Era bella pero no tanto. Joven, muy joven. Lista, tímida, ambiciosa y descubrió el juego casi por accidente.
Al principio no le gustaba nada. Le desagradaba el sabor de la verga, la sensación de las venas hinchadas y palpitantes, el almizclado olor y la inevitable interferencia de los vellos púbicos y, sobre todo, le asqueaba, casi hasta provocarle arcadas, la repentina llegada del turbio torrente de grumoso semen.
Pero un par de días después se había vuelto adicta: primero fue sorpresa, más tarde morbo y finalmente ardiente excitación lo que sintió al ir descubriendo que durante varios minutos, que ella podía apresurar o prolongar, tenía a su merced a alguno de los amos del barrio, a uno de los tres soberbios gandules que se alternaban en lo que creían el uso de su boca, sus labios, su lengua.
Descubrió que le gustaba dar placer y que al darlo lo obtenía; al caer los velos de la náusea, del rechazo inicial, empezó a notar la suavidad de la piel que su lengua y sus labios lamían, aprendió a acariciar también sus labios y a sentir en ellos el crecimiento del miembro que llenaba su boca. Fue siguiendo el ritmo de la respiración, de los movimientos de ellos, se acariciaba el clítoris con la mano derecha mientras, con la izquierda, se apropiaba de las fuertes piernas, las duras nalgas del chico en turno.
Fue la tragedia que marcó el cambio de la situación familiar la que la llevo a esa estrecho cuarto de azotea en el que empezó a chupar las vergas de los tres jóvenes y musculosos pandilleros: casi un año antes su padre había fallecido de embolia y el dinero del seguro apenas alcanzó para pagar los gastos de hospital y entierro y las múltiples deudas contraídas por su progenitor para mantener un nivel de vida superior a sus posibilidades.
Tuvo entonces que dejar el exclusivo colegio al que asistía, para matricularse, tras el examen de rigor, en una escuela pública; su madre dejó la vida de holganza y, gracias a sus estudios de lenguas extranjeras consiguió trabajo como maestra de francés. Por supuesto, cambiaron la bella casa ajardinada por un departamento en una zona de clase media deprimida.
Sus lecturas sufrieron un cambio semejante: de “Mujercitas”, “Quo Vadis”, “Fabiola” y otras obras semejantes, “edificantes” todas, pasó por Dumas y Pérez Reverte para arribar finalmente a la novela del siglo XX, de Kafka a Scorza, de Böll a Cortázar, quedándose con los latinoamericanos, en cuyos libros subrayaba los pasajes “escabrosos”, entre los que prefería los de Jorge Ibargüengoitia.
Tardó en encajar en su nueva escuela pero finalmente lo hizo y, aunque añoraba las clases de tenis, el club y las vacaciones a hoteles de lujo, prefería la libertad que ahora tenía, impensable en vida de su rígido padre, cuando su madre no parecía tener mejor ocupación que vigilarla estrechamente y amargarle la vida. Aunque seguía refugiándose en los libros, como en aquellos tiempos, ahora también vagaba por las tardes, aceptaba invitaciones al cine, empezó a besuquearse con los chicos y llegaba a su casa “poco antes de las diez”, hora de regreso de su madre.
Cuando llegaron las vacaciones largas, sin curso de verano en Nueva Inglaterra ni alternativa alguna, su libertad fue mayor. Adoptó la indumentaria de sus nuevas amigas: calcetas blancas hasta la rodilla, botas industriales, blusas sueltas, negras casi siempre y estrechos jeans que de vez en vez cambiaba por minifaldas de mezclilla. Aumentó el radio de sus expediciones viajando con sus amigos a Teotihuacán, Puebla y Xochicalco, donde pasó de los besos a los abrazos, donde uno de sus amigos acarició por primera vez sus nalgas.
Durante tres semanas se dedicó cotidianamente a los “juegos” controlados, disfrutando el toqueteo sobre la gruesa tela del pantalón, la brusca caricia de sus pequeños y apetitosos pechos por ávidas manos, los no menos torpes besuqueos que la dejaban con ese saludable picor en la entrepierna que aprendió a prolongar, satisfacer y reiniciar en la soledad de su habitación, en silencio, para no alertar (ni alterar) a su madre.
El día que empezó la historia que aquí se cuenta, Isabel, que así se llama nuestra protagonista, estaba con dos de sus amigos en la azotea del edificio en que vivía, con Lalo, su vecino, y Lolo, otro de sus habituales compañeros de correrías. Ese día era de los de minifalda, lo que Lolo aprovechaba para acariciarle los muslos mientras Lalo la besaba.
Cada vez que Lolo intentaba subir las manos para alcanzar sus braguitas, Isabel se la bajaba y el chico se conformaba con acariciar los muslos. Las erecciones de los chicos eran notabilísimas y ella misma sentía el consabido cosquilleo, el vacío en el estómago y los flujos que bajaban por su entrepierna
El narrador exige aquí su derecho a la omnisciencia para tratar de situarse a la vez dentro de nuestra protagonista y de ambos mozalbetes. El narrador recuerda muy bien la sensación de la primera piel de mujer en sus manos, en su piel, en su verga y su corazón; el narrador recuerda muy bien los primeros suspiros de mujer arrancados con sus manos. Tan bien lo recuerda que lo añora muchas veces y, por ello, envidia a Lalo y Lolo, cuyas ávidas manos exploraban el cuerpo de Isabel. El narrador querría sentir también el hambre de la moza, sus ansias encontradas, su angustia, la lasitud de sus piernas, la urgencia de su vientre.
Es posible que si las cosas hubiesen seguido su cauce -considerando que esa sesión de besos y caricias en la azotea ocurría bajo el implacable sol de finales de julio y aún faltaba un mes entero de vacaciones-, Lalo o Lolo hubiesen robado la virginidad de Isabel y perdido las suyas propias en aquella soleada azotea, al cabo de unos días, unas semanas quizá, pero el narrador, como el poeta, comparte la pena de los subjuntivos porque ellos tampoco pueden ir al mar.
Y es que el narrador, que es omnisciente, como todo narrador que se respete, sabe que detrás de la puerta que daba a la escalera, los observaba Mariano, el hermano mayor de Lalo, un pandillero que tenía su refugio en el cuarto de azotea, donde guardaba sus tesoros y sus dosis, en cuya búsqueda iba, cuando vio a los tres chicos en plena acción y, oculto por la puerta, en las sombras de la escalera, bebía con los ojos el espectáculo.
Isabel no era la chica más guapa del barrio, quizá, demasiado delgada, desgarbada, de facciones angulosas: para los observadores era fea; pero ahí, con la boca entreabierta y los ojos entornados, el pecho que subía y bajaba al ritmo de sus suspiros, las manos de Lolo en sus muslos y las de Lalo en su cintura –uno adelante, el otro atrás de ella-, la minifalda a medio mulo, desabrochados los dos botones más altos de la blusa, estaba para excitar al más experimentado playboy.
Mariano se acariciaba el bulto que la verga formó en su pantalón y luego de algunos minutos decidió que haría suya a la vecinita, en cuya existencia apenas reparaba usualmente, tan insignificante en apariencia, pero tan cachonda, tan atractiva tal como estaba.
Pero no quería aparecer como un abusivo delante de su hermano menor, no le interesaba que supiera que le había quitado el dulce de la boca, máxime que pensaba compartírselo en su momento, así que en lugar de aparecérseles como lo pensó en un principio, bajó silenciosamente a su departamento por la cámara digital.
El narrador, que es omnisciente, podría hacer subir a la azotea a cualquier vecina, pues siempre hay ropa recién lavada que tender al sol, pero la verdad es que Mariano tuvo tiempo de tomar veinte o veinticinco fotografías, cada una de las cuales hubiese contribuido al endurecimiento de su verga de no ser por que ésta había alcanzado su máxima dureza. Hay que considerar también que las vecinas preferías tender la ropa en las ventanas, las fodongas, por lo que la azotea solía estar desierta la mayor parte del tiempo.
Se guardó la cámara en el bolsillo, bajó hasta el siguiente descansillo, se ató la chamarra a la cintura para esconder la erección y gritó a todo pulmón:
-¡Laloooo!
Volvió a subir y, tal como sabía que pasaría, vio a los dos mozalbetes, agitados y con la respiración entrecortada, aparecer en el quicio de la puerta cuando él estaba a pocos peldaños de llegar al final de la escalera. Con la amabilidad típica de un hermano seis o siete años mayor y considerablemente más fuerte, le dijo cariñosamente:
-Puta, sí que estabas acá, pendejo. Lánzate en chinga al super por una caja de disquets y un cartucho de tinta, que se me acabaron. De regreso, no olvides pasar por mis caguamas a la tienda. Ya estás yéndote, cabrón.
Lalo intentó protestar, pero un pescozón le hizo mudar idea. Miró hacia arriba con ojos de angustia y le pidió a Lolo que lo acompañara. Este también quiso resistir pero volvió a imponerse Mariano, que acostumbraba usarlos a ambos para mandados de ese tipo. Los dos chicos, maldiciendo la imagen del déspota de barriada, bajaron las escaleras empujándose el uno al otro.
Mariano esperó unos instantes para convencerse de que sus lacayos habían abandonado el edificio y subió apresuradamente, pensando que las fotografías eran un arma de presión sobre Isabel que le permitiría chantajearla y obtener sus favores, pero no fue necesario. De hecho, las fotos sólo pasaron a engrosar su colección particular.
Y es que Isabel, dejada precipitadamente por sus amigos, semioculta tras el borde de la hilera de cuartos de azotea, caliente y necesitada de un orgasmo, seguía acariciándose el clítoris por encima de las bragas, con los ojos cerrados, las piernas abiertas y la espalda recargada en la pared.
No escuchó llegar a Mariano, que se acercó a ella silenciosamente. Se sobresaltó cuando sintió una mano varonil en su cintura y otra sobre su hombro, dejado al descubierto por la inoportuna blusa.
-¿Te ayudó? –preguntó Mariano en voz baja.
Isabel abrió los ojos y vio cerca de su cara, muy cerca, los hermosos ojos de Mariano, a cuya salud se había masturbado más de una vez. Su barba de tres días, su melena alborotada, sus fuertes hombros. Ni siquiera lo pensó: sacó sus manos de donde estaban y rodeó el cuello del vecino al que tanto había admirado de lejos y de cerca sin que hasta entonces se hubiera dignado a dirigirla la palabra.
Mariano la besó e Isabel sintió que se derretía. Y sabía bien por donde estaba derritiéndose. Las caricias de Mariano eran muy distintas que las recibidas hasta entonces de manos de Lalo, Lolo y tres o cuatro mozalbetes más. Sentía el trato suave de unas manos de hombre sobre su piel desnuda, bajo la falda, bajo la blusa y casi sin darse cuenta, sin separar su boca de la suya, sus manos de su cuerpo, obedeció la suave presión de Mariano, que la conducía hasta la puerta de su cuarto de azotea.
Sin dejar de besarla, acariciando las nalgas de Isabel con la mano izquierda, Mariano buscó al tacto sus laves, abrió la puerta y encendió la luz. Siempre llevada como en un sueño, casi sin darse cuenta, Isabel se vio acostada en el colchón del suelo, con el chico en cuclillas, adorándola.
Tan pronto la tuvo acostada sobre el colchón por el que tantas chavalas del barrio habían pasado, Mariano subió su mano del mórbido muslo a la ingle, donde jugó con las braguitas de Isabel mientras mordisqueaba su cuello e introducía la lengua en la cavidad de la oreja, lo que tenía a la chica al borde del orgasmo.
Cuando los suspiros de Isabel dieron paso a suaves gemidos, Mariano le bajó las bragas sin quitarle la falda. Los dedos índice y medio de su mano derecha presionaron el hinchado clítoris de Isabel, su mano izquierda desabrochaba la blusa, la boca no cesaba de explorar y probar.
Un chorro de flujo precedido por un ahogado grito bañó la mano de Mariano, que interrumpió sus labores. Antes dijimos que Isabel no era la chica más guapa del barrio, pero Mariano, que había visto desnudas a muchas, descubrió que sí lo era, que podría serlo: con la blusa abierta Isabel mostraba su plano estómago y unos pechos chicos, duritos y muy bien formados cuya hermosura apenas podía advertirse bajo la blusa.
La minifalda enrollada en la cintura, las caderas no muy llamativas pero bien estructuradas, el empapado coño, las delgadas pero fuertes piernas que terminaban en sus botas industriales, la lánguida mirada posterior al orgasmo, al primer orgasmo no autoinducido, la hacían bella y deseable, y Mariano, mirándola con hambre, no pudo esperar más.
Si el pandillero no hubiese sido tan bruto quizá la historia habría sido distinta, quizá Isabel se habría enamorado de él para siempre, siendo solo suya, pero, puesto que pocos meses después Mariano recibiría su primera condena, es posible también que los resultados no cambiaran mucho. El hecho es que Mariano sacó su verga y se aprestó a metérsela.
Pero cuando Isabel, ya saciada, se dio cuenta de que una mano de Mariano separaba sus labios vaginales y con la otra apuntaba su vigoroso miembro justo hacia ahí, decidió, de manera tan súbita como anticlimática, que no quería perder la virginidad y eso fue lo que la llevó a la primera de las quizá trescientas mamadas que hizo antes de tener una verga dentro. De ese modo, lo que quedaba de su educación cristiana, de sus viejos tabúes, de su natural miedo, le hizo exclamar:
-¡No!
Mariano pensó, en el hipotético caso de que haya pensado algo, que se trataba de un no “no” como tantos que había oído, un “¡no, no, no, quizá, sí, síiiii!”, pero cuando apoyó su glande en la estrecha entrada notó la súbita rigidez de Isabel y escuchó un “no” más claro que el anterior.
Mariano quiso ignorarla, introducir el miembro con un vigoroso golpe de cadera y tapar con la mano la boca de la chica, pero justo entonces Isabel alcanzó a empujarlo. El pandillero vio todo rojo y su primera reacción fue darle un par de bofetadas, someterla y saciar su gusto contra la voluntad de Isabel, pero para buena fortuna de Isabel (y suya también, porque le ahorró no la cárcel, que al cabo caería en ella, pero sí la violación masiva reservada en chirona a violadores) pensó fugazmente en los infinitos inconvenientes que podría acarrearle la violación de una vecina.
-No me puedes dejar así –dijo con voz ahogada.
-No me puedes violar –dijo Isabel, en voz baja y claramente asustada.
-Mámamela entonces –Mariano se incorporó, con la verga al aire.
Isabel dudó un poco, pero nadie le había dicho, específicamente, que mamar una verga era malo. Pensó que realmente no había mucha distancia de lo que había hecho a lo que ahora le proponía Mariano y, sobreponiéndose al asco y al miedo, se hincó.
El narrador sabe que esta vez, Isabel sí lo pensó, porque tuvo miedo de que Mariano la violara y el miedo le cortó la excitación bajándole totalmente la calentura. A eso se debió que tardara en encontrarle el gusto, porque la primera vez que mamó una verga no estaba excitada, no tenía ganas de nada salvo, quizá, de salir corriendo.
Isabel chupó la verga de Mariano siguiendo sus instrucciones, como si de una tarea escolar se tratase, como si lavara trastes o tendiera ropa. El cafre no lo notó o no quiso notarlo, gozaba egoístamente y el martirio de Isabel no fue largo, pues el preámbulo había sido desusualmente largo para Mariano, acostumbrado a cojerse a sus amigas pandilleras sin darles nada a cambio, salvo su leche.
Pero algo despertó Isabel en Mariano, algo nuevo, porque después de llenar su boca, en lugar de echarla de su cueva para arponearse el brazo en soledad, como hacía con otras, empezó a acariciarla cariñosamente, a decirle palabras tiernas al oído, con lo que Isabel se sintió cada vez más a gusto y advirtió además que el cuartucho tenía los últimos adelantos de la tecnología electrónica y cibernética, un tesoro en discos y botellas y algunas otras cosas cuyo origen decidió investigar con calma.
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