Aguardaba un taxi para volver a casa después de una reunión habitual con amigos.
Hacía frío y no faltaba mucho para las doce de la noche. Rechacé un primer auto que me ofrecía sus servicios para aceptar un segundo que venía inmediatamente después sin saber el por qué de la decisión. Ambos autos parecían estándar por lo que no había escogido en base a modelo u otra condición similar.
Un apuesto y muy sonriente joven trigueño me dio la bienvenida. Amablemente me invitó a subir, descartando la importancia del monto a cobrar y que regularmente se pacta a esas horas de la noche para evitar inconvenientes o desagradables sorpresas. Preguntó hacia dónde me dirigía y tan pronto informé sobre mi destino, el gentil taxista aseguró que si yo lo deseaba, me llevaría a donde quisiera y que sólo tendría que ordenarlo. El tono de la afirmación encubría un interés extraño, difícil de precisar todavía, pero excitante también…
Momentáneamente, recordé la advertencia de una conocida en el sentido de que no se podía confiar en cualquiera. Dentro de la amplia diversidad de hampones en la ciudad capital dijo, había un grupo de pillos conocidos con el nombre de “goteros”, y que por el hecho de ser bien parecidos (hombres o mujeres), convencían sin dificultad a sus potenciales víctimas para llevarlas a cualquier sitio donde podrían desahogarse a través de una delirante sesión sexual compartida, aunque finalmente sólo serían despojados de sus pertenencias tras administrarles gotas de quien-sabe-qué-poción para dormirlos tan pronto como la víctima se descuidara por cualquier motivo. El riesgo radicaba en que si la dosis se excedía podría sobrevenir incluso la muerte. Tuve miedo…
El joven, identificado como Daniel, guió mi mano con la propia cuando advirtió que no encontraba yo el broche para sujetar el cinturón de seguridad. Tomó más del tiempo necesario para abrocharlo sin soltar mi mano y luego la retiré de entre la suya sin aspavientos, como para no demostrar temor. Sin embargo, el joven advirtió que tenía las manos muy frías porque seguramente llevaba mucho tiempo esperando a la intemperie pero que había hecho la elección correcta al subirme a su auto y no al anterior.
Turbado, acepté lo que había dicho marcando así mi “sentencia”. Inmediatamente, como si hubiese recibido una señal de aprobación, el muchacho se inclinó para observar mi entrepierna sin dejar de conducir. Preguntó si guardaba una “serpiente” de gran tamaño entre mis piernas a la que estaría dispuesto a alojar dentro de su palpitante culo y nalgas hasta tragarla y luego obligarla a escupir. Me estremecí ante la sorpresiva osadía y sólo pude afirmar que el tamaño era normal, que no había “anacondas” guardadas, pero que tampoco era una “lombriz” de tierra. Parecía una débil estrategia, como para hacer tiempo antes de llegar a casa y desligarme de la aventura. Sin embargo, Daniel ya dominaba la situación como si fuese el amo.
A manera de comprobación, redujo la velocidad pero no paró de conducir. Primero palpó bajo la tela del pantalón y luego introdujo la mano directamente para sujetar el miembro que comenzaba a enderezarse para masajearlo y apretarlo como si fuera suyo, sin encontrar la menor resistencia. Pedí que se detuviera, que no lo hiciera más porque ya estábamos frente a casa, pero no quiso escucharme. Luego me invitó a otro lugar, pero el temor se impuso y retiré su mano que llevó inmediatamente a la nariz para aspirar con fuerza el olor de mis íntimos rincones. Daniel insistió en tocarme una y otra vez. Luego comenzó a masturbarme. Con la otra mano recorrió la cintura y pectorales sin compasión, apretando y pellizcando mis carnes como si lo hubiesen trastornado. Me atrajo hacia él con fuerza y determinación. Correspondí a su abrazo para dejar que mis fluidos internos escupieran entre sus audaces dedos que no estaban dispuestos a soltarme y menos ahora que sujetaba el rígido miembro. A diferencia de Daniel, no me atreví a tocar ninguna otra parte más que su cuello con aroma de colonia y cuyas venas resaltaban ante la tenue luz de los faroles en el exterior.
Por su parte, Daniel llevó con deleite los dedos humedecidos por la emisión directamente a la boca para luego tragar el hurto de mis entrañas. Aliviado, propuse vernos en ocasión posterior para continuar el lance y estuvo de acuerdo en vernos dos días después. Daniel no quiso aceptar el pago por el servicio porque ya lo había cobrado, aseguró.
Antes de entrar a casa anoté las placas a manera de precaución y revisé mi billetera, pero nada faltaba. Después, una vez en la intimidad de mi habitación, pensar en un reencuentro despertó con delirio la incipiente pasión del reciente pasado.
FIN