre las nalgas y presionó. El fruncido ano parecía oponer especial resistencia a la penetración y eso lo enfureció. Su dedo pulgar se convirtió en bestial embajador del glande y consiguiendo que este penetrara unos centímetros dentro del recto, lo removió con saña para dejar expedito el camino a la verga.
Al dolor inicial del dedo separando los esfínteres, se sumó el del cada vez más grande miembro masculino pero, contradictoriamente, parecía que una vez rebasada esa barrera, el roce de la verga en la tersa lisura de la tripa suplantaba al dolor que la había atravesado como un hierro candente, convirtiéndolo en una nueva clase de sensaciones placenteras. El falo penetró hasta que la pelvis del hombre se estrelló contra sus nalgas temblorosas y los largos testículos golpearon al sexo.
Los gritos desaforados se convirtieron en un murmullo complaciente y cuando Juan soltó sus manos, se apoyó en ellas para elevar su tronco y darle un lento hamacar al cuerpo, adaptándose al lerdo vaivén con que el hombre la socavaba. Fascinada, comprobaba que el tránsito del falo dentro del recto no sólo no le producía sufrimiento sino que le provocaba espléndidas sensaciones gozosas que la conducían a un lujurioso disfrute.
Sosteniéndose en sus brazos estirados, había conseguido la posición ideal para el balanceo de su cuerpo y mientras soltaba groseras imprecaciones que desconocía saber como si realmente algo maligno la poseyese, incitaba al religioso para que la sodomizara aun con más vigor. La escena era alienante, ya que la vista del corpulento y musculoso sacerdote penetrando a la jovencita como si fuera una vestal en un sacrificio pagano, adquiría un carácter verdaderamente diabólico por el lenguaje soez con que ambos amantes se insultaban mutuamente.
Sin sacar el falo del ano, Juan la alzó y caminando los dos pasos que los separaban del sillón, se dejó caer al borde del mismo. Acomodando las piernas de la joven a los lados con los pies apoyados firmemente en la alfombra, la incitó a flexionar las piernas, cabalgando sobre el príapo. Adaptándose rápidamente, Defina inclinó un poco el torso hacia delante y, apoyando las manos en las rodillas del sacerdote, alcanzó un punto en el que sentía la punta de la verga golpear contra el cuello uterino, envolviéndola en oleadas de caliginosa exaltación.
Voluptuosa y sensual, Delfina realizaba el acople con licenciosa incontinencia, disfrutando de cada movimiento del hombre y aquel, hipnotizado por los poderosos glúteos de la joven, detenía su galope y sacaba el falo para contemplar subyugado como el ano permanecía distendido para permitirle observar el rosado casi blanco del interior.
Haciéndole colocar los pies sobre el asiento, la hizo descender acuclillada para penetrarse mientras se sostenía en los brazos del sillón. Con pérfida insistencia, sacaba y volvía a introducir la verga hasta que, contagiado por la resplandeciente dicha de la niña, comenzó a alternar entre el ano y la vagina, con lo que los gritos complacidos de la muchacha se hicieron estridentemente escandalosos.
Empapados de sudor y enfrascados en esa danza infernal, se debatieron durante un rato hasta que respondiendo a los histéricos reclamos de la muchacha, él derramó la descarga seminal dentro del sexo cuidándose bien de increpar al demonio, conminándolo a dejar definitivamente el cuerpo de Delfina. Pletórica, ahíta de sexo y satisfecha por aquella cópula que la convertía definitivamente en mujer, la joven se desplomó en el sillón donde, comprensivamente, el sacerdote la dejó descansar un par de horas, tras las cuales le ordenó que se recluyera en su celda.
Desnudándose y observando los moretones y arañazos de su cuerpo, comprendió la bestialidad animal con que habían acometido el sexo. Por primera vez cobraba conciencia de estar verdaderamente habitada por el demonio, ya que no había tratado en ningún momento de evitar los avances del sacerdote y en cambio, no sólo los había soportado con entereza sino que había disfrutado como jamás gozara en su vida. Aquel latido que sentía en sus entrañas, vagina y ano, le recordaba el solaz de las penetraciones y el regodeo de la satisfacción plena.
Exhausta pero aun con el ánimo caldeado, procedió a higienizarse profundamente, observando restos sanguinolentos brotando del ano y la vagina. Refrescándose con compresas húmedas, fue acallando el íntimo pulsar pero no la excitación del sexo descubierto que todavía la habitaba.
Sabiamente y conocedor, tanto de la anatomía como de las reacciones emocionales de las mujeres, el sacerdote dio orden a la Superiora de que permaneciera confinada en su celda por dos razones casi elementales; la primera era que sanaran las heridas que él sabía había ocasionado en la muchacha y en segundo lugar, porque, habiendo conocido las mieles del sexo, los mandatos instintivos del cuerpo y la mente se lo exigirían sin que ella pudiera negarlo y mucho menos reprimirlos. Efectivamente, la soledad del confinamiento y la evolución de sus emociones pusieron en su mente ociosa, con claridad fotográfica, cada uno de los actos que realizaran, trasladándolos sensorialmente a lo físico y, por cinco días, se agotó en la satisfacción manual a la histérica necesidad que la invadía.
Transcurrido ese tiempo y cuando el cura la hizo concurrir a sus aposentos, se preparó esmeradamente en su higiene y acudió anhelosa a la cita. Desvistiéndose con presteza y sin que Juan se lo pidiera, cayó ante él de rodillas para manosear y chupar angurrienta el vigoroso falo. A partir de ese día, cotidianamente se entregaba complacida a todo cuanto el sacerdote quisiera someterla, disfrutando de las más insólitas posiciones en que aquel la penetraba e, imbuida de la posesión satánica, se esmeró en proponer y adoptar las más viciosas costumbres.
Obviamente, Juan sabía que la jovencita no estaba en lo absoluto poseída por demonio alguno y que aquellas manifestaciones que ella asumía con culpa como diabólicas, no eran más que el despertar natural de toda mujer al sexo. En oposición, Delfina se sentía verdaderamente invadida física y mentalmente, creyendo a ciegamente y sin lugar a dudas, que su alocado comportamiento sexual era la respuesta malévola al exorcismo con que el religioso la atacaba. Desesperadamente, sintiéndose juez y parte, trataba de entregarse totalmente al cura para que este expulsara al demonio, pero a la vez, disfrutaba con secreta alegría cuando dejaba en evidencia con que placer disfrutaba de sus actos bestiales.
Pasados dos semanas de tan feliz concupiscencia y cuando descansaba en su camastro esperando que el sueño la condujera a esos parajes donde sus fantasías la emborrachaban con las mágicas imágenes del sensualismo más lujurioso, escuchó abrirse la gruesa puerta y en el vano se recortó la figura severa de la Madre Superiora. Imponiéndole silencio con sólo un gesto, la religiosa se sentó al borde del camastro y comenzó a hablar.
Con voz suave, grave y cariñosa, le dijo conocer del exorcismo a que la estaba sometiendo el Padre Juan quien le había solicitado su colaboración. Con aires reminiscentes, fue narrándole como ella misma había sido sometida a la posesión diabólica en sus primeros años de noviciado y que, luego de mucho tiempo de un tratamiento similar al suyo, había podido emerger con su fe indemne y con la virtud de poder luchar contra el Maldito conociendo sus armas de seducción, que eran muchas y malas aunque pudieran parecer agradables e infinitamente placenteras.
A pesar de ser su Superiora, Delfina estaba avergonzada porque su posesión y la forma en que el sacerdote la combatía hubieran excedido esa intimidad. Ruborizada, quiso ensayar una serie de excusas y disculpas pero Inés le tapó cariñosamente la boca y le dijo que no se preocupara por nada. Levantándose, la monja la tomó de una mano y la ayudó a incorporarse. Parada junto al lecho, vio como la religiosa daba vueltas a su alrededor observándola especulativamente. Finalmente, la monja se paró frente a ella desprendiendo los cuatro botones del canesú e hizo deslizar el sayo hacia los hombros para que este cayera a sus pies.
El pudor podía más que la confianza y el hecho de estar totalmente desnuda, exponiendo su cuerpo y partes íntimas frente a una mujer la desasosegaba y ponía un crispado nerviosismo en su piel que se manifestaba en pequeños temblores incontrolables. Con las piernas cruzadas, trató de ocultar su sexo y las manos protegieron la carnosa gelatina de los pechos.
Pensativa y con expresión preocupada, Inés reanudó los giros alrededor de la muchacha y mientras observaba con detenimiento la espléndida belleza de ese cuerpo voluptuoso que ya no era virgen, alargó una mano y apoyando su índice sobre la nuca descubierta, lo deslizó en tenue contacto a lo largo de la columna vertebral. Complacida, contempló los estremecimientos de la joven y cuando llegó a acariciar la hendedura entre las nalgas, comprobó que la muchacha estaba cubierta de sudor.
Reanudando la caminata pero tan próxima que percibía el calor, el acezar y los aromas del cuerpo de Delfina provocados por el miedo y la ansiedad, una mezcla de adrenalina y la secreción glandular de la hembra en celo, fue deslizando los finos dedos de sus manos sobre las tentadoras formas de la niña, la que disfrutaba con la suavidad de las tersas yermas y se encogía cuando estas eran reemplazadas por el filo de las uñas que, como navajas, rastrillaban las partes más sensibles de los pechos, el vientre y las nalgas.
Considerando que Delfina estaba punto, colocándose a sus espaldas, la Superiora se desvistió, exhibiendo el fino cabello negro peinado en un complicado rodete en la nuca. A pesar de su cargo, todavía no alcanzaba los cuarenta años y, desprovisto de las negras vestiduras, su cuerpo dejaba en evidencia toda la magnificencia de su belleza. Aunque era pequeña de estatura – no alcanzaría el metro con sesenta -, estaba tan perfectamente proporcionada como un biscuit, de tal manera que, puesta en un cuerpo de la talla del de la muchacha, resultaría groseramente lujuriosa; sus pechos, óvalos perfectos, pesados pero no caídos, mostraban la extraña forma de las aureolas, grandes y cuajadas de gránulos, que se elevaban como dos minúsculos senos exhibiendo en la cúspide la gruesa protuberancia de los cortos y rosados pezones.
Debajo, el abdomen se hundía en un vientre chato de natural musculatura que se sumía en la ladera precedente al promontorio del Monte de Venus que, cubierto por un fino y recortado vello renegrido, cedía el paso a la abultada meseta de la vulva. Clásico y sublime, el cuerpo no mostraba adiposidades; redondeado por donde se lo mirara, la proporción hacía que, tanto sus caderas y torneadas piernas, así como la firme redondez de las nalgas tuvieran la tentadora contundencia de una muñeca
Su rostro era singular, ya que, enmarcado de ordinario por la blancura de la cofia, mostraba una belleza serena, pálida y cordial como la de las vírgenes. Fuera de ese albo marco, se destacaba la verdadera estructura de una cara hermosa, de profundos ojos azules y labios mórbidamente tentadores pero el negro cabello recogido le otorgaba al rostro una expresión de pérfida malignidad. Conmocionada hasta el tuétano por la evidente excitación de aquel cuerpo magnífico e informada por el sacerdote de lo que la muchacha era capaz de generar cuando daba rienda suelta a sus instintos, se acercó nuevamente a ella.
Delfina ni siquiera había oído hablar del sexo entre mujeres, pero la actitud de la religiosa era tan evidente que sospechó su pronto acceso a un mundo diferente de la sexualidad y no estaba equivocada. Tensa y con los puños apretados a tal punto que sentía las uñas clavándose en sus palmas, esperaba con impaciencia lo que tuviera que suceder, cuando la calidez de las finas manos se asentó en sus hombros y un voluptuoso cuerpo desnudo se estrechó contra ella. Las manos descendieron hacia sus pechos y mientras los acariciaban con ternura, el cuerpo menudo de Inés se estregó lascivamente ondulando contra el suyo.
Era esa suavidad lo que la erotizaba y disfrutando de aquel trato tan diferente al del Padre Juan, juntó sus dedos con los de la monja para colaborar en el tierno sobamiento a los senos. En tanto que sus manos amasaban la mullida carnosidad de los pechos, Inés abismó su boca en la nuca de la chiquilina y desde allí comenzó a descender a lo largo del socavón que dividía la espalda, lamiendo y chupeteando ávidamente las carnes sudorosas. Al alcanzar la región lumbar, contempló embelesada los dos pequeños hoyuelos que se formaban sobre el nacimiento de los glúteos. Soltando los senos, las manos acariciaron las redondas nalgas, separándolas para dejar el camino libre a la lengua que, tremolando como la de un reptil, recorrió la raja hasta recalar en el fruncido ano.
Complacida por la dicha que le provocaba la religiosa, Delfina jadeaba, entremezclando sus gemidos con susurrados asentimientos. Obedeciendo a una sucinta orden de la monja, se arrodilló sobre el borde del lecho y dejó descansar el cuerpo sobre los brazos encogidos. En esa posición, la grupa alzada dejaba expuesto no sólo el ano sino la ya inflamada superficie vellosa de la vulva.
Haciéndole flexionar las piernas, la religiosa se arrodilló detrás y manteniendo separadas las nalgas con las manos, viboreó con la lengua desde el ano hasta el mismo clítoris. Empalada, la lengua recogía los jugos que bañaban la vulva llevándolos al interior de la boca y, cuando la joven comenzó a menear la pelvis adaptándose a su ritmo, alternó la succión de sus labios con la penetración a la vagina de la lengua envarada y así, se mantuvieron por un rato como en suspenso, disfrutando, la una por el sometimiento y la otra por someterla.
Ante la angustiosa invocación sexual de la jovencita, Inés se paró y, acomodándola suavemente en el camastro, se acostó a su lado. Emocionada por ese sexo tan distinto como hermoso, la muchacha sollozaba y le pedía entrecortadamente que la hiciera alcanzar la satisfacción. Subyugada por la belleza de la niña, Inés recorrió el rostro sudoroso con menudos besos hasta recalar en la boca, donde no inició el besuqueo sino que dejó a la lengua tremolar sobre los labios entreabiertos para luego encerrar entre los suyos, alternativamente, el labio superior y luego el inferior. Adaptándose rápidamente y mientras degustaba por primera vez los jugos de su propio sexo, Delfina hizo lo propio y, en tanto succionaban con fruición los labios, dejaron a las lenguas iniciar una dulce batalla en la que ambas se extasiaban hasta el desmayo.
Conmovidas, borrachas por la expansión de tanto deseo contenido, se restregaban la una contra la otra y, lentamente, mientras las bocas seguían el alucinante combate, las manos angurrientas fueron recorriendo los cuerpos. Delfina se sorprendía del intenso placer que le daba besar a la monja y de la mórbida textura del pequeño cuerpo. Autónomamente y sin indicación alguna, sus manos rodearon la perfecta redondez de las nalgas de Inés y, estrechándola fuertemente contra ella, restregó su sexo hirsuto contra el bulto notorio de la otra vulva en un involuntario coito.
Respondiendo a la incitación lasciva de la novicia, la monja fue haciendo girar su cuerpo y, sin dejar de besarla, se colocó invertida sobre ella mientras que, al tiempo que los labios y lengua se esmeraban en succionar los de la muchacha, sus manos se deslizaron hacia los senos, atrapándolos entre los delgados pero fuertes dedos. Delfina conocía el placer de las manos sobando sus senos pero los delicados dedos de la religiosa diferían notablemente de la rudeza del cura. Las suaves yemas trazaban lentos círculos por todo el derredor cual ave rapaz acechando su presa, aproximando a las aureolas sus uñas cortas y afiladas que rascaron tenuemente la superficie áspera con cosquillas imposibles de soportar.
Los dedos fueron rodeando sutiles la carne de los pezones y, envolviéndolos entre ellos, iniciaron una lerda rotación que instalaba profundos tirones cosquilleantes en sus riñones, incrementándose cuando la religiosa aumento la presión, retorciendo fuertemente las mamas. Delfina se asía a las caderas de Inés con toda la fuerza de sus débiles dedos que comenzaron a trazar en la piel las rojas estrías de sus uñas cuando la religiosa clavó en los pezones inflamados el filo agudo de sus uñas para poner en su boca los angustiosos gemidos de un gozoso martirio.
Junto con los gemidos ahogados de la muchacha, la mujer se deslizó hacia su entrepierna para encerrar con su boca el sexo. Separándole las piernas encogidas, la lengua tremoló aviesamente sobre los tejidos oscurecidos, ya pletóricos de olorosos fluidos y los labios sometieron con insistente chupeteo los colgajos de la vulva.
Apabullada por el goce infinitamente enloquecedor, la muchacha no podía ignorar que el vértice de la entrepierna de la religiosa se encontraba a pocos centímetros de su cara y, contemplando por primera vez un sexo femenino, los efluvios que brotaban de aquel pusieron en su mente desquiciada por la lujuria unas ganas tremendas de poseerlo e, imitando a Inés, aferró entre sus manos esas nalgas perfectamente redondeadas, dándose impulso para enviar la boca en procura de la vulva.
Era consciente del enorme pecado que estaba a punto de cometer, pero una gula primitivamente brutal dirigía sus acciones y, dejando de lado todo prurito de decencia al creer sinceramente que el Demonio la habitaba, abrió la boca para darle cabida al sexo palpitante. Como una lapa monstruosa, sus labios conformaron una ventosa que se adhirió a la vulva para succionarla con la angurria voraz de un animal y, sintiendo en la lengua el sabor urticante de los jugos femeninos, chupó y chupó hasta que la falta de aliento le hizo separar la boca.
Atenta al accionar de la religiosa en su sexo, trató de imitarla y, separando con sus dedos los labios inflamados, hizo tremolar inexpertamente a la lengua para solazarse en la excitación de aquel puñado de pliegues ennegrecidos que rodeaba al rosado óvalo. Al gustoso agridulce de los jugos se sumaba ahora un aroma desquiciantemente atractivo que parecía brotar no sólo de ellos sino también de perfumadas flatulencias vaginales. Cerrando los ojos por la intensidad del placer que la monja estaba proporcionándole con labios, dedos y lengua, se aplicó a lamer cada rincón del sexo y los labios colaboraron succionado las carnes para que ella pudiera degustar los flujos humorales como a un elixir de vida.
Inés daba crédito al sacerdote por haber despertado en la muchacha semejante desmesura viciosa y, considerando que ya era tiempo, abandonó la posición para ubicarse entre las piernas de Delfina. Contemplando con satisfacción como aquel sexo casi virgen se manifestaba con toda la espléndida belleza de una mujer ducha en las lides del amor, palpitando en latidos de crispación y distensión que parecían invocar la penetración, hundió dos de sus finos dedos en la vagina para buscar con solicitud aquella nuez en la cara anterior que dispararía los duendes perversos escondidos en el cuerpo de la muchacha.
Encontrada la prominencia, primero las yemas y luego sus uñas, rascaron el bulto hasta sentir como la joven iba crispándose ante el estímulo. La boca golosa no pudo resistir el llamado que le hacía la soberbia mata velluda y la lengua se convirtió en machete explorador, separando los mojados rizos para dejar al descubierto los labios intensamente rojizos de la vulva.
La delgada línea de separación le permitía comprobar el profundo contraste con el interior y el índice de la otra mano le abrió paso al óvalo de maravilloso nacarado. Como si estuviera delante de un manjar ansiosamente anhelado, su boca se llenó de saliva y no pudo resistir la tentación de que la lengua vibrante se deslizara sobre aquellos delicados encajes carneos. Su gusto, aroma y textura activaron algún resorte escondido en la mente de la religiosa y, en tanto los dedos continuaban socavando las mucosas vaginales, labios y dientes se abocaron a la deliciosa tarea de chupar y mordisquear los pliegues y, cuando la muchacha comenzó a expresarle en jubilosos ayes su excitación, se alojó sobre la excrecencia del clítoris para martirizarlo con toda la boca mientras su cabeza se meneaba lado a lado con violencia demoníaca.
El goce llevaba desesperación a la mente de Delfina y su cuerpo se veía sacudido por espasmos y contracciones que evidenciaban la profundidad de su excitación. Asombrada por la dúctil labilidad del sexo juvenil, la monja fue introduciendo más dedos en la vagina y, a pesar de los quejidos lastimeros de la jovencita, estos cedían blandamente a sus exigencias. Fuera de sí por las promesas que ese sexo hacía a sus fantasías, movió durante unos momentos los dedos en un giro de ciento ochenta grados y, ahusándolos, con suma lentitud, deslizó la mano entera sobre la abundante saliva que dejaba caer para que los pequeños nudillos traspasaran los esfínteres vaginales.
El dolor había obligado a la muchacha a ir alzando su cuerpo envarado y ahora, en medio de sus gritos de desesperadas ansias, la mano se cerró en un puño, convirtiendo al brazo en un émbolo que penetraba con la fuerza de un ariete. A pesar de sus gritos, el placer superaba al dolor en Delfina y, surgiendo de la tenebrosa oscuridad en la que el maravilloso sufrimiento la había sumido por unos instantes como si hubiese cambiado de dimensión, experimentó la extraña sensación de que el tiempo se había detenido y sólo ella y la mujer eran los únicos seres vivos. Deseosa de contemplar el rostro de quien la estaba haciendo tan feliz, apoyó su cuerpo en los codos e incorporándose, clavó la vista en Inés.
El espanto suplantó a la sonrisa que campeaba en su cara a pesar de las lágrimas que corrían por sus mejillas. Pensó que la imaginación estaba jugándole una mala pasada y, para despejar totalmente la bruma llorosa que dificultaba su visión, parpadeó repetidamente, pero no; ese efecto de desvanecimiento de las imágenes persistía. Por instantes, casi en relámpagos subliminales, el aspecto de la religiosa cambiaba radicalmente y ya no era la hermosa mujer a la cual ella había entregado su cuerpo con lujurioso contento, sino que mutaba en un monstruo de apariencia verdosa por cuya epidermis corrían arroyuelos de un líquido aceitoso.
Las manos que asían sus caderas confundían los delicados dedos con zarpas resptilescas que ostentaban en sus puntas garras amarillentas y ya no era la grácil sutileza de la mano lo que la penetraba sino un príapo horriblemente prodigioso. El cuerpo continuaba siendo femenino, pero los pechos cubiertos de escamas caían flojamente sobre el abdomen sacudiéndose como sacos gelatinosos al compás de la cópula; del fino rostro de la religiosa no quedaba el menor rastro, fundiéndose con la cara de un macho cabrío cuyos ojos refulgían como rojos carbunclos y de la boca entraba y salía la amarilla lengua de un ofidio.
La pavorosa metamorfosis mareaba a Delfina quien, aterrorizada, hizo un vano intento de fuga pero la bestia en que había devenido Inés poseía fuerzas ciclópeas y, mientras la lengua de sierpe escarbaba bífida sobre los senos, multiplicó la presión en su cuerpo impidiéndole todo movimiento. En una especie de graznido burbujeante por la saliva que manaban las fauces, la voz aun identificable de la religiosa se manifestaba en una letanía confusa entre latín, castellano y un idioma que la niña no alcanzaba a identificar, anunciándole que había caído definitivamente en manos de Satán, del cual ella era su heraldo en la misión.
Al ofender al Amo con un falso exorcismo para poseerla, la concupiscencia del sacerdote había sido en realidad lo que convocara a los demonios y ella, Delfina, se convertiría en el instrumento por el cual el Mal penetraría en las entrañas mismas de la Orden utilizando la promiscuidad lujuriosa del clérigo para propagar la infección a toda la Iglesia.
Algo como un hechizo hipnótico existía en la voz de aquel ángel del mal, ya que Delfina había superado el pavor y el asco inicial para encontrar que las húmedas caricias de la lengua flexible y el roce inefable de aquella verga demoníaca le procuraban un placer inefable del que nunca antes disfrutara.
Clavando sus ojos en los inhumanos del engendro, le suplicó subyugada que no cesara de penetrarla hasta no haberle hecho alcanzar las delicias del orgasmo y, como respuesta, obtuvo el beneficio de que la bestia incrementara el hamacarse de su cuerpo en un coito tan placentero como alienante. Cuando ella
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3 comentarios. Página 1 de 1
sergio
invitado-sergio 11-01-2021 21:35:46

muy bueno falta el final

lobo_calientee27
lobo_calientee27 07-02-2014 19:58:55

bueniiiisimo pero esta cortado tu relato al final

lobo_caliente
lobo_caliente 07-08-2013 00:27:33

muy buen relato, mil gracias por compartirlo

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