IRREDIMIBLE
1
A veces, la vida cambia con el simple aleteo de un golpe de vista. No con una revelación, o la aparición de un zarzal ar-diente, ni una voz bíblica que surge de algún altoparlante conectado directamente al cielo. Nada de eso. Apenas algo que nos llama la atención, la pérdida de un paso que nos lleva a los lugares usuales, una ligera astilla en la coraza de la percepción.
Estaba concentrado en la persiana metálica del kiosco de Raffe, que se cerraba con la lentitud de la tapa de un sepul-cro. Tenía las monedas justas para un cartón de vino y de esa manera no “discontinuar el tratamiento”, cuando la vi por el rabillo del ojo. Estaba encaramada sobre la baranda del puen-te y ya había logrado pasar una pierna del otro lado. No había un río de brazos embriagadores, sino el cemento de la autopista, tan desierta como el páramo atravesado por algún profeta de pocas luces. Lo que me alertó fue un brillo y no adiviné que se trataba, hasta que pude ver todo el cuadro en perspectiva, unas cuantas horas después: era la hebilla de la sandalia, que volaba hacia la calle, solo para tantear el te-rreno.
Ella se inclinó hacia el vacío y su cabellera dorada le cu-brió los rasgos. Vi algo más, a pesar de la oscuridad y la distancia que nos separaba, -unos diez metros- y fue el muslo que se balanceaba en el aire, atravesado por una liga de pu-ta. Su tapado, -armiño, zorro plateado o imitación sintética- desmentía esa condición, o la reafirmaba, que sé yo. Si era una puta por necesidad, estaba jaqueca por la culpa y si era una puta vocacional, por el nivel de sus valores, quien podía saberlo. Lo único cierto es que corrí hacia ella sin motivos, por que mis valores, hacía rato que estaban en desuso. Mi re-ligión, el culto imperante en ese lugar olvidado de la mano de Dios, -que cagada de frase- estaba resumido en un solo mandamiento: “No es asunto mío”, o su acepción traducida a alguna lengua muerta: “¿A quien carajos le interesa?”.
Solo que corrí y grité lo usual en estos casos: “¡Pare!”,y la cabellera giró en espiral y logré ver el milagro de su rostro.
-¡No se acerque o me tiro!- gritó ella, lo que le daba a la situación un tinte bastante pelotudo, pero esa es la historia de mi vida, vamos.
-¿Y que mierda pensaba hacer, de todos modos?
Ella se soltó de una mano y por un instante demencial, es-tuvo a punto de caer. Aflojé la carrera. La dama, por puro instinto, se echó hacia atrás y recuperó algo de equilibrio.
-Me tiro, se lo juro.- dijo, ya no tan convencida.
Volteó la cabeza hacia mí, en el preciso instante que yo observaba su falda, que se había subido hasta el límite de la costura de su ropa interior. Era un muslo pulido en inconta-bles sesiones de gimnasia y al mismo tiempo tan suave, que uno no podía evitar imaginarse como se sentiría recorrerlo con la palma de la mano, y tomar corriente arriba.
-Déjese de joder. Debe haber un montón de cosas que una mina como usted puede hacer, antes de clavarse de cabeza treinta metros más abajo.
Me miró sorprendida. Pude imaginar que, dada mi condición de ciruja diplomado, esperaba una serie de balbuceos incoherentes, surgidos de dos desparejas filas de dientes podridos. Ya me ha pasado antes. Esa gente, y ninguna otra en realidad, logra comprender que puede haber una persona real detrás de la fachada y del cartón de vino debajo del sobaco. Al menos le había despertado curiosidad. Ella no reparó que yo había achicado otros dos pasos y estaba casi al alcance de mi mano.
-¿Qué le pasó? ¿Se le acabó su ración de Prozac? ¿Su analis-ta se fue de vacaciones? ¿Su marido le canceló la extensión de la tarjeta de crédito? ¿O un amante alquilado la cambió por una pendeja de 20?
Ahora le habían surgido dos medias lunas de furia debajo de las mejillas. Vi sus uñas esculpidas y nuevamente su rostro: tenía esa clase de pelo vaporoso y rubio, que uno de inmedia-to imagina desparramado sobre la almohada. El segundo y ter-cer botón de la blusa se tensaban, por la presión de unas te-tas que a uno no le quedaba más remedio que imaginar. Tenía unos bonitos ojos color pardo y una mirada de chica lista, que había visto algunas cosas y espiado otras. Mi primera im-presión había sido errada: no parecía una puta, sino una dama de linaje, capaz de descorrer el velo de los secretos esen-ciales del sexo. No tengo la más remota idea de por que me dio esa impresión. Una chica curiosa, eso era. De esas capa-ces de chuparte la verga mientras no te quitaban la vista de encima, a ver que reacción provocaba.
La tomé del tobillo.
Ella soltó un “¡Eh!” airado, pero ya estaba perdida. Lo si-guiente que hizo fue aferrarse de la baranda y tratar de sol-tarse. La tomé de la cintura e intentó zafarse, pero ya esta-ba perdida. Sus sesiones de spa y gimnasia aeróbica no tenían manera de competir con un par de buenos músculos masculinos, que alguna vez habían sido probados en laburos realmente du-ros. Se le rompieron dos uñas cuando la hice soltar la baran-da. Volvió su cara hacia mí e intentó hundir sus dedos debajo de la pelambre de mi barba. Y después, tomó conciencia del hedor que me acompaña a todas partes, ese que es una mezcla de distintos olores corporales pero, por sobre todo, se debe al tufo que el alcohol barato suele dejar estampado en la piel. Ese gesto me dolió, vamos. Por más que uno sea mendigo, no deja de tener algún sedimento de dignidad, o algún susti-tuto igual de rancio.
-Oiga- le advertí, retirándole las manos de mi gañote. –Eso duele.
-¡Suélteme!
-Usted no se va a tirar de mi puente. ¿Sabe por qué? ¿Lo sa-be?
Negó con la cabeza, con desesperación.. Pero algo de cordu-ra había vuelto a sus maravillosos ojos pardos. Sentía su cuerpo contra el mío...el calor que irradiaba de él. Y la presión de sus tetas: sus pezones contra mis tetillas. Era una imagen que podía volarte la tapa de los sesos.
-Si la dejo tirarse, mañana esto va a estar lleno de policí-as...y Crónica TV. Lo primero que van a hacer, será ir al baldío...mi humilde hogar...y preguntarme si vi algo. Alguien podría reconocerme si me ve por la tele. Y a algún sargento medio corto de luces se le podría ocurrir que yo la violé y luego la tiré del puente. Malo para mí. Esa es la cagada con los suicidas: rara vez piensan en las consecuencias de sus actos.
Me miró, genuinamente sorprendida. No se esperaba nada de eso: que yo hablara con cierta propiedad y que colocara las eses en los lugares adecuados. Aguardaba, quizás, un penoso episodio de violación y asalto, no necesariamente en ese or-den.
-¿Quién carajos es usted?
-Soy lo que usted ve- respondí. –Un ciruja.
La solté. Su primer impulso fue el de salir corriendo. Lue-go se enervó, me miró de pies a cabeza y señaló algún punto más allá del puente.
-Mi auto está en la avenida. Venga conmigo.
-¿Qué? ¿Va a recompensarme?
-Entre otras cosas. Usted despertó mi curiosidad. No es algo que suceda a menudo.
-No en su mundo- le dije.
Caminamos hacia el puente. Hacia quien sabe donde.
2
Era un auto de nombre raro, motor poderoso y tan espacioso que uno podía entrar de pie. Ella bajó disimuladamente el cristal de su lado, mancillando un poquito más mi orgullo herido, y no es que tuviera mucho. Entonces, la observé a vo-luntad: sus ligas de puta, la suave pendiente de su muslo. La falda se había subido otros dos centímetros, pero a ella pa-recía no importarle. Les diré algo: uno sencillamente puede olvidarse del sexo. Es una costumbre más. El acto animal más imperecedero del hombre, es cagar. Uno no puede evitarse el acoso de los intestinos, pero si el dictamen de una verga, por más imponente que sea. Llegado el caso, la verga se atro-fia y solo se logra una erección decente, cuando la vejiga está en su punto exacto de ebullición. Eso creía, al menos. Pero al verla allí, encendiendo un cigarrillo y con su pie hundido en el acelerador, algo se encendió allí abajo; no tan vital como una hoguera, pero no olviden que un incendio fo-restal comienza apenas con una brasa.
-¿Por qué iba a tirarse?
-No tenía nada mejor que hacer.- respondió. Entre el segundo y tercer botón, asomaba un corpiño rojo, de encaje, probable-mente de Victoria’s Secret. Había visto un catálogo, alguna vez. Si no eras puta, esa lencería te convertía en una. De hecho, una ballena podía verse sexy enfundada en alguno de aquellos conjuntos. Y lo mejor que puedo decirles de la dama del puente, es que no lo necesitaba en absoluto.
-Usted no habla como...
-...un ciruja. –completé. -¿Tenemos que dominar algún idioma en especial? ¿A cuántos cirujas cruzó en su vida?
Volvió a enrojecer. Comprendí que no estaba acostumbrada a que la refutaran. Y eso la incomodaba. Se llevo una mano al cuello. Afuera, una ligera lluvia comenzó a salpicar el para-brisas.
-Usted sabe a lo que me refiero.
-En realidad, no. Usted tampoco tiene el aspecto de un sui-cida y yo sí que he visto a algunos. Pero eso no me hace abrir juicios de valor. Y en realidad lo suyo no es demasiado original. Suicidio por aburrimiento. Lo he visto antes.
-¿Ese es la impresión que le doy?
-No voy a decir más nada- dije, mirando por la ventana. En-trábamos a la ciudad.
-¿Qué lo hizo subir a éste auto?
-Curiosidad, más que ninguna otra cosa. Y quizás una noche bajo techo.
Salimos de la autopista. Ella manejaba con estilo: sus ma-nos formaban las nueve en el volante. En la radio sonaba “El Pulso de la Noche” y ese fulano, Hoffman, desgranaba la mier-da habitual. Mierda conocida de segunda mano, en realidad. Podía darse el lujo de ser amargo y sarcástico, por que no conocía aquello que se movía en las sombras. Sus fuentes eran las novelas de Bukowski y las películas de Tarantino.
Dobló hacia los countries, el guetto de los ricos. Por su-puesto. ¿Cuál era su historia? ¿Se había casado con un vejete podrido en guita y un ano contra natura? ¿Había heredado de papi algún conglomerado empresarial, de esos que manejaban una troupe de viejos equipados con Armani y que apenas si la tenían en cuenta? ¿Era una actriz famosa con dos dedos de frente y veinte centímetros de diámetro vaginal? ¿O una puta de lujo, al fin de cuentas, una de esas de catálogo, que co-braban dos lucas y media la noche?
Me importaba un carajo. Lo que fuere, no sería demasiado original. Ella, que vestía un trajecito de Donna Karan y usa-ba perfume Irredimible, que combinaba a la perfección con su conjunto de Victoria’s Secret. “Sólo dos gotitas entre las tetas y el hombre de tus sueños caerá rendido”. Ah, sí, las había conocido, en otra dimensión, unas tres vidas pasadas. Era rigurosamente cierto que me había despertado cierta cu-riosidad, junto a una módica erección, pero solo un poco.
-Señora Fla...- comenzó el tipo de la garita, que oficiaba de guardián del castillo, antes que ella lo cortara en seco.
-No dé nombres, idiota. Abra el jodido portón.
El tipo se ruborizó. La puerta comenzó a correr entre los rieles. Ella hundió el pie en el acelerador.
-Las llaves del reino- dije, no sé a cuento de qué.
-¿Qué dice?
-¿Esta parte de la ciudad tiene autonomía propia? Es decir, ¿tienen un intendente aparte...o rige aún la monarquía?
Sonó pedante y en modo alguno original y solo logré fasti-diarla un poco más.
-Perdone, señora Fla...- dije.
-¿Quiere bajarse acá? Puedo decirle a mi chofer que lo lle-ve.
-Solo un poco más.- Sonreí. –A ver que hay más allá.
Ella me obsequió una larga mirada. Intentaba ver dentro de esa maraña de pelos: la barba que me llegaba hasta el pecho y el pelo hasta la cintura. Hacía un millón de años que no me miraba al espejo, pero podía verme a través de sus pupilas.
-No- dije. –No lo pregunte.
-¿Qué?
-Iba a preguntarme como me convertí en...esto. No lo haga. No hay motivaciones ni caminos de retornos ni una tragedia que me cambió la vida. Simplemente sucedió. Es todo.
Apretó los labios. Detuvo el auto frente a una mansión, claro. Esas construcciones que aparecían en la revista Caras. Una constelación de luces se encendió automáticamente cuando bajamos. La casa estaba forrada de piedra y madera. El portón parecía la entrada a Camelot. Dos antorchas con soportes de hierro flanqueaban la entrada. Bonito.
El frío se había vuelto tan cortante como la caricia de un cadáver. La señora Fla... se bajó la falda con ambas manos y corrió hacia el umbral. Sacó una tarjeta magnética. Le dedi-qué una mirada apreciativa a su culo; la manera en que sus nalgas subían y bajaban en un movimiento de marea.
-Vamos, entre.
-¿Debo?
-¿Llamo al chofer?
Traspuse el umbral. Alguna vez un crítico literario dijo que mis descripciones eran tan “vívidas y viscerales como una autopsia hecha a un ser vivo”, pero voy a ahorrarme ésta. Era toda una mansión, eso es todo, ornamentada con un gusto algo caótico, pero potente visualmente. No hecha para estar cómo-do, si saben a lo que me refiero, sino para darse importan-cia. Una casa para darse el lujo de ser anfitrión, en desme-dro del invitado. Bien podría tener una inscripción debajo de la arcada principal: “Eh, vean a lo que he llegado”.
Ella cerró la puerta y caminó hacia las escaleras, sin prestarme la menor atención. Se quitó el abrigo y lo dejó so-bre uno de los sillones. No sé que esperaba que hiciera, o si la entrada a su mundo me incomodaría tanto como para derribar toda mi primera línea de defensa. Solo me quedé ahí parado, con los dedos cruzados detrás de la espalda y echando miradas furtivas a un bar bien provisto.
-¿Quiere tomar algo?- me preguntó, la muy turra. Había cap-turado mi mirada, que recorría la tentadora silueta del Cutty Sark.
-No- le dije. Y tuve que hacer un esfuerzo mayúsculo para evitar que la lengua asomara entre mis labios.
-Hay un baño arriba- señaló. –Quizás quiera...
-¿Adecentarme?
-Algo así. Y ropa, en el cuarto de las visitas.
Fue hasta el vestíbulo. De uno de los pasillos laterales, salió una criada. No vestía como una de esas mucamas de tele-novela, sino un sencillo vestido de gasa y un delantal con volados. Ni siquiera reparó en mí y eso me dio en que pensar. ¿Cuántas veces había presenciado esa misma situación? De pronto, algo me tironeaba hacia la puerta. Algo que me hacía sentir añoranza de mi viejo agujero, protegido por cartones y chapas. La criada tenía esa clase de cuerpo rotundo que nin-guna ropa sobria resultaba capaz de disimular. Llevaba el pe-lo recogido en un rodete y las uñas largas y esculpidas, cu-biertas por esmalte verde. La dama del puente le dijo algo en un susurro y ambas se esfumaron, dejándome a cargo de la man-sión. “El señor de la casa”, ja.
Las escaleras llevaban a una especie de galería y me pre-gunté si no necesitaría un plano para encontrar el baño. El cuello de la botella de Cutty Sark se volvió hacía mí en una especie de invitación silenciosa.
-Paso...por ahora- le contesté. Y subí las escaleras.
3
Llené la bañera. El vapor que despedía el agua era tentador y repelente, al mismo tiempo. ¿Y si mi piel había adquirido alguna especie de alergia al agua, después de tantos meses de abstinencia? Vacié un sobre de sales y cerré las canillas, cuando consideré que el nivel podía tornarse peligroso. Pensé en echar el seguro a la puerta, pero deseché la idea casi de inmediato. Yo no era el señor de la casa. Mi feudo estaba a unos diez kilómetros de allí y no había nada que echara real-mente de menos, excepto unas diez fotos y unos recortes de diario de alguna vida pasada. Una escultura hecha de cartones de vino barato. Un cuaderno Estrada con algunos apuntes in-sustanciales, sin comienzo, nudo o desenlace. “Impresiones desde el infierno”, o algo así. Nadie reclamaría posesión so-bre un territorio tan estéril. No encontraría ningún okupa, tapiando las ventanas. Ningún conflicto limítrofe. La vieja filosofía de “sí nada tienes, nada puedes perder”.
Me desnudé. Hacía años que no veía mi cuerpo desnudo. La visión que me devolvía el espejo, no era muy edificante. Aún no asomaban las costillas, pero había dejado de tener el vientre plano: de hecho, mi panza se estaba replegando hacia abismos interiores. Las caderas apenas si sostenían los pan-talones. Mi espalda seguía siendo lo suficientemente ancha, aunque los hombros siguieran una tendencia alarmante: se cur-vaban hacia adentro, supongo que siguiendo el dictamen de la columna. Todo mi cuerpo se estaba encorvando en una serie de ángulos anormales. Aún no me había convertido en el mutante de alguna novela de Wells...aún no, pero el proceso degenera-ba con rapidez.
Me metí en la bañera.
El agua se tiñó de negro, casi de inmediato.
Medio centenar de pulgas navegaban al garete.
Solté el tapón del desagüe y abrí la ducha. ¡Dioses, la bendición del agua! Entre mis pies, el agua se convertía en lodo. La dama del puente tenía toda una provisión de jabones y champú y cremas, pero lo que yo necesitaba era desinfectan-te industrial y una manguera a presión. Me enjaboné a con-ciencia. Volví a llenar la bañera y volqué otros tres sobres de sales. El caudal se enturbiaba con rapidez; hacía saltar el desagüe y vuelta a empezar. Tuve que abrir la pequeña ven-tana que daba al parque, por que el olor de la lavanda hacía resaltar el hedor del agua de lluvia, que rápidamente se con-vertía en agua estancada. Al principio, el jabón se negaba a deslizarse por mi piel. Gasté dos pastillas enteras, que se convirtieron en grumo. El tercer jabón se degradó casi con normalidad. Me llené la cabeza con media botella de champú, dándome enérgicos tirones en el cuero cabelludo. ¿Cómo desen-redar aquella selva?
Al fin, el caudal de la bañera se mantuvo cristalino.
No había otro olor en la estancia, que la suave fragancia de las sales.
Apoyé la cabeza contra la losa. Cerré los ojos, de modo que no tuve manera de reparar en la súbita fuga de vapor.
Ella se sentó en la cabecera de la tina.
Intuía su presencia, aunque no abrí los ojos.
-Después de todo, sí que era un ser humano.
Ante un comentario de esos, ¿qué le quedaba a uno por de-cir?
Me acarició el pelo. Sentí unos pequeños tirones en la cabe-llera y un ñic- ñic que solo podía emitir una tijera de pelu-quero. Traté de enderezarme, pero la dama del puente me retu-vo con suavidad, cubriéndome la frente con una mano. Shhh, dijo, una y otra vez, y ese sonido embriagador me hizo volver a cerrar los ojos.
Los mechones de pelo caían sobre el enlozado, formando is-lotes dispersos en la bañera. La dejé hacer, ¿qué otra opción me quedaba? Sólo era consciente de su mano suave, sujetándome la barbilla y recorriendo los limites de mi rostro. Terminó con el cabello y siguió por la barba, que me había servido de careta durante demasiado tiempo ya. Durante todo ese tiempo, había estado sentada en un taburete, a un lado del lavatorio, pero para dedicarse a mi cara necesitaba de otra perspectiva. Metió un pie dentro de la bañera y luego el otro. Se arrodi-lló entre mis piernas. La falda se hinchó ante la presión del agua; flotaba alrededor de sus muslos como un velo de gasa. Se había desprendido la blusa hasta el tercer botón y veía, sin disimulo, la rosada almohadilla de sus tetas. Ella ladea-ba la cabeza mientras cortaba allí y acá. Su dedo índice re-corrió el perímetro de mi cara, no con lascivia, sino con cierta especie de celo profesional. El agua estaba saturada de sales y jabón y mi erección aún pasaba desapercibida. Sen-tía un feroz cosquilleo entre las nalgas, como si un dedo sa-bio estuviese tanteando la entrada. Pero no tenía manera de disimular mi respiración, que se disparaba en una serie de jadeos apenas sofocados.
Ella me miró a los ojos. El escote se había corrido unos diez centímetros hacia abajo. El corpiño era rojo, el color del pecado, y medio pezón asomaba como un ojo inquieto. Era un pezón grande, que en contraste con la blancura casi lecho-sa de su piel, parecía de color mostaza.
-¿Barba candado?- dijo, con tono casual. -¿O simplemente bi-gote?
-Quítelo todo.- le respondí.
La señora Fla... se estiró y tomó una Track de uno de los estantes. Para eso, tuvo que arquearse hasta que uno de sus pies perdió apoyo, y le sujeté el muslo con las dos manos. Bien arriba, justo en el límite de la ingle. Su bombacha tam-bién se había deslizado hacia la raja, dejando al descubierto uno de los labios y el comienzo del triángulo del vello púbi-co, recortado a conciencia. Volvió a ponerse de rodillas, en el centro de la bañera y me cubrió la cara con jabón. Deslizó la máquina de arriba hacia abajo y luego en sentido inverso, como si lo hubiese practicado una docena de veces antes de salir a escena. Aferré las solapas de su blusa y la abrí de un tirón. Los dos botones restantes volaron como platillos en un ejercicio de tiro.
Seguía concentrada en su labor, aún cuando le desprendí el corpiño y le hundí los pulgares en los pezones.
Sus tetas eran grandes y los pezones tan suculentos que hice el intento de rodearlos con mis labios. Pero ella me su-jetó el rostro. No iba a permitir que interfiriera con su ta-rea. Eran senos naturales y erectos y aún conservaba el con-traste del bronceado. Los cubrí con mis manos, apretándolos, acompañando el movimiento con un ligero balanceo de cadera. Allí abajo, el demonio de cabeza rosada pugnaba por subir a la superficie.
-Listo- dijo al fin. -¿Quiere un espej...?
Abrió los ojos como platos. Despegó los labios en un gesto de sorpresa casi cómico, dadas las circunstancias. Sospechaba a quien estaba viendo. Nuestras narices casi se tocaban. Ya no había concentración ni recelo en su expresión, sino una curiosidad amplificada, aunque a todas luces ficticia. Yo lo sabía. Su actuación del puente no había sido tan convincente.
-Usted es...- empezó. Y luego colocó los signos de interro-gación en el lugar adecuado. -¿Usted no es...?
-Yo no soy nadie- corté, tajante. –Vos no me viste en tu vi-da.
-No es posible- susurró, y ahora su tono parecía el de un cristiano converso. A pesar de todo, mi erección no remitía.
La dama del puente recuperó algo de compostura y dejó las tijeras sobre el tocador. Hacía un gesto que no era del todo tentador: me acariciaba las mejillas recién afeitadas, quizás dándome entidad real. Sabía que se trataba, aunque era un fe-nómeno que no me interesaba volver a ver. Esa mujer quizás guardaba un ejemplar de Placer desgajado en el cajón de su mesa de noche, con algunas partes subrayadas y puede que hubiera memorizado algunos párrafos. Esa maldita novela, que alguna crítica feminista había definido como “una subyugante y despiadada exploración de la sexualidad femenina”. La misma obra de ficción, -¡ficción, carajo!, ¿era tan difícil de en-tender?- que había sido prohibida en seis países y que su-puestamente, había llegado a las mismísimas manos del Santo Padre. Y la Iglesia se había pronunciado al respecto, como si trescientas páginas encerradas en tapa dura fueran una jodida cuestión de fe. Y no se debía a las fantasías sexuales de una supuesta niña- santa, en quienes muchos vieron a la Virgen María, -obtusos, chupacirios ignorantes- sino que preferían eso, debatir sobre una obra literaria producto, quizás, de una mente ya enferma en ese entonces, que el hambre mundial, el aborto y las plagas de Egipto trasladadas a la época ac-tual.
Lo vi en su mirada: para la señora Fla... “Placer” era la biblia femenina. Podía imaginarme el resto. La había descu-bierto a los...¿16? ¿17 años?, probablemente de la mesa de noche de su madre. La había leído bajo la luz de una linter-na, tapada con la sábana, así como yo me había devorado “El señor de las moscas”. Y había sido tan estúpida como para que los deseos, fantasías y placeres de esas cinco mujeres, sepa-radas cronológicamente por cien años una de otra, condiciona-ra toda su vida sexual. ¿Había experimentado el coito anal, antes que el vaginal, como lo hizo Jezabel, en el 1900? ¿Se había mantenido virgen hasta los 27, esperando que se mate-rializara la visión que asaltó a Flavia, en un oscuro calle-jón del Buenos Aires colonial? ¿O había revivido las marato-nes sadomasoquistas de Carla, la ejecutiva y protagonista contemporánea, que había sido poseída por el espíritu de las otras cuatro mujeres que la habían precedido, instándola a seguir...a buscar...a experimentar a costa del dolor, la san-gre menstrual y las limitaciones tiránicas de sus orificios dorados?
La dama del puente se enervó y apareció en sus pupilas una luz de secreto entendimiento. O quizás vio el fastidio en mi propia cara. Después, se cubrió los labios que yo sospechaba sabios y miró hacia mi entrepierna.
-¿Algún deseo en particular, mi capitán?- dijo.
No sabía a que carajos se refería, hasta que vi la punta de mi pene emerger a la superficie, entre los mechones de pelo que flotaban a la deriva. El glande, rojizo, ribeteado por algunas gotas de semen, sí que se asemejaba a un periscopio, oteando el mundo exterior. Ella cerró la mano y lo apretó. De inmediato, una especie de corriente peristáltica, me bajó hasta los huevos. Se quitó la camisa y el corpiño, con un mo-vimiento experto. La dama se apretó las tetas con las manos y sujetó mi pija entre ellas, frotándola de arriba hacia abajo, dándole ocasionales golpecitos al glande con sus pezones. Y otra vez ese golpe de electricidad en mi recto, una especie de arco voltaico que nacía de la costura de mis testículos y era incapaz de seguir una trayectoria definida.
Ella frotaba y frotaba. Su maravillosa cabellera rubia- ce-niza, caía en cascada hacia atrás mientras me sobaba con sus tetas. Había olvidado lo que se sentía. En ese instante, que-ría acabarle en la cara; nublar sus pupilas con un chorro de semen pero resistí el impulso con un feroz balanceo de cade-ra. Ella aprovechó el movimiento, se inclinó hacia atrás y fue por mi pija...con su boca. Hundió la cara en el agua y se la tragó de un tirón. Mi verga siempre había sido una maldi-ción. No grande, pero sí importante. Ella hacía cosas indeci-bles en las profundidades de la bañera y solo ocasionalmente asomaba la cabeza, para sorber el aire. Su lengua me recorría desde la costura de los huevos hasta la punta y vuelta hacia abajo, deteniéndose ocasionalmente en mi ojo del culo. Y lo lambeteaba, hurgando en el recto, saliendo y entrando, su-biendo por el tronco hasta la cúspide, erizando el vello de la parte interior de los muslos. Incapaz de contenerme, le tiré del pelo y ella apenas si gimió. Emergió de la profundi-dad como una deidad satánica, alguna ejecutiva del Directorio del Infierno y vi su sonrisa de gatita sabia, de mina que había aprendido leyendo Placer...y buscaba información en las fuentes.
-Perra- susurré. –Perra indecente.
Me mordió el lóbulo de la oreja.
-Cojéme- ordenó. –Cojéme hasta sacarme sangre.
La obligué a darse vuelta, de cara a la pared. Le tanteé la concha con una mano y el pulgar de la otra. Aproveche esa humedad para humectarle el culo. Se dilató casi de inmediato. La dama se volvió a medias y sonrió. Las proporciones eran las adecuadas y si no...yo sabría hacerme lugar. Le apoyé la punta en el orificio de pliegues morados. La muy puta tiró las caderas hacia atrás y se sujetó de las canillas, esperan-do el envión. Sus deseos son órdenes, madam, pensé...y empu-jé...y empujé. Su espalda, su espléndida espalda dorada se arqueó y gritó cuando la penetré. No le estaba haciendo daño, esperaba, -a pesar de ser el factotum de las protagonistas de Placer, yo, amo y señor, no era capaz de asociar placer con dolor- pero el impulso era casi criminal. Y eso es lo que pa-sa a veces con el sexo.
-Hijo de puta...esa verga me está tocando algo aden-tro...¡empujá! ¡Empujá, la puta que te parió!
Fui por ella, tirandole del pelo como si fuera una yegua de carrera, obligándola a gemir...y jadear...y gritar en dosis parejas. La verga era un pistón, ya lo suficientemente lubri-cada como para entrar y salir sin dificultad. Los testículos golpeaban cadenciosamente contra su vulva. Ella misma se ma-sajeaba al clítoris. Le hundí los dientes en la nuca, sopor-tando los embates del semen, hasta que el llamado fue tan en-loquecedor, que debía abrir las compuertas. Los músculos de los antebrazos resaltaban nítidamente, sujetando la grifería, de tanto soportar mis embestidas. Sus muslos estaban cubier-tos de agua jabonosa y sudor. Ella se apretaba furiosamente el clítoris, que había adquirido el tamaño de una cereza.
-Soltálo- gimió. –Dame esa leche...y dámela ahora.
No era necesario que lo dijera. Me descargué dentro de su culo, anegándolo y ella soltó un grito que era todo éxtasis. Estaba arrinconada contra la pared y sin embargo, pertenecía a esa noble casta de mujeres que no pierde sensualidad ni dignidad, aún en la posición más grotesca. Tiró las caderas hacia atrás una vez más, para encauzar el caudal de semen y con el sobrante, se mojó la vagina, dándole los últimos tiro-nes al cuerpecillo eréctil que albergaba allí. Solo entonces se aflojó y retiró el culo delicadamente.
-Dios- dijo, como si el Gran Fulano tuviera algo que ver en el asunto.
Se puso de pie. Terminó de desnudarse y se cubrió con una bata. Me miró desde la puerta.
-Hay otra bata en el closet. A la salida, a tu derecha, está el dormitorio principal.
-Voy a darme otro baño, ¿puedo?
Ella sonrió. Se mojó el dedo índice y con él, trazó un sur-co entre sus senos.
-¿El padre de Jezabel me pide permiso para usar el baño? No me lo creo.
Y salió sin más.
Desagoté la bañera y me di otro baño, a conciencia. De vuelta al mundo. No creí que esos placeres mundanos aún tu-vieran efecto sobre mí...pero el agua estaba deliciosa. El pene me dolía un poco y en los huevos renacía ese cosquilleo embriagador, que era una especie de mensaje subliminal y mas-culino: “Aún no tengo suficiente. Aún no”.
Y también tenía cierta curiosidad: como se vería mi rostro después de tantos años. Me acerqué al espejo con cierto te-mor. ¿Hacía cuanto? ¿Cinco, seis años?
La cara en el reflejo era tal cual la recordaba, excepto unas cuantas canas y algunas venillas reventadas, típicas de alcohólico, en la nariz y las mejillas. Mi rostro. Había hecho un buen trabajo con el pelo. Me toqué el lunar sobre el labio superior, ese lunar que era casi mi copyright. Las pu-pilas conservaban esa tristeza que era casi un velo: “tu mi-rada de perro apaleado”, me había dicho alguien, cierta vez.
La casa estaba en silencio. Me enfundé en una bata de seda y salí al corredor.
4
Cuando traspuse el umbral del dormitorio, ella estaba des-nuda sobre un cubrecama de raso negro. Desnuda y dorada. En la mesa de noche, había una botella de whisky. Lamento decir-lo, pero el llamado del alcohol fue más poderoso que el del sexo...y ambos no son complementarios, a largo plazo. Intenté mantener un paso casual y no me empiné el vaso de un tirón, aunque fui incapaz de engañarla del todo. Me senté a su lado. La dama dejó caer una mano sobre mi pija y la masajeó, hasta lograr el efecto adecuado.
-Yo la llamo Jezabel- dijo, y no supe a que carajos se refe-ría hasta que la vi.
La criada.
Estaba junto a la puerta, vestida apenas con unas bragas de seda. Era alta y aún desde allí, podía ver su mirada celeste y libidinosa. La dama del puente me sujetó de los hombros, acostándome boca arriba. Me abrió las piernas. La pija estaba en la posición y ángulo adecuados y ella comenzó a lamerla otra vez, desde el pico hasta la base. Solo entonces llamó a la criada- Jezabel con una mano. Ella caminó hacia nosotros con el porte nefasto de un oficial nazi: reptó hasta el borde de la cama, con una especie de cadencia felina. La señora Fla... se dedicó al lado oeste de mi pija, dejando el otro sector para su criada. Llegado ese punto, a uno no le queda otro remedio que cruzar las manos detrás de la nuca. Las dos bocas se turnaban, subiendo una por cada pendiente y cuando llegaban a la cima, las dos bocas se fundían en un beso húme-do. Y eso era lo más tentador de todo: ver a esas dos mujeres besándose con las barbillas pegadas a mi glande. Luego se se-paraban y se peleaban por mi verga, como dos perras rabiosas. Acabé una vez, sobre el cabello de ambas, y la dama del puen-te te volvió como una serpiente para tragarse la mayor parte del caudal, mientras “Jezabel” me lamía allá abajo.
La dueña de casa se puso de rodillas en la cama.
-¿La querés?- dijo, palpando la vagina de su criada. Como toda respuesta, me tomé la medida restante de whisky y llené otro vaso.
La criada se me sentó a horcajadas, apresando mi pene de un tirón.
Comenzó a moverse con sabiduría, de arriba hacia abajo, en círculos, apretando las nalgas, cabalgando. La dama del puen-te me besaba el pecho, y el cuello, y la frente. Y durante todo el proceso, susurraba con voz apenas audible algo que tardé en decodificar y cuando lo hice, casi la amé. Casi. La criada había dejado de existir. ¿Yo había provocado eso? ¿Yo, que había escrito una novela enfermiza que casi me había des-truido, envuelto permanentemente en un vaho de alcohol y dro-gas? De alguna manera había signado no solo su sexualidad, sino su vida misma. Y lo que ella estaba haciendo, era reci-tar mi prosa como si fuera una oración de catecismo.
-“...que no es matriz, ni raja, ni vulva, ni monte de Venus ni vagina, sino concha, la mía, el centro de mi mundo, equi-distante del corazón que me rige y las rodillas que me sos-tienen. Concha sea dicha con la boca bien abierta y plena de mis jugos, por que allí dentro mora lo que todo hombre desea y ninguno logra poseer del todo. La fuente mi de energía, el palacio de mi alma, allí abajo, entre la humedad de mis mus-los, detrás del pubis e infranqueable hasta que YO le dé la contraseña a esos labios. MI concha”.
-No- le dije, tocándole la cara. –Solo son palabras puestas unas al lado de otras, para que tengan algún sentido.
La criada soltó su grito de batalla, el anuncio del orgasmo y me puteó. Solo que yo no estaba allí.
-Te amo- me dijo aquella criatura hermosa e inocente, a pe-sar de todo.
-No.
-Te amo desde el momento en que leí la dedicatoria. No hubo nadie desde entonces...solo pijas sin hombres detrás. Supe que eras vos cuando te vi, hurgando en la basura...y te se-guí...y debía llamar tu atención de alguna manera...
“y por eso había montado la escenita del puente”, claro, para atraer mi atención. Sólo que no vio a un simple ciruja, infectado de alcohol y pulgas, sino a una especie de gurú que empujaba un carrito lleno de cartones y botellas de vidrio. Y había preferido la opción romántica, claro: el hombre que es-taba detrás de esa fachada había optado por el Renunciamien-to, por desprenderse de la fachada material y purgar cuerpo y alma en brazos de una amante legendaria: la miseria. Solo que no era eso. Ella no podía saberlo. No tenía manera de saber que había algunos cánceres inoperables, y que el más letal era el cáncer de alma. La quimioterapia no funcionaba; los rayos no llegaban tan profundo. Simplemente te dejabas llevar y esa inacción, esa apatía, se te hacía carne. Eso era lo es-túpido de todo el asunto: que llegado el caso, el mundo tal cual había sido concebido, dejaba de tener importancia.
No podía explicárselo y en aras de la verdad, ella tampoco lo necesitaba.
“No te vayas”...siguió y siguió durante largo rato, encade-nando todas sus frases con “te amo” y besos a la punta de mi verga, como si fuera algún tótem pagano y cada te amo era un latigazo en mi alma, por que yo no sabía apreciarlos...mi te amo estaba sepultado en el culo de una botella de whisky. La dama adoptaba las posiciones más inverosímiles y llegado el punto, la criada se convirtió en parte del decorado. Y ella lloraba, derramando sus lágrimas sobre mi pene hasta que llanto y semen se convirtieron en elixir.
No sé que quería de mí. Yo, que era un minusválido emocio-nal y que nada podía darle. No me quitaba los ojos de enci-ma...y los míos estaban presos en el caudal turbio del alco-hol.
Al fin, se quedó dormida. La criada me dedicó una mirada de secreto entendimiento, se enfundó en su propia bata dorada y salió por una de las entradas laterales. La dama respiraba y gemía entre mis brazos. El calor que despedía era embriaga-dor. Sus tetas ejercían una deliciosa presión sobre mi pecho y tenía una pierna cruzada sobre mis genitales. Algo del pa-sado subió hasta la superficie. Me volví hacia la mesa de no-che. El cristal de la botella de whisky me devolvía el refle-jo del hombre que alguna vez había sido saludado por la crí-tica como la versión “corregida y mejorada de Henry Miller”.
Eso era todo. Yacer junto a ella. Permitir que abriera los ojos y me viera. No una visión, ni el olor de la ausencia, -tan atroz y descorazonador- impregnado en las sábanas.
Mi mano se detuvo a unos cinco centímetros de la botella de Cutty Sark.
¿Podía? ¿Aún era capaz?
La aparté con delicadeza y me senté frente al hogar, donde las llamas bailoteaban sin orden ni concierto. La dama sin nombre dejó escapar un suspiro.
(¿Podía?)
Sobre una pequeña repisa había un bloc de notas y una esti-lográfica. No sé si ella los había dejado adrede o simplemen-te se habían materializado de la nada, encontrando algún puente dorado entre el pasado y el presente. En la tapa de cuero había un epígrafe bordado en hilos dorados que decía sencillamente: Mis apuntes. En una libreta de anotaciones in-quietantemente similar, había nacido Placer.
Una puerta más allá me esperaban mis harapos y las pulgas, mis damas de compañía.
Estaba parado en algún punto equidistante entre el bloc y el whisky y jamás el Norte y el Sur estuvieron tan definidos, ni siquiera en la brújula de un navegante. Ella volvió a ge-mir entre sueños, un suave ronquido que era tan suyo como la manera que tenía de jadear en mi oído, cuando el orgasmo abandonaba su estado larval y erizaba su piel y sus pezones, subiendo en espiral, disparando el porcentaje de humedad y el olor del sexo; ese vaho animal que no era femenino ni mascu-lino y que solo brotaba cuando esos dos factores entraban en combustión.
Sobre mi hombro derecho aún tenía el estigma de sus uñas clavadas.
Norte o Sur.
(¿Podía? ¿Aún podía?)
Había convivido con esa pregunta demasiado tiempo.
La besé en la frente, camino a la repisa. La dama del puen-te sonrió entre sueños.
El resplandor del Cutty Sark se extinguió. Mi mano temblaba un poco cuando tomé la libreta. Y mi corazón se salteó toda una serie de latidos.
Me senté frente a la hoguera y empecé a escribir.
1 al 11 de abril del 2004
Completamente de acuerdo... "margaritas para los cerdos"