SEÑORA DECENTE
Dos años de señora decente, felizmente casada, terminaron ayer. Javier, mi marido, los martes tiene que irse más temprano porque hay junta de ejecutivos de la compañía donde trabaja. No desayuna, pues en la compañía les dan el desayuno ese día. Los martes me quedo remolona en la cama hasta las ocho, ocho y media. Ayer así sucedió. Dejé la cama a las ocho y media, y entré al baño a ducharme. Acababa de entrar al agua caliente, como me gusta, cuando se abrió la puerta de la ducha y una voz de hombre me dijo que si lo invitaba a bañarse junto conmigo. Mi sorpresa fue mayúscula, pues me creía sola en casa. Era Lucio, pariente lejano de mi marido, que tenía dos días con nosotros. Yo creí que se había ido con mi marido, pues la casa estaba silenciosa y parecía vacía.
Mi reacción fue cubrir con un brazo mis pechos, bajar la otra mano a mi pubis y adoptar una pose en cuclillas. Una reacción instintiva. Y mientras me agachaba para quedar en cuclillas, comencé a entrar en rabia e indignación, una vez que identifiqué de quien se trataba. Rabia e indignación que me exigían gritarle con todas mis fuerzas que se largara, que no tenía nada que hacer allí; que lo menos que tenía que hacer era respetar la casa y salir, pero ¡ya! de la ducha, del baño y, si posible, de la casa. Pero cuando terminé de agacharme, resulta que quedé exactamente a la altura de la entrepierna de Lucio. ¡Mi madre! Lo que quedó frente a mis ojos fue un monstruo gordo y largo, colgando entre las piernas del hombre. Y allí me partí en dos. Mi parte de señora decente exigía que largara al tipo pero ya, de inmediato. Pero mi parte de mujer caliente me susurró muy en mis adentros: ¿Qué se sentirá tener un palo de ese tamaño dentro? Debo aclarar que el único miembro masculino con el que he tenido contacto es el de mi marido. Y no es ni la mitad del monstruo que tenía en ese momento frente a mis ojos, que se abrieron como platos. Sólo de pensar en la posibilidad de que existiera un pene como ese, me estaba dejando muda y sin posibilidad de gritarle a Lucio lo que una señora decente debía gritarle.
Por el contrario, sentía cómo iba creciendo un calorcito dentro de mí que ciertamente no era por el agua que seguía corriendo encima de mi cabeza y de mi espalda, sino que se originaba dentro de mi vagina, que palpitaba ante el sólo pensamiento de recibir ese gordo y largo animal. ¡Mi madre! Seguramente que iba a doler más que cuando mi marido me desvirgó.
La situación era ya ridícula. Yo no reaccionaba agresivamente y él parecía disfrutar de mi inacción. Así que tomó la iniciativa. Dio un paso adelante y mientras decía que me iba a ahogar con el agua cayendo sobre mi cabeza y mi cara, se acercó para cerrar la llave del agua. ¡Madre mía! Ni diez centímetros separaban mi cara de su enorme verga. Yo no tenía idea de que existiera una cosa semejante. Mientra que mi parte de señora decente me decía que saliera inmediatamente de la ducha, tomara la toalla y corriera a encerrarme en mi habitación, mi parte de mujer caliente me sugería las delicias de ser penetrada por aquel monstruo. En un instante dado, me dijo esa vocecita que por qué no dejaba de cubrirme y usaba una de mis manos para tocar esa verga tan cercana.
El agua dejó de caer sobre mí. Sólo acerté a decir, con voz enronquecida Me asustaste, Lucio. Él pidio perdón, y se agachó para tomarme de los codos para levantarme. Con ello logró que su instrumento tocara mi cara. Eso hizo que me parara rápido, y para no quedar totalmente a su vista, le di la espalda. Lucio me hablaba, pedía perdón por haberme asustado (pero nunca lo pidió por haberse metido desnudo a la ducha, sabiendo que yo estaba también desnuda). Y para compensar, dijo que me enjabonaría. Tomo el jabón y la esponja para hacerlo. Mi parte de mujer decente me dijo que le prohibiera terminantemente tocarme, ni con la esponja, mientras que mi parte de mujer con la vagina escurriendo fluidos, me pedía decirle que no usara la esponja. Por supuesto que ganó esta última parte y con voz que apenas se oyó, por la dificultad que tenía en respirar, atine a decir: sin esponja.
Obediente, Lucio dejó la esponja y usó sus manos para enjabonarme. Como yo me había dado la vuelta para que no darle la cara (tenía la certeza de que estaría roja, y no propiamente de vergüenza, sino de caliente), comenzó a enjabonarme la espalda. Sus manos eran una delicia recorrendo mi piel, lentas, resbalantes, siguiendo las curvas que van de la nuca a los hombros, de los hombros al torso, del torso a la cintura, y cuando terminó de recorrer la cintura, el escurrimiento vaginal ya llegaba a las rodillas. Si Lucio me hubiera atacado en ese momento, yo no hubiera sido capaz de defender mi condición de señora decente. Hubiera abierto mis piernas para que me penetrara, me abriera la vagina como nunca había sido abierta, hasta el sofoco, hasta el dolor, hasta el orgasmo. Pero sólo seguía enjabonando mi espalda. Yo esperaba y esperaba que bajara hasta mis nalgas. Que las acariciara con su mano enjabonada, para que fuera la caricia más sutil. Pero él estaba empeñado en hacerme esperar. Sabía que yo esperaba, y gozaba haciéndome esperar.
Luego tomó mis brazos y los levantó por encima de mi cabeza para enjabonar mis axilas y mis costados. Sus dedos rozaron levemente el costado de mis pechos, y mis pezones brotaron todo lo que pudieron hacia el frente, endureciéndose hasta doler, ansiosos de caricias, de lamidas, de succiones. Pero Lucio nunca pasó de los costados. De pronto el silencio que ambos guardábamos lo rompió y dijo que volteara para enjabonarme el frente. Obedecí. Me di vuelta y al quedar frente a él, no busqué su cara, ni sus ojos, ni su pecho, sino su verga. Y allí estaba. Habia crecido de como la vi inicialmente. Y ya no apuntaba hacia abajo, como al principio, sino directamente hacia mí. Era una lanza dispuesta para la batalla. Y mi pobre y ansiosa vagina era la víctima, voluntariamente dispuesta a sufrir el ataque. Las manos enjabonadoras iniciaron su operación en el cuello. Siguieron hacia los hombros, tomaron cada uno de los brazos, y luego pasaron al pecho, bajando poco a poco hasta las tetas. Eres hermosa, me dijo, mientras tocaba por primera vez mis senos, ni grandes ni pequeños, pero con los pezones dolorosamente erectos. Su masaje me hizo perder más aún la respiración. Me faltaba el aire y tuve que abrir la boca y jadear para que entrara oxígeno a mis pulmones.
Bajó hacia el ombligo, y sus manos despertaron calambres deliciosos que recorrieron la piel desde debajo de las costillas hasta el púbis. Y cuando se acercaron al tesoro de la entrepierna, no depilado pero sí recortado cuidadosamente, el corazón perdía el ritmo de sus palpitaciones por la ansiedad de estar siendo acariciada y con toda certeza, posteriormente penetrada por esa herramienta de tamaño nunca imaginado por mí. El clítoris ya no podía crecer más. Estaba al máximo, como nunca lo había sentido. Todo el cuerpo dolía, se cimbraba, era recorrido por calambres deliciosos, palpitaba, se endurecía. No se detuvo prácticamente para acariciarme entre las piernas, que yo había separado para permitirle que lo hiciera. Siguió hacia abajo, enjabonó mis muslos, por dentro, por fuera, por detrás, bajó a las rodillas y siguió hasta los pies. Yo no perdía detalle de sus movimientos, que se traducían en un balanceo de su pene, su deseable pene.
Se levantó y dio un paso de acercamiento hacia mí. Dijo que iba a abrir el agua para quitarme el jabón. Cuando lo hizo, su miembro, que seguía apuntando hacia mí, tocó mi ombligo. Mi estremecimiento fue notorio. Y mi dificultad para respirar se incrementó todavía más.
El agua refrescó un poco el calor interno que sentía. Y él, sin cuidarse de otra cosa, al parecer, sólo ayudaba con sus manos a que el jabón desapareciera de mis senos y del resto de mi frente. Pensé que me pediría voltearme para limpiar mi espalda, pero en vez de hacerlo, se acercó totalmente a mí y, abrazándome, pasó sus manos hasta mi espalda. Su miembro quedó entonces totalmente apretado contra mi vientre. Sentido así, en la piel y no visto con los ojos, era todavía más deseable.
¿Dónde está la señora decente? me pregunté. No me respondí, porque la que estaba parada allí desnuda, abrazada por Lucio y con el cuerpo recorrido por sus manos y el vientre en contacto con su verga, era la mujer caliente, que sólo esperaba la menor insinuación para dejar que tan fascinante instrumento entrara hasta el último rincón de mi intimidad femenina. Seguramente me hará gozar como nunca lo ha hecho la verga normal de mi marido. Pero así como él ha tenido otras mujeres antes de casarse conmigo y ha gozado con ellas, yo ahora tengo mi oportunidad de gozar con este hombre y su verga. Yo no la busqué, pero no voy a desaprovechar la oportunidad.
Como si estos pensamientos me hubieran decidido, tomé el jabón y empecé a enjabonar el cuerpo de Lucio, de prisa, muy de prisa, pues la intención era llegar a su verga, tenerla entre mis manos, sentirla, acariciarla, apretarla, medirla, tener la certeza de que era de verdad, no un sueño.
Lucio tampoco quería esperar más. Cambio de lugar conmigo, así abrazados, de manera que quedara directamente debajo del agua, se dio prisa en quitarse el jabón, cerró la llave y, tomando la toalla, empezó a secar mi cuerpo. Aun a través de la toalla, sus manos descargaban toneladas de electricidad que entraban por mis poros como si fueran diminutas espinitas. Estaba a punto de rogarle que me metiera su palo duro. Que me destrozara por dentro. Que me dejara inutil e insensible para otras vergas, incluso la de mi marido, después de probar la suya. Pero no fue necesario. Terminó de secarse, y me abrazó desde atrás. Con mis sandalias de baño, de taconcito, mi altura era un poco mayor, por lo que su verga quedaba a la mitad de mis nalgas. Él la obligó a deslizarse entre mis piernas; me apretó contra él, y así, en una especie de "trenecito", salimos del baño, entramos a mi habitación, y allí, en mi santuario de señora decente, en mi cama de señora decente, gocé aquella verga que no me mató, no me atravesó, no me partió en dos, pero sí me llenó como nunca sospeché que pudiera hacerlo un miembro varonil, hasta sentir casi asfixia y un placer con varios orgasmos como nunca soñé que pudiera existir.
Menos mal que dejaste de ser una decente aburrida y te tragaste esa inmensa pija. Ahora puedes decir que vives.