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Categoría: Confesiones

Mis mujeres (1): Dora

Y todo empezó en unas Navidades que se celebraron en la finca de mis abuelos, reunión familiar prácticamente en casi su totalidad, tengo que decir que llegue a ella con fiebre alta provocada por unas anginas, con algunos de mis familiares fue un reencuentro después de mucho tiempo de no coincidir por motivos distintos en casa de los abuelos y entre ellos el de mi prima Dora, había tenido yo de siempre hacia ella un cierta predisposición y un aprecio mayor que con el resto, no podría decir el motivo exacto pero así era.



Mi prima vino a pasar aquellas navidades con nosotros, vivía ahora en Praga después de casi cinco años dando vueltas por el mundo, aproximadamente los que yo no la había visto. Tenía yo los dieciocho años y ella seis más. Estaba guapísima, con un pelo largo y muy obscuro que le caía por los hombros, unos ojos desafiantes que fulminaban con su mirada, una boca sensual de labios siempre húmedos y el resto del cuerpo un esbelto talle que realzan unos senos solventes con un culo redondeado y respingón. Ni que decir tiene que todo el hervor de mis turbaciones carnales era una contemplación constante, desde todos los ángulos incluso los imposibles. Procuraba acercarme a ella con cualquier excusa, rozaba mi cara por su pelo largo y obscuro, lo olía. Ella olía intensamente. No era perfume. Era otra cosa, mágica, ponzoñosa, letal.



Llego la Nochebuena, con la costumbre de asistir a la misa del gallo y el encuentro para la celebración era después en esta ocasión en casa de unos amigos. Yo seguía con fiebre aunque en descenso, se habló de la conveniencia de que yo no saliera aquella noche de casa para no tener una recaída y además había empezado a nevar.



Oía a mi madre y a mi abuela.



- Si no es posible. No es posible, nos quedamos.



Se habló también de pedirle a Isa, la sirvienta a la que se había liberado para que pudiera pasarlo con los suyos. Fue entonces cuando Dora, les propuso sus razonamientos para quedarse conmigo.



Así fue como nos quedamos solos en casa, cenamos algo y ella decidió que me fuera a la cama ante la posibilidad de que se incrementara la fiebre. No es preciso decir que al poco de estar en la cama y pensando en ella empecé a meneármela.



De golpe entró en la habitación y con una sonrisa turbadora, dijo esgrimiendo un termómetro:



- Voy a tomarte la fiebre.



Naturalmente tuve que dejar rápidamente mis manipulaciones. Como si de una enfermera se tratase, se sentó al lado de la cama, cruzó su brazo al lado opuesto para colocarme el termómetro casi me había rodeado, había pegado su cuerpo contra el mío, en la espera notaba a través de la ropa de la cama como sus nalgas se apretaban a mis muslos. Ni que decir tiene que algo empezó a moverse de nuevo bajo las sabanas, cuando creyó conveniente, yo estaba inmóvil, cruzo de nuevo sobre mí para tomar el termómetro, su cabello sofoco mi cara y sus pechos se apoyaron en mi torso, su aliento junto a mi boca. En aquella postura el intentar leer el termómetro el roce comenzó a ser frotamiento. Yo no sabía qué hacer, sudaba. Dije al fin



- tengo fiebre.



- Solo unas décimas -contesto- Me recuerda cuando hace años jugábamos a médicos, tú eras casi siempre nuestro enfermo y nosotras las doctoras te curábamos.



Puso la palma de la mano sobre mi frente como para reafirmar la posibilidad de fiebre que se acompañó de un suave beso de sus labios en el cuello. Aquello aun me hizo empalmar más aún, no podía soportar más y sin quererlo deseaba salir aquella situación, esperando que ella se fuera.



- Que tonto eres, me susurro en el oído, creo sospechar que tienes otra clase de fiebre.



Sentí una vergüenza insoportable. ¿Qué hacer? Pero fue ella la que, como la cosa más natural del mundo, sonriéndome y clavando sus ojos en los míos, pasó la mano bajo las sabanas y empezó a acariciarme el bulto de debajo del pantalón del pijama.



- Percibo que estas muy enfermo.



- Tú crees – respondí balbuceando.



Se acomodó en la cama, sin soltarme la polla y sin dejar de sonreír, tomó mi mano y la colocó bajo su bata.



- Tócame, tócame - me pidió.



Llevaba el camisón debajo de la bata, sus muslos me apretaban la mano. Notaba la frescura de esa carne



- ¿Sabes que eres un sinvergüenza? ¡Ah!, qué primo tan sinvergüenza tengo...- Sigue más arriba por favor...



Y lo hice. No sé, no lo supe entonces, qué sentí. Miedo, fascinación, vértigo pero una sensación de gusto extraordinaria y algo en el estómago como una angustia.



Mientras yo la acariciaba y ella abría cada vez más las piernas alcance la tela de la braguita, había calor y estaba húmedo. De golpe se incorporó colocándose de pie sobre la cama, estaba entre sus piernas, se desabrochó del todo la bata lanzándola al suelo y se subió el camisón. Apareció entre sus muslos el triángulo obscuro de la braguita y algunos pelos saliendo por las ingles, con su mano acompaño la mía para acariciarse, la braguita estaba mojada.



- Eres un sinvergüenza - repetía, mientras suspiraba y se colocaba casi de rodillas sobre mí.



Entonces aparto del todo la ropa de la cama y bajándome los pantalones del pijama me sacó la polla.



- Qué grande la tienes - dijo, y se sonrojó.



- La tienes de tío, qué barbaridad como te ha crecido desde aquellos juegos infantiles.



Yo no sabía qué decir. Seguía mirando como hipnotizado aquel punto que lo concentraba todo bajo el triángulo de aquella braguita. Mi prima empezó a meneármela y no tardé ni siete movimientos de su mano en correrme. Volví a sentirme avergonzado, mi leche caía por los dedos de su mano. Ella se echó a reír.



- Anda que... qué pronto te vas.



Quise levantarme, que me tragase la tierra. No pensaba sino en salir de aquella habitación, esconderme, no ver nunca más a mi prima, huir. Pero ella se limpió la mano en su camisón, mirándome y creo que había ternura en sus ojos, me dijo:



- No seas tonto. Eso pasa. Ven. Ven - . Me abrazó, me besó en los ojos y en la cara.



- Creo que tú ya sabes ¿no? No tengas vergüenza, no seas idiota. Si tú te has corrido, ya estarás tranquilo, ¿no? Pero yo estoy que, como dicen por acá “el chocho me muerde el delantal”. Yo te he dado gustito a ti pues ahora tienes que dármelo tú a mí.



Yo me había corrido, pero seguía teniendo la polla tiesa como el bastón de Moisés.



- ¿Qué... qué hago? - le dije casi balbuceando.



Ella me acarició la cara con... ¿cariño? Le brillaban los ojos. Tenía la lengua y los labios muy húmedos. Respiraba ansiosa.



- Ahora vas a besarme el chocho-, y empezó a quitarse la braguita.



Cuando la sacó por sus pies y abrió las piernas, yo creí que iba a desmayarme. Allí estaba, el principio y el fin de todas las cosas. Entre aquellos muslos que llevo como tatuados en el alma y aquel vientre blanquísimo, el esplendor del coño se me ofrecía, mojado, cubierto de un pelo obscuro, abierto, como una ostra y una gotita como una perla.



Se puso a horcajadas sentándose sobre mi pecho.



- Bésamelo -me pedía. Había como angustia en su voz. Ella también temblaba. Sí, sí, sí, bésamelo, chúpamelo. Dale con la lengua, ¡sí, así, así, así!



Yo, por supuesto, ya había hundido mi cara entre sus muslos y mi boca se apretaba contra ese animal de lo desconocido, sintiendo su olor único, su sabor hechicero.



- ¡Sí, así, sí, sigue! -pedía ella cada vez más ansiosa- Ahí, mira, ahí – y me señalaba con los ojos extraviados una pequeña protuberancia carnosa- Oh, Dios mío, sí, sí, sí...! ¡Oh, sigue, sigue, sigue...!



De pronto, yo estaba ya borracho de aquel sabor inefable sentí que me inundaba la cara un líquido viscoso y maravilloso. Mi prima dio un grito y apretó su coño contra mi boca. La sentí sacudirse como una epiléptica y su grito iba enrollándose cada vez más hasta acabar en una especie de suspiro mezcla de alarido y estertor.



Fue la primera vez en mi vida que había visto correrse a una mujer en mi cara. No lo he podido olvidar. Ni creo que exista en el mundo, quizá alguna página de Borges o de Hume, o Shakespeare, o Mozart, o Estambul bajo el crepúsculo, nada que me emocione tanto el recordarlo.



Mi prima cayó sobre mí y nos quedamos fundidos, unidos en un abrazo denso, sobre la cama. Después de unos minutos de anonadación. Ya mi verga había recobrado todo su vigor y estaba lista para seguir si era preciso.



CONTINUARA...


Datos del Relato
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