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9
Respiré hondo. La casa estaba silenciosa y oscura. Lo único que emanaba luz era mi computadora. Creo que era el ambiente adecuado para leer ese relato: rodeado de penumbras. Apenas leí la primera frase, quedé totalmente inmerso en la historia. Efectivamente, era el odioso Mario el responsable de que mi esposa haya escrito cuatro relatos en su honor. ¿Qué tenía de diferente de sus otros amantes? Pronto lo descubriría.
Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 1
Al final mi vecino consiguió lo que tanto anhelaba. Siempre me dije, y también lo dije en algunos relatos, -ustedes están de testigos- que nunca me entregaría a alguien que no desease. Yo decido con quien me acuesto, y en qué momento cortar la relación. Pero a veces la vida te da sorpresas, y eso fue lo que me pasó antes de ayer.
Ya mencioné a Mario en otros relatos. Es un hombre que vive a unas cuadras de mi hogar. Siempre tengo que pasar por su casa cuando hago las compras del supermercado, y él siempre está en el patio delantero de su casa, tomando mate. Al principio sólo me miraba libidinosamente. Después empezó a saludarme. Yo le devolvía un corto “hola”, y continuaba mi camino mientras él me seguía con la mirada.
Pero desde hace un par de meses, se puso mas intenso. Me empezó a decir cosas como “que linda estás bebé”, y de a poco, se fue tomando mayores libertades. “Qué lindo te queda ese shortcito”, “Un día de estos te voy a invitar a salir”, “Mamaza, vos con esas curvas, y yo sin frenos”, y ese tipo de estupideces que no calientan a ninguna mujer.
Le quité el saludo, y cada vez que cruzaba por su casa, y escuchaba lo que me decía, fingía que no lo oía. Pero tampoco me molesté en cruzarme de vereda, o de cambiar de camino. Se entabló entre nosotros un juego morboso. Durante esos segundos en que yo pasaba frente a su casa, teníamos una intimidad única. Como saben, me gusta calentar a los hombres. Me gusta volverlos locos. Mario no me atraía ni un poquito, pero me gustaba que cada vez que me veía se volvía un primate descerebrado.
Pensé que él entendía el juego. Que sabia que lo nuestro no pasaba de un histeriqueo. Yo fingía ignorarlo, pero pasaba todos los días a recibir sus guarangadas. Pensé que, al ser un hombre mayor, y enorme como un ropero, entendía que una mujer como yo nunca se interesaría realmente por él. Pero estaba equivocada.
Ahora las frases eran del tipo “Que lindo vestido te pusiste, como me gustaría arrancártelo con los dientes”, “No sabés las cosas que te haría, putita”, “qué trolita divina sos”, y cosas por el estilo.
La cosa ya se me estaba yendo de las manos. Así que decidí, ahora sí, cruzarme de vereda. Pero Mario comenzó a pasear al perro a la hora en que yo pasaba con las compras. Y siempre se ponía en mi camino, y me susurraba cosas. Varias veces me sentí expuesta frente a algún vecino que también andaba caminando por ahí.
Cambié de horarios para salir a comprar. Y en lugar de hacerlo todos los días, iba lo menos posible. Pero Mario siempre me encontraba. Se estaba obsesionando conmigo, me estaba acechando. Le gustaba decirme putita. Esa palabra era su favorita.
Pensé en decírselo a Andrés. Después de todo, no había nada entre Mario y yo. No necesitaba ocultárselo. Pero mi marido es muy frágil. No solo físicamente, sino también mentalmente. No sabría cómo lidiar con un tipo que insulta y le dice cosas obscenas a su mujer. Probablemente buscaría una manera de no hacer nada. Es tan pusilánime el pobre.
Me prometí hablar con Mario, aclararle que no tenía ningún interés en él, y rogarle que me deje en paz. Pero el domingo pasó algo: Teníamos que hacer algunas compras. Le pedí a Andrés que fuéramos en su auto, pero él se encaprichó con que quería caminar. Sólo eran unas cuadras, y no teníamos que llevar muchas cosas, no hacía falta el auto, dijo.
Cuando volvíamos, Mario estaba paseando al perro. Nunca me había dicho nada mientras yo estaba con Andrés, pero como hace rato intentaba esquivarlo, pensé que quizá estaba ofendido, y que esta vez no tendría reparos en decirme alguna obscenidad frente a mi marido. Pero no fue eso lo que sucedió. El perro de Mario atacó a Andrés. Yo vi cómo ese maldito acosador soltó de la cadena para que el animal se tire encima de mi marido.
Andrés se enfureció. Me gusto verlo, al fin, con carácter. Le dijo a Mario que por qué no andaba con más cuidado. El vecino se burló de él. Yo noté la expresión violenta en su mirada. Andrés le recriminó la herida que tenía en el brazo, y Mario le estampó una piña que incluso me duele a mí de sólo recordarla. Le rogué a Mario que lo deje en paz. Andrés me miraba desde el piso, con la patética mirada del hombre derrotado.
Durante varios días, la cosa estuvo tensa en casa. A Andrés le duró varios días las secuelas físicas de la agresión. Se tomó unos días de licencia laboral. Tuve que soportar verlo con su hombría por el piso, merodeando por la casa como si fuese un fantasma. Traté de animarlo. Le hacía chistes tontos para sacarle una sonrisa, le hablaba mal del vecino, y dejaba en claro que cualquier hombre caería al piso al recibir una piña de un gorila como Mario. Y me ocupé de complacerlo en la cama, cosa de la que no me ocupaba con ese esmero desde hace años. Incluso cuando se mostraba desganado, yo le decía que se relaje, que solo se acueste, que él no debía hacer nada. Y entonces le hacía un rico pete.
Esquivamos la casa de Mario. En ese par de días evitamos hacer compras, y cuando nos faltaba algo, íbamos al almacén que queda en dirección contraria al supermercado. Algunos vecinos habían presenciado la situación ocurrida el domingo, y se solidarizaron con Andrés, y le sugirieron que se olvide del asunto, y que evite cruzarse con Mario, porque en el barrio se sabía que era un tipo peligroso, que andaba en negocios turbios.
Saber que todos temían a Mario levantó un poco el ánimo de mi esposo. Al fin y al cabo, él le hizo frente, cosa que pocos se animaban a hacer. Volvió al trabajo, para mi tranquilidad, no sin estar algo preocupado, porque temía que me pasase algo si me cruzaba con el orangután del vecino. Pero lo convencí de que nada pasaría. Al fin y al cabo, a pesar de lo violento de la situación, a mí no me había hecho nada, su encono era sólo con Andrés.
Todo lo que relaté en las líneas anteriores, no es más que una introducción. La verdadera historia comenzó, como adelanté en las primeras líneas, hace dos días.
Yo me había quedado sola en casa. Mientras hacía tareas domésticas empecé a preguntarme si lo de Mario quedaría ahí, o la cosa empeoraría. El tipo estaba obsesionado conmigo, y ese ataque a mi marido era una muestra de sus celos y envidia. Temí por mi pareja, como nunca. Si Mario descargaba su frustración por no tenerme, hacia él, las cosas podían terminar mal. Ahora que me enteraba de que el tipo no sólo era una bestia violenta, sino que andaba en negocios ilegales, entendía que era mucho más peligroso de lo que imaginaba. Hace mucho que no me sentía unida a Andrés, pero un sentimiento de protección se despertó en esos días, cosa que me hizo recordar a nuestros primeros años de matrimonio, cuando no me molestaba ser yo la que tuviera los pantalones en la casa.
Decidí que tenía que hacer algo al respecto, pero, como muchas otras veces en mi vida, me di cuenta de que me encontraba sola. Si alguno de mis amantes pasajeros fuera policía, o algo por el estilo, podría hacer que le den un escarmiento al gordo maldito. Pero los hombres que pasaban por mi cama eran oficinistas, adolescentes virginales, y hombres a los que no volvía a ver. Con mis amigas tampoco podía contar. Cuando les relaté cómo lastimaron a mi marido, se compadecieron de nosotros, y sugirieron que hagamos la denuncia. ¿Qué podían hacer aparte de eso?
Tomé una decisión radical. Lo pensé una y otra vez, pero no encontraba una solución más efectiva que esa: tenía que hablar con Mario.
En Argentina estamos en primavera. El clima es muy agradable, ni calor, ni frío. El cielo estuvo despejado toda la semana, y una brisa tibia ventilaba la casa. Dejé los quehaceres domésticos para más tarde. Estaba con un short y una remera, bastante viejitos, para usar entre casa. No pensaba producirme mucho para ir a hablar con esa bestia, pero mi vanidad no me permitía salir a la calle, así como estaba. Me puse un vestido casual, negro con lunares blancos y un cinturón marrón en la cintura. Me peiné un poco y me dejé el pelo suelto. Y así fui con determinación a ver al enemigo de mi esposo, con la sincera intención de poner fin a sus delirantes fantasías.
Eran las tres de la tarde. Hora de la siesta. Los pocos negocios del barrio estaban cerrados. Sólo se veían algunos autos circulando por la calle, y había muy poco movimiento de personas. Sólo me crucé con un par de vecinos. Uno trabajaba en la vereda de la esquina de casa, y otros dormitaban en sillones en el patio delantero de sus respectivos hogares. Llegué a la casa de Mario. Esta vez no estaba en el patio, como casi siempre que yo pasaba. Toqué el timbre. Miré a los lados, a ver si algún vecino era testigo de ese encuentro. Prefería que no haya nadie. Así no se inventaban historias distorsionadas respecto a ese encuentro. La charla no duraría mucho, debía ser concisa.
Mario salió con cara de asombro y lascivia. Vestía una bermuda negra, y una camisa rayada que tenía varios botones desabrochados, y dejaba ver su frondoso vello en el pecho. Tenía barba de varios días, que contrastaba con su cabeza completamente calva. Parecía un oso, y no precisamente un oso cariñoso.
- Hola putita. – me saludó.
- De eso te quería hablar. – le dije, y sin dejar que me interrumpa, seguí diciendo. – Mirá, ya sé que hice mal en no ponerte límites. Pero yo estoy casada, y no quiero nada con vos. Te quiero pedir que por favor dejes en paz a mi marido.
Miré a los lados, a ver si algún vecino chusma nos veía. Sólo pasaron dos autos que no creo que sean de personas conocidas, y en la otra cuadra un niño jugaba en la vereda, sin prestarnos atención.
- ¿Y si digo que no? – me contestó él.
- Mi marido no te hizo nada. Por favor no le hagas nada.
Mario soltó una carcajada.
- Qué pollerudo tu maridito. Mandando a su mujer.
- Él no me mandó. No sabe que estoy acá.
- Hay muchas cosas que tu marido no sabe. – Me contestó.
- ¿Cómo? ¿Qué decís? Vos no sabés nada de mí. Y ya me tengo que ir. ¿Vas a dejar de molestarnos? Te lo estoy pidiendo por favor.
- ¿Te pensás que no conozco a las putitas como vos? No tengo cincuenta años al pedo. – me dijo. Y viendo que yo, mientras lo escuchaba, miraba a un lado y a otro, agregó. - ¿Qué pasa, estás preocupada porque alguien te vea acá? El barrio ya te conoce.
- ¿Qué mierda estás diciendo? – dije, exaltada, pero sin levantar la voz.
- Todos los días te veo pasando por acá, meneando el culo para que te mire. Y cuando te digo cosas sonreís como la puta que sos.
- Qué decís. Estás delirando. Y basta de decirme puta. – dije indignada. – ya me tengo que ir.
- Conozco a las trolitas como vos. Traté con muchas en mi vida. Te veo salir sola por las noches. Te veo volver tarde sin el cornudo de tu marido. Todos saben cómo sos. Salvo tu marido. Como dicen, el cornudo es el último en enterarse.
- No tenés idea de lo que decís. Veo que vine hasta acá al pedo. – dije, sintiendo cómo la preocupación aumentaba en mi interior. Nunca fui muy cuidadosa con mis infidelidades, pero no tenía idea de que ya me había ganado el título de la puta del barrio.
Mario abrió el portón.
- Entrá. – me ordenó.
- ¿Qué? – dije, asustada.
- Si no entrás te voy a meter a rastras.
- No voy a entrar. Yo sólo vine a decirte…
- Los dos sabemos a qué viniste. – dijo, agarró mi muñeca y me metió adentro.
- Soltame, me estás lastimando. – le dije. Puso su mano detrás de la cintura, y me hizo avanzar a empujones.
- Dale, gritá. Gritá para que todos te escuchen.
Durante algunos segundos titubeé. Miré a todos lados, esta vez esperando que sí haya un vecino mirando la escena. Pero no encontré a nadie.
- No, basta. – dije en voz alta, pero Mario ya me estaba metiendo en su casa y cerró la puerta.
Su enorme mano se cerró en mi mentón. Y me puso contra la pared.
- Por favor no me lastimes. – Rogué. Estaba aterrorizada. Pensé en gritar. Pero recordando el golpe que le había dado a mi esposo, estaba segura de que me dejaría inconsciente en un santiamén, apenas levantara la voz. – Voy a hacer lo que quieras, pero no me lastimes. – La mandíbula me dolía por la presión de su mano.
- ¿Vas a hacer lo que quiera? ¿Todo lo que quiera? – preguntó con una sonrisa perversa. Yo asentí con la cabeza. – Vení para acá.
Liberó mi mentón, tomó mi mano y me arrastró hasta su habitación. Me paré en la esquina del cuarto. Me crucé de brazos. Me sentía como una nena a punto de recibir una terrible reprimenda. Me daba cuenta de que ya no había marcha atrás. Mario tapaba la puerta con su monumental cuerpo. Fue un error ir hasta su casa sola. Probablemente el mayor error de mi vida.
- Sacate el vestido. – me ordenó.
Yo retrocedí, pero solo me encontré con la dura pared.
- Si no te lo sacás, te lo voy a arrancar y lo voy a hacer hilachas. – dijo.
Desabroché el cinturón del vestido. Mario se lamía el labio superior y se acariciaba el pene. Agarré la parte inferior del vestido, y haciendo un movimiento hacia arriba, me lo saqué.
Sólo vestía ropa interior blanca.
Mario se acercó con pasos lentos. Extendió su mano, y acarició con ternura mi mejilla. El tacto era áspero.
- Sos muy hermosa. -me dijo.
Yo miré al costado. No quería verlo a él. Pero me hizo girar el rostro, y nuestras miradas se encontraron.
- Sos una puta muy hermosa.
Con su otra mano agarró el elástico de la bombacha, y tiró para abajo. Me la bajó hasta los talones, sin tocarme. Después me sacó el corpiño. Me agarró de la cintura, y me levantó con increíble facilidad. Caminó unos pasos hacia la cama, conmigo a cuestas, y me tiró sobre el colchón. Quedé acostada boca arriba, completamente desnuda.
Él se quitó la camisa. Su torso y su abdomen estaban llenos de un horrible vello negro. Parecía una bestia. Y yo, la bella joven que había caído en sus garras. Se sacó las zapatillas y la bermuda. En su entrepierna colgaba una enorme verga, y dos grandes testículos con abundante vello.
Ya perdí la cuenta de cuántas pijas entraron en mi cuerpo. Pero estoy segura de que ninguna era tan impresionante como la de Mario. Larga y gruesa como una anaconda. Sentí tanta curiosidad como pavor cuando la vi. Y el hecho de que todavía no estaba totalmente erecta, no era un detalle menor.
Me agarró de los talones y me arrastró hasta el borde de la cama. Él se arrodilló. lamió mis piernas. Sentí la aspereza de su barba en mi piel. Su lengua subió lentamente, dejando un camino de baba a su paso. Cuando llegó a la parte interna de mis muslos, mi cuerpo empezó a reaccionar a sus caricias linguales. Es que no soy de palo lectores. Como dicen, el diablo sabe mucho, pero sabe más por viejo que por diablo. Y este viejo diablo sabía chupar una concha.
Cuando se dio cuenta de que mi cuerpo estaba estimulándose, aumentó la intensidad. Lamió los labios vaginales, haciendo un ruido escandaloso cuando sus labios y su lengua se frotaban con ellos. Extendió su mano y me agarró de las tetas. Mis pechos, ya de por sí pequeños, parecían diminutos mientras esos dedos grandes se frotaban en ellos. También me hacía un delicioso masaje en el abdomen, mientras comenzaba a jugar con mi clítoris.
Lo frotaba con intensidad, y cada tanto, lo apretaba con sus labios. Mario es muy paciente. Habrá estado con el rostro hundido entre mis piernas durante, al menos, veinte minutos.
Cuando salí de casa, dispuesta a poner fin con la obsesión de Mario por mi persona, y con su encono hacia Andrés, no hubiese imaginado que un rato después estaría en pelotas, en su cama, recibiendo el mejor sexo oral de mi vida. Sentí cómo mis músculos se contraían. Mis manos, en forma de garras, se aferraron a las sábanas, y mi entrepierna, incendiada, explotó en un maravilloso orgasmo.
Quedé agitada, casi desmayada, y mi cuerpo hacía involuntarios movimientos espasmódicos.
- ¿Te gustó putita? Yo sabía que te iba a gustar. – dijo Mario.
El pesa más de cien quilos, y yo no llego a los cincuenta. Así que imaginen lo que fue ver su cuerpo de bestia salvaje subir a la cama, y ponerse encima de mí.
- Ahora te voy a enseñar lo que es coger. – susurró.
Abrí las piernas todo lo que pude. Su estómago se apretaba sobre mí, pero con un brazo extendido y apoyado en el colchón, como si fuese un pilar que sostenía una estructura inmensa, evitaba cargar todo el peso de su cuerpo sobre el mío. Con la otra mano me agarró del mentón y me obligó, otra vez, a mirarlo a los ojos. Un dedo se metió en mi boca, y yo lo chupé. Empujó su pelvis hacia adelante, e introdujo los primeros centímetros de su sexo.
- Por favor, despacito. – le pedí, mientras sentía cómo se introducía más y más en mí.
- ¿Te gusta así, putita?
- Sí. – contesté sinceramente.
- ¿La querés más adentro?
- Sí, pero despacito. – le pedí.
La verga de caballo se metía más y más adentro. Yo gemía de placer. Ya no me molestaba ocultar que disfrutaba de esa hermosa pija. No usaba preservativos, y yo no me animé a pedirle que se ponga uno. Además, la sensación que me producía la piel desnuda frotándose con mis paredes vaginales, era sensacional. A pesar de su físico, Mario tenía mucha energía y vitalidad. Mi cuerpo se sacudió por mucho tiempo, mientras me penetraba, ahora ya con salvajismo, una y otra vez. Sentí sus vellos púbicos haciendo contacto con mi piel, cuando su miembro ya estaba completamente adentro. Los resortes del colchón chirriaban. Mario retiró su verga lentamente, y eyaculó una increíble cantidad de semen sobre mi cuerpo, machándome desde el ombligo hasta la cara.
- Así te quería ver, putita. – dijo, totalmente agitado. – bañada con mi leche.
- En un rato tengo que volver a casa. – dije. – ya tuviste lo que querías. Dejame irme.
Me agarró del cuello.
- No te hagas la estúpida. – gritó. – Sé muy bien que te gustó. ¿Cuánto tiempo tenemos?
- Mi marido llega a las cinco. Pero tengo que irme antes. Acordate que a esa hora los chicos empiezan a salir de la escuela, y el barrio se llena de gente. Por favor, Mario, sé más razonable. Ya te di lo que querías. Además…
- ¿Además qué?
- Además… podemos vernos otro día. – dije. - ¿me dejar limpiarme e irme? Por favor. – supliqué.
Me llevó al baño. Abrió la llave de la ducha. Me lavé en cada parte donde tenía semen, intentando no mojarme el pelo. Él me pasaba jabón por la espalda y las nalgas.
- Enjuagame la pija. – me ordenó.
Me di vuelta. Su pene estaba lleno de espuma. Me hice a un costado. Puso su enorme miembro bajo el chorro de agua. Lo froté, sintiendo cómo se endurecía de nuevo. Sin que me lo ordenara, comencé a masturbarlo, mientras acariciaba sus enormes bolas peludas.
- Así me gusta trolita.
Lo froté con intensidad. En unos minutos largó dos chorros de semen que cayeron al piso, y fueron hasta la rejilla, empujados por el agua.
- ¿Te fijás que no pase ningún vecino? – le dije, mientras me ponía el vestido.
Inesperadamente, me agarró nuevamente del cuello.
- Conmigo no vas a jugar. A partir de ahora sos mi puta. ¡Decilo!
- Soy tu puta. – afirmé.
- Anotame tu teléfono, y si tardás en contestar, te juro que a tu marido le rompo todos los huesos.
Se lo anoté, sin molestarme en inventar uno falso, por temor a represalias. Él salió primero, y se aseguró de que no había moros en la costa.
- Dale Sali. – dijo.
Caminé velozmente. Crucé el portón, con la cabeza gacha. Recién cuando llegué a la esquina levanté la cabeza. No vi a nadie en la calle. Nadie era testigo de que entré a su casa, y salí una hora y media después.
Los días siguientes pensé en cómo me lo sacaría de encima. Hoy me llegó un mensaje suyo. Intenté esquivarlo, aduciendo que era demasiado peligroso vernos de nuevo en su casa. Me contestó que tenía un departamento en el centro.
Todavía estoy pensando en qué excusas poner, pero no se me ocurre ninguna.
10
Me generó cierto sentimiento de revancha, saber que Valeria, por jugar con fuego, había terminado quemada. Tanto histeriqueo con Mario, culminaron en un castigo de parte del sádico vecino. Sin embargo, la muy puta de mi mujer lo terminó disfrutando (Es la primera ve que le digo puta ¿verdad?). Además, al terminar de leer el relato, no pude evitar pensar que todo lo sucedido con Mario, fue planeado minuciosamente por ella.
El provocarlo sutilmente, pasando todos los días frente a su casa en los mismos horarios; el guardar silencio cada vez que le decía guarangadas; y el hecho de que me lo ocultase, me hacían creer que no estaba errado en mi hipótesis. Siempre era Valeria la que provocaba. Así como lo hizo con el chofer de Uber, con su alumno, y con tantos otros hombres, también lo hizo con Mario.
Pero con este último la cosa era diferente. Porque su relación con él no era tan desigual como con los otros hombres. No podía deshacerse de él con la misma facilidad con la que lo hacía con el resto de sus amantes. Mario era violento e impredecible. Y la amenaza que había hecho hacia mi persona, seguramente era real. En eso tengo que darle algo de crédito a mi mujer. En parte (sólo en parte) Había terminado sometida por él, debido a su intención de protegerme. Y probablemente el hecho de que haya tres relatos más con Mario de protagonista, era porque quería evitar que me rompa los huesos.
O tal vez, simplemente quería tener, nuevamente, la enorme verga de Mario adentro suyo.
No descartemos que ambos motivos sean igualmente válidos. Los hechos suelen ser multicausales. No había razón para creer que este era diferente. Y ni hablemos de que nada de esto hubiese sucedido si yo estuviese más avispado.
Pensé, por enésima vez, en cuántas cosas sucedían a mi alrededor sin que yo me percatar de ellas. Ahora las miradas de lástima de algunos vecinos, las sonrisas irónicas de otros, adquirían un claro significado. En el barrio ya se corría el rumor de que Valeria era una puta, y yo, un cornudo. Y el hecho de que su amante más reciente sea el hombre que me había humillado en la vía pública, frente a la mirada de algunos vecinos, no dejaba de envenenar mi alma.
Leí los relatos que seguían.
Como era de esperar, Valeria no había encontrado excusas para evitar aquel encuentro en el departamento que Mario tenía en el centro. No le fue difícil desentenderse de mí. Bastó con que me diga que debía ir a una clase de zumba por la tarde. ¿habrán sido al menos la mitad de esas clases reales? Vaya uno a saber.
En la parte dos de “sometida por el enemigo de mi esposo”. Valeria iba hasta el departamento de su nuevo amante. Se puso, por órdenes de él, la ceñida minifalda negra con la que la había visto en una ocasión, y una camisa blanca. Le prohibió terminantemente ponerse ropa interior abajo, y le exigió que se maquille como una puta. Mi esposa debió viajar en colectivo durante cuarenta minutos, soportando las miradas libidinosas de decenas de hombres. Llegó al edificio. Según ella, estaba nerviosa, porque Mario le generaba sentimientos muy encontrados. Su aspecto de bestia le daba repulsión, pero su verga superdotada, y su habilidad para el sexo oral, la fascinaban.
Es muy bizarro imaginarme a ambos cuerpos, tan diferentes, unidos y enredados. Eran como un ogro y una princesa de Disney. Un animal repulsivo copulando con un hermoso unicornio. Una morsa apareándose con un cisne.
Mario metió la mano por debajo de la minifalda, y se encontró con los hermosos glúteos desnudos de mi esposa. Los masajeó, y ante la sorpresa de mi mujer, le ordenó que me llame por teléfono. (Ya entenderán de dónde había sacado la idea “L” en el primer relato que leí) Valeria intentó negarse, pero él le recordó que ahora era su putita personal. Entonces me llamó, mientras la mano rasposa seguía escarbando por debajo de la pollera. “gordi, ¿podés hacer la cena hoy?”, dijo Valeria, mientras Mario comenzaba a besar sus muslos. “Claro amor, te espero con algo rico, pasala bien”, le había contestado yo. Mario levantó la minifalda, y le dio una lamida al clítoris. Valeria se estremeció de placer. “Nos vemos en un rato gordi”, me dijo, y colgó.
Él afirmó que nunca había conocido a alguien tan cornudo como yo, y la felicitó por ser una puta obediente. Le quitó la ropa y la cogió en el piso. La penetró por la vagina, y por la boca, la cual, apenas podía recibir semejante poronga. Luego enterró un dedo en su ano, cosa que, a lo largo de nuestros años de matrimonio, sólo se me permitió hacer en contadas ocasiones. Ya no quedaban orificios de mi esposa en los que Mario no haya entrado.
La dejó en paz después de dos horas. Valeria me tuvo que inventar que había surgido, en el momento, una cena con las chicas de zumba y que por eso llegó tarde. Esa noche durmió a mi lado, con su sexo dolorido.
En el tercer relato se veía claramente cómo mi mujer había caído en la sumisión. Aquí otra vez me dedica unas cuantas líneas debido a que yo no me daba cuenta de qué estaba pasando. Mario la había instado a ir al departamento del centro. En las semanas anteriores Valeria sí encontró excusas para evitarlo. Pero la paciencia de Mario llegó enseguida a su límite.
Valeria fue atada de manos y piernas, en la cama. Estaba asustada, porque no sabía con qué iba a salirle ese animal. Pero por lo visto sólo le gustaba verla así, a su merced. La poseyó de manera tradicional. Ella, ya sin esperar que se lo ordene, le repitió que era su puta, y también agregó que él era mucho más hombre que yo. Lo más interesante del relato fue cuando la obligó a tragar su semen, cosa que mi esposa siempre evitaba hacer.
Me estaba dando cuenta de que ahora me tomaba con mucha más naturalidad lo que leía. Hacía apenas algunas horas me había abandonado mi mujer, y me había enterado de que me fue infiel con incontables amantes. Pero ahora quedaba muy poco del espanto inicial.
Leí, ávido, la cuarta parte de la serie, y me encontré con una historia más interesante que las anteriores.
11
Sometida por el enemigo de mi esposo, parte 4
Lo de Mario se me está yendo de las manos. A veces invento excusas para no verlo, pero sólo me sirven para dilatar el encuentro por algunos días. Además, se está volviendo más exigente. Ya no se conforma con verme una vez por semana. Para colmo, parece tener tiempo de sobra, y no puedo esperar a tener la suerte de que alguna vez sea él el que no pueda asistir a nuestra cita.
En las últimas dos semanas, nos vimos cinco veces en el pequeño departamento que tiene en el centro. El vigilante del edificio ya me deja pasar como si fuese una inquilina más. Y me mira con ironía. Seguramente cree que soy una puta. Es lógico. Qué iba a ser una chica de treinta años, linda, en el departamento de un veterano de cien quilos, durante dos horas. Además, Mario me ordenaba que me maquille como una prostituta. Era cada vez más difícil salir de casa, vestida de manera sensual, para luego maquillarme en el colectivo.
Lo más chocante de todo esto es que yo misma me estoy acostumbrando a ser su putita personal. Acato cada orden al pie de la letra, y hasta encuentro algo de placer en sentirme usada como un juguete sexual. Ya no me cuestiono el porqué, cada vez que llega la hora de acudir a esa cita, voy a su encuentro como una autómata. Ya ni siquiera necesitaba reiterar la amenaza que pendía sobre mi marido.
Salgo con otros hombres para recordar lo que es tener el control, y me escribo con otros para tener opciones. Pero durante una o dos veces a la semana, la mujer libre, que ni siquiera se deja reprimir por las normas morales, ni por el contrato del sagrado matrimonio, se convierte en una esclava. Una esclava sexual.
El jueves recibí el mensaje de Mario recordandome que a las seis teníamos una cita. Me ordenó que me pusiera un diminuto short y un top negro. Y que me atara el pelo en dos trenzas. Debía pintarme los labios de un llamativo color violeta, y la sombra de los ojos tenía que hacer combinación.
Le pedí que por favor me deje vestirme así en su departamento. Si salía con esa apariencia, sola, a las cinco de la tarde, llamaría demasiado la atención, y las habladurías que ya sabía que empezaban a correr sobre mi persona, aumentarían, e inevitablemente llegarían a Andrés. Pero él fue totalmente inflexible al respecto. Debía llegar así a su departamento, y no se hable más. Para algo era su putita.
Tenía el short y el top que debía llevar. Pero el maquillaje debía comprarlo. Hice trampa. no podía andar por el barrio vestida como una puta adolescente. Así que me puse uno de mis vestiditos, y metí las prendas que debía usar con Mario en mi cartera. Sali de casa con tiempo y compré el labial y la sombra. Cuando estaba a dos cuadras de la dirección de Mario, me metí en un McDonald. Fui directamente al baño del primer piso. Me quedaban treinta minutos. Si llegaba tarde Mario me castigaría atándome a la cama, y no me dejaría ir hasta altas horas de la noche. Me metí en uno de los cuartitos con inodoro. Me cambié en un santiamén. Guardé el vestido en la cartera. Las trenzas me tomaron más tiempo. Debí tener paciencia. Después me pinté los labios y los ojos frente al espejo.
No hubo hombre que no se diera vuelta a mirarme. Incluso algunos que llevaban de los brazos a sus novias, me observaron idiotizados. Y un montón de bocinas sonaron en la calle. El short apenas cubría mis nalgas, y el top hacía lo mismo con mis tetas. La vestimenta generaba la sensación de desnudez, y el llamativo color de labios y ojos terminaban de lograr que mi apariencia fuese exageradamente llamativa. Si no fuese joven, y no tuviera todas las cosas en su lugar, me vería ridícula. Pero, al contrario, todos parecían encontrarme fascinante.
El vigilante del edificio tardó en reconocerme, y cuando por fin me abrió la puerta dijo “que la pases bien”, con una sonrisa grotesca en su rostro.
Si bien el vestuario era excesivo, no imaginé que me esperase una noche muy diferente a las otras. Mario me haría desnudarme despacito, me acariciaría por todas partes con sus manos callosas. Quizá me ordenaría que llame a Andrés mientras me manoseaba. Me metería la pija y los dedos por todas partes, y si estaba de buen humor, me practicaría un delicioso sexo oral. Me obligaría a tragarme su semen. Me pondría un cinturón en el cuello, atado con una cadena, y me haría gatear como una perrita por la casa, hasta que tuviera otra erección. Yo debería decirle que era su puta, su putita personal, su esclava, su sumisa.
Mario me abrió la puerta. Me acarició el culo mientras entraba. Si bien el departamento estaba silencioso, sentí el denso humo de cigarrillo. Mario no fumaba.
En la mesa del pequeño comedor, había tres hombres sentados alrededor. En el centro de la mesa, un maso de cartas.
- Apa, apa, mirá la que se tenía guardada Marito. – dijo uno de ellos. Un flaco de ojos hundidos, con el pelo rubio pajoso, con algunas canas.
- Les presento a mi putita. – dijo Mario.
Todos tenían más de cuarenta años, y rozaban los cincuenta. Los otros dos eran un hombre de anteojos y pelo negro, bien corto, vestido con traje. Y el último era un musculoso, pero panzón, de remera negra, con aspecto de patovica.
- Nunca estuve con tantos. – me quejé.
Mario me acarició la mejilla con indulgencia.
- Sólo vas a estar con los ganadores. -dijo.
- ¿Qué?
- Lo que escuchaste zorrita. – dijo el rubio de pelo pajoso.
- Vení. – dijo Mario. – vamos a jugar un jueguito.
- ¿Qué jueguito? – pregunté, intrigada y asustada.
-Eso Mario, ¿Qué jueguito? – dijo el hombre de traje.
- Muy simple. Vamos a tirar las cartas. El primero que saque un doce (un rey), tendrá derecho a una mamada de mi putita.
Los otros tres festejaron como niños. Yo estaba parada al lado de Mario, que ya estaba sentado en uno de los extremos de la mesa. Ni siquiera se molestaron en darme un asiento.
- Esperá Mario. Entonces al final va a estar con todos. -dijo el de traje. – ¡si los reyes son cuatro, y nosotros también!
- Nada de eso. Sólo los primeros dos. Los otros se quedarán con las ganas de la mamada, y esperarán al siguiente juego.
- Que tramposo Marito. - dijo el rubio. – A vos te la habrá chupado mil veces, y la podés tener cuando quieras, no deberías participar.
- ¡Dejá de quejarte! ¿Cuándo vas a tener a una yegua así gratis?
- Tiene razón Mario. – dijo el de aspecto de patovica. – Encima que nos entrega este bombón te quejás.
- Vos lo decís porque sos un voyeur y te conformás con mirar. – retrucó el rubio.
- Eso no lo niego. – confeso el patovica.
- Bueno, basta de discusiones. Empecemos, que a esta putita le encanta la pija. No la hagamos esperar.
No dije nada. Me quedé ahí parada, mientras escuchaba sus palabras denigrantes, y se disputaban mi cuerpo como si fuese un trofeo.
- Así que estás casada. – dijo el hombre de traje.
Mario empezó a repartir las cartas lentamente. Me pareció ridículo el juego. ¿por qué no me pedía que se las chupe a todos y listo? No podía decirle que no. Y no sólo debido a mi obediencia. Estaba en un departamento con cuatro hombres. No podría hacer nada para resistirme.
- Claro que está casada, y al cornudo del marido lo desmayé de una trompada. No tienen idea de lo cagón que es.
Los cuatro estallaron en carcajadas, mientras Mario les relataba minuciosamente aquel altercado que dio inicio nuestra sórdida relación.
- Genial. Vení acá putita.
El hombre de pelo rubio pajoso tenía un doce de basto sobre la mesa.
- Ahí tenés maricón. Tato que te quejabas y fuiste el primero en ganar. – dijo el patovica.
No esperé a que me lo ordene Mario. Me acerqué a ese tipo del que ni siquiera sé el nombre. Él empujó la silla para atrás para hacer espacio. Me puse en cuclillas, a sus pies, en vez de arrodillarme, para no lastimarme.
- Hacelo despacio y con cariño zorrita. – dijo. y dirigiéndose al patovica agregó. – acá tenés, disfrutá de espectáculo, degenerado.
- Así lo haré. – dijo el aludido, poniéndose en un lugar donde podía ver todo.
Acaricié la verga por encima del pantalón. Todavía no estaba erecta, así que lo masajeé hasta sentirla dura. Después corrí el cierre del pantalón, y delicadamente, saqué el miembro, y me lo llevé a la boca.
- Esta zorrita sabe lo que hace. – dijo, sintiendo cómo lo pajeaba mientras mi lengua devoraba la cabeza del pene.
Su miembro era normal, pero parecía pequeño al lado de la tremenda pija de Mario, de la que ya estaba acostumbrada. El rubio me agarró de las trenzas, y empezó a hacer movimientos pélvicos, logrando que me trague toda su verga, y que su pelvis peluda choque con mi cara una y otra vez. Traté de sacármelo de encima cuando supuse que ya iba a acabar. Pero me agarró de la nuca, y eyaculó adentro. El semen impactó en mi garganta. Me hizo toser y escupirlo en el suelo.
- Que puerquita hermosa. – dijo el maldito.
Mientras se disputaban quien sería el próximo en meterme la verga en la boca, me puse a limpiar el enchastre que hice.
El siguiente a quien debía mamar era al hombre de traje.
Este era más educado, y dejaba que yo haga todo el trabajo, sin obligarme a tragármela entera. Me acariciaba la mejilla con ternura, y me repetía una y otra vez que soy hermosa, entre jadeos.
Cuando me dijo que ya no aguantaba más, lo masturbé frenéticamente y lo hice acabar en mi cara.
- Hey, no te vayas a enamorar amigo. – le dijo el rubio, y todos rieron.
Fui al baño a limpiarme la cara. Cuando regresé, Mario explicaba el siguiente juego.
- Ahora voy a tirar una ronda de cartas. Sólo uno para cada uno. El que saque la carta más alta tendrá derecho a ordenarle a mi putita que se saque una prenda. El que le quite la última, podrá cogérsela, pero tendrá que hacerlo acá, en frente de todos.
- Pero Mario, ¿las zapatillas cuentan como una sola prenda o dos? - preguntó el de traje.
- Como una sola.
- ¿Y los ases le ganan a todas las demás? – dijo el rubio.
- Claro que sí. Y si hay empate, se desempata entre los ganadores. ¿Queda claro?
En la primera ronda, al rubio le tocó un once que nadie pudo superar.
- A ver zorrita, empecemos por lo más aburrido. Chau zapatillas.
Me las saqué. No iba a pasar mucho tiempo para que culmine el juego. Solo vestía el short, la tanga y el top. Mario fue el siguiente en ganar, y me ordenó que me saque el top.
- Mirá que lindas tetitas tiene la zorra. – dijo el rubio.
- Ya ven que mis putas no son cualquier cosa. – se regodeó Mario. – Carne de primera calidad.
- bajate despacito el short. – dijo el patovica, que acababa de ganar la tercera apuesta. – date vuelta y menea el culo mientras los hacés. – agregó.
Así lo hice, y recibí los chiflidos del rubio, Mario, y el propio patovica. El único que no se comportaba como un infradotado cunado estaba frente a una mujer semidesnuda, era el de traje.
Jugaron la última ronda. Mario y el patovica empataron.
- ¿Hace falta que desempatemos Marito? – Dijo este último. – si vos la tenés siempre. Dejámela a mí. No vaya a ser cosa que me vaya de acá sin ganar nada.
- Qué maricón. Te parecés a uno que ya sabés. – dijo Mario, señalando con la vista al rubio. – si perdés ya vas a tener tu oportunidad, más adelante. Acá van las cartas.
Mario sacó un cuatro, y el patovica un seis.
- Vení para acá bebé. – dijo el ganador.
Me incliné delante de él y apoyé el torso sobre la mesa. El patovica me arrancó la tanga y la hizo hilachas. No me importaba. En la cartera tenía otra, y Mario, a diferencia de Andrés, no tenía problemas en comprarme ropa interior.
Se mojó la mano, y me la metió en la concha.
- Ya está mojada la putita. – dijo, cosa que era cierto.
Me agarró de las caderas y me la metió, despacito. Los otros tres no se perdían detalle de la escena. Tenía mucha fuerza en las piernas. Cunado ya estaba dilatada, empezó a moverse con mas velocidad. La mesa empezó a arrastrarse hacia adelante mientras me cogía. Cerré los ojos, deseando que esa noche no sea tan larga como me lo imaginaba. Le había escrito a Andrés que llegaría tarde, como tantas otras veces. Pero no quería aparecer en casa a las dos de la mañana.
El patovica retiró su miembro, se sacó el preservativo, y eyaculó en mis nalgas.
El hombre de traje tuvo la gentileza de entregarme un pañuelo descartable para limpiarme.
- Muy bien, ya nadie se puede quejar. Todos tuvieron algo de mi putita. – exclamó Mario.
- ¿Ya se terminaron los juegos?
- Nada de eso. Falta un último juego. Vamos al living – dijo. yo los seguí, desnuda.
Mario sacó de un cajón una cajita con cuatro dvds.
- Mirá putita. – dijo, dirigiéndose a mí. - Acá hay cuatro películas diferentes. Sólo tenés que elegir una. El juego es muy simple, vos vas a tener que hacer lo que haga la actriz de la película que elijas. Y también vas a elegir quiénes de nosotros harán el papel de los hombres de la película. Si tenés suerte, sólo vas a tener que hacer un par de petes. Si no la tenés, vas a tener que lidiar con cuatro pijas a la vez.
- Qué buena idea Marito. – dijo el patovica.
- Me imagino que hay al menos una película donde le hacen una penetración anal y vaginal, mientras uno se la mete por la boca, y el otro es masturbado por la misma chica. – fantaseó el rubio. – Ojalá que toque una película así.
Elegí un video al azar, sin pensarlo mucho. El morbo que le generaba a ellos esos jueguitos, a mí me resultaba aburrido.
Mario puso un video. En la pantalla apareció una chica, mucho más joven que yo, completamente desnuda, arrodillada en el piso. De repente, aparecieron en escena cuatro hombres desnudos. La rodearon. Sus vergas estaban erectas, y se acercaban a ella. La chica empezó a chuparlas, una por una. Mientras que con las manos masturbaba a otros dos.
- Fijate que no usa las manos con el que se la está chupando. – dijo Mario.
Yo asentí con la cabeza.
- Y cambia a cada rato de pija. -dijo el patovica.
Era cierto. Sólo estaba unos segundos con el miembro en su boca, y enseguida cambiaba de hombre. Los otros giraban a su alrededor, para cambiar de turno.
Mario adelantó el video, y se vio cómo los cuatro hombres eyacularon en su cara, dejándola repleta de semen.
- Considerate afortunada. Este no es el más difícil. – Aclaró Mario. Yo supuse que tenía razón. El más difícil seguramente era uno muy similar al que describió el rubio.
Mario tuvo la gentileza de poner un almohadón en el piso, para que me arrodille sobre él. No era necesario elegir al “actor” que haga el papel correspondiente de la película, porque de todas formas, debían ser cuatro.
Mario y sus secuaces se desnudaron. Mi amante ya tenía la verga inmensa al palo. El rubio y el de traje ya estaban a media asta, y el patova se masturbaba. Me rodearon. Yo manoteé la bestial pija de Mario, que tenía a mi derecha, y con la otra ayudé al patovica a que se le endurezca el miembro. El rubio estaba al frente mío. Abrí la boca, y recibí de nuevo su verga. Todavía estaba pegajosa y con un fuerte sabor a semen.
Era muy difícil imitar a la chica. Me costaba mucho succionar la pija sin ayuda de mis manos, y a la vez, coordinar mis movimientos para masturbar a los otros dos al mismo tiempo. Cuando el miembro entraba dos o tres veces en mi boca, cambiaba por otro. Les di, sin querer, algunos mordiscones. Así que decidí no usar mucho mis labios, sino más bien mi lenga.
Un hilo de baba caía constantemente de mi boca, cada vez que entraban y salían esas cuatro vergas. Muchas veces tuvieron que instarme a que los masturbe, porque, sin darme cuenta, había dejado de hacerlo. La verga de Mario era la más difícil con la que tenía que lidiar, porque me llenaba la boca, y si no la sacaba rápido, yo comenzaba a toser y escupir.
Las mandíbulas me dolían de tanto abrirlas y cerrarlas. Entre mis piernas, se había formado un pequeño charco de baba. Nunca me había sentido tan sucia, ni tan humillada. El primero en acabar fue el rubio. Pero yo tuve que seguir un buen rato con los otros tres, con la incomodidad que me generaba tener el semen pegado en mi cara.
No sé cuánto tiempo estuve chupándoselas, pero se me hizo eterno. Eyacularon, uno a uno en mi cara. Cuando terminaron, Mario me agarró del brazo, y me llevó al baño.
- Mirate. – me dijo, cuando estábamos frente al espejo. – Eso sos vos. – agregó, mientras me acariciaba el culo.
Mi cara estaba cruzada por montón de hilos de semen. Y en algunas partes, donde había mayor abundancia, se empezaba a deslizar hacia abajo.
Me dejó sola. Me limpié la cara mientras escuchaba cómo hablaban de lo bien que me había comportado. Fui a buscar mi cartera.
. ¿Ya me puedo ir? – pregunté.
- Sí putita, después arreglamos para otro encuentro. – dijo Mario.
Sus tres compinches coincidieron en que les gustaría verme de nuevo.
Me puse la ropa interior limpia y el vestido, frente a ellos. No me quise bañar ahí. Quería irme cuanto antes.
Me tomé el colectivo, porque temía que, en un taxi, el chofer sintiera el olor a semen que todavía había en mi cuerpo. Me senté en el fondo, apartada de los otros pasajeros. Me saqué la pintura del labio, y el resto del maquillaje. Y de repente, me largué a llorar.
Llegué a casa a medianoche. Me di una ducha antes de meterme en la cama con mi marido.
- ¿Estás bien? – me preguntó Andrés, al notarme turbada.
- Sí. – le contesté.
Me dio un beso en el hombro y en seguida se durmió.
12
Siempre fui un perdedor. En la secundaria era el típico chico al que todos molestaban. Malo en los deportes, con aspecto de nerd, pero sin las ventajas de la inteligencia que supuestamente venían junto a esa condición. Tímido hasta la desesperación. Torpe. Apocado. Y, por su puesto, terminé la secundaria siendo virgen.
Tenía pocos amigos. Y la mayoría de ellos se fueron alejando de mi vida (y yo de la de ellos). El único con el que conservaba contacto regular era con Marcos. A él lo conocí en mi solitaria época de adolescente. Era dos cursos más avanzados que yo. No éramos realmente amigos en ese entonces., porque a esa edad, llevarse dos años, es demasiado. Pero siempre me trató bien, y más de una vez me salvó de alguna golpiza de los abusadores de la escuela. Años después fuimos compañeros de trabajo durante un tiempo, y ahí fue cuando se afianzó nuestra relación. Era el único amigo que me quedaba, y por eso, cuando Valeria me dejó y empecé a leer los relatos, fue el primero y el único al que llamé para contarle mis penas.
Cuando terminé de leer el relato de Mario, vi que me habían llegado varios mensajes. Revisé ansioso el celular, deseando que fuese Valeria, pero se trataba de Marcos, quien me había dejado tres mensajes. Pensé que seguramente estaría preocupado por mí. No me molesté en leerlos. Sabía que me encontraría con el mismo texto que me mandó a la noche, “no leas los relatos”. Demasiado tarde amigo.
Ya había amanecido, el día estaba hermoso y los pajaritos comenzaban a cantar. Si esto fuese una película con finales trillados, ese bello amanecer, simbolizaría un final feliz, o un nuevo y venturoso comienzo para el protagonista. Pero eso estaba por verse.
Aunque muchos me crean un idiota, me resultaba difícil decidir si alguna vez podría perdonar a Valeria. Pero incluso si la perdonara, era inviable empezar la relación de cero. Sin embargo, nunca me perdonaría a mí mismo. Mi visión inocente y desganada sobre la vida, mi cobardía, mi desinterés por los detalles, y tantas otras falencias, me costaron mi matrimonio. Un matrimonio, que probablemente, nunca existió más que en los papeles.
Siempre asumí que Valeria valía más que yo. Que debía estar agradecido con la vida, porque una mujer como ella se diera vuelta a mirar a alguien con tantos defectos, y tan pocas virtudes. Me convencí de que nuestra relación marchaba al ritmo de sus deseos, y no hice nada cuando empezó a pasar menos tiempo en mi cama, y más tiempo en la calle.
No sé si hubiese podido contener a una mujer tan caprichosa y desprejuiciada como ella. Pero lo que sí sé, es que nunca lo intenté.
Al otro al que no podría perdonar nunca es a Mario. Su placer por la humillación de otros, su prepotencia, su agresividad, y ahora que había leído los relatos, su misoginia, su sadismo, y su crueldad absoluta, eran cosas que nadie debía dejar pasar.
Es cierto que Valeria lo provocó y se dejó caer en sus garras. Pero lo demás, obligarla a vestirse como puta, arriesgando a que se exponga ante todos. Humillarla cada vez que la poseía, y sobre todo, obligarla a copular con tres desconocidos. Mario era un hijo de puta con todas las letras. Y si no fuese Valeria, sería otra chica, probablemente más inocente, la que convirtiera en su puta personal.
No me podía sacar de la cabeza la posibilidad de que, en ese mismo momento, Valeria esté con él. Tal vez atada y amordaza, mientras él usaba su cuerpo como un juguete sexual.
Valeria me venía dando señales desde hace tiempo, y yo me negué a verlas. En los relatos mas recientes, se ve cómo ella buscó a otros hombres con mayor frecuencia de la normal. Entre ellos están “L”, y “P”.
Recordé cómo, por la noche (hace mil años), dejó el teléfono celular sobre la mesa, y se fue a bañar. Probablemente muchas veces había hecho algo similar, pero recién anoche me digné a prestar atención a los indicios, y me animé a revisarlo. Sin dudas, Valeria esperaba recibir algún mensaje a esa hora. Probablemente les pidió a sus amantes que lo hagan justo en ese momento. A esas alturas, sus llamados de atención eran un pedido de socorro.
Ella necesitaba que yo sepa. Necesitaba sacarse de encima al lastre de su esposo. Al no tener que ocultarme su doble vida, sería libre de nuevo. Hasta podría dejar a Mario sin temor a represalias.
Era raro. No había dormido por muchas horas, pero me sentía más lúcido que nunca. Fui a la cocina. Agarré un cuchillo afilado, no muy grande, porque necesitaba esconderlo en mi cintura. Salí de mi casa. Era la primera vez en mi vida que me sentía tan determinado.
Eran las cinco y media de la mañana. Las calles estaban desiertas. Sólo tenía que caminar trescientos metros, pero se me hicieron larguísimos.
Cuando llegué, no me molesté en tocar el timbre. Me trepé por las rejas. Recordé que Mario tenía un perro, pero por lo visto estaba en el fondo. Golpeé con violencia la puerta. Si despertaba a algún vecino, tanto mejor.
- Qué querés, idiota. – escuché la voz de Mario al otro lado de la puerta.
-Dónde está mi mujer. – exigí saber.
Él, confiado, abrió la puerta.
- Aparte de cornudo sos boludo vos, que te pen…
No lo dejé terminar. Le devolví la trompada que me había dado hace unos meses. Pero apenas se movió, y mi mano me dolió mucho.
- Ah, sos loquito vos. –dijo. me agarró del cuello y me metió para adentro.
Me dio una piña en la panza que me dejó sin aire.
- Así que ahora sos el príncipe azul. – lo escuché decir.
Intenté sacar el cuchillo de la cintura, pero antes de lograrlo recibí una patada en la cara. Mi nariz y boca sangraban. Las encías dolían mucho. Sentí un diente flojo, y el labio inferior tenía una herida profunda. Quise aferrarme al cuchillo, quise levantarme y pelear. Pero no me podía moverme, y Mario me sacó el cuchillo de mis débiles manos.
Voy a morir, pensé. Tenia la vista nublada. Me preguntaba dónde clavaría el cuchillo.
Pero entonces lo escuché gritar, dolorido. Y después algo parecido a un palo chocando con un balde de plástico. Mario cayó al piso, al lado mío. Estuve cerca de que me aplaste.
- Andrés ¿Estás bien? – escuché decir a una voz masculina. - ¿Estás bien?
- ¿Marcos? – susurré, reconociendo a mi viejo amigo. - Marcos ¿Por qué…?
Desperté en su casa catorce horas después.
- Qué suerte que no tenés nada grave. -dijo.
- Me salvaste. ¿Qué hacías ahí? – tenía la boca hinchada, y apenas podía hablar.
- No me contestabas los mensajes. – aclaró, y cambiando de tema, agregó. -Tenés que ir a que te vean esas heridas. Principalmente la del labio.
- ¿Está muerto?
- Ni idea. Al final los leíste, ¿no?
Por una vez en la vida, mi cabeza funcionó con perspicacia.
- Vos tam… Vos también estás en los relatos. – dije, y no era una pregunta. – Por eso no querías que los lea.
- Fue una sola vez. – me prometió, con cara de congoja. – te juro que fue una sola vez. Fue cuando me quedé a dormir en el sofá de tu casa. Me buscó a la madrugada, cuando dormías. No le pude decir que no.
- Y quien puede. -dije.
- Después de eso, la esquivé como si tuviera lepra.
Supongo que después de todo lo que había leído, y teniendo en cuenta que me acababa de salvar la vida, no podía reclamarle nada. Al menos en ese momento.
- ¿Y Valeria?
- Ni idea. En lo de Mario no estaba.
- ¿Y con quien está?
- Quizá con nadie.
Me quedé unos días en su casa. me hice atender las heridas. Por lo visto Mario estaba en terapia intensiva. Circulaba el rumor de que uno de los drogadictos a los que le vendía drogas lo había atacado salvajemente.
Seis meses después.
Sé que ahora está con sus padres. Doña Beatriz y don Román son buenas personas. Incluso cuando ella les dijo que me oculten su ubicación, me llamaron y me lo informaron. Mario, por fin, pasó al otro mundo. Y mi héroe Marcos, quedó totalmente indemne de la situación. Tampoco hubo imputados. A nadie le importaba quien había matado a un dealer de poca monta. Mario se creía Tony Montana, pero era solo otro rastrero más. Totalmente reemplazable. El inútil aparato de la justicia nos jugó a favor.
Volví a casa. Muchos vecinos me miraban con curiosidad, y algunos se animaban a preguntarme por Valeria. Yo les contestaba, sin vueltas, que nos separamos.
Mi amistad con Marcos continúa. No sólo por haberme salvado, y luego cuidado. La forma en que Valeria lo había seducido, yendo semidesnuda en mitad de la noche, a donde él estaba durmiendo, casi podía considerarse una violación. Y así se relata en el cuento “Con el amigo de mi marido, mientras duerme”. Tengo que admitir que todavía me masturbo leyendo algunos de sus relatos. Pero ya no sintiendo que estoy leyendo cómo se cogen a mi mujer, porque el marido de Valeria, ese de los relatos, es otro distinto a mi yo de ahora.
Creo que por fin hay algo que entiendo de mi mujer. Escribir sobre los sucesos de su vida y compartirlo con desconocidos, es un alivio para el estrés. Por eso ahora, en homenaje a quien, para bien o para mal, es la mujer de mi vida, publico mi historia.
Ayer recibí un llamado de Valeria. Pero no le contesté. Ahora estoy rehaciendo mi vida y no quiero volver al pasado. Quizá más adelante podamos tener una charla agradable, pero por ahora no.
Fin.
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