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Categoría: Infidelidad

Qué comunicaciones...

Hacía dos meses que su teléfono andaba con intermitencias, ya quedándose sin tono, estando ligado con otro número o lo que era peor, respondiendo a un número que no le correspondía. Tampoco era fácil comunicarse con persona alguna de la Compañía, ya que sus insistentes llamados eran contestados por una máquina que sólo le anunciaba que su queja ya fuera debidamente registrada.
Quiso la casualidad, que una tarde en que saliera de compras, viera una camioneta de esa compañía reemplazando algunos cables aéreos y que cuando le contara a uno de los operarios sus vicisitudes para conseguir reparación, este, tras consultarlo con el compañero que estaba en la escalera, le dijo que oficialmente ellos no estaban autorizados pero que si existía una buena propina podrían encargarse de su línea.
Encantada por esa predisposición de los hombres, tras darles el número y la dirección, les dijo que fueran cuando decidieran que ella sabría ser todo lo generosa que ellos quisieran; al cruzarse una mirada pícara entre los hombres, se dio cuenta de lo desacertado y confuso de su respuesta, pero diciéndose que no aclarara porque oscurecería, aceptó la propuesta de que al otro día a las seis irían a reparar su teléfono, cuando les preguntó extrañada por qué a esa hora tan temprana, el hombre le contestó que debían hacerlo antes de su horario oficial que era a partir de las ocho.
Inmersa en el trajín de la oficina, hacer las compras, cocinar y realizar las cosas de la casa, olvidó totalmente la promesa de los operarios y recién cuando a la mañana siguiente sonó el timbre y vio el reloj, cayó en la cuenta de su distracción; envolviéndose en una ligera bata, ya que por el calor dormía sólo con una trusa, se incorporó y salió de la cama con cuidado para no despertar a su marido, ya que este se levantaba recién a las diez y cuando ella le llevaba el desayuno antes de salir para su trabajo.
Dando gracias a que su recortado cabello la eximía de peinarse, le dio forma con dos o tres manotazos y, recomponiéndose, recibió a los hombres con una espléndida sonrisa como si en realidad los hubiera estado esperando; recomendándoles que no levantaran la voz ya que su esposo aun dormía, los condujo a la cocina comedor por donde entraban los cables y en tanto uno desaparecía rumbo al techo por la escalera marinera, el otro quedó en el patio abriendo una caja de herramientas.
Bostezando aparatosamente como era su costumbre matinal, le anunció al hombre que dijo llamarse Bazán que enseguida pondría a hacer café. Desentendiéndose de él, puso la pava al fuego y en tanto buscaba el tarro de café y un filtro de papel en la alacena, le pareció distinguir una sombra moviéndose en la incierta claridad que entraba por la ventana.
Sacándose las lagañas con un dedo, atribuyó esa imprecisa visión a que no había podido lavarse los ojos pero la presión de una fuerte mano en su nalga y otra tapándole la boca, tenían una contundencia lejana a una ilusión; por la voz, distinguió que era Bazán quien la sujetaba e intentó una vana resistencia porque a la fortaleza de los brazos, se agregó el medio tono de la voz del hombre, diciéndole con sorna que no levantara la voz para no despertar a su marido.
La mano que palpara su trasero, rápidamente desató el nudo de la bata que tiró hacia atrás, despegándose de ella para que cayera al suelo; la expresión de sorpresa del hombre ante su cuerpo prácticamente desnudo con excepción de la pequeña trusa, la hizo comprender su inconsciencia al recibirlos de esa manera pero también le sirvió para aceptar lo vulnerable que era ante la prepotencia de Bazán.
Susurrándole al oído que seguramente a su esposo no le gustaría saber como “homenajeaba” a los obreros que iban a su casa, metió los dedos por la puntilla de la rosada trusa y siguiendo la canaleta de la ingle, arribó a la alfombrita velluda que cubría al sexo.
Blanca sabía que si se resistía lo suficiente para provocar un escándalo, seguramente despertaría a su marido y temiendo que con eso se produjera una situación violenta cuyo final le resultaba incierto, dada la corpulencia de los operarios y la delgadez de su esposo, decidió permanecer a la expectativa de conocer qué deseaban los hombres de ella; por supuesto que era algo sexual, pero eso no la asustaba ya que, teniendo con Alberto un acuerdo de que un “touch and go” ocasional no constituía infidelidad y sí una revalorización de la propia estima, no desperdiciaba ocasión de satisfacerse con una rápida mamadita en algún rincón escondido de la oficina.
Ciertamente, el hombre no estaba sorprendido sólo por su desnudez sino porque la mujer que viera la tarde anterior, enfundada en una holgada túnica veraniega, no aparentaba poseer tales dones; justamente por eso era que Blanca sólo usaba ropa informal fuera del trabajo, ya que a sus cuarenta y un años, el sobrepeso que angustia a las mujeres, parecía haberse concentrado en sus pechos y nalgas.
Sin ser desproporcionados, sus senos eran realmente imponentes pero mantenidos a raya por medio de masajes con cremas reductoras y revitalizantes, lucían turgentes y erectos como cuando tuviera veinte años y con su cola pasaba otro tanto, pero la prominencia de las nalgas era más notable ya que no podía evitar el uso de trajecitos cuyas faldas ajustadas era casi exigidas en el Estudio; por lo demás, las tres horas semanales de gimnasio, conservaban al resto de su anatomía con la constitución justa para no ser considera fornida ni poseía rollos o colgajos que la afearan.
En suma, que el hombre tenía razones para mirar fascinado ese cuerpo generoso al que un rostro de facciones regulares pero sin llegar a la hermosura, daba una apariencia agradable cuyo atractivo era el ahora cortísimo cabello intensamente rubio que destacaba el incipiente bronceado de la piel; sin embargo, el hombre no sólo no había perdido su objetivo sino que esa belleza inesperada ponía en su mente un revoltijo de fantasías pensando en el banquete que se darían él y su compañero en esas dos horas por lo menos en que poseerían para ellos a la mujer.
La mano exploradora siguió recorriendo todo el bajo vientre, ponderando la elevación del Monte de Venus desde el que nacía el sedoso rectángulo de pelo que se perdía a los lados de la vagina; los dedos curiosos tantearon el bultito que se escondía en la rendija de la vulva y un dedo mayor lo alzó apremiante para después frotarlo con enérgicos roces.
Con los dedos estregándole el clítoris y la boca del hombre besuqueando suavemente el nacimiento del corto cabello, su respuesta física avasalló la racional negativa de la moral y, aun tapada por la fuerte mano, su boca dejó escapar gemidos que no eran precisamente apenados mientras la pelvis respondía con un primitivo menear copulatorio.
Sabiéndola caliente, el hombre la dio vuelta y tras bajar juntos a pantalones y calzoncillo, ordenándole que se la chupara, empujó sin exigencias, casi con ternura, su cabeza hacia abajo; ella fue acuclillándose asida a los muslos y se entretuvo un momento en el peludo vientre para abalanzarse, por fin, a la búsqueda del endurecido falo. Tomándolo entre las manos, fue acariciando los suaves pliegues mientras su boca se alojaba en la parte inferior, donde nacen los testículos. La lengua se deslizó por la rugosa superficie en tanto que los labios chupaban urgidos el acre humor de los genitales, estirando la piel con vehementes tironeos.
Luego y como con renuencia, labios y lengua subieron de costado por el tronco terso e inflamado, lamiendo y chupándolo, ascendiendo y bajando en una enardecida contradanza. Cuando finalmente llegaron a la altura del glande, los dedos corrieron la delicada piel del prepucio y la lengua excavó vibrátil en el sensitivo surco para limpiarlo de esa acre cremosidad que se deposita en él. Sus labios besaron la enrojecida cabeza cubriéndola de saliva para luego, con sumo cuidado, envolver la punta y con impaciente avidez ir introduciéndola en la boca. Cuando sintió gran parte del miembro en su interior, apretó los labios contorneándolo y succionando fuertemente, lo fue retirando. El hombre rugía de placer y Blanca, contagiada por ese deseo, embriagada, aceleró el vaivén de la cabeza abrazando con su mano a la húmeda verga para efectuar a la vez un movimiento giratorio que aumentó la rigidez del miembro. El hombre había comenzado a hamacarse y Blanca se aferró a los muslos masculinos, acompasándose e incrementando la penetración de la boca como si fuera una vagina.
Un acuciante fervor los hacía incrementar el ritmo hasta que el hombre tomó con su mano al mojado pene, masturbándose velozmente mientras asía a Blanca por la nuca. Totalmente en llamas, la gentil ama de casa sostenía entre sus labios gimientes la ardiente cabeza, esperando con febril angustia la embestida final, que se concretó en un portentoso chorro de fluido seminal. Blanca sintió que por la lengua extendida, la lechosa y almendrada esperma llenaba su boca y al instante de tragarla, cuando la melosa crema corrió por su garganta fue como si un algo desconocido se cortara en su interior y liberara las tensiones, los miedos, los ignorados deseos insatisfechos y su intensa pasión nunca expresada cabalmente.
Desfallecida por el esfuerzo, permaneció sentada en sus talones durante unos momentos en los que Bazán terminó de desprenderse de la ropa y haciéndola levantar para conducirla hacia la mesa de la cocina, le ordenó sentarse en el borde del tablero y alzándole las piernas, después de quitarle la mojada trusa, se las encogió al tiempo que le decía las sostuviera así con sus manos.
Tras esa mamada muy similar a las que efectuaba en los más extraños lugares, estaba lo suficientemente caliente como hacer no sólo lo que los hombres quisieran como les dijera despreocupadamente la tarde anterior, sino que ella misma ardía en deseos de ser penetrada por esos falos desconocidos; acuclillándose a su frente, Bazán bajó su cabeza al abdomen, chupó con vehemencia el tierno hoyo del ombligo y se adentró en las ondulaciones musculosas del vientre que conducían al protuberante Monte de Venus, delicioso portal del sexo. Con extrema delicadeza, introdujo la afilada punta de la lengua en el nacimiento de la vulva, que se abrió en todo su húmedo esplendor.
Dos dedos rascaron la rubia alfombrita de vello púbico y la lengua picoteó obsequiosa en los pliegues rosados e inflamados del musculito sensible, erecto y vibrátil. Ese pequeño tubo carneo se convertía, lenta e inexorablemente, en un diminuto pene y su contacto con la lengua provocaba sensaciones inéditas en la mujer. Los labios y la lengua del hombre conformaban una especie de mecanismo del placer puro. Esta última abría el camino a las anfractuosidades de los pliegues y repliegues de la vulva, hinchada y con tonalidades que iban desde el rosado del interior hasta el grisáceo casi negro en el exterior. Los labios y dientes sobaban y roían esa tierna carne y la lengua la socavaba, inundándola con la saliva. Tremolante, exploró toda la ardiente superficie hasta la misma entrada a la vagina para luego, como un pene vibratorio, hundirse envarada y con la punta engarfiada en la cavidad umbría, buscando penetrar las espesas mucosas que rezumaban desde el útero mientras los gruesos labios succionaban como una ventosa maleable.
Blanca tenía la certeza de haber perdido todo control sobre su cuerpo y las nuevas sensaciones la llevaban a exigir desvergonzadamente en urgidos susurros más de aquello. Mesaba con desesperación los cortos cabellos mojados de transpiración, sus dientes se clavaban en los labios que humedecía con la lengua y lágrimas de placer rodaban por sus mejillas. Las manos del hombre empujaron sus nalgas, alzándolas y su lengua jugó con el rosáceo agujero del ano durante unos momentos, hasta que la misma Blanca, tirándole exigente de los cabellos, llevó nuevamente sus labios a la vulva y sosteniéndolos apretadamente contra el sexo con ambas manos, comenzó a agitar la pelvis, acompasándola al ritmo de la boca.
Mientras él sorbía con voracidad el líquido formado por su propia saliva y el flujo vaginal en furiosas embestidas de la boca al sexo, dos dedos intrusos se sumaron al banquete de la sensibilidad, abriéndose camino entre los apretados músculos de la vagina, acariciando y rascando el interior del encendido cráter. Como ágiles penes, entraban y salían veloces, buscando un algo misterioso en la cara superior hasta que se alojaron sobre una prominente hinchazón y friccionándola fuertemente, la hizo vibrar con alucinante ansiedad.
Manteniendo sin ayuda las piernas abiertas encogidas, Blanca hizo que sus manos colaboraban en esa vorágine del deseo, tanto restregando su propio sexo, como estrujando con exaltado ardor los senos, hasta que sintió el líquido peso de su orgasmo deslizándose con pujanza a empapar el sexo y fluir hasta el ano. Con un salvaje bramido sofocado, aprisionó la cabeza del hombre entre sus tensos muslos, al tiempo que se retorcía con desesperación.
Encogiéndose como un feto y rodeando las piernas encogidas con los dos brazos, permaneció jadeante de costado unos momentos sobre la mesa, hasta que el hombre que subiera primero a la terraza se desnudó ante sus ojos nublados por las lágrimas y presentándose como Armando, se aproximó a la mesa para hacerle recuperar la posición y una vez que ella estuvo a su merced, se inclinó sobre su pecho para hacer que la lengua tremolante se deslizara por lo alto del pecho como verificando la frondosidad del sarpullido que lo enrojecía y con los labios fue recorriéndolo muy lentamente hasta alcanzar las colinas de los pechos.
Blanca ya no tenía miedo y deseaba fervientemente que su esposo continuara durmiendo hasta la hora acostumbrada para permitirle gozar como nunca lo hiciera con estos dos hombres a quienes no conocía y con los cuales podría dar expansión a sus más oscuras fantasías sexuales sin remordimiento ni el reconocimiento social que la reprimía.
Acariciando la cabeza de Armando, propició el contacto de la boca con la imponencia de sus senos y alentándolo con el susurro de apasionados reclamos, sintió como la lengua comenzaba recorrer la muelle prominencia en morosos círculos en espiral que, como un morboso caracol, dejaba una estela de saliva que los labios iban enjugando en menudos besos en tanto una mano realizaba semejante tarea sobre el otro seno, pero sobando y estrujándolo con infinita ternura.
Precisamente era esa actitud del hombre lo que más la excitaba y acezando en hondos suspiros, esperaba el contacto de labios y dedos con las mamas; crispada, sintió a la lengua recorrer sus rosadas aureolas relevando la abundancia de los quistes sebáceos que las poblaban y muy lentamente tomó contacto con la firmeza del grueso pezón.
La punta de la lengua mojada rozaba la mama, lo circundaba y lamía con morosidad, apartándose solamente para visitar suavemente la ahora casi violácea superficie que la circundaba. Finalmente, los labios fueron sumándose a la tarea y comenzaron a sorber, rozando apenas al seno todo, recorriéndolo con intensos chupones que dejaban rastros cárdenos en la delicada blancura que contrastaba con el resto de la piel bronceada.
Presionando contra la mesa con todo el cuerpo, Blanca se aferraba al borde de madera mientras sentía brotar desde el sexo la ardiente sensación de cosquilleo que le hacía abrir las piernas en espasmódicos movimientos. Y el hombre no demoró más su histérica angustia; enderezándose, tomó entre sus dedos al falo y apoyándolo sobre la boca dilatada de la vagina, empujó con morosidad; aunque hacía tiempo que una verga que no fuera la de su marido no la penetraba, por su baqueteada vagina habían desfilado falos realmente importantes, pero ese que Armando iba introduciendo no se comparaba con ningún otro.
Levantando la cabeza para observar su entrepierna, divisó con aprensión que el tamaño de la verga superaba sus mejores fantasías, ya que la parte saliente que el hombre todavía guiaba con dos dedos, era verdaderamente impresionante; de más de cinco centímetros de grosor, el tronco oscuro estaba cubierto de gruesas venas y anfractuosidades que, sumado a lo que desaparecía en su sexo, mediría fácilmente más de veinticinco centímetros Con el cuello rígido y la mirada absorta en él, Blanca sacaba la lengua para refrescar los ardores de los labios resecos y en la medida que el falo separaba sus carnes, apretó los dientes para dejar escapar en sordo suspiro sibilante su entusiasmado asentimiento.
Presintiendo que ese sufrimiento inicial terminaría por conducirla al goce, lo exhortó roncamente a penetrarla de una vez y cuando el inmenso falo terminó su recorrido después de superar la estrechez del cuello uterino para restregar con el glande las mucosas del endometrio, ella misma, dándose envión con las manos en el borde, pujó violentamente para ir al encuentro de la fabulosa verga; viendo su predisposición, Armando le levantó las piernas para colocarlas sobre sus hombros y aferrándose a sus muslos, inició un vaivén copulatorio que a ella le pareció tan exquisito, que tuvo que soltar la mesa para sofocar con las manos los gritos desaforados que hubieran despertado a su marido.
Con ojos desorbitados por esa mezcla de dolor-goce que la embargador por entero, fue sintiendo al falo deslizarse deliciosamente por el canal vaginal y entonces, con la boca abierta en un grito mudo, clavó la cabeza en la madera y apoyándose en los brazos encogidos, proyectó la pelvis en un coito de endemoniada violencia; perfectamente ensamblados y en tanto ella murmuraba las bondades de esa verga portentosa que la enajenaba de placer, se mecieron por unos momentos en el más bello coito de su vida hasta que el hombre le dijo quedamente que aun quedaba mucho camino por recorrer.
Sacando el falo de su vagina, la hizo pararse para conducirla un paso más allá donde Bazán la esperaba con su verga en ristre sentado en una de las sillas Windsor; mientras él se masturbaba para mantener la erección de una verga que no le iba en zaga a la de su compañero, este la guió para que se pusiera de espaldas a Bazán y acomodándole las piernas a cada lado de las de él, le indicó que flexionara la rodillas para agacharse y penetrarse con el falo.
Esa era una posición que ella solía adoptar años atrás en sus tantos “rapiditos” en despachos de jefes o colegas sin siquiera bajarse la bombacha para no perder tiempo, pero que con los kilos demás y la pérdida de elasticidad aunque se matara en le gimnasio, la había dejado de lado pero seguía gustándole tanto como en años mozos; inclinándose y separando ella misma los cachetes de sus prominentes nalgas, fue descendiendo el cuerpo hasta sentir como la punta de la verga rozaba la vulva y entonces, mientras el hombre mantenía erguido al falo, fue haciéndolo penetrar hasta separar la rendija y en esa posición, inició un meneo adelante y atrás que lo hacía restregar contra el glande la frondosidad de sus labios menores.
Remedando a Sabina y en tanto la sujetaba por las caderas, Bazán la calificó como “la mas señora de las putas y la más puta de las señoras” que nunca hubieran violado con su amigo y ese dudoso halago la hizo sonreír; sintiéndose como desafiada a demostrar cuanto lo era, bajó decididamente el cuerpo para que la hermosa verga lacerara la piel ya sensibilizada por Armando.
Aun no se acostumbraba al tamaño y en tanto sentía palpitar conmovidos los músculos vaginales, vio complacida como él llevaba las recias manos a los senos que seguían oscilantes sus movimientos y en tanto los sobaba y estrujaba sin lastimarla pero vigorosamente, comenzó a flexionar las rodillas para emprender un lerdo galope sobre el falo; una fina capa de sudor iba cubriéndola como para destacara aun más el dorado de su piel y los blancos parches del bikini en sus pechos y entrepierna, que lejos de desagradar a los hombres, incrementaba su gula por ese físico abundantemente macizo.
Apoyada con las manos en las rodillas de Bazán y los ojos cerrados por semejante placer, dejaba escapar entre los labios entreabiertos un leve acezar contenido por esa zozobra que el no hacer ruido para que su marido no despertara le impedía explayarse en la expresión sincera de su placer; después de unos minutos ejecutando la jineteada y esta vez de mottu propio, salió del hombre para volver a ahorcajarse sobre él pero esta vez de frente, por lo que Bazán comenzó a darse un verdadero festín con los abundantes senos a los que aferraba con las manos en rudos estrujones mientras la boca se solazaba chupando y mordisqueando los gruesos pezones.
Eso era lo que pretendía la cuarentona y en tanto flexionaba las piernas como si ese ejercicio le hubiera hecho recuperar la elasticidad, se asía fuertemente al respaldo curvado de la silla; el trabajo de manos y boca en los pechos era ejecutado por el hombre con una apasionada concentración que la sacaba de quicio pero haciéndole acelerar el cadencioso galope con el que se penetraba; así se dejó estar en esa exquisita cópula hasta que, descubriendo en la hendidura unos dedos que no podían ser sino de Armando, los sintió buscar al ano para que luego de estimularlo reciamente, uno fuera penetrando al recto sin lastimarla.
Blanca conocía por ciertos amantes que se lo pidieran con frecuencia, que un dedo estimulando a la próstata que actuaba cómo un clítoris masculino, exacerbaba su excitación hasta hacerlos eyacular y a ella no sólo no la disgustaba que se lo hicieran sino que la ponía frenética como anticipación de una verdadera sodomía; evidentemente esa era la intención del hombre, ya que ante su afirmación alborozada, fue agregando otros dedos hasta que tres juntos la sodomizaban mientras el falo socavaba al sexo.
Obedeciendo a su clamor apagado de que la culearan, los hombres la hicieron pararse frente a Armando y con su recuperada flexibilidad, conducida por él, consiguió colocar el talón de la pierna izquierda contra su hombro y así fue penetrándola por el sexo a la vez que, cuando todo el falo estuvo en su interior, Bazán fue introduciendo cuidadosamente el suyo en el ano; nunca había sostenido sexo de parada y menos con la pierna estirada de tal modo que sus gemelos rozaran el pecho del hombre, pero lo que realmente la enardecía de dolorido placer, era la intrusión al ano de la otra verga.
Por un momento permaneció como paralizada por la sorpresa de estar viviendo aquello de lo que siempre oyera hablar pero que era sino una referencia lejana para quien nunca tuviera la oportunidad de tener sexo con dos hombres a la vez; a la sodomía la conocía aun antes del sexo vaginal, ya que por aquello de la mentada virginidad, había preferido entregar el ano antes que una vagina por la cual pudiera quedar embarazada.
Lo que jamás se había atrevido ni siquiera pensar era que alojaría en sus dos agujeros venéreos falos tan portentosos como aquellos y a la vez; buscando mayor comodidad, abrió las piernas para flexionarlas y de esa manera el volumen no se le hizo tan incómodo y los hombres, a la vez que descendían los cuerpos para poder ejecutar el sube y baja del coito, iniciaron ese movimiento en forma alternativa, con lo cual las vergas se rozaban duramente tan sólo separadas por las delgadas paredes de la vagina y la tripa.
Asida fuertemente al cuello de Armando, también se daba impulso para hacer de aquello tan terrible en apariencia una cosa tan maravillosa que ella se atrevió a elevar la voz para pedirles que siguieran con la doble penetración pero en posiciones que les resultaran menos dificultosas a los tres.
En tanto ella secaba con la bombacha que recogiera de sobre la mesa, parte del pastiche de salivas y jugos vaginales que empapaban la entrepierna, Bazán se acostó boca arriba en el piso para pedirle que lo montara; chocha porque presentía lo que se avecinaba, decidió no arrodillarse en el duro piso de mosaicos para evitar denunciarse con los seguros moretones y acaballándose, flexionó las piernas hasta quedar acuclillada.
Buscando a tientas la verga erguido del hombre, bajó el cuerpo hasta que la embocó y luego, lentamente, como regodeándose en sentirla, fue descendiendo hasta que la peluda mata enrulada frotó su sexo; cuidadosamente se inclinó para apoyar las manos a cada lado de la cabeza de Bazán y abriendo cuanto podía las piernas, bajó el torso hasta que sus senos acariciaron el musculoso pecho.
Respondiendo a esa posición, el operario comenzó a menear hacia arriba su pelvis y entonces ella imprimió a la suya un movimiento de vaivén ascendente y descendente; la cópula iba concretándose poco a poco y hamacando el cuerpo adelante y atrás, sintió como la portentosa verga recorría placenteramente el canal vaginal; en su rostro que parecía rejuvenecido por la dicha, se dibujaba una lasciva sonrisa de satisfacción y al tiempo que quebraba más la cintura para elevar la grupa oferente, instó a Armando a completar el trío.
Adoptando una posición similar, el hombre se acuclilló detrás de ella y dejando caer una abundante cantidad de saliva en la hendidura entre las nalgas, dirigió la cabeza de la verga a presionar los esfínteres que, aun sensibilizados por la penetración anterior, cedieron complacientes para que el falo se introdujera limpiamente y cuando ella comenzó a bramar sordamente su beneplácito por esa sodomía, los tres pusieron todo de sí para una doble penetración tan poderosa que, olvidando la prudencia del silencio, se entregaron por unos momentos a brindarse sin límites.
Enardecida ella misma por esa maravilloso delicia que le proporcionaban los hombres y expulsando su enésima eyaculación, percibió por el tono de sus bramidos sofocados que estaban a punto de acabar y entonces, suplicándoles que lo hicieran en su boca, premiándola con su leche, sintió como Armando salía de encima suyo y mientras ella se acomodaba esta vez sí, arrodillada frente a él, Bazán se le unió y en tanto ellos mantenían erguida las vergas en rápidas masturbaciones con la punta de los dedos, ella comenzó a chuparlas alternativamente.
Exaltada por la proximidad del almendrado néctar que era para ella el semen, desplazó a los dedos masculinos ágiles manos y en tanto se aplicaba en movimientos masturbatorios a los que daba la rotación inversa de cada muñeca, hundía la verga en su boca, degustando los jugos combinados de su sexo y ano; frenética por recibir su esperma, gemía y lloriqueaba mimosa de ansiedad hasta que los chorros blanquecinos saltaron espasmódicamente de las vergas para introducirse tanto en su boca desesperadamente abierta como salpicando la cara, deslizándose por el mentón para gotear sobre los estremecidos senos.
Agotada y jadeante, se sentó sobre sus talones y al tiempo que llevaba con los dedos a su boca la cremosa simiente, vio como los hombres volvían a vestirse para luego de decirle irónicamente que “su aparato” funcionaba perfectamente, desaparecer tan silenciosamente como habían entrado, sin siquiera agradecerle por ”los servicios” prestados; recostándose contra las puertas de la mesada y en tanto estiraba las piernas, se sintió realmente satisfecha de sí misma, consiguiendo a los cuarenta y un años aquello con lo que soñara y mantuviera oculto en su inconsciente y que muchas mujeres más jóvenes y bonitas no obtendrían seguramente nunca.
Recuperado el aliento y viendo en el microondas que aun tenía tiempo, se levantó para buscar en el lavadero entre la ropa para planchar esa larga camiseta que usaba como camisón y dirigiéndose al baño de servicio, se dejó estar bajo la ducha fría no sólo para lavar las inmundicias de la piel sino para refrescar los órganos inflamados.
Lo que ella ignoraba era que sí, Alberto escuchara el timbre y extrañado por esa insólita visita a horas tan tempranas, se había levantado y justo cuando estaba por irrumpir a la cocina comedor, la vio siendo manoseada por un hombre vestido de obrero; oyendo sin escuchar lo que en voz baja el hombre le decía a Blanca mientras la desnudaba y hundía una mano en la bombacha, se dio cuenta que no era una cita concertada y que su mujer seguramente sería violada por el fornido operario.
Un maléfico duende le hizo refrenar sus impulsos de entrar a la cocina y observando que Blanca parecía no estar ni siquiera disgustada por la actitud del hombre, se dijo por qué no sacar ventaja de aquello y súbitamente inspirado, corrió hasta el dormitorio y tomando su celular y el de su mujer, amparado en la oscuridad del living, comenzó a registrar en imágenes fotográficas y video, todo el sometimiento a que fuera forzada y, encantado por el protagonismo que ella asumiera, tomó una determinación que modificaría sus vidas.
Portando la mesa de cama con el desayuno y sintiéndose culpable por ese pulsar en ano y vagina que le recordaba los exquisitos acoples con los hombres, colocó en su rostro una de sus espectaculares sonrisas pero junto con su alegre buenos días al entrar al dormitorio, vio asombrada que su marido estaba sentado en la cama y recostado en las almohadas, sostenía la laptop sobre sus piernas.
Perturbada por esa situación inusual, le preguntó si se trataba de algún trabajo especial y él le respondió que no sabía cuánto, tras lo cual hizo girar la pantalla de la computadora para verse siendo sometida por los hombres con tanta satisfacción pintada en el rostro, que no pudo menos que quedar paralizada, estupefacta; sacándole la bandeja de las manos y depositándola sobre la cómoda, la hizo sentar a su lado en la cama al tiempo que pasaba en rápido resumen las humillantes imágenes de ella comportándose como una hábil prostituta.
Sacándola de ese ensimismado aturdimiento, Alberto le dijo que esas imágenes tal como las veía, ya habían sido subidas a Internet como muestra de los “servicios” que brindaría a quienes lo solicitaran a los celulares de ambos y ante su indignada reacción, él le comunicó que, de ahora en más, ella sería quien trabajara por los dos, proveyendo a domicilio o en ese mismo departamento lo que los clientes le exigieran, sin distinción de número o género; pidiendo a Dios de que nadie de su familia o conocidos accediera al sitio y sabiendo ya que todo protesta sería vana, arrepintiéndose de no haber resistido a los hombres por su misma incontinencia sexual, se dispuso a esperar el primer llamado telefónico.
Datos del Relato
  • Categoría: Infidelidad
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