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No. Acostarme con otros nunca fue un impedimento. La única dificultad había sido esconder los arañazos y moretones cuando volvía con él. Pero ¿cómo podía saberlo? Además, había disparado la pregunta como si no albergara dudas sobre mi adicción sexual…
–¿A qué te refieres, Víctor? –pregunté, esquivando la bala con torpeza.
–Sé que eres una ninfómana, Ana –afirmó pausadamente–. Sé que has intentado colmar tu vicio durante años a mis espaldas –prosiguió–. Ahora quiero que lo hagas de frente. Como lo hacen en esos vídeos swinger con los que me masturbo. Hazlo. Igual que cuando te imagino en el centro de una cama y rodeada por gente que te intenta saciar. Hazlo, como te sueño cuando estás en el coche con un desconocido…
–¡Basta! Está bien… –le paré, despechada–. ¿Qué quieres que haga? –pregunté, sin tener aún noticias de mis deseos; ¿le interrumpía para frenar sus tortuosas acusaciones o para volver a sentir cómo la libido llenaba mis cuerpos cavernosos?
–No es lo que yo quiera, Ana –replicó, desafiante–. Siempre ha sido lo que tú deseas, cuando tú lo deseas –continuó–. ¿O es que tengo que recordarte todas las orgías que has improvisado? –me preguntó, como si tuviera grabados todos y cada uno de mis devaneos.
Le imaginé filmando mis aventuras sexuales más intensas y, de nuevo, volví a sentir aquellas pulsiones arrolladoras. Ni las horas ni el dinero que invertí en la terapia podían frenarme. No era connivencia, tenía la complicidad de mi novio para hacerlo. ¡Me lo estaba pidiendo!
Liberada, al fin, le pedí que me acercara para ofrecer mi cuerpo. Y, asiendo con teatral elegancia mi mano, me guío, cual distinguida madame lo haría con su más notable prostituta, hacia una silla colocada frente a ellos.
Me senté. Los miré. Abrí las piernas y mostré mi sexo. El tanga había desaparecido. La vulva se exhibía elevando las rosadas alas simétricas de mis bañados anhelos, cuando el hombre maduro, el que Víctor me había presentado como Cuarentón Seductor, el mismo que me había encontrado en la calle, se levantaba del sofá con su miembro enhiesto, recio como un adolescente amanecer.
De rodillas, sobre la silla, haciendo equilibrios como un perrito, noté como introducía su pene. La sensación de alivio precedió al miedo. Con la mirada, busqué la aprobación de mi novio, pero él estaba en mis oídos…
–Recuerda que sigues siendo mía –susurró, y acarició mi lóbulo con sus labios, mientras el hombre maduro me embestía con fuerza–. Él te penetra porque yo quiero –volvió a susurrar, y me besó en la boca, acallando mis gemidos.
–Lo sé, Víctor. ¡Quiero más! –chillé, presa de la excitación.
–Dilo. Di que eres una adicta al sexo –me ordenó.
–¡Soy una adicta al sexo! ¡Soy una ninfómana! –grité.
Me elevaron entre todos y me colocaron en la misma postura sobre el sofá, en el que estaban sentados.
–Es tu turno, Lindsay –dijo Víctor, dirigiéndose a la chica pelirroja.
–¡No puede ser! –exclamé con alegría–. ¿Cómo has conseguido que Lindsay Lohan quiera acostarse conmigo?
–Ella no es Lindsay Lohan, cariño –dijo sonriente–. Pero es muy parecida…
Como en mis ensoñaciones más húmedas, en las que yo vestía un body negro de lencería fina y ella desabotonaba los corchetes para palparme, la falsa Lohan comenzó a acariciar con suavidad mis labios, apostados y ofrecidos entre mis muslos.
–No, así no –dijo Víctor, al tiempo que la ayudaba a colocar su cabeza entre mis piernas.
La tumbaron boca arriba, bajo mi sexo, y presionaron levemente sobre mi espalda, para que mi vulva se hundiera en su lengua. Mis nalgas abrazaban manos, infinitos dedos recorrían mi piel, mis entradas, mientras su boca bebía en la fiesta del reencuentro con mi yo más salvaje; un banquete para degustar y saciarse con mi cuerpo.
–Pónsela en la boca –oí a Víctor, dirigiéndose al chico de barbas.
En pleno fervor, el chico se desabrochó los pantalones frente a mi cara, y dejó caer toda la ropa al suelo. Tenía un pene diminuto. Fino y pequeño. Pero eso no me importaba. Lo introduje al completo en mi boca, y lo devoré, succionando como si fuera el más exquisito manjar.
Todos gemían. Todos suspiraban de placer, y cuanto más alto les oía, más me corría. No había forma de pararme. No existía manera de frenar mi flujo. Y, justo cuando parecía que no iba a encontrar límites a mis orgasmos, caí dormida sobre el tresillo…
Totalmente desorientada y con un intenso dolor de cabeza, abrí los ojos. El despertador tronaba sobre mi mesilla de noche.
–¡Era mi habitación! ¿Cómo había llegado a mi cama? ¿Quién me trajo a casa? Si todo era un sueño, ¿por qué me notaba aliviada? Tenía que comprobarlo. Rápidamente, miré la fecha en el despertador; era 12 de diciembre. ¡No puede ser! ¡Qué locura! ¡El 12 de diciembre fue ayer!
Cálmate, me dije. Saqué un parecetamol y fui corriendo a por un vaso de agua. Volví a la cama, me senté y comencé un diálogo interior.
Está bien, ¿qué aprendí en terapia? ¿Qué decía mi psicóloga?
Los sueños, Ana –me explicaba, sosegada, mi terapeuta–, son la representación inconsciente de los pensamientos, los miedos, las vivencias y los deseos más ocultos. Y, el hecho de ser los más escondidos es, precisamente, lo que los hace más presentes en tu foro interno; son el eco antagónico de las voces de tu consciencia y moral. Walt Whitman –prosiguió– decía en un poema: “Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes.)”.
¡Y tan dulces multitudes!, pensé de inmediato, sonriente y feliz por los recuerdos de mi sueño. Al fin y al cabo, la terapia no fue tan mala inversión…
Volví a mirar el reloj. Se hacía tarde, y tenía que arreglarme. Me preguntaba si encontraría a Víctor haciendo las tortitas de mi sueño, mientras elegía las braguitas más sexis. Me vestí, y salí rápidamente hacia el metro.
Absorta en mis ensoñaciones durante todo el trayecto, estuve a punto de no bajar en mi parada. Y, a la carrera, casi saltando sobre los tornos, con más energía que nunca antes; salí de la boca de la estación de metro, entre un tropel de universitarias, en dirección a casa de Víctor.
Y, sin darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, noté como un chico de barbas chocaba contra mí. Y, sin pedirme perdón, se alejó entre la muchedumbre, clavando su mirada; antes de que una chica pelirroja me avisara que llevaba la cremallera bajada, y un hombre maduro –con periódico bajo el brazo– me dijera: No te preocupes. De cualquier forma, eres preciosa.
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