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Categoría: Lésbicos

Y la luz se hizo

ANA & ELENA
Con el paso del tiempo, fue como si retornara al barrio, a su adolescencia y a esas costumbres que el matrimonio le había hecho dejar de lado. Simultáneamente, renovó su amistad con una antigua vecina. Al principio, como ya venía sucediéndole antes de enviudar y desconfiando de la traición que pudieran hacerle las conmociones de su bajo vientre cada vez que tenía cerca a una mujer y la tendencia más acentuada en los últimos meses a pensar con mayor frecuencia en la posibilidad de satisfacer sus imperiosas necesidades con una, trató de evitar la profundización de esa nueva relación. Ya no tenía a su marido para aconsejarla sobre la disyuntiva que eso le planteara pero examinó sin apasionamiento a la mujer; como esta no era su tipo - definitivamente, tenía un tipo ? - ni existía en ella el menor atributo físico ni intelectual que la atrajera, decidió dejar que las cosas sucedieran como debían ocurrir y darse la oportunidad de tener una amiga.
Aparentemente Elena pensó lo mismo, ya que comenzó a visitarla diariamente y, mientras fumaban y tomaban café, fueron entablando una serie de conversaciones que, con la verborragia de su amiga eran casi monólogos en los que ella se limitaba a incorporar sólo algunas palabras, de banales y ocurrentes, pasaron a la confidencia sin tapujos de la verdadera amistad. De esa manera, la mujer fue convirtiéndose en una presencia que extrañaba cuando no estaba y a la que esperaba cotidianamente.
Casi todos días, Elena solía volver por la tarde para hacerle compañía, tejiendo o jugando a las cartas en la soledad del comedor diario. Agotados los temas recurrentes de sus infancias y colegios, la familia y los hijos, esas confidencias las condujeron a la confesión inevitable de ciertas intimidades en las que Ana, renuente a conversar francamente de esos temas, fue dejando entrever que en sus años de casada no había sido ajena a ciertas tentaciones no demasiado santas y llegado el turno de la ahora popular bisexualidad femenina, no dudó en dejar traslucir que las mujeres le eran cada vez menos indiferentes y los inconvenientes que le traía la abstinencia a una edad en la que muchas ya ni siquiera pensaban en el sexo.
Tan pronto su franqueza la llevó a explicitarle con detalles demasiado crudos esas relaciones que hasta una de sus sobrinas practicaba, se dio cuenta que se había excedido, ya que la mujer de profunda raigambre católica, con asombrada discreción, le hizo ver su extrañeza porque la que ella suponía una amorosa madre de familia tuviera esas inclinaciones tan perversas.
Ana no se consideraba a sí misma una depravada y creía que, como ella, todas las mujeres practicaban con sus maridos las mismas deliciosas relaciones que ella mantuviera durante casi treinta años. Encarándolo de esa manera, se enteró que la desenfadada mujer sostenía escasas y deficientes relaciones sexuales con un marido que también estaba influenciado por la por la pacatería religiosa y casi regodeándose con su estupefacción que lentamente se transformaba en ansiosa curiosidad, la instruyó sobre las más satisfactorias relaciones que sostuviera en tantos años.
Vencida su desconfianza, Elena admitió haber sido tentada y deseado aceptar tener relaciones con otros hombres en los primeros años de casada, pero el peso de su mandato religioso se lo había impedido. Con respecto a las mujeres, respetaba a las lesbianas y, aunque en el fondo se sentía picada por la curiosidad de saber cómo se satisfacían, el sólo pensar en hacerlo le provocaba un profundo asco.
Transpuesta esa frontera, les fue más fácil comunicarse. En ese entendimiento amigable de sus fracasos, problemas y satisfacciones, gastándose bromas mutuamente, consolidaron la amistad y acondicionaron sus horarios para organizar algunos paseos por la ciudad, ir juntas de compras o concurrir al cine y al teatro. Pasaron a ser inseparables y una no hacía algo si no era de acuerdo con el gusto de la otra. En las mañanas pasaban horas enteras escuchando la radio y conversando acerca del tema recurrente de la sexualidad, con la insistente amenaza humorística de Ana en que alguna vez la convencería que tener sexo con una mujer no la haría ir al infierno.
También notaba como una especie de desasosiego iba minando su propia tranquilidad y que tenerla cerca la ponía tan sexualmente nerviosa que debía usar el baño para calmar sus ardores en el bidet.
Todavía un poco renuente pero acuciada por un perverso diablillo que la acicateaba a toda hora, Ana recurrió a todas las argucias que había desarrollado para crear un clima de intimidad muy especial con Elena, haciéndola confidente de sus inquietudes más íntimas en cuanto a qué practicas sexuales añoraba y en cuáles se inspiraba para fantasear a la hora de la auto satisfacción, propiciando además el incremento de esos toqueteos, abrazos, besos y caricias superficiales a que son tan afectas las mujeres entre sí.
Y cierta mañana veraniega, lo que tenía que ocurrir, ocurrió; sentadas lado a lado en el banco de la cocina, ninguna de las dos lo hizo deliberadamente pero en sus subconscientes seguramente la idea merodeaba desde el primer día. Cuando Ana, tras confesarle fingidamente con avergonzada timidez como la noche anterior tuviera el sueño de una relación íntima con ella y que había debido recurrir a la masturbación para aquietar las revueltas de sus entrañas, al levantar la vista nublada por el deseo, encontró que la mirada de Elena estaba teñida de igual lujuria.
No se dijeron nada, sólo sus ojos permanecieron unidos por ese vínculo e, inexorablemente, en un movimiento ralentado sin tiempo, las caras fueron acercándose hasta que los labios se unieron con un leve roce. Elena quedó como paralizada por ese contacto y Ana aprovechó el momento para encerrar a los regordetes y bien dibujados labios de su amiga entre los suyos con suave ternura.
Sin llevar nada debajo de la larga remera que usaba como camisón y con su frente apoyada en el hombro de la mujer, le tomó una mano para conducirla hacia su entrepierna al tiempo que le manifestaba con sorda lujuria la angustiosa necesidad de sexo que tenía. Elena ensayó una tan inútil como vana e hipócrita protesta por lo que ella consideraba una confusión de sus intenciones amistosas, pero Ana no la dejó reaccionar y tomándola por la nuca, la besó apasionadamente.
Deshaciéndose de sus brazos con brusquedad, Elena le manifestó su enojo porque la confundiera y entonces ella recurrió al ya clásico truco del llanto arrepentido, estremeciéndose mientras los sollozos la ahogaban y su boca suplicaba el perdón por su alocada pero sincera conducta. Elena priorizó el sentimiento de amistad por sobre esa equívoca actitud de Ana y, estrechándola entre sus brazos, la acunó como si fuera una criatura.
Ante esa declinación en el enfado de la mujer, acrecentó su llanto y mientras hipaba ahogándose con su saliva, se aferró convulsivamente a su cuello musitándole que la perdonara por no haber podido refrenar sus impulsos pero que la atracción que sentía por ella le impedía razonar.
Sazonaba esas agitadas disculpas con apretados abrazos y tiernas caricias, mientras le pedía que perdonara su exabrupto a causa de la abstinencia que la mantenía en vilo con mimosos besos a su cuello que, despaciosamente, fueron derivando hacia las mejillas y cuando la mujer quiso reaccionar, ella había tomado la cara entre sus manos para inmovilizarla y dejar que sus labios volvieran a posarse sobre los de Elena.
Luego de la tensión inicial con que los labios avasallaron la boca, la lengua se deslizó vibrante en busca de la otra y la mujer se abandonó blandamente en medio de sus farfullados reproches de que aquello no estaba bien, que ella no era lesbiana sino sólo cariñosa pero aceptó mansamente la oleada de dulces besos con que Ana recorría su cara para volver recurrentemente a aprisionar los labios y de los besos pasaron a las caricias.
Los labios dúctiles de Ana se adaptaron a la maleabilidad de los carnosos de Elena y cuando esta la abrazó tiernamente, sintió como su cuerpo rozaba contra la mórbida masa de sus pechos. Luego de un largo momento en el que se ensimismaron en prodigarse besos en un juego enloquecedor de labios y lenguas pero sin entrar en una vehemencia vertiginosa, lentamente, saboreando perezosamente las salivas de la otra, se dejaron estar en un alucinante juego de calmado erotismo.
La mujer dejaba escapar un leve olor a sudor, pero lejos de la repulsa, esos aromas parecían darle una intimidad distinta a la relación. Animada por la parsimoniosa entrega de su amiga luego de tan fervorosa negativa, Ana deslizó una mano sobre la remera para tomar contacto con los senos que, aun contenidos por el corpiño, eran lo más grande que había acariciado en su vida. Manoseándolos por encima de la tela, hizo caso omiso de los ruegos de Elena quien le suplicaba que no la obligara a hacer algo de lo cual tuvieran que arrepentirse y, en tanto continuaba sometiendo glotonamente a la boca con labios y lengua, le susurraba que se entregara confiada a ella y jamás tendrían motivos para lamentaciones.
Algo parecía estar funcionando, porque la mujer eliminó la crispación de su cuerpo y ya la boca no sólo permitía que la de Ana la sometiera, sino que respondía con esbozados besos. Aprovechando el momento, levantó la prenda de algodón y metiendo los dedos en el interior del corpiño, sacó parcialmente a uno de los pechos fuera.
Lo primero que la asombró fue la aterciopelada tersura de esa piel blanca como la leche y lo segundo, que la consistencia gelatinosa que parecía reducirse a una capa externa, dejaba notar por debajo la solidez de su musculatura. Sus dedos encerraron la cúspide del seno y mientras la estrujaba delicadamente, comprobó lo extenso de la superficie granulada de las aureolas y la puntiaguda agudeza de los pequeños pezones.
Mientras le desabrochaba el corpiño al tanteo, Elena emitía quejumbrosos gruñidos de satisfacción y murmuraba entrecortadas frases de compromiso sobre que no se aprovechara de su inexperiencia y entonces, sin poderse contener, Ana abandonó su boca para descender hacia el pecho. Manteniendo la prenda levantada con una mano, dejó totalmente al descubierto el seno que, sin el sostén del corpiño, cayó oscilante hacia el abdomen.
Con los ojos entrecerrados por la angustia de la tentación, llevó su lengua a tremolar delicadamente contra la suave rugosidad de la aureola, enorme como la de una mujer en lactancia y, sobando levemente al seno con los dedos, dejó que los labios encerraran en tiernos besos menudos la pequeñez de la mama.
Ana misma se asombraba cómo, a su edad y sin siquiera haber tenido el mínimo contacto sexual con otras mujeres, su instinto o su imaginación exacerbada por las noches solitarias parecían guiarla para satisfacerse en su amiga.
La mujer susurraba su aquiescente complacencia, mientras deslizaba sus manos por la espalda de Ana. Incrementando el lamer y succionar al pecho, deslizó cuanto pudo hacia abajo la elástica cintura del jogging y escurrió su mano por debajo hasta encontrar la entrepierna cubierta por la bombacha. Deslizando los dedos sobre la tela, comprobó lo húmeda que estaba y entonces presionó contra el refuerzo, restregándolo contra la raja de la vulva que cedió fácilmente a la exigencia.
Tal vez de forma involuntaria, Elena había alzado su trasero del asiento para permitir que las manos de Ana bajaran las perneras del pantalón. Haciéndole abrir las piernas tanto como se lo permitía el asiento, tuvo entonces lugar para introducir sus dedos por debajo de la bombacha, tropezándose con una abundante mata de vello púbico.
Penetrándola con destreza, los dedos se asentaron contra los humedecidos bordes de la vulva y, buscando al tacto la delicada carnosidad del clítoris, la masajearon con deliberada lentitud. El tiempo parecía suspendido, sin apuros ni brusquedades, y viendo cuanto gozaba la mujer de esa masturbación aparentemente inaugural, hundió los dedos dentro del óvalo colmado de fluidos deslizándose sobre ellos para llegar a la pequeña dilatación de la vagina.
Maravillada por lo cerrado de esa entrada en una mujer de su edad, fue introduciendo uno de sus dedos para comprobar la estrechez de las carnes prietas que se ceñían contra él. El contacto con el calor manifiesto de la piel pletórica de mucosas terminó por enardecerla y, evitando lastimarla, la penetró hondamente con dos dedos que, encorvándose fueron rascando el interior e iniciando un perezoso vaivén que se incrementó junto con el entusiasmo de la mujer y los involuntarios remezones de su pelvis.
Ya no sólo sus labios martirizaban al pequeño pezón, sino que los dientes se habían apoderado de él y tiraban como si quisieran comprobar los límites de su elasticidad. Aferrando firmemente la cabeza contra su pecho, Elena comenzó a gimotear al tiempo que reclamaba sordamente que detuviera esa locura. Contradictoriamente, lo aunaba a la expresión de que era imposible disfrutar de tanto goce y exclamando repetidamente que moría de placer, cuando los dedos penetraron en un rápido y vehemente coito, exhaló un profundo gemido de satisfacción al tiempo que una catarata de mucosas escurría chirle entre los dedos de Ana.
Besándola dulcemente en la boca, continuó acariciando el sexo hasta que Elena se relajó desmayadamente contra la pared, No hablaron mucho, casi nada; no hacía falta. Encerradas en esa cápsula de privacía en que se había convertido el comedor diario, tras quitarse la sudada camiseta, Ana la ayudó a desnudarse en medio de besos y caricias y luego de un momento pudieron contemplarse desnudas por primera vez. La figura de Elena adquiría un aspecto de misteriosa sensualidad que, como en los cuadros eróticos de los viejos maestros, parecía brotar desde cada curva de ese cuerpo macizo pero no gordo sino sólidamente prieto. La masa de los senos oscilantes subyugó a Ana en tal forma que, con la garganta reseca por la emoción, no podía apartar su mirada de ellos; blancos y con esa pesadez que otorgan los años, se mecían gelatinosos ante sus ojos y el vientre sólido se sumía para dar lugar a esa depresión que antecede al Monte de Venus.
Hipnotizada por esa fantástica vista, la tomó de la mano para conducirla hacia la mesa que estaba junto al banco. Haciéndola sentar sobre el tablero, comprobó que sus estaturas quedaban igualadas. Tomando la cara entre sus manos, acercó la suya y la lengua visitó curiosa los labios que se entreabrían como los de una muñeca. Ana siempre había sido delicada con respecto a los olores ajenos y cualquier fragancia o exudación que ofendiera su olfato le provocaba una automática repulsa hacia quien la emanaba. En el caso de Elena, su boca y su cuerpo dejaban escapar aromas que mezclaban la salvajina ancestral propia de la mujer con sutiles sudores, emanaciones agrias del sexo y un inexplicable perfume edulcorado que provocaba la anhelosa dilatación de sus fosas nasales y un picor nervioso en el fondo del sexo.
Tras unos cariñosos abrazos en los que se estrecharon la una contra la otra para sentir como sus carnes se rozaban con miscibilidad líquida, la lengua de Ana exploró la tersa superficie del interior de los labios, estimulando tenuemente las encías y luego de un momento, se deslizó prudentemente dentro de la cavidad en búsqueda de la de Elena que, expectantemente timorata, se replegaba ante sus avances, hasta que, con un aliviado suspiro de incontinente solaz de la mujer, se revolvió trémula contra la invasora, trabándose en una lucha incruenta donde cada una vencía a la otra en procura de que aquella se cobrara la derrota.
Si las anteriores relaciones de Ana con su marido habían estado signadas por la vehemencia y la pasión que la conducían a límites de exasperada lujuria, siempre en procura de obtener satisfacción a sus histéricos reclamos físicos y psíquicos, ahora no hallaba sino un íntimo regodeo en lentificar cada gesto, cada beso, cada caricia, a la espera de que, cada esguince y arrumaco en la práctica del ansiado sexo oral y de las penetraciones que este conllevaría, la condujera al anhelado orgasmo.
Lentamente, fue recostando a Elena sobre la superficie de la sólida mesa e, inclinándose sobre ella, profundizó el accionar de su boca, consiguiendo que la estremecida mujer acariciara fascinada su espalda y luego buscara con titubeante gesto los senos pequeños. Ana elevó los recios muslos para acomodar su cuerpo entre ellos y subyugada por la gelatinosa masa de los senos que oscilaba ante cualquier movimiento, besó dulcemente las diminutas erupciones del rubor y la lengua se escurrió para escalar las colinas globosas.
Aferrándolas entre sus dedos, percibió el fuerte endurecimiento muscular de su interior y con un leve sobamiento que luego se transformaría en martirizante estrujar, las apretó para facilitar la tarea de la lengua que, vibrante y curiosa, fisgoneó contra los ásperos gránulos de la aureola, alternándola con pequeñas y fuertes succiones que dejaron una corona de redondeados hematomas rojizos a su alrededor.
Ciertamente, Elena dejaba en evidencia que su mentada inexperiencia en el sexo homosexual era tan verdadera como la suya, sólo que ella respondía al mandato de su frondosa imaginación; asida fuertemente a sus cortos cabellos, la mujer apretaba y guiaba la cabeza para que la boca le diera ese placer tan inmenso y sus piernas encogidas, con los pies descalzos descansando sobre las esquinas de la mesa, simulaban un tembloroso aletear espasmódico de los muslos con los que presionaba el cuerpo de Ana mientras la pelvis iniciaba un instintivo y lento ondular que elevaba su sexo.
Armada de toda la paciencia del mundo y decidida a llevar esa amante en formación hacia las más excelsas sensaciones sexuales que pueda experimentar una mujer, multiplicaba en un despacioso acoso de la lengua a las aureolas y, paulatinamente, fue alternándolo con discretos rastrilleos de los dientes contra los gránulos. Por el tono de sus gemidos, ayes y reclamos, se dio cuenta de que, tal vez a causa de que era su primera vez o, porque en definitiva, esos eran sus tiempos, la mujer estaba ascendiendo por el placentero camino de la satisfacción y, sintiéndose ella misma estimulada por la novedad de aquel sexo que la entusiasmaba, alternó la reciedumbre de los mordiscos y tironeos a las mamas con el apretado retorcer que sus dedos índice y pulgar fueron imprimiéndole.
Cuando Elena le anunció con jubilosos gorgoritos que estaba punto de acabar, clavó duramente el filo de sus cortas uñas sobre el muy inflamado pezón y en esa vehemente refriega de labios, lengua, dientes y uñas, la mujer prorrumpió en roncas exclamaciones de placer manifestando el alivio del orgasmo en medio de espasmódicas contracciones del vientre.

Un saber primitivo, un hambre sexual que se acercaba a la voracidad, un secreto e imperioso deseo de hacer en aquella mujer lo que deseaba que le hicieran a ella, le hicieron olvidar su propia inexperiencia y hasta su proclamada animosidad al lesbianismo. Aprovechando el pasajero sopor en que había caído, Ana acercó una silla para sentarse junto a la mesa y, estimulando juguetona con la punta de un dedo los mojados repliegues del sexo, fue haciéndola reaccionar. Recuperada de su momentáneo desmayo, Elena obedeció sus indicaciones y, volviendo a levantar las piernas que habían caído laxamente abiertas, le ofreció el maravilloso espectáculo del sexo.
Recostada sobre sus codos, observó como Ana ejecutaba una danza casi imperceptible sobre la vulva; utilizando el filo de las uñas, recorría la corta alfombrilla del vello púbico a contrapelo, creando como una especie de campo magnético que se traducía en profundas cosquillas picaneando los riñones de la mujer. Paralelamente, el dedo pulgar de la otra mano, humedecido en sus propios jugos, iniciaba un tardo y profundo restregar circular al capuchón arrugado del clítoris y la lengua, como cientos de veces sintiera en su sexo, afilada y larga como la de una serpiente, comenzó a deslizarse levemente sobre los bordes de la raja que insinuaba su dilatación, permitiéndole observar el intenso contraste del rosado interior con sus bordes oscurecidos.
Conociendo lo que siente una mujer con la excitación de sus zonas venéreas y dejando a sus manos la excitación del clítoris, la lengua se internó en las profundidades de la hendidura, buscando con su punta viboreante la oscura entrada al ano que, fruncida y apretada, lucía mojada por los líquidos que aun manaban de la vagina. El estilete sutil escarbó en el centro de aquella leve oquedad y el gusto de las mucosas la incitó a multiplicar sus esfuerzos, que se vieron recompensados por las gozosas exclamaciones de Elena en el sentido de que nunca nadie le había algo así y mucho menos analmente, pidiéndole que no la lastimara.
Por la posición, separada solamente por el breve trecho perineal, la entrada a la vagina había vuelto a cerrarse pero aun y merced a los sacudimientos que esa nueva excitación provocaba en la mujer, flatulencias olorosas que en otro momento Ana hubiera calificado como asquerosas, escapaban del órgano y sus hollares se dilataron complacidos por las reminiscencias que esos olores traían a su mente. La lengua tremolante se agitó contra los bordes irregulares de la vagina, sorbiendo las tibias mucosas que todavía rezumaba y, dejó que la suave pero sólida punta de la nariz penetrara lentamente en un suave movimiento circular estimulando esos tejidos.
El sabor inédito de otro jugo femenino la subyugó con su mezcla entre acre y dulce, degustándolo como si un néctar se tratara. Más tarde, la lengua escarceó en la oscura caverna y luego ascendió por entre los pliegues de los labios que había separado con sus dedos. Cuando el óvalo humedecido dejó escapar los reflejos nacarados de su fondo, apoyó la punta del mentón en él e inició un martirizante roce arriba y abajo, haciendo que Elena crispara su cuerpo, aferrándose prietamente a los bordes de la mesa
Los labios tomaron los ennegrecidos pliegues, macerándolos entre sí al tiempo que los dientes, en incruentas mordeduras, tiraban de ellos con insistente crueldad. Compadecida por los angustiosos gemidos que Elena trataba de reprimir, alojó su boca sobre el capuchón arrugado del clítoris y mientras lo succionaba, escarbó con el dedo mayor en el ano y, sin prisa ni pausa, fue introduciéndolo en el recto.
La mujer se había incorporado con las manos apoyadas por detrás en sus brazos estirados y mientras rugía de placer, le suplicaba que, virgen analmente y aunque esa penetración no le dolía como ella esperaba, no le provocara un daño visible. En tanto que sumaba otro dedo a la sodomización, Ana hizo girar su muñeca de un lado al otro a la vez que incrementaba el roce del vaivén.
En cortísimos jadeos y con los dientes apretados, Elena se manifestaba en repetidos asentimientos pidiéndole que la hiciera acabar así, pero Ana no estaba dispuesta a hacérselo tan fácil. Sacando los dedos de la tripa y, cubriéndolos de saliva los llevó hasta la vagina, penetrándola en busca de aquel bultito de la cara anterior.
Al tenerlo ubicado, lo restregó con rudeza y en tanto que la mujer volvía a recostarse sobre sus espaldas alzando con sus manos las piernas encogidas, introdujo tres dedos curvados como una cuchara. Estirándolos y contrayéndolos en un delicioso escarbar, llevó a Elena a prorrumpir en ahogados gritos de satisfacción hasta que, crispándose, su vientre produjo una serie de convulsivos espasmos y Ana recibió los fluidos olorosos de la mujer que fueron escurriendo entre los dedos, mientras los muslos poderosos apretaban su cabeza hasta hacerle perder el aliento.

En tanto que Elena se refrescaba en el baño, Ana registró a la búsqueda de uno de aquellos desodorantes íntimos cuya tapa oval había pegado con “la gotita” y que utilizaba en sus masturbaciones solitarias. Quitando la colcha de su cama y cuando esa nueva amante salió del baño, la llevó al dormitorio donde se acostaron lado a lado.
Ana aun se deslumbraba con los senos de Elena y, apoyada en un codo, deslizaba las yemas de sus dedos sobre la blancura marmórea de los pechos que cedía mórbidamente ante su presión mientras escuchaba a la mujer referirse con entusiasmo a la reciente relación mientras le juraba con avergonzada vehemencia que era la primera vez que estaba con una mujer.
Las enormes aureolas marrones ostentaban la grosera abundancia de sus gránulos y, cuando las uñas rascaron levemente la ovalada punta del pequeño pezón, con angustioso reclamo, Elena le pidió que volviera a hacérselo en el sexo.
Escurriéndose entre sus piernas abiertas y sin demasiados prolegómenos, hizo flamear el látigo de su lengua mientras asía la carnosidad de los grandes labios entre sus dedos paralelos y los restregaba duramente. Aquello inflamó rápidamente los bordes que, pletóricos de sangre, agradecían la frescura que los lengüetazos les proporcionaba.
El dedo pulgar se entretuvo estregando en forma circular el triángulo carnoso del clítoris y, cuando los labios se adueñaron de los fruncidos repliegues, dos dedos se introdujeron para explorar la caliente estrechez de la vagina. Apoyada firmemente en sus pies, Elena había ido flexionando las piernas para elevar la pelvis al compás de la boca y los dedos de Ana. Girando arrodillada, esta se colocó de costado para ir penetrando lentamente la vagina con tres dedos ahusados.
Nomás los dedos se hundieran en el sexo, Elena lanzó un hondo suspiro de satisfacción y acompañó la lentitud de la penetración con una serie de sofocados gemidos como si en realidad la estuvieran desvirgando.
Cuando comprobó que todo el cono se encontraba dentro, Ana se ahorcajó invertida sobre ella y su boca se dedicó a lamer y chupar concienzudamente al clítoris, a la vez que proveía de suficiente saliva para la lubricación de los dedos. Con la obtención de un cierto ritmo y el consiguiente relajamiento en las carnes, comenzó a sacarlos y, tras contemplar como los esfínteres vaginales volvían lentamente a su lugar, tornaba a penetrarlos tan hondo que hasta sus nudillos entraron a la vagina.
Ya fuera por la intensidad del trajín o por los tremendos calores que el sexo le generaba, la mujer sudaba copiosamente mientras sus ayes iban transformándose en sonoros gorgoritos que el aire ponía en la saliva que llenaba su garganta. Ana hacía girar cruelmente los dedos en distintos ángulos tomando como eje la misma entrada, por lo que las uñas raspaban reciamente los tejidos vaginales en forma aleatoria. Enloquecida por ese coito inédito, la mujer golpeaba rudamente contra el colchón con sus manos, hasta que, en el colmo del paroxismo, abrazó los muslos de Ana y la boca demandante se hundió en su sexo.
Como por ensalmo, aquello pareció aquietar sus ímpetus y besando, lamiendo y succionando dulcemente el sexo de su amiga, se acompasó al ritmo de la penetración y juntas se debatieron durante un rato en tan placentera cópula hasta que los orgasmos, lentos, largos y profundos, las fueron invadiendo y cayeron una sobre la otra como desfallecidas bacantes.
Secándose mutuamente el pastiche de sudor, salivas y jugos vaginales, se quedaron largo rato como extasiadas, mirándose subyugadas a los ojos, musitándose mutuamente frases en las que expresaban todos los sentimientos que habían despertado la fecundidad de esos orgasmos precoces que habitualmente no alcanzaban tan fácilmente, acariciándose suavemente el rostro, los cabellos y el cuerpo.

Cuando descansaron lo suficiente y en tanto Elena le confesaba el placer inigualable que le había proporcionado el haberle realizado su primer cunni lingus, Ana retomó el mando. Besando con gula los labios regordetes de Elena, se instaló entre sus piernas y colocándose cruzada con la pierna derecha por encima de la izquierda y la izquierda suya, acopló la entrepierna para que los sexos se tocaran apretadamente.
Abriéndolos con los dedos, facilitó el roce de los colgajos y el contacto directo de los óvalos e incitando a Elena que incorporara el torso sosteniéndola aferrada por los brazos, inició un lerdo hamacarse que estregaba con reciedumbre ambos sexos. Las elásticas elongaciones del yoga ahora les resultaban útiles y, conforme iban acostumbrándose, la inclinación del hamacarse se hacía más extensa hasta casi alcanzar a rozar con sus espaldas las sábanas para volver a incorporarse hacia el lado opuesto.
Con una amplia sonrisa dibujándose en su cara, salió de encima de su amante y, pidiéndole que se pusiera de pie, la condujo para ayudarla a que colocara una de sus piernas sobre la cama mientras inclinaba el torso. En esa posición, la amplia vulva se dilataba totalmente y su rosado interior dejaba ver los festoneados repliegues de los labios menores. Acuclillándose debajo, Ana introdujo la lengua en aquel nido goteante de espesos humores vaginales y, al considerar que ya estaba lista, tomó el tubo metálico para introducirlo en la vagina. Asiendo con su otra mano los senos colgantes de Elena, inició una ruda penetración tan fuerte y poderosa como la de un hombre y pronto era su amiga quien le rogaba porque no cesara en el coito.
La intensidad de aquel sexo la había sacado de quicio y, retirando el falo chorreante del interior de la vagina, lo apoyó contra el ano pero los esfínteres, prietamente cerrados se lo impidieron y entonces empujó rudamente. A su amiga le había gustado la anterior penetración, pero ese consolador no tenía comparación con los dedos. Emitiendo una queja, levantó la cabeza y en ese momento, el consolador resbaló sobre las mucosas venciendo la resistencia de los esfínteres para penetrar decididamente al recto. Su boca se abrió ampliamente en un larvado grito silencioso y, al tratar de desasirse de Ana, experimentó la más sublime de las sensaciones. El dolor que atenazaba su garganta, por el mágico vaivén con que la verga se deslizaba por la tripa, se transformó en indescriptibles sensaciones de goce y felicidad y la ingrata sensación de estar defecando se transformó en un exquisito placer para el que no estaba preparada.
Asida a su propia pierna apoyada en la cama y al tiempo que meneaba las caderas para facilitar el tránsito, le suplicaba que por favor la condujera a la felicidad final y así fue como esta, envarando tres dedos de la otra mano los introdujo en el sexo. Para no lastimarla, Ana había iniciado suavemente las penetraciones y, en tanto que veía como la mujer se relajaba por el goce, profundizaba poco a poco la introducción. Entonces sí, les imprimió una alternada aceleración que junto con su excitación fue haciéndose más vehemente, hasta que junto a los bramidos satisfechos de Elena, sintió los chasquidos de una copiosa eyaculación contra la mano, escapando del interior y salpicando sus dedos.

Ninguna de las dos tenía nada que hacer y disponían de todo el tiempo necesario. Mirándose a los ojos, dejaron de ser necesarias las palabras y abrazándose estrechamente, se fundieron una en la otra, dejándose estar así por más de una hora, sintiendo como los cuerpos se enviaban mensajes que evidenciaban la profundidad del deseo que las unía. Silenciosamente, las bocas se buscaron. Ya no había urgencias histéricas, sino la certeza que esa vez era única y definitiva.
Los labios gordezuelos de Elena picotearon dulcemente contra los mustios de Ana y cuando esta abrió la boca exhalando un aliviado suspiro, la lengua húmeda y tibia de la mujer penetró sin violencia en búsqueda de la suya que acudió a su encuentro con sumisa avidez.
Era como si el aliento y el vaho penetrante de su amante fueran insuflando en Ana hálitos de una nueva vida y, aferrándose con una mano a su nuca, se sumieron en un largo beso succionante que las dejó sin respiración. Reponiéndose en medio de risitas incongruentes y sollozadas frases de pasión, dejaron que las manos iniciaran furtivas caricias, reconquistando las sensaciones de la excitación.

Calmada la febril avidez inicial, permanecieron abrazadas en medio de arrumacos y susurradas frases de amor. Con infinita ternura, dejaron que brotaran espontáneamente las confidencias y cada una volcó en la otra el rimero de sus angustias y zozobras.
Aliviadas, convinieron que, a su edad, esa relación ya no era fortuita y que debían concretarla en algo estable y duradero que les hiciera vivir los últimos años de su vida en plenitud. Por otra parte, reiniciarían su clásica ronda de visitas cotidianas, tratando que la familia y otras personas estuvieran presentes en muchas de ellas para confirmar la fortaleza de una sólida amistad.

Olvidado su inicial propósito de mesura y discreción, sentadas lado a lado en el borde de la cama, ninguna de las dos podía evitar emitir esos ronroneos y murmullos que acompañan la exacerbación del deseo y ya los dedos juguetones se aventuraban curiosos por sus anatomías invadiéndolas en furtivas exploraciones. Tomando sus anhelosos suspiros como respuesta, Elena acercó el rostro al de Ana y depositó en sus labios un beso que la conmovió por su infinita dulzura.
Suaves y elásticos, los labios rozaban, asían y chupeteaban los suyos sin urgencia alguna, como si toda la ternura del mundo se derramara por ellos. Automáticamente, con instinto atávico, su boca se abrió y la lengua salió para lidiar con la tersura de la otra. Unas ansias sin tiempo ni urgencias, un conocimiento cabal de lo que ambas estaban buscando, hizo que el beso se prolongara por un momento que les pareció infinito.
Con diligente paciencia, los dedos acariciaron las carnes a la búsqueda de los senos y los de Ana los manosearon sin apuro alguno, con esa paciencia que inspira la pasión. Con las bocas sumidas en besos de alucinante excitación, dejó escapar una de sus manos hacía la cintura, hundiéndose en la entrepierna para rascar los labios de la vulva.
Ya la amante mezclaba el ardor de sus besos con furiosos lengüetazos y dejaba escapar roncos gemidos de satisfacción, cuando los dedos de Ana restregaron sedientos la masa carnosa del clítoris. El cálido vaho del aliento de Elena exacerbó su pasión y los dedos, tras recorrer ávidamente los carnosos repliegues de la vulva, se hundieron premiosos en la mojada caverna de la vagina. Allí y durante un largo rato, se esmeraron en un perezoso vaivén que colocó un bramido de urgencias insatisfechas en los labios de la mujer y en medio de sus furiosos chupones y la acción depredadora de sus dedos en los senos de Ana, esta se extasió en chapotear en el caldoso premio de los abundantes jugos que mojaban las carnes.

Elena parecía urgida por una fiebre sexual que no se condecía con su anterior aspecto de natural parsimonia e hizo sentar a Ana cerca del borde inferior de la cama y arrodillándose frente suyo, la boca avariciosa buscó apresuradamente su entrepierna.
Haciéndola recostar y colocándole los pies en cada ángulo del colchón, terminó de separar las piernas para alojar ávidamente la boca sobre la vulva. Lentamente chupó los jugos que bañaban habitualmente el sexo de Ana, con las manos aferradas a sus muslos para hacer así más rudos los impetuosos embates de la boca.
El aspecto de la vulva parecía haber alienado a Elena y su lengua tremolaba rápidamente sobre los groseros colgajos carnosos que rodeaban al ovalo. Separándolos con los pulgares, alojó la boca toda sobre él, succionándolo como si fuera una gigantesca ventosa.
Asiendo la cabeza de Elena con las dos manos, Ana la estrechó contra su sexo y mientras murmuraba que la penetrara con los dedos, inicio un ondular del cuerpo que la fuerza de las piernas apoyadas en la cama convirtieron en fuertes empellones y de pronto, sin siquiera advertirlo, sintió derramarse una verdadera catarata de mucosas que manó abundante por su sexo.

Rápidamente recuperada de aquel orgasmo precoz, Ana la arrastró por las manos, haciéndole ocupar su sitio en la cama. Aun Elena no había terminado de acomodarse, cuando ella la empujó sobre el respaldo y, con la voracidad de quien busca un manjar largamente deseado, se abalanzó sobre los senos que derramaban su abundancia sobre el pecho. Subyugada por el gelatinoso bamboleo de los blancos y tersos pechos de su amante, envió la lengua agitada en frenético vibrar a recorrer la oscura superficie de las dilatadas aureolas y, en tanto sus dedos amasaban tiernamente la carnosidad del otro pecho, los labios envolvieron al pezón para iniciar una serie de profundos chupeteos que fueron intensificándose paulatinamente.
Elena gemía quedamente mientras acariciaba su cortísimo cabello y entonces la mano de Ana se deslizó atrevida sobre el sólido abdomen para escurrir hacia la entrepierna y los dedos, en cariñoso y juguetón escarbar, fueron recorriendo los labios de la vulva e introduciéndose dentro del ovalo, abrevaron en sus mucosas para ir humedeciendo todo el sexo.

Entretanto, las manos de Elena se hicieron cargo de la caricia a sus senos mientras le rogaba que la masturbara. Ya los dientes de Ana roían las mamas tirando de ellas con pertinaz insistencia y encerrando entre su índice y pulgar la dúctil excrecencia del clítoris, fue estregándola hasta que los gemidos le indicaron su excitación. Durante un largo momento permanecieron en esa mansa relación, hasta que, encorvando los dedos, los introdujo dentro de la vagina y sus afiladas uñas rascaron todo el interior a la búsqueda de la callosidad que halló prontamente y desde allí inició un alucinante vaivén tan hondo que llevaba a sus nudillos a chocar chapaleantes contra los tejidos de la vulva.
Elena clavaba su cabeza contra el respaldar de la cama y sus manos se agarrotaban sobre las sábanas arrugadas como si quisieran rasgarlas, mientras su cuerpo ondulaba e iba envarándose por la crispación. Comprendiendo la inminencia del enésimo orgasmo, Ana agregó otro dedo a la cópula y de esa manera, manejando el brazo como si fuera un ariete, la penetró hondamente hasta que su amiga abrió la boca desmesuradamente y, en medio de espasmódicas contracciones, expulsó los jugos fragantes de su sexo.

Aprovechando que aun estaba sumida en ese torpor que dejan los orgasmos y trataba de recuperar el aliento, Ana tomó el improvisado consolador. Con pícara premura acarició el sexo con el falo, excitando reciamente los tejidos de la vulva y estregando al clítoris, pero su amante salió de su estupor para impedírselo. Arrebatándoselo, le anunció vehemente que ahora le correspondía el privilegio de poseerla a ella y, acostándose boca arriba, lo mantuvo erecto contra su sexo mientras le exigía que se penetrara con él. Ducha en ese sexo dominante que había practicado durante años con su marido, Ana se acaballó sobre ella, tomando el falo entre sus dedos para embocarlo en la vagina.
Descendiendo lentamente, sintió como todo el largo tubo separaba los tejidos para rozar finalmente el cuello uterino y, mordiéndose los labios por el placer que experimentaba al sentir una vez más una verga socavándola, se inclinó sobre su amante, buscando su boca con desesperado frenesí e imprimir al cuerpo un lerdo balanceo hacia delante y atrás que, conforme se excitaba fue convirtiéndose en una alocada jineteada al miembro. Cuando comenzó a experimentar los primeros síntomas del orgasmo, se apoyó hacia atrás en las rodillas que Elena había encogido y, en ese ángulo, el tránsito de arábigos movimientos ondulatorios se le hizo de inefable goce hasta que, en medio de angustiosos ayes, sintió su alivio interno, pero los jugos no escurrieron impetuosos como siempre.
Elena parecía dispuesta a imponer su papel dominante en la pareja y sin darle tiempo a reponerse, la acostó atravesada sobre la cama, haciéndole sostener las piernas encogidas para penetrarla por la vagina y cuando la verga improvisada estuvo enteramente dentro de ella, apoyando su Monte de Venus contra el falo que sostenía su mano, inició una cadencia masculina que las sacó de quicio.
Los senos oscilantes sacudiéndose sobre su pecho subyugaron a Ana y, tomándolos con las dos manos, los estrujó y sobó, sintiendo como la mujer iba elevándola a niveles desconocidos del goce. Buscando esa dosis desconocida de placer, fue retorciendo su cuerpo y las piernas encogidas quedaron de costado, encerrando prietamente al consolador para sentir como iba raspando sus tejidos desde ángulos imposibles y golpeando tan fuertemente que la pelvis de su amante se estrellaba ruidosamente con chasquidos húmedos contra sus nalgas.
Sin proponérselo conscientemente, se acomodó para quedar de rodillas y en esa posición, con el rostro restregándose contra las sábanas y la grupa alzada, los embates de Elena se convirtieron en furiosos remezones que sólo aplacaron su furia cuando, entre los ayes complacidos de Ana, sintió el chasquido de sus jugos esparciéndose sonoramente a través del consolador

A pesar de que aquella cópula parecía extenderse indefinidamente con los deseos retroalimentándose en cada uno de esos múltiples orgasmos, las más de tres horas que ya llevaban sometiéndose mutuamente parecían haber despertado un feroz apetito sexual en las mujeres.
Inclinándose sobre la temblorosa mujer que era Ana, Elena acarició tiernamente su corto cabello, mientras su boca se aproximaba hasta tomar contacto con aquellos labios convulsos que, ante el menor roce se abrieron para dejar escapar el fuego de su aliento.
Asiéndola con las dos manos por el cuello, Ana profundizó el beso y entonces Elena dejó en libertad el accionar de su lengua que invadió la boca en búsqueda de la suya. Los más de treinta años de experiencia sexual primaron en Ana, haciendo que su boca se debatiera en una batalla incruenta de labios y lengua, al tiempo que dejaba a las manos deslizarse sobre la espalda de su amada y atrayéndola contra ella, hizo que los pezones de los tan disímiles senos se restregaran para así incrementar los angustiosos reclamos del vientre de Elena que los exteriorizaba con mimosos murmullos en los que le pedía que volviera a hacerla suya.
Recostándola un poco en la cama, Ana llevó la boca a recorrer en diminutos chupones el agitado cuello hasta arribar a la rubicunda planicie del pecho y, en tanto que una mano sobaba suavemente uno de aquellos sabrosos frutos, la lengua escarceó contra la aureola que rodeaba al grueso y rugoso pezón.
Tremolante, se agitó repetidamente contra la mama, comprobando que el grosor no le impedía tener una elasticidad que la hacía doblegarse ante el embate del órgano. Acomodándose con una rodilla a cada lado de las caderas, incrementó el estrujamiento del pecho alternándolo con fuertes pellizcos de los dedos al pezón y, en tanto los labios rodeaban a la mama para succionarla apretadamente, la otra mano se escurrió hacia la entrepierna para comprobar la suave superficie de la vulva.
Elena jadeaba sonoramente y el estremecimiento convulso de su cuerpo confirmó a Ana que ya estaba lista y, sin dejar de someter al pezón con el retorcimiento de los dedos, deslizó la boca hasta arribar a la mojada entrepierna. La ya familiar fragancia almizclada del sexo la enajenó y después de pasar la lengua sobre la barnizada superficie, hundió los labios en ella para chupar las jugosas mucosas que empapaban los tejidos.
Alzándole las piernas para que las colocara sobre sus espaldas, hizo vibrar a la lengua golosa, deslizándola desde el mismo clítoris hasta el apretado haz de esfínteres anales, trasegando los jugos que los cubrían hasta no dejar huella de ellos. Afirmada con los pies en sus hombros y en una muestra involuntaria de la flexibilidad que le otorgaba el yoga, Elena elevaba su pelvis paulatinamente con un cadencioso ondular del cuerpo, propiciando la estimulación de la lengua.
Acuclillándose, Ana llevó dos dedos a separar los labios mayores de ese sexo semiabierto y el clítoris que parecía estar a la espera de su intervención se alzó tieso como un tubo carneo. La lengua voraz se abatió sobre el pene femenino y tras azotarlo repetidamente hasta comprobar la solidez de su erección, hizo lugar para que los labios lo envolvieran. En tanto se esmeraban en la succión masturbatoria del órgano, dos dedos escarbaron en la mojada entrada a la vagina y resbalando sobre una alfombra de mucosas, se introdujeron en el canal.
Encorvándolos, buscó en la cara anterior hasta hallar muy cerca de la entrada la ya endurecida prominencia del Punto G y con suave estregar de las yemas, consiguió poner en labios de su amante un repetido asentimiento, que fue transformándose en angustioso reclamo por mayor penetración y velocidad. Redoblando la actividad de los labios en chupar al clítoris, agregó el alternado raer de los dientes y, al tiempo que lo estiraba para luego soltarlo bruscamente, sacó los dedos de la vagina y formando un cono con los cuatro dedos, la penetró despiadadamente mientras daba a su brazo una pronunciada torsión
Elevando su cuerpo en un arco perfecto en el que, sólo apoyada en hombros y cabeza, Elena se empecinaba en proyectar su sexo contra la boca y la mano que le daban tanto gusto, hasta que, en medio de sus gemidos y ronquidos semi ahogados, se envaró y por los dedos de Ana escurrieron los tibios jugos de aquel orgasmo esperado.
Esa espesa evacuación hizo que Ana se enardeciera con su tacto y, dejando en paz al clítoris, bajó a lo largo de los labios menores para chupar golosamente los dedos pringosos, tras lo cual sus labios se pegaron a la boca dilatada de la vagina, sorbiendo ávidamente los jugos que aun seguían manando por los espasmos uterinos.
Ana parecía haber recuperado los ímpetus de treinta años atrás y volvió a hundir su boca en las fragantes carnes del sexo de su amada. Aunque esa eyaculación aliviara las entrañas de Elena, esta no había alcanzado el orgasmo y, sintiendo aun al deseo corroyendo su vientre, recobró lentamente el aliento. Los angurrientos chupones al sexo contribuyeron a que se recuperara rápidamente; observando como un mechón ocultaba el rostro de Ana, lo apartó con sus dedos y entonces, sin cesar de mover la cabeza lado a lado en el chupeteo, esta alzó la vista para que sus ojos claros se cruzaran con los de su amada.
Había tanta angustia reprimida en la mirada de Elena, que Ana sintió una compulsión a poseer esa boca que murmuraba su contento y, cuando las manos apresaron su cabeza para tirar suavemente de ella hacia arriba, se deslizó sobre el cuerpo y sus labios volvieron a unirse.

La práctica de tantos años hacía que ella dominara los tiempos de los orgasmos como anteriormente controlara los músculos vaginales y, aunque sumamente excitada, estaba lejos de dar rienda suelta a su satisfacción. Ahora sabía que esa relación con Elena sería una de las últimas en que su edad le permitiría brindarse con los ímpetus de su juventud y decidida a satisfacerla y satisfacerse sin conmiseración, acometió su boca en tanto que la agraviaba roncamente denominándola su putita personal con groseras palabras que alababan sus condiciones para el sexo, incitándola a degustar sus propios jugos en su lengua y abios.
Evidentemente y a despecho de que estuviera desfogando sus histéricas necesidades uterinas, por edad, por curiosidad o por convencimiento, casi en el ocaso de su madurez sexual, Elena demostraba una natural vocación a la homosexualidad y, mientras aceptaba con glotonería los pedidos de Ana chupeteando con fruición el sabroso pastiche de su boca, le retrucaba con los más viles epítetos sobre su condición de envilecida lesbiana.
Restregándose una contra la otra en un casi cinematográfico ralentti y dejando a las manos que exploraran las regiones más recónditas de sus cuerpos, se besaban, lamían, maldecían y bendecían recíprocamente como envueltas en una tormenta de pasión y deseo, hasta que Elena le exigió que la llevara nuevamente hacia el apogeo del placer, permitiéndole satisfacerse en ella.
Eso era lo que Ana estaba esperando y, acomodándola de manera que quedara en el borde a lo largo del colchón, se colocó invertida sobre ella en un perfecto sesenta y nueve para que su cabeza reiniciara el voraz jugueteo de bocas y lenguas. La mujer le había demostrado poseer una lengua que, agudizada, se alargaba virtuosa para recorrer los recovecos de una boca; los labios de Ana la rodearon y, comprendiendo la idea, su amante la envaró para que fuera succionada como un miembro masculino, tan hondamente que la boca toda desaparecía dentro de sus fauces abiertas.
Esa especie de felación bucal las exacerbó y, hundiéndose aun más en ese mareante tiovivo, las manos de ambas se dirigieron a los senos de la otra; las de Ana, baqueanas en el manoseo de las propias, a sobar primero y estrujar después los movedizos globos que, aplastados por su propio peso, destacaban el vértice mamario y, las de Elena, a acariciar de manera ritual esos pechos que sobresalían del torso en suaves bamboleos.
Como fuera; la mutua experiencia las hizo concurrir a un sólo propósito y, en tanto los dedos hábiles de Ana maceraban en suaves pellizcos y retorcimientos las mamas de su amante, esta rasguñaba temerosa las escasas aureolas y se atrevía a que sus cuidadas uñas rascaran la prominencia carnea de los pezones.
Así, entre laboriosos chupeteos y lamidas que transformaban en hambrientos besos, las manos fueron preparando a los senos para que recibieran complacidos a las bocas cuando Ana decidió descender hasta ellos, obligando a la otra mujer a imitarla. Labios, dientes y lenguas reemplazaron parcialmente a los dedos para que, en forma alternada, sometieran a los pezones, en tanto que pulgar e índice retorcían cruelmente las mamas y los filos de los uñas se clavaban en ellas a la búsqueda de provocar esos dolores que se transformarían inevitablemente en goce.
Elena había comenzado a ondular su cuerpo como signo evidente de que su excitación excedía el nivel de aquel juego y de su boca, semi ahogados por la carne que la ocupaba, comenzaron a surgir ansiosos reclamos para que la de su amante bajara a succionar su sexo, permitiéndole hacer otro tanto en ella; reptando por el vientre hasta el Monte de Venus para que la boca explorara las mojadas ingles que confluían hacia el sexo, Ana le encogió los muslos exponiendo la zona venérea totalmente dilatada.
Todavía inflamado por la excitación, el sexo se le ofrecía como una siniestra flor carnívora, con su corola en distintas tonalidades que iban del morado al ennegrecido grisáceo contrastando con el intensamente rosado del óvalo. Los violáceos labios menores se extendían en suaves frunces para formar la capucha carnosa del clítoris y allá, abajo, la corona de delicados pliegues que orlaban la entrada a la vagina y, luego, esta misma, dilatada por la reciente penetración de los dedos, abría su boca para dejar entrever el pequeño vestíbulo que antecede a los verdaderos esfínteres vaginales.
La lengua avariciosa de Ana estimuló por un momento el grueso tubo del clítoris y luego, mientras dos dedos escarbaban en los plieguecillos de la fourchette sin pretender invadir la vagina, en combinación con los labios, fue recorriendo cada centímetro del óvalo haciendo presa del coral epidérmico de los labios que lo rodeaban. Aquello enajenaba a Elena que, seducida por el aspecto ominoso del sexo de su amante, poblado de colgajos y arrepollados pliegues más las flatulencias de íntimas fragancias, le hizo abandonar todo cuidado y, abrazándose a las nalgas, las atrajo para sentir en su boca aquello por lo que los hombres enloquecen.
Incrementando paulatinamente la fuerza de sus brazos en los muslos hasta conseguir que el mismo ano quedara al alcance de su boca y haciendo tremolar la lengua, lo estimuló hasta que los esfínteres se dilataron voluntariamente. Suplantando el exquisito aleteo húmedo por la suave yema del índice, aguijoneó la floreciente lisura de la tripa para luego ir penetrándola sin apuro, milímetro a milímetro, mientras labios y lengua retornaban a martirizar las aletas de los pliegues.
Lo del ano pareció incentivar la excitación de Ana quien, reclamándole sordamente que se lo hiciera con más dedos, concentró el trabajo de su boca en el clítoris mientras deslizaba dos dedos dentro de la baqueteada vagina en incipiente coito, que fue incrementando su vaivén conforme su amante la complacía.
Atrapando la masa entera del clítoris de Elena, lo introdujo en la boca para macerarlo apretadamente entre los labios y empujándolo reciamente contra el interior de los dientes quienes, finalmente, colaboraron de ese martirio con un delicado raer a la inflamada carne. Ya el dedo de Elena contaba con la compañía del mayor y transpuesta la inicial resistencia de los esfínteres anales, se introducían casi con morosidad en el recto hasta que los nudillos les impidieron ir más allá.
El disfrute de la sodomía pareció instalar en Ana el deseo de concretarlo en su amante y tomando el delgado tubo de metal, fue sojuzgándola en una penetración tan lenta como profunda que la retrotrajo al recuerdo de su primer sometimiento anal. Atenta a las reacciones de la mujer, imprimió un cadencioso balanceo para penetrarla con un fuerte vaivén en furioso coito.
Inmersas por un rato en esa alucinante cópula en la que se satisfacían en la mutua sodomía, dominadora y dominada, casi al unísono, prorrumpieron en jubilosos gemidos, anunciándose recíprocamente el advenimiento de sus orgasmos mientras recibían regocijadas los fragantes jugos que excedieron sus sexos hasta que el agotamiento las doblegó.
Datos del Relato
  • Categoría: Lésbicos
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