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Gracias a la vida...

Maite
Ya desde los diez años y por una simple casualidad, Maite sabía lo que era el sexo; una noche de verano especialmente bochornosa, se había levantado para tomar un vaso de agua cuando sintió lamentos que salían desde la habitación de sus padres.
Alarmada por lo que pudiera estar pasando, corrió hasta allí, pero una súbita prudencia la hizo frenarse y desde afuera, observar por la puerta entreabierta lo que sucedía en la pieza. Era cierto que su madre emitía gemidos y ayes pero no estaba acostada en la cama como ella suponía, sino que se encontraba acuclillada sobre la pelvis de su padre mientras subía y bajaba para ser penetrada por el pene de este, cosa que ella sí sabía distinguía a los chicos de las chicas.
Mientras su madre galopaba sobre el miembro, entrecortada por el jadeo anunciaba claramente que estaba próxima a acabar y cuando parecía haberlo hecho por la forma en que sacudía el cuerpo mientras estrujaba los pechos entre sus manos, salió bruscamente de sobre su padre para abalanzarse sobre un pene que para ella era monstruosamente grande e introduciéndolo en la boca, se dedicó a chuparlo frenéticamente hasta que él anunció en un ronco bramido que se venía y ella vio como de la punta del miembro, saltaban los chorros espasmódicos de un líquido lechoso que su madre fue lamiendo y sorbiendo con fruición.

Cuatro años han pasado desde esa noche y en ellos, la que fuera una inocente niña, ha recibido una práctica enseñanza de todo tipo de relaciones que, sin caer en la perversión, practican cotidianamente los matrimonios; posiciones insólitamente acrobáticas, sexos orales recíprocos, masturbaciones y sodomías, le han aportado un amplio bagaje de conocimientos sexuales que la abruman, ya que por su edad, sólo ha podido acceder a lo que sus manos, sabiamente entrenadas en ese lapso, le han permitido conocer.
Desarrollada totalmente a los catorce años, es motivo del orgullo de su madre y los desesperados celos de su padre. Como hombre, aquel sabe muy bien lo que persiguen los varones a esa edad y que su propósito no es el que suponen las chicas en sus infantiles enamoramientos, sino el poseerlas sexualmente lo antes posible y después desecharlas para buscar la aventura en otra.

Claro que en el caso de Maite, la cuestión es absolutamente inversa, es ella quien ansía no contentarse con ocasionales besos, sino poder tener entre sus manos un miembro verdadero, llevarlo a su boca para después chuparlo y masturbarlo como lo ha visto hacerlo cientos de veces a su madre, conocer el sabor de aquello que enloquece a la mujer y, finalmente, ser poseída por donde fuere como lo hace su padre.

La ocasión parece darse en un “pijama party” en el que su padre, confiado porque sólo se trata de una noche en vela entre chicas, ha prometido volver a buscarla a las siete de la mañana. Tolerantes en aquello de dejarlas en paz para que se diviertan sin trabas, los padres de su amiga han partido a las diez a casa de sus tíos donde pasaran la noche. Claro que todos ignoran que las chicas - que ya no lo son -, han invitado a sus amigos a sumarse discretamente a la fiesta a partir de las doce.
La mayoría son compañeros de colegio y, aunque no haya noviazgos formales, cada una tiene puestos sus ojos en quien desearía que lo fuera. Maite no tiene otra preferencia más de que sean varones y matiza la espera de los muchachos, adobándose bien con algunos tragos a “la jarra loca”, bebidas alcohólicas que entre todas distrajeran a sus padres y que, con el agregado de pastillas encontradas al azar en los botiquines de sus casas, han llenado dos recipientes
Como casi todas, no es una bebedora experimentada y cuando siente como la mezcla de alcohol e ignotas drogas que interactúan en forma desconocida, no sólo la marea sino que pone en marcha aquel mecanismo perverso que ataca sus entrañas cuando está excitada, refrena las libaciones para más tarde pero ya toda ella está condicionada para llevar adelante sus propósitos.

Media hora después de la medianoche y luego de haber justificado la denominación de fiesta como también para romper el hielo con algunos CD de música movida, la anfitriona ha recurrido a la discoteca de sus padres para colocar algunos temas lentos que, aunque anticuados, favorecen la aproximación entre chicas y varones.
Ninguno sabe bailar, pero ese no es el tema que les interesa y Maite está abrazada a un muchacho particularmente alto que no pone demasiado énfasis en hacer lo mismo, contentándose por sostenerla por las caderas.
Como siempre que se excita, un aluvión de imágenes sexuales de sus padres la invade, con la consiguiente calentura que, mojando su entrepierna, normalmente la lleva a la masturbación. Ahora no es esa la ocasión, sino la de aprovechar la masculinidad del muchacho y asombrosamente atrevida, hace que la mano conque se ase a los riñones del chico vaya deslizándose hacia abajo y adelante a recorrer el pantalón hasta que toma contacto con ese bulto que es el miembro de Martín.
Sin ser baja, la estatura de él hace que su cabeza descanse sobre el pecho del muchacho y por consiguiente, su mano caiga directamente a la altura de la bragueta. Ante ese contacto exploratorio, Martín manifiesta su sorpresa con un cambio en la posición de sus manos, llevándolas sobre la espalda de Maite para estrecharla contra sí.
Satisfecha porque él no rechace el contacto, deja que la mano, cubierta a la vista de otros por la posición, busque rodear con los dedos la prominencia del pene y sintiendo como esta va incrementándose ante su insistente frotar, lo aprieta y suelta hasta que es Martín quien lleva una mano a la bragueta para deslizar el cierre hacia abajo.
La muda propuesta la estimula y metiendo la mano dentro del pantalón, tropieza con el obstáculo del calzoncillo, pero con esa habilidad que tienen las mujeres en manejar elásticos, la apoya plana sobre el bajo vientre y empujando hacia abajo, se hace lugar para tocar primero una inculta mata de vello púbico y luego encuentra el nacimiento del pene.
Esa especie de chorizo caliente la entusiasma y segura de lo que hace por haber visto a su madre practicarlo, lleva la mano hacia abajo a lo largo del tronco hasta llegar a una zona pringosa que no la asquea porque supone que, como las mujeres, los hombres expelen ciertos flujos al excitarse.
En ese simulacro en que todas las parejas se mueven como si bailaran, Martín la conduce hacia un rincón más oscuro y apoyándola en el ángulo, la oculta de los demás con su cuerpo, ocasión que Maite aprovecha para sacar al todavía tumefacto miembro del pantalón y mientras le pide que la bese, inicia una lenta masturbación que Martín interrumpe luego de unos minutos para conducirla de un brazo a atravesar el comedor diario, la cocina y hacerla salir a un pequeño patio, cerrando la puerta tras de sí.
Ambos están nerviosos y jadeantes por la excitación pero sabiendo que seguramente tiene mucha más experiencia visual que él, Maite vuelve a sacar a la verga de su encierro y cayendo de rodillas, la sostiene erguida para llevar la lengua tremolante a lamer el glande.
Aquel es uno de sus sueños más ambicionados y con toda la sapiencia adquirida en estos últimos cuatro años en que lo ha ensayado sobre distintos objetos fálicos, deja escurrir la lengua a lo largo del tronco hasta que el pantalón le impide ir más allá y encerrando entre los labios succionantes al falo, rehace el camino mientras los dedos soban con movimientos envolventes la cabeza, echando el prepucio hacia atrás.
Ahora comprende porque su madre pone tanto entusiasmo en hacerlo con su padre e imitándola, al llegar a la punta, aplica la lengua vibrante a socavar el interior del surco que los dedos mantienen libre del prepucio y hacerlo, con la recompensa de esos sabores acres y una mínima cremosidad que la enardece por su gusto, la hacen dedicarse con golosas ansias a recorrerlo totalmente y ya en el pináculo de la excitación, abre ávidamente la boca para encerrar entre los labios al glande e introducir la cabeza.
Mientras ella chupetea glotona al delicioso óvalo, los dedos recorren al tronco en una lenta masturbación que hace al muchacho menear la pelvis a la par que la alienta a hacerlo acabar. Precisamente, ese es su objetivo final y con las vívidas imágenes de sus padres desbordándola, introduce la verga hasta que una arcada la frena y entonces, asiéndose con las manos a los pantalones, comienza un vaivén de la cabeza que la excita frenéticamente y conociendo cuál será la retribución a su dedicación, chupa enérgicamente hasta que, entre los apagados bramidos del muchacho, los chorros tibios del esperma comienzan a inundar su boca.
Ansiosa por conocer a qué sabe aquello que embelesa a su madre, paladea la lechosa melosidad del semen y su gusto a almendras dulces la desquicia también; deglutiéndolo lentamente, saboreándolo, incrementa la masturbación de los dedos en procura de mayor premio, pero tras los dos primeros chorros espasmódicos, sólo unas gotas siguen fluyendo de la uretra.
Convencida de que todo ha terminado, se levanta sólo para ser abrazada por Martín quien, a la par que busca su boca, aun con resabios de esperma en los labios, explora con dedos diligentes la mórbida masa de sus senos.
Esa primera experiencia oral la ha perturbado tanto que su continuación se le hace no sólo deliciosa sino inquietante por lo que supone pueda suceder. Las manos que el muchacho introduce por debajo de la remera soban sus pechos en tal forma que el placer la obnubila y, desabrochando automáticamente el corpiño, deja los senos expuestos a la caricia.
El no deja de apreciar su entrega y al tiempo que los dedos, ya sobre la piel, estrujan la carnosidad mientras pellizcan tenuemente los pezones, profundiza la hondura de los besos y la lengua de Maite, tan ágil y traviesa como sobre el falo, enfrenta a la suya en incruentos combates.
Después de unos momentos de ese franeleo durante el cual la ha empujado contra la pared, él distrae una mano para enviarla a levantar la pollera y recorrer la entrepierna; comprobando la humedad que moja la bombacha, introduce por debajo del elástico dos dedos que se deslizan acariciantes sobre la alfombrita velluda.
Salvo sus propios dedos, los de ninguna persona han recorrido esa zona y, como cuando ella misma se excita en el prólogo a sus masturbaciones, los de Martín van reconociendo el terreno, para acercarse a la canaleta de la ingle a buscar la raja de la vulva.
La evidencia de su excitación está en las humedades que la inundan y que facilitan al muchacho el acceso. Ella reconoce que él debe tener cierta práctica, ya que rápidamente asienta la yema de los dedos en la apertura y empujando, penetra al interior para, resbalando en sus jugos, restregar deliciosamente los frunces de los labios menores.
Abrazada a su cuello, Maite menea la pelvis en un rudimentario coito y entonces, Martín aloja dos dedos sobre el clítoris y presionándolo fuertemente, lo frota en pequeños círculos que enajenan a la muchacha; mordiéndose los labios para no estallar en ayes que denunciarían su presencia, se entrega con pasión a esa masturbación y, cuando roncando suavemente le pide que la penetre, él vuelve a enarbolar la verga que no ha decrecido por la intensidad del franeleo.
Ella misma colabora al sacarse la bombacha con esa presteza propia de las mujeres y levanta la pequeña mini falda para engancharla a su cintura y entonces él, pidiéndole que abra bien las piernas, se acuclilla e introduce muy despacio el falo a esa vagina que supone virgen.
Esa presunción es cierta, ya que Maite, en sus cotidianas masturbaciones, ocasionalmente se ha penetrado con alguno de sus delgados dedos y al tropezar con lo que individualizara como el himen, un dolor más presentido que real la ha desanimado, pero ahora, el tamaño de la verga se le hace insoportable.
Sin embargo, las imágenes de su madre cabalgando a su marido o siendo penetrada por este en las más diversas posturas al tiempo que recibía el sometimiento como si fuera una bendición de Dios, le hace desear vivir en carne propia esas experiencias y alentando al muchacho a que hunda el falo en su vagina lo antes posible con el más grosero lenguaje cotidiano, se da envión para colaborar en la penetración.
No sabe si el miembro es grande o chico, solo siente como un fuerte pinchazo, tras el cual este va separando dolorosamente los estrechos músculos del canal vaginal y en su camino restriega y destroza los delicados tejidos, pero es precisamente ese sufrimiento el que lleva a su mente ya exacerbada por el deseo, una inédita sensación del más puro placer.
Al sentirlo enteramente dentro de ella y en un alarde de fuerza, Martín se inclina para asir con ambas manos las macizas y redondas nalgas, alzándola con él al erguirse y ella levanta instintivamente las piernas para rodear su cintura y en esa posición, comienzan una violenta cópula que, a los pocos minutos la lleva a experimentar los anuncios del orgasmo.
Un cosquilleo similar a ganas de orinar no satisfechas y esos tirones a sus músculos, más el intenso calor en las entrañas, le dicen que pronto encontrará la satisfacción y abrazándose a los hombros del muchacho con los puños apretados, se da envión para alzarse y bajar penetrándose con ese pene, que para ella es portentoso. Cuando Martín comienza a bramar proclamando su acabada, se desliza para dejarse caer frente a él; asiendo entre los dedos al falo chorreante de sus mucosas, vuelve a masturbarlo con la misma virulencia del coito, saboreando por primera vez sus jugos vaginales al introducirlo en la boca para chuparlo vorazmente hasta que nuevamente degusta el torrente del esperma y como consecuencia, siente escurrir de su sexo el cálido oleaje de la eyaculación.

Ninguno de los dos tiene aspiraciones de otra cosa que ese sexo ocasional y en silencio, mientras él sube el cierre para luego limpiar con el pañuelo el enchastre de sus jugos en la bragueta, ella busca la bombacha y ajustándose la pollera, vuelve a meter en ella la remera.
Tras un breve comentario en el que se preguntan mutuamente si están presentables y un gentil interés de él sobre su estado físico, vuelven a la casa tan subrepticiamente como se alejaran.

Haber propiciado la iniciación del sexo y que no fuera el muchacho quien la sometiera con esa prepotencia masculina que ella ha aprendido es sólo aparente, ya que su madre es quien realmente domina en la cama y quien propone qué, cómo, cuándo y dónde hacerlo, le otorga a su ego una fuerte convicción del poder que tiene entre las piernas y, se propone no regalarse a cualquiera sino que seleccionará cuidadosamente a sus “victimas”.
También se dice que cada experiencia debe ser precisamente eso, algo que le aporte una enseñanza empírica y no teórica, por lo que decide que utilizara su apariencia de chica adulta para seducir a quien contribuya a hacerla crecer, sin falsas pudores o escrúpulos de edad, género o cantidad.
Verdaderamente, aquello que envanece a su madre y desasosiega al padre es absolutamente cierto y su aspecto no se condice con el de una chiquilina de sólo catorce años; más alta de lo común, su cuerpo es delgado en el sentido de la elegancia y no en lo esquelético, por lo que la figura es de carnes mórbidas y sus senos, que a esa edad suelen estar en incipiente desarrollo, se yerguen sólidos y compactos, con esa comba sobre el abdomen que sólo ostentan las mujeres adultas.
El otro punto destacable son las macizas nalgas que la práctica del volley ha consolidado y que se apoyan en un par de largas piernas cuyos muslos coinciden con esa contundencia. En lo estético y sin resultar una belleza total, su rostro es armónico, los ojos de claro color miel están sombreados por espesas pestañas negras y la boca, un poco más generosa de lo habitual, se hace tentadora por la firmeza de los labios gordezuelos. Completando el conjunto, una melena lacia pero no chata, sino levemente ondulada, cae sobre su espalda a la altura de las axilas.
Sólo el clásico uniforme colegial disimula su figura, pero ella se arriesga hasta la sanción con el largo de la mínima falda tableada y las ajustadas camisas por las que los senos parecen querer escapar o las remeras de gimnasia que, igualmente ceñidas, magnifican aun más esa contundencia al tiempo que marcan exageradamente el inocultable tamaño de los pezones.

Es la exhibición de esa abundancia la que desencadena o acelera los tiempos de una relación que, aun rozada por sus fantasías nocturnas en las que satisface manualmente sus deseos, suponía que encararía mucho más adelante.
Mientras se encuentran escuchando música y ojeando revistas en casa de Carolina, acodadas en la cama de su amiga y al ver esta un aviso en el que jovencitas como ellas modelan exquisitos corpiños finamente bordados, se lamenta amargamente por la escualidez de sus menudos senos que le impiden lucir prendas semejantes, comentando con sarcástica alegría que Maite no tendrá ningún problema con la abundancia de sus senos.
Minimizando esa amargura, ella comenta que esa pesadez sí le trae problemas, especialmente al momento de practicar su deporte favorito, no sólo por su oscilante movilidad sino también el sudor que en los días de calor se acumula en la unión con el abdomen, produciéndole paspaduras que llegan a lastimarla y que el uso del corpiño acentúa.
Con una pacata timidez un tanto exagerada y al tiempo que estira una mano para rozar al espléndido pecho por encima de la remera, Carolina le dice que jamás ha visto de cerca un verdadero seno de mujer y mimosamente, le pide que le deje verlos.
Su natural calentura latente ha hecho suspicaz a Maite y sabiendo que la muchacha desea y busca lo mismo que ella, se dice por qué no y acercándose, tiende a su vez una mano para rozar por sobre la prenda los pechos de su amiga.
Arrodilladas una frente a la otra y sin decir palabra, dejan que los dedos, temblorosos por la excitación de lo desconocido, recorran lentamente los senos, acaricien con las yemas los salientes bultitos de los pezones para luego aventurarse hasta los hombros, descender por los brazos y a la altura de los pechos, retomar los toqueteos.
Las dos acezan suavemente por la excitación e inconscientemente acrecientan la aproximación, hasta que, en tanto que con una mano siguen sobando los senos, la otra se dirige a la nuca para forzar el acercamiento de las cabezas y los labios se rozan en un intento de beso que las hace estremecer.
A Maite la sorprende la intensidad de esa especie de corriente eléctrica que la recorre y experimentando la clásica picazón en lo hondo de las entrañas que marca el inicio de su calentura, abre los labios para encerrar entre ellos los de la otra muchacha y las dos se pierden en una masticación casi angurrienta, pareciendo querer comerse en tanto las manos recorren afiebradamente los cuerpos, hasta que las dos se separan a un tiempo para quitarse las remeras y los corpiños.
Ahora sí, la profundidad de las miradas que cruzan es tan poderosa que Maite toma la iniciativa e inclinándose sobre Carolina, busca las mamas con la boca; si bien es cierto que comparados con los suyos los senos de su amiga son pequeños, no son magros ni macilentos.
A pesar de ser la primera vez que hace eso, visualmente no es inexperta y como su padre, hace tremolar la lengua sobre la carnosidad del pezón para comprobar como este cede fácilmente al empuje. Con la mente puesta en los opulentos pechos de su madre, lleva la lengua a recorrer ese medio pomelo cuya consistencia la entusiasma, ya que no es fofa como imaginaba sino que debajo de la piel se percibe la firmeza de los músculos.
Como un lerdo caracol perverso, la lengua explora toda la redondez del seno en moroso espiral que la conduce nuevamente a la cúspide; encontrando la granulosa superficie de la aureola, intensifica las vibraciones en recio escarbar hasta que los labios, involuntaria pero primitivamente golosos, acuden en su auxilio, cerrándose en profundos chupones que dejan su marca rojiza en la piel y, ya excitada como nunca lo estuviera, encierra entre ellos a la mama para mordisquearla suavemente mientras la boca succiona reciamente la carnosidad hasta arrancar ayes de dolorida complacencia en su amiga.
Las dos saben que ha llegado el momento crucial y sentadas frente a frente, comiéndose con los ojos, van quitándose faldas y bombachas, pero al quedar totalmente desnudas, es Carolina quien toma la iniciativa.
Demostrándole que no es una novata en esas lides y en tanto su boca expresa vulgarmente promesas de placeres sin fin, se levanta de la cama para quedar parada; asiéndola por los pies, la arrastra hasta cerca del borde y entonces, dejándose caer de rodillas entre sus piernas, las separa para hacer que su boca inicie un delicioso recorrido de lambetazos y besos a lo largo del interior de los muslos.
Es indudable que la que ella consideraba una insípida jovencita sin experiencia sexual, la aventaja en experiencia práctica y no teórica como la suya y abriendo las piernas a las que Carolina encoge, espera con ansiedad el contacto de aquella con su sexo.

A pesar de haber mantenido algunas relaciones totales con otra chica, el sexo de Maite la deslumbra, ya que para evitar la acumulación de sudores en la práctica del volley e imitando a su madre, ha rasurado todo vestigio de vello y la vulva así expuesta, parece lucir más grande y pulida.
Absolutamente seducida, la muchacha acerca su cara al sexo y los olores naturales con los que se mezclan la transpiración y las flatulencias vaginales no hacen sino terminar de conquistarla y aventurando la lengua, comprueba el sabor de esos jugos que la misma Maite ignora exhalar.
Esta también está fascinada por lo que está protagonizando y acodándose en la cama, inclina la cabeza para poder observar a Carolina y así es como la primera lamida de la lengua tremolante la hace proclamar un susurrado asentimiento.
Contenta con el comportamiento de su compañera, Caro destina los pulgares de ambas manos a separar los labios mayores y el aspecto de ese interior al que ella cree virgen, la subyuga. Ciertamente, y a pesar de haber mantenido aquel sexo ocasional con el muchacho, el resto del sexo sí es el de una doncella y esa será su primera relación oral.
Aunque no lo perciban conscientemente, las dos están temblorosamente estremecidas y cuando la lengua se interna al centro del óvalo perlado, simultáneamente gruñen su placer. La lengua se desliza por el hueco, estimulando al pequeño agujero de la uretra y, como inspirada por el sabor particular de restos de orina, se agita convulsivamente contra los festones fruncidos de los labios menores, alcanzado sobre ellos la arrugada capucha que protege a un clítoris que, según ella, es un poco demasiado grande para quien no haya tenido relaciones.
Habitual manipuladora de esas carnes, Maite coteja lo que comienza a hacer la lengua con lo que realizan sus dedos y comprende que estos resultan totalmente ineficaces. Absorta y pasmada por la ansiedad, ve y siente como la suave lengua recorre cada parte de su sexo y finalmente, cuando esta accede tremolante al agujero vaginal, sin poder dar crédito al placer que le proporciona, se deja caer de espaldas mientras alienta a la otra muchacha para que la someta plenamente.
No obstante haber hecho aquello en cuatro oportunidades que le permitieran conoce las reacciones que provocan en la mujer ciertas regiones, Carolina aun se considera una novata y ese sexo tiene para ella la atracción de lo nuevo y desconocido; atribulada ella misma por lo que Maite le transmite como hembra, desliza el órgano vibrante de arriba abajo por todo el sexo, obteniendo de su amiga un desesperado asentimiento cada vez que se demora en la excrecencia del clítoris.
Ya desmandada y sabiendo a qué las conducirá la profundización de su accionar, centra el ondular de la lengua en estimular al pequeño pene femenino que con aquello va cobrando volumen y erección. Lo que la entusiasma es el lugar que ocupa en su boca cuando lo rodea con los labios y acentuando la presión, comienza a mamarlo como un naufrago hambriento.
Maite jamás ha experimentado esas sensaciones de goce y en tanto la alienta para que siga dándole más de aquello tan delicioso, clava las uñas de sus manos extendidas como en una crucifixión en las sábanas, al tiempo que menea la pelvis en un involuntario coito.
Decidida a hacerla acabar en su boca, Carolina ejerce una verdadera felación al ya no pequeño órgano, mientras que una mano encierra con pulgar e índice los arrepollados tejidos para estregarlos entre sí, suscitando en la otra muchacha verdaderos ayes de placer.
Ignorante de que el sexo se pudiera disfrutan de una manera tan intensa y sintiendo como en el vientre se gestan las espasmódicas contracciones que preanuncian su orgasmo, Maite ya no intenta rasgar las sábanas con los dedos, sino que estos se hunden en su melena para mesar los cabellos mientras la cabeza se agita desesperadamente de lado a lado.
Viéndola envararse mientras arquea el cuerpo, Carolina comprende que pronto degustara esos jugos que tanto la deleitan y aplicándose con los dedos de ambas manos en restregar los tejidos con los de una mientras los de la otra suplantan la boca retorciendo al clítoris, lleva la lengua flameante al interior de la vagina al tiempo que sus labios succionan con intensidad de ventosa.
Lo hace tan bien, que, a poco y mientras se agita y solloza por el placer, Maite derrama a través de la vagina un fragante caldo que su lengua saborea y, sin cesar de complacerla con los dedos, su amiga chupa hasta la última gota de la cálida eyaculación.

Sorprendida por la fuerza de ese orgasmo inaugural con otra mujer, Maite aun se agita acezante, cuando Carolina se incorpora para decirle que ahora es su turno y tendiéndose junto a ella, encoge y separa las piernas en imperiosa invitación.
Ella también siente que ese acto - si bien es el más placentero de su vida-, está incompleto y decidida a complacerse complaciendo a la muchacha, se arrodilla entre los muslos; aunque no haya acabado, el sexo de Carolina está cubierto por una capa de sudor y exudaciones hormonales que le producen una involuntaria repulsa, especialmente porque, aunque recortada, lo vela la negra espesura de una velluda alfombra.
Sin embargo y para su asombro, son los fuertes olores femeninos los que la atraen y tal como viera hacerlo a su amiga, extiende la lengua para hacerla trepidar sin demasiada convicción hasta que esta toma contacto con los labios entreabiertos de la vulva y allí se produce el milagro; es como si aquellos jugos que no terminan de ser acres ni dulces se convirtieran en un elixir, en un néctar que inunda sus sentidos del goce más sublime.
Ese sabor la enajena. Los dedos mayor e índice abren las carnes y ante sus ojos se abre un espectáculo que no mucho tiempo atrás habría calificado de asqueroso pero que ahora le parece profundamente excitante y maravilloso. Los labios externos de la vulva, hinchados hasta adquirir el grosor de un dedo, pulsan dilatados y en esa labilidad, dejan expuesta una masa interna de arrugadas filigranas carneas.
Las moradas tonalidades de sus bordes retorcidos se transforman en rosadas para luego adquirir el nacarado tornasol del óvalo que cobija al orificio de la uretra y en la parte inferior, voluminosos lóbulos dan reparo al agujero de la vagina que le ofrece la rojiza tentación de su caverna. La lengua tremolante recorre esos pliegues mojados por los jugos que rezuman desde la vagina y cuyo sabor la extravía. Alternándolo con el chupetear de los labios, se sumerge en un extravió de sensaciones en un deseo desconocido de domeñar a la otra mujer.
Convencida del placer que le está proporcionando, su boca se adueña del desmesurado clítoris de Carolina, haciendo que los labios succionen con fiereza y los dientes lo mordisquean casi con saña. Su espesa saliva se entremezcla con los cálidos jugos que manan del sexo mientras fragantes vaharadas de flatulencias vaginales saturan su olfato y así, en medio de los sonoros chupeteos y el ronco bramar de su amiga, hunde dos dedos en la vagina, sometiéndola a un desenfrenado vaivén copulatorio.
Retorciendo rudamente sus dedos, va provocándole tanto placer que la muchacha, abriendo aun más sus piernas estiradas en V para facilitar el trabajo de su boca inexperta, comienza la eyaculación de un orgasmo lento y profundo.
Es tanta la satisfacción que someter a Carolina le proporciona, involucrándola en un vendaval de sensaciones encontradas que, sin dejar de penetrarla con los dedos, recibe con delectación la abundancia de las mucosas que útero y vagina derraman en su boca.
Aun permanece unos momentos más recorriendo al sexo con angurria y ante los reclamos de que suba a su lado, abandona la entrepierna para tenderse junto a ella. Agitadas una y otra por el esfuerzo, oliendo a sexo como dos perras en celo, dejan que los ojos se pierdan en abstraídas miradas que destilan el goce experimentado y el deseo que aun las consume.
Es la enjuta muchacha quien vuelve a tomar la iniciativa y poniéndose de lado, estira una mano para acariciar su cara e inclinándose, lleva el temblor de su lengua a rebuscar entre los labios. El sabor de los jugos colma sus bocas y a ese influjo, vuelven a enzarzarse en una ronda de besos y lengüetazos que va enardeciéndolas y, en un acuerdo tácito, se yerguen arrodilladas en la cama para que así enfrentadas, envueltas en un vórtice de deseo en el que se besan con desesperación, dejar que las manos se dirijan instintivamente a excitar sus clítoris.
Durante unos minutos se entregan fervorosas a la mutua masturbación para luego reclamarse recíprocamente por mayor satisfacción, hasta que Carolina se desprende de Maite e inclinándose para abrir el cajón de la mesa de noche y para sorpresa de esta, exhibe una verga artificial exactamente igual que una verdadera. Aunque ella sólo ha conocido un miembro, este le parece tal vez un poco grande; cubierto de anfractuosidades, curvado y con una larga cabeza ovalada, tiene en su base la réplica de dos testículos a los que su amiga usa para asirlo.

Viendo su consternación, Carolina se apresura a decirle que no se asuste ya que no piensa violarla con el consolador, sino demostrarle como una mujer pueda satisfacerse plenamente sin necesidad de entregarse a un hombre.
Aun arrodillada, lleva la punta del consolador a recorrer los labios entreabiertos en tanto que la lengua sale a colaborar con su húmedo tremolar. Deslizándolo hasta la base en medio de lamidas y chupeteos, torna hasta el glande y cubriéndolo de saliva, comienza a introducirlo en la boca en una fantástica felación.
Haciendo alarde de una viciosa concupiscencia impropia de una chiquilina de su edad y al tiempo que lleva una mano a excitar al clítoris, recorre con la verga preñada de saliva su cuello hasta arribar a la parte alta del pecho y morosamente deriva hacia uno de los pechos.
Ascendiendo por la pequeña colina alcanza la aureola y tras presionar en círculos sobre ella, comprime la excrecencia del pezón de forma insistente, cosa que la hacer proferir gruñidos de excitación y cuando los dedos de la otra mano incrementan el frotar al clítoris, hace descender rápidamente al falo por su vientre hasta alcanzar la vulva. Allí suplanta a la mano, restregando reciamente al triángulo virtuoso de la excitación y cuando los dedos cooperan abriendo los labios mayores, la cabeza se hunde en el óvalo para fregar repetidamente los frunces ya hinchados por la afluencia sanguínea.
Maite asiste maravillada a lo que promete ser una fantástica cópula solitaria y excitada ella misma por lo obsceno de aquel acto, lleva una mano a acariciar los pechos de su amiga. Nuevamente su consistencia la provoca y en tanto observa como aquella se echa para atrás mientras va metiendo la verga lentamente a la vagina, estimula entre los dedos al pezón en tanto su boca se hace dueña del otro.
Roncando suavemente y entre palabras entrecortadas con las que se alienta a sí misma, Carolina introduce todo el falo a la vagina y primero con exasperante lentitud y luego con un ritmo cansino, inicia un verdadero coito al que acompaña por la frenética actividad de la otra mano a lo largo del sexo y especialmente el clítoris.
Obnubilada por la magnífica masturbación a la que se somete Carolina y sin dejar de espiar por el rabillo del ojo, Maite arremete con lengua, labios y dientes contra la mama en tanto que con los dedos retuerce casi con saña la otra, clavando en ella el filo romo de sus cortas uñas.
Muy pronto y en medio de quejidos, ayes y bramidos de satisfacción, su amiga proclama la próxima llegada de un nuevo orgasmo y multiplicando ambas la vehemencia de esa extraña cópula, consiguen que lo alcance en medio de bendiciones y hondos suspiros de alivio.
Transpirada y fatigada pero contenta, Carolina agradece mimosa a Maite por su colaboración y, empujándole suavemente contra las almohadas, se recuesta a su lado en tanto la invita a que pruebe las bondades del consolador; a pesar de que su calentura es superlativa, la imponencia del falo aun la intimida pero a la vez la tienta.
Aun aceptando que Carolina lo aproxime a su boca al tiempo que le ruega deguste los sabores de sus fluidos, todavía el largo y curvo falo no la impulsa a desearlo de esa manera, pero los efluvios que emanan de él invaden su pituitaria y en un arranque loco, abre la boca para dejar que su amiga intente separar los labios con el glande.
La cabeza es mucho más grande que la de aquel único falo que chupara pero ahora el sabor que se une a la fragancia terminan de alienarla y abriendo la boca con una desmesura que la asombra, siente como la verga se introduce en ella e instintivamente, la ciñe con los labios en tanto da a su cabeza un leve oscilar.
Alentándola a que chupe tanto como pueda, Carolina lleva sus propias manos a manejar al consolador y cuando la felación adquiere una cadencia, deja que lo haga sola mientras ella desciende con manos y boca a estimular sus senos. Realmente aquello supera sus expectativas y no puede dar crédito al placer que chupar semejante miembro le produce.
Con la boca llena de saliva y sintiendo como la boca y dedos de Carolina se abaten contra un seno mientras la otra mano desciende para estimular deliciosamente al clítoris, succiona al tremendo falo con verdadera gula exacerbada por el deseo hasta que su amiga, volviendo a subir, la obliga a sacar el falo de la boca y conduce sus manos hasta la entrepierna.
Maite comprende que la invita a imitarla y sintiendo ella misma una angustiante necesidad por contener semejante volumen en su sexo, deja que la guíe para introducirlo en la raja que ella ha contribuido a llenarse de fluidos. La tersa punta siliconada restriega tan deliciosamente sus carnes que es ella quien fuerza a su mentora para que la deje libre y entonces, comienza a introducir al falo en la vagina.
Ella creía que aquella única vez en que un pene transitara su sexo dejaría inaugurada y para siempre, la dilatación muscular de la vagina. Ahora se da cuenta de su equivocación, ya que al distender apenas el vestíbulo anterior a los esfínteres, la cabeza le provoca un sufrimiento que en aquel coito ni siquiera había experimentado.
Mirando con angustia a su amiga en un mudo pedido de auxilio, consigue que aquella ponga una mano sobre la suya en la base del miembro y empujando lenta pera decididamente, lo haga penetrar hasta que la cabeza roza el fondo de la vagina.
Verdaderamente, la percepción es tan especial que no alcanza a distinguir entre lo sublime y lo espantoso; un dolor infinito la paraliza desde el nacimiento de la columna vertebral hasta la nuca pero, paralelamente, una inexplicable sensación de euforia la colma de una felicidad que no experimentara jamás.
Como saliendo de un trance, recupera el movimiento sólo para encoger las piernas y abriéndolas aun más, inicia una lerda oscilación que la mano de Carolina acompaña hasta el límite de la extracción, apremiándola a penetrarse por sí sola.
Ese ir y venir, aparentemente ha condicionado al canal vaginal y ya el volumen extraordinario no sólo no la molesta sino que se ha transformado en una nueva, distinta y exquisita forma del placer y con los dedos de Carolina estimulando con tierno vigor al clítoris, sin exageraciones pero firmemente, inicia un movimiento copulatorio del consolador que rápidamente la conduce a la más exacerbada sensación de vicioso goce.
Viéndola someterse a sí misma con tan desmedido fervor, Carolina va conduciéndola hasta hacerla quedar arrodillada y separándole las piernas para que el penetrarse desde abajo le sea más cómodo, lleva su lengua tremolante al nacimiento de la raja entre las nalgas para, luego de separarlas con las manos, hacer que esta se deslice hacia abajo, sorbiendo la plétora de jugos y saliva que ha drenado desde la vagina.
Esa nueva posición que suponía incómoda, place mucho a Maite y, con la cabeza ladeada apoyada contra la cama junto a los hombros, encuentra más fácil introducir al falo en la vagina y cuando Carolina comienza a juguetear en la hendidura, un cosquilleo distinto, sutil y picante, se agrega a las sensaciones que le proporciona el coito.
Ella no puede sospechar la intencionalidad de ese lambeteo que la otra muchachita se encarga de acelerar al llegar al ano, presionando y estimulando los esfínteres, provocando en Maite un respingo que Caro se encarga de calmar con susurradas promesas de goce.
Su sensibilidad exacerbada por lo que se está gestando en lo profundo del vientre, la hacer disfrutar de ese nuevo placer y cuando Carolina apoya la punta de un dedo sobre el haz de fruncidos tejidos, tiene la certeza de la que la chica pretende pero su exaltación es tan grande que, de manera totalmente inconsciente, le susurra repetidamente que si.
Alternándolo con fuertes embates de la lengua, Carolina va haciendo que cada vez el dedo se introduzca un poco más en la tripa hasta que el nudillo le impide ir más allá y entonces inicia una sodomía que va in crescendo, haciéndola estallar en ardientes exclamaciones de asentimiento.
Jamás ha pensado en ese tipo de sexo, creyéndolo propio de hombres homosexuales, pero a lo que la penetración del falo le proporciona, ahora se agrega esa nueva delicia anal y cuando siente en sus entrañas esa revolución de estallidos y contracciones que prologa el advenimiento de sus verdaderos orgasmos, lo proclama a voz en grito al tiempo que con ambas manos conduce al maravilloso príapo en la más extraordinaria cópula de su corta vida.

Así como transcurrieran casi tres meses desde el sexo con el muchacho en la fiesta, han pasado otros seis desde su magnífico acople lésbico con Carolina y ella, ya habituada a satisfacerse con sus manipulaciones nocturnas, no ha buscado continuar ese tipo de contacto con su amiga ni ha tratado de establecer relaciones con varones, pero en su mente fogoneada por la lubricidad con que aun sus padres tienen sexo y a los cuales ella sigue espiando en una actitud que ya es voyeurista sólo para estimular sus fantasías, sigue viva la decisión de aportar cuanta experiencia nueva le sea dada para llevar una adultez sexual con eficacia.
Pasada la barrera de los quince, parece haber avanzado un paso en su “madurez”, ya que sus padres no son tan exigentes con sus salidas nocturnas pero sólo le permiten concurrir a fiestas privadas y regresar en compañía de algún adulto.
Maite ha concurrido al cumpleaños de una amiga y si bien sólo son las dos de la mañana, los tíos de esta, enterados por su sobrina que deberá volver acompañada a su casa y quedándoles de paso ese camino, le ofrecen llevarla aunque el festejo se encuentre en su mejor momento.
Realmente, a Maite el ambiente de chabacana alegría que ha adquirido la fiesta no la satisface y como el champán del brindis cumpleañero del que debe admitir ha abusado hasta alcanzar un estado que si bien no es embriaguez, la sume en un estado de pasmada beatitud, acepta contenta la propuesta del matrimonio, al que por otra parte conoce desde su niñez.
Conduciéndola de un brazo hasta el automóvil, entre bromas acerca de su falta de costumbre con los tacos altos que sumada a ese atolondramiento con que el efecto del burbujeante vino la hace tropezar y en tanto su marido se encarga de manejar, Melina le hace ocupar al asiento trasero para subir junto a ella.
Totalmente consciente pero con el mundo girando sin razón a su alrededor, Maite se deja caer en el mullido asiento para apoyar la cabeza en el respaldo y relajarse lentamente, escuchando como en un segundo plano la cháchara de la mujer, cosa que comprende pero a la cual responde con la menor cantidad de palabras para no poner en evidencia la profundidad de su confusión.
Con el pasar de los minutos, comprende que el tenor de la charla casi unilateral de Melina ha pasado a un plano más personal y ya no se interesa en sus estudios o lo que proyecta ser en el futuro, sino que se ha centrado en picarescos comentarios sobre que a ella, con su juventud y el soberbio cuerpo que tiene, no deben faltarle festejantes y de aquello, casi sin transición, en un tono de íntima discreción femenina, le pregunta sobre cuáles han sido sus experiencias sexuales y hasta dónde se ha permitido llegar.
Aunque Melina debe andar cerca de los treinta y cinco años - lo que para ella es ser viejo -, el frecuentarla desde que conociera a su amiga en la primaria la hace una familiar en la que confiar y a regañadientes, sin entrar en detalles, admite que ha estado con muchachos y en un arranque de adultez, alardea de haber conocido íntimamente a otra mujer.
Comentando jocosamente con su marido las experiencias de la “nenita”, Melina le pasa cariñosamente un brazo alrededor de los hombros para atraerla juguetonamente contra ella y, sujetándola de esa manera, acerca su boca a la de la sorprendida jovencita. Aturullada por la circunstancia y por tratarse de quien es, su mente embotada le impide resistirse y, literalmente boquiabierta, siente la lengua de la mujer escarbar entre los labios para luego adentrarse en la boca en procura de la suya.
Ser la tercera persona y la primera adulta que la besa, pone un conmovido cosquilleo en la parte baja de su columna vertebral y sin asentir explicitamente, se deja estar para que entonces los labios de Melina rodeen los suyos e inicien la succión de un beso en toda la regla; verdaderamente, ese beso y la acuciante calentura que pervive subyacente en ella, sumados al extrañamiento temporal que le procura el alcohol, terminan de sacarla de quicio.
Apoyando la cabeza en el hueco del hombro de la mujer, abre voluntariamente la boca para dejarse llevar en la deliciosa vorágine de los besos mientras siente como una mano le alza la corta pollera y asciende acariciante a lo largo del muslo para palpar la protuberancia de la vulva; asintiendo con farfulladas palabras en tanto arrecia la batalla de lenguas y labios, levanta instintivamente la pierna izquierda para asentar el pie sobre el asiento y con esa libertad, los dedos se deslizan por debajo del elastizado refuerzo de la bombacha hasta hacer contacto con el depilado Monte de Venus.
Sorprendida por eso, la mujer le revela a su marido que esa “huachita” los complacerá mucho más de lo esperado y en tanto redobla la intensidad de los besos, resbalando sobre la lubricación que naturalmente fluye del órgano, los dedos se dedican a recorrer de arriba abajo la raja.
Maite ya no mide quien es, qué edad tiene, con quienes está y mucho menos las consecuencias que pueda tener lo que hace; sólo la necesidad primigenia de la hembra la habita y llevando su mano izquierda a rebuscar en el generoso escote de la blusa, descubre gratamente que Melina carece de corpiño.
Entrenados en los sólidos pechitos de Carolina, los dedos recorren la superficie de esos senos aun más grandes que los suyos, comprobando que por debajo de la mórbida tersura exterior es su recia musculatura la que los mantiene firmemente erectos. También siente como los dedos restrieguen deliciosamente los húmedos pliegues de sus labios menores e incitan con reciedumbre al clítoris.
Todo resto de la incipiente ebriedad ha desaparecido y ya en pleno uso de sus facultades, con esa lógica con que enfrentara sus anteriores acoples, se dice que, ante el hecho consumado, puede ser maravilloso vivir la experiencia que el matrimonio le propone y poniendo a trabajar sus dedos en rascar las aureolas y pellizcar delicadamente los pezones, le reclama sordamente a la mujer que la penetre de una vez.
Feliz por su predisposición y en tanto le pide que baje a chuparle los senos, Melina va introduciendo delicadamente a mayor e índice a la vagina. Agachando la cabeza hasta alcanzar el contacto con la piel del pecho, abre cuando puede las piernas para facilitarle la penetración y sintiendo como los dedos se internan escarbando a lo largo del canal vaginal, lambetea y succiona con vehemencia aquel pezón largo y grueso como sólo viera en su madre.
Sapientes de toda sabiduría, los dedos recorren cada centímetro de la vagina, exploran en las tiernas aletas de la cervix que abren las puertas al cuello uterino para luego ascender por la cara anterior hasta encontrar el bultito apenas insinuado del Punto G que la chiquilina ignora poseer, Frotándolo suave pero firmemente, hace experimentar a Maite una nueva sensación de maravillosa excitación a la que responde cebándose en la formidable teta con lengua, labios y dientes, azotándola con la primera para luego envolverla entre los labios en fervoroso succionar al que complementa con un rastrillaje de los dientes, aferrándola sin lastimarla y tirando de ella con sañuda fiereza.
Contenta por la apasionada entrega de la muchacha, Melina comienza a darle a la penetración el cansino vaivén de una verdadera cópula y pronto, entre los ayes y gemidos de las dos, se escucha en sonoro chupeteo de su boca y los chasquidos de la mano estrellándose contra las empapadas carnes de la vulva.
Y así, se distraen durante varios minutos hasta que sus urgencias las llevan a proclamar casi al unísono el advenimiento de sus orgasmos para entonces empeñarse en una frenética actividad que llega al paroxismo cuando en sus vientres eclosionan las espasmódicas contracciones de los secretos arroyos hormonales y en medio de bramidos y susurradas palabras de pasión, van amenguando la mutua agresión hasta que la muchachita se derrumba con amodorrada satisfacción entre los brazos de Melina.

Se recupera de su modorra cuando la mujer la despierta y con cariñosa ternura, la ayuda a bajar del coche que Oscar ha metido en el garaje y desde allí, la conduce de la mano a atravesar el living para que entren al dormitorio. La eyaculación y esa mínima siesta han terminado de disipar cualquier resto de alcohol y en posesión de sus facultades, sabe en qué se está metiendo.
Sin embargo, su natural raciocinio hace que no le importe, ya que esa será una experiencia que pocas mujeres tienen ocasión de conocer y las que lo hacen difícilmente lo admitan. Es esa línea de pensamiento lo que la anima, ya que ella nunca divulgara lo que suceda en aquel dormitorio y la pareja, dada su edad y la relación de amistad que la une a sus padres, se cuidara muy bien de ocultarlo.
Con una serenidad que a ella misma la asombra y en concordancia con la parsimonia con que el matrimonio lo hace, va despojándose de la ropa que deposita prolijamente sobre un butacón hasta quedar absolutamente desnuda. Es la primera vez que exhibe su cuerpo con tal desfachatez y eso no la avergüenza sino que la excita, tanto como observar a quienes lo cotidiano asexuara durante tanto tiempo como hombre y mujer; Oscar, alto, delgado y elegante, se ve atlético sin llegar a lo musculoso y a sus cuarenta años, carece de adiposidades que lo envejezcan.
Melina y a quien jamás examinara como mujer, es, de acuerdo a su nueva visión del sexo lésbico, simplemente una belleza; casi tan alta como su marido y con un cuerpo longilíneo muy similar al suyo pero con la solidez que dan los años, exhibe dos maravillosos pechos que caen pesadamente sobre su abdomen con un curva perfecta que el peso acentúa y en cuya parte superior manifiestan un ostensible movimiento gelatinoso que desasosiega. Por otra parte, su trabajado vientre de gimnasio muestra la firmeza de la musculatura abdominal sin llegar a un punto de masculinidad y allí, en la convergencia de la entrepierna, se ve la comba de una abultada vulva, semioculta entre la sólida redondez de los muslos que sostienen las contundentes nalgas.
Absorta en ese examen, se sobresalta cuando Melina la saca de ese marasmo con un cálido reclamo para que se aproxime a la cama. Recostado en las almohadas, ya Oscar ocupa el centro del lecho y cuando Maite da los dos pasos que lo separan de él, Melina se coloca a su lado para pasarle un brazo por la cintura y al tiempo que acaricia sus senos que la excitación ha erguido, le susurra al oído que la haga feliz con su marido.
Haciéndola subir a la cama e indicándole que se arrodille ahorcajada a Oscar, se recuesta junto a él. Sabiendo qué hacer por haberla visto a su madre hasta tres días antes, asienta la entrepierna donde descansa la tumefacta verga e inclinándose sobre Oscar, ase la masculina cabeza entre las manos para acercar a su boca la tremolante agilidad de la lengua.
De pronto, el beso cobra una importancia crucial y entonces no sólo la lengua sino la boca toda se apropian de los carnosos labios para iniciar un profundo besuqueo con el que parece querer devorar esa otra boca que la enloquece.
Aun sumida en el ensimismamiento de los besos, nota como una mano de Melina se desliza entre los dos para manosear sus senos que oscilan libremente mientras la otra recorre acariciante la espalda hasta tomar contacto con las nalgas y descendiendo por los muslos hasta las rodillas, transita suavemente el camino inverso. Viendo como la chica se estremece cada vez que los dedos hacen ese vagabundeo, Melina lo extiende mientras se acomoda entre las piernas de su marido y ahora es la lengua la que acompaña a las manos que se han adueñado de las nalgas.
Los besos y chupones a la tersa piel van estrechando el círculo que recorre la boca hasta circunscribirse al vértice carnoso que protege al cóccix desde donde nace la hendidura y entonces es la lengua la que, tremolante, comienza a aventurarse en la rendija tal como lo hiciera la de Carolina; las manos separan los glúteos para que el órgano trepidante se deslice por la piel hasta recalar en el haz fruncido de ano, al que se detiene a estimular por algunos momentos.
Inconscientemente y en tanto se regodea en los exquisitos besos que le da Oscar al tiempo que manosea sus senos, Maite menea la grupa y comprendiendo su exaltación, la lengua se escurre por el breve perineo hasta encontrar el estrecho agujero vaginal que despide suaves flatulencias y entonces sí, penetra cimbreante para saborear los jugos de la muchacha mientras los labios se cierran en una apretada ventosa por la que sorbe las fragantes mucosas.
Desde que se lo hiciera Carolina, Maite ha descubierto que el ano es otra fuente de satisfacción sexual y en sus manipulaciones nocturnas, se ha permitido mínimas sodomías con los dedos para reforzar en plenitud sus exaltaciones orgásmicas pero ahora, la boca de Melina escarbando en él la ha predispuesto para esa minetta que ella no sabe es solamente el prólogo de algo muchísimo más contundente.
Es que la mano de Melina que se ha dedicado simultáneamente a sobar concienzudamente la verga de su marido en dedicada masturbación y conseguido el objetivo de endurecerla, la restriega sobre la vulva de la muchacha para después y con infinito cuidado, introducir el ovalado glande a la vagina.
Enardecida por los besos de esa boca fuerte que la subyuga por la habilidad de la ágil lengua que busca y somete a la suya en tanto los recios labios parecen devorarla por el vigor de sus chupones, tiene cabal conciencia de lo que pretende la mujer y entonces, elevando sus nalgas para que Melina acomode mejor la cabeza del pene. Inicia el descenso de la pelvis, sintiendo como el poderoso falo va penetrándola.
Complacida por la predisposición de Maite, la mujer no sólo acompaña la introducción con la mano, sino que con la lengua va empapando al tronco de saliva para lubricarlo y así hacer menos dolorosa la presencia de ese falo del cual conoce su contundencia.
Efectivamente, la voluntariosa chiquilina advierte que aquel miembro supera largamente al del muchacho y que, a pesar de su lento descenso, va desgarrando dolorosamente la delicada piel de la vagina. También siente como Melina propicia ese hundimiento dilatando su sexo con los dedos alrededor del falo y bramando entre los labios voraces de Oscar, como si fuera una inmolación a la que se presta gustosa, empuja hacia abajo hasta que todo él invade el canal vaginal.
El hombre comprende su sacrificio y en tanto cubre de besos el rostro abotagado por el padecimiento, la estrecha entre sus brazos para luego comenzar a menear la pelvis arriba y abajo en un ralentado coito que arranca angustiados ayes en la muchacha que simultáneamente disfruta de los labios y lengua de Melina quien ha retornado hacia el ano.
La mente de Maite es un torbellino de confusas sensaciones, ya que en ese único acto ve concretadas sus dos experiencias anteriores en una especie de sublimación de cuanto su fantasía le ha permitido imaginar pero, sabiendo a qué conducirá todo eso, experimenta una natural aprensión al dolor, a ese sufrimiento que le impediría disfrutar de todo aquello como ella pretende.
Sabiendo que esa posición inclinada no favorece una entrada menos dolorosa del falo, Melina le hace enderezar el torso para que, en tanto soba tiernamente entre sus dedos los estremecidos senos de la chica, aquella inicie un flexionar de las piernas que va llevándola a un lerdo trote; eso la remite a aquella primera visión de su madre jineteando a su marido y con esa imagen incitándola, da al discontinuo subir y bajar la cadencia de un verdadero galope.
Ya el placer de la verga deslizándose gratamente dentro de ella supera todo lo experimentado y aunque sufre los desgarros y laceraciones, ese mismo sufrimiento se suma como un elemento más de goce y contenta por ese masoquismo que la deleita, incrementa la jineteada.
Acostada de lado junto a su marido y con los ojos fijos en el espectáculo que significa la juvenil entrepierna de la jovencita martillando contra el peludo pubis de Oscar y la tremenda verga entrando y saliendo a favor de los embates de la chica más los rempujones del hombre hacia arriba, Melina se regodea en restregar con una mano al clítoris y los frunces de los labios menores de su sexo, mientras pulgar e índice de la otra martirizan vigorosamente uno de sus pezones, retorciéndolo y clavando en él los filos de las uñas.
Establecido el ritmo de la cabalgata y la ahora deliciosa raspadura del pene en su vagina, Maite cobra conciencia de lo que está haciendo el matrimonio con ella y eso la seduce; clavando la mirada en el rostro amigo de Oscar en el cual se evidencia el placer que ella le está proporcionando, escucha con embeleso las tiernas palabras con que él la alienta y entonces desvía los ojos para contemplar el bello rostro de Melina irradiando toda la lujuriosa lascivia que la habita.
La luminosidad de los resplandecientes de la mujer ojos está velada por una pátina que devela su incontinente deseo y siguiendo la exploración visual, encuentra que los formidables senos están siendo sometidos por los dedos avariciosos de Melina y siguiendo el camino que le marca el otro brazo extendido, encuentra que la mano se esmera aplicadamente en mancillar sañudamente su propio sexo.
Lejos de disgustarle o confundirla, la imagen de esa hermosa mujer que se inspira en su goce para masturbarse tan apasionadamente, la motivan aun más y repitiendo experiencias de sus padres, sale de encima de Oscar para ubicarse arrodillada entre sus piernas y aferrando la enhiesta verga empapada por sus jugos, aloja la boca sobre los testículos para lamerlos con vibrantes lengüetazos, sorbiendo esa mezcla de sudor y jugos naturales de ambos con tal fruición que arranca en el hombre exclamaciones de contento junto a la advertencia de tener cuidado en esa zona.
La rugosa superficie de los redondos testículos la arrebata y en ese periplo de labios y lengua, es la proximidad del oscuro agujero anal lo que la atrae y pensando en cuanto la ha satisfecho a ella cuando las otras mujeres se lo hicieran, pretende devolver tanta gentileza del hombre. Entendiendo su intención, Oscar levanta las piernas encogidas y entonces sí, su boca se abalanza sobre el orificio, haciendo que la lengua tremole contra el negro agujero, sintiendo que esa mezcla de sudores con la natural acidez de la tripa, la obnubila.
Convirtiendo a los labios en una ventosa, la aplica succionante sobre los esfínteres y mientras chupa y chupa con avidez, recuerda a Carolina; enviando su dedo índice a complementar al trabajo de la boca; la punta roma del dedo empuja hacia dentro y entre las exclamaciones gozosas del hombre mientras comenta con su mujer que la “nenita” ha devenido en una reverenda puta, despaciosamente, va hundiéndolo hasta que la misma mano se lo impide.
Inexplicablemente, someterlo de esa manera le proporciona una cuota de sexo extraviada por la prepotencia del poder e iniciando una morosa sodomía, hace que los labios, ciñendo la base del falo de costado, vayan trepando al tiempo que absorbe y deglute la exquisitez de sus mucosas vaginales. Con una sapiencia que desconoce tener, la otra mano se ha apoderado de la verga en una lerda masturbación que al llegar al glande, se transforma en movimientos envolventes a la testa.
Aunque la avidez la carcome, succiona al tronco ascendiendo casi con renuencia y sólo después de haberlo limpiado absolutamente de todo rastro de sus jugos, acicatea con la lengua el interior del surco inferior del glande y recién cuando el deseo la ciega, sube hasta la punta y abriendo la boca, tal como lo hiciera con el consolador de Carolina, va introduciéndolo en ella hasta que el tamaño parece ahogarla pero, tomando aliento, disloca cuanto puede las mandíbulas y por fin el fantástico pene raspa el fondo de la garganta.
Superando la arcada, va retirando la verga hasta llegar nuevamente a la cabeza y ahí comienza un vaivén succionador, mientras observa de reojo como ahora Melina ha abierto las piernas encogidas para permitir que tres de sus dedos se introduzcan a la vagina en un masturbación frenética al tiempo que clava sus ojos dilatados por la angustia de la excitación en lo que ella hace con su marido.
La felación al magnífico falo la apasiona de tal manera que, sin haber abandonado la mínima sodomía, alterna los hondos chupones con el fervoroso ir y venir masturbatorio de los dedos en procura de obtener el premio de aquella gustosa melosidad lechosa que disfrutara tanto, pero en los planes de Oscar no está una rápida eyaculación y levantándose ágilmente de su posición, toma a Maite para acomodarla boca arriba en el centro de la cama y encogiéndole las largas piernas hasta que las rodillas quedan a los costados del pecho, emboca la verga en la vagina para penetrarla sin más trámite.
El hundimiento de semejante falo vuelve a conmoverla, ya que sus músculos conservan la estrechez que las únicas tres penetraciones en un año no han conseguido distender y los pellejos que provocaran la anterior penetración, agregan esa cuota de goce masoquista que está comenzado a disfrutar.
Asiendo con las manos las piernas por detrás de las rodillas e imitando a una contorsionista que la alucinara en la televisión, engancha los pies debajo de sus codos para formar una especie de “hamaquita” y en tanto levanta la cabeza para observar mejor cómo la penetra el hombre, con los dientes apretados por la tensión, le ruega roncamente con obsceno lenguaje callejero que la someta bien adentro para romperla toda.
Oscar no se hace rogar y terminando de introducir el pene hasta sentirlo golpeando el fondo vaginal y más allá, acomoda una de sus piernas con el pie asentado en la cama y dándose envión con ese formidable arco, penetra y penetra vigorosamente a la jovencita.
Maite no acaba de asimilar que semejante violencia esté brindándole tanta felicidad y así lo proclama al hombre en medio de ahogados jadeos, quien muy de a poco, va haciéndola girar y al quedar de costado, toma su pierna derecha para estirarla abierta y de esa manera toda la zona venérea queda expuesta de tal manera que el enrulado plumón velloso del hombre se estrella rudamente contra los pliegues internos de la dilatada vulva.
Ya los gemidos de acongojada satisfacción de la muchacha repitiendo su asentimiento a tanta dicha son continuos e inconscientemente, agrega el angustioso pedido de que la haga acabar; esto sí está en los planes de Oscar y terminando de hacerla dar vuelta para quedar arrodillada boca abajo, se acuclilla; asiéndola por las caderas, se da envión para, como un fauno mitológico, penetrarla con tanta fogosa velocidad que arranca gritos verdaderamente histéricos en la enloquecida jovencita que manifiesta sus ansias golpeando repetidamente con los puños la cama, admitiendo a los gritos que así es como quiere ser poseída y a poco, anuncia la afluencia de la anhelada eyaculación que, cuando llega, escapa en sonoros chasquidos del sexo ocupado por el falo.

Vencida por la fatiga, el agotamiento muscular y ese sopor característico que produce el orgasmo, se sume en una modorra muy dulce hasta que siente como las que no pueden ser sino las manos de Melina, acarician tiernamente la piel a la que cubre una fina capa de transpiración; todavía experimenta los últimos espasmos del útero que drenan a través de la vagina, pero ese suave contacto que evidencia llevar tanta carga de pasión, no hace otra cosa que exacerbar sus sentidos y murmurando mimosos sonidos que ni siquiera ella puede descifrar, deja que la mujer la acomode para luego colocarse invertida sobre su cara e iniciar un delicado contacto de sus labios sobre su frente, ojos, mejillas y sólo después, rozar apenas sus labios entreabiertos.
Conmovida aun por la fortaleza del coito, la satisfactoria respuesta de su cuerpo y un sordo latido ardiente en las entrañas, pero más por toda la concupiscencia desatada en su cuerpo juvenil ahíto de sexo, al sentir el mínimo contacto de los labios sobre los suyos, los abre para dejar paso a la lengua que, instintivamente, busca la de Melina; las puntas afiladas y húmedas de los dos órganos se unen en una especie de lucha o combate por el que se restriegan y empujan, deslizándose arriba y abajo una contra la otra hasta que los labios de la mujer encierran entre ellos la lengua de Maite para comenzar con suaves succiones en mínima felación que, poco a poco, van enajenando a la chiquilina.
Las manos de la mujer mayor no han permanecido ociosas y buscando el contacto con los senos de la joven, van sobándolos en agradabilísimos estrujamientos que despiertan la respuesta inmediata de esta; las tetas magníficas rozan su pelo e imitando a su mentora, estira las manos para tomar contacto con los senos bamboleantes; estos son verdaderamente estupendos, ya que su volumen no supone una fofa blandura, sino que debajo de la tersa piel denotan la fortaleza de los músculos que los mantienen orgullosamente erguidos y los dedos, luego de recorrerlos acariciantes y a imitación de la mujer, tantean las exquisitas carnes para luego iniciar una serie de sobamientos exploratorios que, en consonancia con lo que Melisa realiza en los suyos, van convirtiéndose en apremiantes estrujones.
Aun sin saber quien ha tomado la iniciativa, Maite encuentra que su boca esta recorriendo el cuello de la mujer para pronto y en un lento escurrirse al unísono, tras transitar lo alto del pecho, se encuentra con las estribaciones de los senos que caen colgantes y en tanto siente a la lengua y labios de Melina comenzar a besuquear la prominencia de sus pechos, aferra entre sus dedos la oscilante carnosidad para aproximar el vértice a los labios.
Sí visualmente, el aspecto de las aureolas la atrajeran, su cercana presencia la impacta; en consonancia con los voluminosos pechos, el redondel abarca más o menos cinco centímetros, pero no es sólo su tamaño sino la oscuridad de su superficie que, amarronada, tiene reflejos violáceos cercana al centro. Las aureolas están cubiertas por infinidad de pequeñísimas excrecencias sebáceas que en los bordes adquieren mayor grosor y en el centro, se alzan dos gruesos pezones cuyas paredes arrugadas profundizan la oscuridad hasta casi la negritud que se extiende por más de un centímetro hasta que en la punta, insólitamente rosada y chata, se destaca la amplitud de una abertura mamaria casi absurda en una mujer que no ha dado a luz ni amamantado.
Ya Melina está haciendo maravillas en sus pechos con el concurso de dedos, lengua, labios y dientes, lo que la empuja a no ser menos y sobando al seno con fiereza, desliza la lengua sobre una aureola como para comprobar la consistencia de aquellas verruguitas de las que tanto ella como su madre carecen y esa rugosidad la conmueve; aplicando los labios sobre ellas en succionantes besos, va recorriendo la aureola hasta que, en respuesta a la ferocidad que muestra la mujer, lleva la lengua vibrante como la de un ofidio a fustigar a la mama que, no obstante su sólido aspecto, cede blandamente a los embates, lo que incr
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