(Este relato es creación de la calenturienta fantasía del autor, así que todo aquel tío salido que quiera cogerse a Aurora, escriba a otro lado, que Aurora no existe fuera de mi mente. Ni Aurora ni nadie del resto del relato, ni la situación: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia).
PREÁMBULO
Me llamo Aurora. A los 18 años me fugué de casa, en una pacata ciudad de provincia, y me vine a la ciudad de México con ganas de comerme al mundo, empezando por las vergas de los varones que se me antojaran y de los que me mantuvieran (véase mi historia en esta página, bajo el título "Aurora y sus charros").
Empecé viviendo en una camper que me había agenciado al huir de casa, pero en seis meses ya estaba instalada en un departamento en Copilco, que fui llenando de cosas. Debo recordarles que soy y me siento una auténtica reina, una princesa del Palacio de Hierro.
Tenía dos vidas: al caer la noche me ponía “mi disfraz de pecadora” y salía de caza, casi siempre con éxito. Me hice de una docena de amantes, guapos, que pagaban mis caprichos y ocupaban casi todas mis noches. Conocí las mejores playas de México y las más bellas capitales de Europa.
En las mañanas, por el contrario, era una modosita estudiante en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Toda la jauría me perreaba, pero yo era una mosca muerta y no le daba bola a ninguno. Era, otra vez como en la prepa, la reina fría e inalcanzable. Las pajas que a mi salud se hicieron mis compañeros a lo largo de casi 18 meses bastarían para llenar una alberca... aunque de albercas hablaré después.
¿Dormir?, sí, a veces, en las tardes, pero en pocos meses me fui aficionando a la cocaína. Durante la huelga, cuyo punto culminante relataré aquí, dejé de lado esa adicción sólo para volver a ella con más fuerza, hasta sus catastróficas consecuencias, que relataré luego: por ahora, basta con pintarles mi “rutina” anterior a la huelga.
¿Cuál huelga? La huelga estudiantil que paralizó a la UNAM de abril de 1999 a febrero de 2000. Era mi segundo año en la UNAM y yo había leído a ciertos autores, me había involucrado en alguna célula maoista (sin lecturas políticas ni experiencia previa, sin posibilidad de contrastar las letras que engullía de prisa y sin disfrutar su sabor), para ser exactamente lo contrario del modelo para el que me habían programado (no bastaba ser “puta”). Así me fui involucrando, sobre todo, en las semanas de apasionada discusión que precedieron al estallido de la huelga. Pero no voy a hablar aquí de política, sino de sexo. No tiene caso recordar lo que duró la huelga ni sus implicaciones. No voy a contar como la abandoné y me dediqué durante meses únicamente a coger por dinero o por cocaína.
Baste decir que en agosto ya sólo hacíamos guardias un centenar de chavos. Y eso en mi Facultad, que era de las más activas. Un centenar, porque otros cien nos rotábamos para custodiar instalaciones de otras escuelas. Yo había abandonado a mis amantes fijos y comía en las cocinas colectivas de la huelga (frijoles y tortillas, luego de frecuentar los mejores restaurantes), vestía largas faldas o sucios jeans y camisetas del Ché Guevara, con tennis sin calcetines, y de mis ahorros pagaba la renta del departamento, al que sólo iba una vez a la semana a bañarme, dormir en mi camita y cambiarme de ropa. Pero los sacrificios valían la pena: estábamos preparando la revolución que iba a cambiar el mundo... por una vez en mi muy puta vida estaba haciendo algo de provecho (o eso creía yo).
Y llevaba tres meses sin coger: era la reina roja y todos me respetaban. Dormía en un salón de la Facultad adaptado para todas las “solteritas”, y cuando me tocaba guardia nocturna, oía canciones de Silvio y rock pesado, asando salchichas y fumando mota. Pueden no creerlo, pero tres meses sin sexo (y sin cocaína), tres meses creyendo estar a tono con La Historia (sic), me tenían muy bien. Amaba mi huelga, mi Universidad, mis compañeritos...
AQUELLA NOCHE...
Una noche de verano, cerca de la medianoche, completamente fumada veía danzar las flamas de la hoguera. La noche era tibia y agradable, de luna llena, y yo vestía apenas una blusa de algodón, sin sostén, y mi amplia falda chiapaneca. Sólo traía, además de eso, mis bragas y unos huaraches de cuero: ni siquiera portaba aretes. Estaba algo excitada (la mota me pone caliente), pero no mucho, fantaseando con algfuno de mis mejores amantes, cuando pasaron cuatro buenos amigos míos y notables activistas, a quienes llamaré John, George, Paul y Ringo, caminando rumbo a la salida de la Facultad.
-¿A dónde? –les pregunté.
-A la alberca olímpica... los compas de Políticas la tomaron y han montado un fiestón, sólo para “ultras” probados –dijo John-. ¿No vienes?
Los seguí, naturalmente. Cruzamos el anexo de Ingeniería y nos encaminamos a la alberca. Desde lejos se oía la música tropical que solían poner los programadores nocturnos de “La ke huelga”, radio pirata del movimiento. En la entrada estaban el Oso Cavernario y el Trucutrú, dos de los secuaces del Mosh, que para entonces era ya el líder indiscutible del Heroico (sic) Comité de Huelga de Ciencias Políticas, que nos dejaron pasar tras identificar a John.
La alberca estaba a oscuras. Las únicas luces eran dos fogatas en los extremos y la luna, casi llena. John se dirigió hacia una de las fogatas mientras yo le pregunté a George si le quedaba Magda y subí a las gradas a fumar un poco, acompañada de los tres.
Estábamos fumando, escuchando el escándalo, viendo bailar a los compas (viendo sus siluetas, quiero decir) junto a la alberca y figuras confusas dentro de ella, cuando se encendieron los reflectores y vi la mayor orgía que he visto:
Los que bailaban lo hacían semidesnudos. Los que retozaban en la alberca, estaban como Marx los echó al mundo. Más allá, en los prados, parejas, tríos y cuartetos, todos revueltos, follaban sin reparo. El baile no era exactamente baile, no, ni los juegos en la alberca eran inocentes... habría en total unas 100 o 120 personas de las que dos terceras partes eran varones y la tercera parte chicas. Esta desproporción se nivelaba un poco, pues algunos tíos se daban por el culo y en los prados vi a más de una compañera atender a dos o tres varones a la vez.
Yo veía la escena desde la oscuridad de las gradas y el calorcillo que tenía antes de emprender la caminata con mis amigos, regresó y fue aumentando. Trataba de aprehender la escena general, digna de un relato de Sade... o de cierta escena que vi, posteriormente, en “Matrix 2”, aunque esta era verdaderamente pornográfica, sórdida y luminosa a la vez.
Del panorama general pasé al detalle, a una zona particular, en una esquinita del prado, donde mi amiga la Mao (así le decían por aquel viejo chiste de que el que no ama a Mao...”) era la estrella. La Mao era de mi Facultad y dos años mayor que yo (es decir, tenía 21), era una de las voces más reposadas de entre los ultras y, a pesar de su relativa moderación, se le escuchaba con respeto. Era de mi estatura y, como dirían los compas, está echa un tren pues aunque menos bella que yo, modestia aparte, está buenísima y es mucho más cachonda.
La querida Mao estaba a cuatro patas, desnuda, con la magnífica grupa al aire y las grandes tetas colgando. El Malandro, un fósil de más de 30 años que dirigía con mano de hierro una brigada que controlaba cierta Facultad cuyos estudiantes no secundaron la huelga, la penetraba por detrás mientras ella chupaba la larga pija de uno de los chavillos de la brigada del Malandro, mientras dos más, verga en mano, miraban la escena a dos pasos de distancia.
La escena era digna de una mala película porno, aunque no se escuchaban los consabidos jadeos, tapados por la voz de Alicia Villarreal, que con el bajosexto y el acordeón rompía la noche desde cuatro grandes bocinas instaladas a un lado de la alberca. Pero, no, si uno se fijaba bien, la Mao no se parecía, ni ella misma, en sus morenas redondeces, ni en sus suaves y eróticos movimientos, ni en la dulzura (sí, dulzura... muy raro) de su expresión, a una actriz porno chafa.
Era obvio que gozaba, que los dos miembros que tenía y los dos que esperaban le estaban dando gran placer, y era obvio que el fósil y sus jóvenes secuaces también gozaban... y eso no siempre es claro en las películas de referencia. Lo más sensual era el suave muelléo de su cadera, la elevación de su grupa, la forma en que el Malandro agarraba su cintura y dirigía con sus manos el movimiento, la intención de cada embate.
Veía. Devoraba la escena con los ojos y mi sexo empezó a pedir guerra, pero no me moví, no llevé la mano a mi entrepierna. Mis ojos, más abiertos a la luz, si cabe, por la sustancia fumada, transportaban cada movimiento suyo a mi corteza cerebral, que los reenviaba en forma de crecientes sensaciones a ciertos puntos flacos de mi cuerpo. Mi olfato, más receptivo, empezó a percibir el olor de las feromonas que sudaban, a un brazo de distancia, mis tres amigos.
Supe que se había acabado mi etapa de reina virgen (tan virgen, claro, como el prototipo, la pérfida Isabel I, diablesa pelirroja y sifilítica...), pero que las cosas se harían a mi modo, así que cuando sentí la mano de George posarse en mi hombro derecho, rozando intencionadamente el cuello y la mejilla, dije en voz baja:
-Espérense... o, si no quieren esperar, bajen.
Eligieron esperar, por supuesto.
Me quité la falda y volví a sentarme. Al hacerlo atraje las miradas de los tres: era justo lo que quería probar, demostrarme que la carga de mis piernas, mi cadera, mi cintura, las breves bragas blancas, tenían tal carga que podían atraer la mirada de tres chicos en brama a pesar del espectáculo que ante nuestros ojos se abría.
Empecé a acariciarme los muslos. Ringo y Paul se sentaron junto a mí y alternaban sus miradas al espectáculo masivo que los compas nos brindaban y a los dorados muslos que a su vista estaban. Me acariciaba despacito. Me saqué la blusa y atraje sus miradas sobre mis pechos, que son pequeños y bien hechos.
-Desnúdense-, les dije.
Mientras me obedecían, acaricié mis pechos y mis muslos, pellizcando mis pezones, deteniéndome en la ingle. Mientras me obedecían vi cómo el Malandro se venía entre espasmos y la Mao, mi querida amiga, empujó suavemente hasta el suelo al morro al que había estado chupándole la verga. Una vez acostado, se deslizó sobre él y con un hábil movimiento que denotaba años de práctica, se introdujo el miembro, devorándolo de un golpe. No había que estar junto a ella para saber que estaba más mojada, de ella y del Malandro, y que la larga y fina verga del chavito se deslizaba como el pistón de un motor de combustión interna. A una seña de la Mao, uno de lkos dos chicos que observaban de cerca, se le acercó y la montó por detrás, batallando no poco para penetrar el ano de mi amiga. Cambié de enfoque.
Mi dedo acariciaba la vulva, la palma de la mano el monte de venus. Mi otra mano guió a George, parado detrás de mi, llevando sus manos a mis pechos. Luego, buscó las manos de Paul y Ringo, poniendo una en cada uno de mis muslos, en su cara interna, cerca del sexo, muy cerca, indicándoles sin hablar cómo deseaba que me acariciaran.
Cambié de enfoque, porque luego de tres rolas de Alicia Villarreal y el inefable Grupo Límite, empezó la suave cadencia de “Perfume de Gardenias” en la versión original de la Sonora Santanera, y los danzantes, que antes pegaban de brincos, se acercaron unos a otros y empezaron a bailar al nuevo ritmo. Había en especial una chica rubia, creo que de Trabajo Social, llenita y atractiva, alta, que se mecía suavemente entre dos varones, uno, moreno y musculoso, que la besaba y movía muy sensualmente su cadera contra la de ella, y otro, que les seguía el ritmo, tallando la verga entre las rotundas nalgas de la chica, acomodándola entre ambas, en la sensual línea, la rica frontera que las dividía.
COGIENDO...
Bailaban, mientras mis tres amigos me acariciaban y mi sexo se convertía en una herida húmeda, ansiosa, palpitante. Dejé mi clítoris por la paz, tras darle un par de cariñitos, y busqué los penes de los dos que a mi lado estaban.
George Colorado cantaba: “tu cuerpo es una copia/de Venus de Cibeles...”, mientras yo palpaba, sin ánimo de masturbar, sólo para calibrar pesos, tamaños, texturas y medidas. El de Paul era liso, suave como la piel de un bebe y tenia la punta como un hongo. El de Ringo era grueso, con las venas a punto de explotar... así que acaricié apenas la pija de Paul, con la izquierda, distraídamente, mientras con la derecha, empecé a masturbar enérgicamente a Ringo, cuyos gemidos empezaron a ser audibles.
Cuando veía cómo el chico que bailaba atrás de la rubia de Trabajo Social maniobraba para encularla, George rompió el “acuerdo”, pero no me quejé: saltando la larga banca de las gradas en que estábamos sentados, se paró frente a mí, poniendo su largo estoque junto a mi boca. Entendí y, aunque me ocultaba las escenas del valle, lo atraje hacia mí, muy cerca, con mis manos en sus nalgas.
Saqué la lengua y recorrí su verga desde la base hasta la cabeza y de regreso. Él, entonces, tomó mi cabeza con sus manos y puso la punta de la polla en mis labios, con la clara intención de que me la comiera. Así lo hice y George empujó poco a poco, hasta que tocó la garganta con la sedosa piel de su glande.
Empezó a mover sus caderas, metiéndola y sacándola de mi boca, mientras mis manos continuaban su trabajo, masturbando a Ringo y acariciando a Paul. De mi coño manaban jugos en cantidad y una de las cuatro manos que lo rondaban empezó a acercarse demasiado hasta que la punta de un dedo se alojó en la anhelante entrada de mi cueva.
Justo entonces Ringo se vino entre gemidos. Mi mano derecha quedó hecha un asco. Estaba pensando qué hacer con el espeso líquido que me había pringado cuando sentí claramente que George estaba también a punto de correrse y, aunque muy puta, nunca me ha gustado que el semen entre a mi boca (a veces he tenido que pasar por ello, pero sólo cobrando muuuucho varo), así que forzando la resistencia de sus manos, quité la cara justo a tiempo.
Los movimientos que habíamos hecho habían sacado el dedo de mi coño y mis manos de donde estaban. Tomé aire, eché una ojeada a la orgía buscando a la rubia ya dicha y a la Mao y vi que ambas estaban recibiendo su ración de verga.
Giré sobre mi izquierda y empujé a Paul, el más pequeño de los tres, un chavalito lindo y cortés, dejándolo acostado sobre la fría grada de cemento. Pasé mi pierna izquierda sobre él y apoyé el pie bajo la grada., de modo que quedé parada, con las piernas muy abiertas, a cinco centímetros de la punta de su enhiesta verga.
Di dos pasitos al frente hasta que la flecha apuntó directo al blanco y, tomando delicadamente el miembro, lo inserté en mi vagina que, con el hambre que tenía, se lo tragó de un bocado.
Dadas las circunstancias, bastaron tres o cuatro movimientos de mis caderas para que Paul descargara dentro de mi. Las ansias crecían y ahora sí que me urgía una ración, un tratamiento como el que recibía la Mao. Me paré y giré hacia atrás, donde George y Ringo me veían, a mi, a mí y no el espectáculo digno de Sodoma y Gomorra que abajo nos brindaban.
-Necesito pronto una manguera que apague el fuego que me consume- dije.
Era la de Ringo la que estaba lista y la agarré con ambas manos, con la cabecita acaricié un poco mi clítoris y luego lo hice sentarse, montándome encima suyo, poniendo mis labios al alcance de su boca. Con mis manos, que no habían soltado su presa, dirigí su rígido miembro a mi vagina, tan mojada que, como la de Paul, entró de un empellón. Notaba como salía y entraba de mi coño y él, sin decir nada, agarraba con fuerza mis nalgas y gemía.
Yo lo cabalgaba con prisa y violencia. Con una mano agarraba su pelo con fuerza, haciéndole daño, y con la otra me masajeaba el clítoris acelerando la llegada del primer orgasmo, que necesitaba con urgencia. En Cuanto lo obtuve reduje el ritmo de mis movimientos al que Ringo me imprimía con sus manos, suave y pausado.
Paul pensó que ese era el momento de intervenir y puso su verga pringosa y salada, con sabor a mi, a la altura de mi boca y yo dejé hacer a Ringo, lo dejé moverme a gusto, usarme y darme placer, para dedicarme a la verga del otro. Así que mientras Ringo, con sus fuertes brazos, me deslizaba suavemente arriba y abajo, sobre el pistón acerado de su miembro, yo exploraba la verga de Paul, la glande, la cicatriz de la circuncisión, la firmeza del cuerpo cavernoso. Sentía dos recias manos en mi cintura y otras dos, más suaves, más femeninas quizá, en mi cuello y mis senos.
Como ambos habían descargado, tardaron en venirse, y yo disfruté tres o cuatro orgasmos en fila, bañada en sudor, en mis jugos, en los suyos.
Me senté entonces, cansada y ahíta, en el frío cemento de las gradas, pensando que quería esperar antes de atender a George, cuando lo vi bajar corriendo, desnudo, con la verga enhiesta, las escaleras del graderío. Adelanté dos o tres filas hasta llegar al final de la sección más alta de las gradas, poniendo mis manos en el tubo, para ver qué pasaba, qué había distraído de tal manera a mi amigo, para dejar incompleta la degustación del manjar...
Y no tardé en verlo: a medio prado, caminando del fondo hacia las gradas, se acercaba la pequeña Magda, la grácil Magda, novia oficial de George, escoltada por John y otro tío desconocido, desnudos los tres. Como un rayo, casi frente a mi, George llegó junto a Magda y le dio un bofetón. Los otros dos intentaron interponerse pero segturamente ella los disuadió: yo sabía que le iba el rollo sado-maso, y abrazó a su galán que, como ella, evidentemente venía de otro sexo. George golpeó un par de veces más a Magda y sin ceremonias de ninguna especie la tiró al suelo, la montó y le metió la verga, embistiéndola violentamente.
Ringo quiso jalarme hacia su verga, nuevamente en pie de guerra, pero yo quería ver, así que incliné el tronco hacia delante recargándolo sobre los antebrazos, y abrí las piernas.
-Tómame así- le dije.
De modo que mientras observaba los violentos embates de George, no sin observar también el resto del panorama, recibía en mi interior, otra vez, el miembro de Ringo.
Mi atención completa estaba puesta en lo que veía y, así, disfrutaba de manera poco usual, novedosa, lo que a mí me pasaba. Sentía el miembro, las manos, pero me pensaba como Magda y fantaseaba que era george quién me poseía en medio del prado, a la vista de una docena de personas... o más.
A los tres o cuatro minutos George empezó a agitarse en un violento espasmo, quedándose inmóvil sobre las receptivas y prietas carnes de Magda. Entonces John tomó a George del hombro y lo hizo levantarse. No había reparado en la viril belleza de John, en su apolínea figura, en su grueso miembro, de impresionante tamaño, y ahora lo hice: el famoso activista era alto, membrudo, con una rojiza barba que le sombreaba la cara y un vello delicado y rubio que cubría todo su cuerpo. Cuando George se incorporó, Magda volvió a abrir las piernas y miró a John, como invitándolo.
El jefe le dio vuelta poniéndola boca abajo. Se hincó tras ella y escupió abundante saliva directamente a su ano, que estaba bien visible y luego con la misma violencia que había visto en George, empaló por ahí a magda.
Mientras era violentamente enculada, Magda llevó sus dedos a su sexo, y empezó a moverlos al ritmo de las embestidas de John. Entre tanto, luego de varios desfallecimientos míos, que me hicieron perder la continuidad del panorama, Paul reemplazó a Ringo en mi grupa y, como él, empezó a follarme sin contemplaciones.
John terminó de gozar el grueso orificio de Magda y sacó su miembro, casi fláccido, chorreando aún, dejando a la chica despatarrada sobre el prado. George se inclinó sobre su oído y algo le dijo y ambos emprendieron la marcha hacia donde yo recibía la leche de Paul.
Me safé dejando a Paul satisfecho. El coño me escocía. Levanté del suelo mis prendas y busqué una escapatoria: ya era suficiente. No quería recibir a John, no esta noche. Logré escapar, pero mientras caminaba semidesnuda a la Fac, con un olor a sexo y sudor que trascendía a leguas, decidí empezar, aunque con retardo, la carrera por el trofeo “la más puta de la huelga”.
Como es de esperarse de nuevo vuelves a deleitarnos con tus letras, es realmente un PLACER leerte, ya me hacias falta. Por favor no me abandones tanto, que las noches no son las mismas sin tu relatos. Besos.