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UN HOMBRE TÍMIDO- FINAL--

El tiempo que duró mi cura de timidez con Sarita llegó a tal extremo que, sin proponérmelo, me sorprendí rezando las oraciones de mi infancia. Y así, mientras ella repetía incansable “Me tienes que comprar”... yo oraba en silencio pidiendo ayuda al Altísimo para que me iluminara con una idea salvadora. ¡¡Señor, ten piedad de mí, estoy harto de mimitos, este bastoncito de mujer me dejará para prácticas de los estudiantes de anatomía!!

Pocas mujeres hay que resistan ocho días seguidos en el campo sin la imperiosa necesidad de enjaretarse un sombrero de pastora. Se pasó todo un día hablándome de tan necesario adminículo sin el cual no se encontraba lo suficiente campestre. Quería ir a la ciudad a comprar una pamela con lazos de seda, adornos de tomillo, hierbabuena y alguna rosita de pitiminí para dar color a tan indispensable prenda pastoril.

Dio saltitos de alegría cuando accedí a su petición. Se arregló, se pintó los labios de rojo, los párpados de azul, las cejas de negro, las mejillas de rosa, las pestañas de lila. Y emprendimos viaje al pueblo.

Hay hombres valientes, incluso temerarios cuyo valor ha sido recompensado con cruces y laureadas al heroísmo, pero dudo mucho que fueran capaces de resistir dos veces seguidas un paseo con Sarita por la calles de un pueblo apacible. No lo digo por los chascarrillos y comentarios soeces de la chusma arrabalera. Hay cosas mucho más difíciles de soportar. Al fin, la chusma se limitó a comentar la delgadez de la señorita. Pero me sublevó el juicio de una matrona que creyó ver en mi el secuestrador de una niña desvalida.

Nos siguió un sargento de caballería, luego dos tenientes, más tarde tres capitanes y no tardaron en incorporarse a la comitiva varios comandantes que olfateaban el aire como los lebreles olfatean la liebre. Imaginé que pronto tendríamos detrás de nosotros a todos los oficiales del regimiento acantonado en el pueblo. Cuando el océano de perfumes en que nadaba la muchacha llegó hasta el Casino, varios ancianos abandonaron sus cómodos butacones para seguirnos, venteando ávidos.

De pronto, el bastoncito, mostró una gran alegría y soltándose de mi brazo, abrió el bolso rebuscando en él con rapidez.
--¿Qué pasa? – pregunté
-- ¡¡Dos cojos!! ¡¡Dos cojos!! – exclamó alegremente.
En efecto, acababan de cruzarse con nosotros dos cojos; uno renqueaba a la derecha, el otro a la izquierda como si se aproximaran para insultarse y se separaran para pensar un nuevo insulto antes de acercarse de nuevo. Los dos renqueaban presurosos con el aspecto de quien recuerda con ahínco que ha llegado la hora de comer.
-- ¡¡Dos cojos!! ¡¡Dos cojos!! – repetía la muchacha
-- ¿Y qué, ya veo que son cojos? No creo que cojeen por gusto.
No me hizo caso. Había extraído del bolso un pañuelo y se apresuró a correr detrás de los disminuidos.
-- ¿A dónde vas?
-- ¡Déjame! ¡Regalo seguro!
Echó a correr, se detuvo delante de los renqueantes caballeros, hizo un nudo con el pañuelo apretándolo con tanta fuerza como si quisiera estrangular a alguien y tocó presurosa con el nudo los dos maletines que portaban los dos cojos. Regresó muy feliz y sonriente a mi lado, mientras los dos señores la miraban estupefactos.
-- Es preciso tocar los maletines mirándoles a la cara ¿comprendes? – me informó muy seria – sino, nada se logra.
-- ¡¡No me digas!! – exclamé escéptico.
-- ¿Has hecho tú otro nudo?
-- Por supuesto que no.
-- ¿No? ¡Qué idiota! Corre, hombre, aún puedes alcanzarlos.
-- Ni hablar.
Se encogió de hombros con menosprecio, incrédula de que por mi parte renunciara a un regalo seguro.

En el restaurante donde almorzamos, Ruiz, el jefe de estación, con quien tenía una cierta amistad, nos saludó muy solemne desde la mesa de al lado. Comprendí al instante que le había impresionado la diversidad de colores del rostro de mi acompañante y su habilidad para sorber las ostras. Observé, asimismo, que Sarita lo observaba a hurtadillas complacida de sentirse admirada. Cualquier mujer que no tenga un espejo delante, se observará con igual fin en el primer desconocido que la casualidad ponga frente a ella. Imagino que el ferroviario aumentó entonces el alto concepto que tenía de si mismo. Se colocó correctamente el nudo de la corbata ligeramente torcido y cuando el camarero le sirvió un plato de lentejas, se indignó después de observar que Sarita fruncía el morrito.

--¿Cómo? – se bramó en voz alta, fingiendo sorpresa -- ¿Qué inmundicia es esta?
-- Las lentejas, señor.
-- Pero... ¿tú me crees capaz de comer esta bazofia?
-- Le recuerdo que el señor las ha pedido.
-- ¡Yo! – exclamó rojo de vergüenza – Que desfachatez. Llévate ahora mismo esta porquería.

Luego, dirigiéndose a nosotros, despotricó sobre la increíble torpeza de los camareros de los restaurantes. Eran unos mentecatos. Sara, declaró muy ufana que a ella las lentejas le producían fiebre, pero que una vez había comido un
anca de rana. A su vez su admirador proclamó que las ancas de rana merecían todos sus respetos por ser manjar digno de paladares exquisitos. Se quejó de vivir en un pueblecito donde hasta un camarero tenía la desfachatez de ponerle delante un plato de asquerosas lentejas, y alabó con nostalgia cierta comida que había devorado en el restaurante Jokey de Madrid.

-- Es que Madrid es mucho Madrid – ponderó la esmirriada – No hay nada como Madrid.
-- Muy cierto, Madrid sólo hay uno – aseveró el ferroviario que, por lo visto, no había visitado EE.UU.

Me estaba matando el hastío. Aburrido como una ostra en la ostrera, me di en cavilar en mi desventura. Terminada la comida, desapareció la joven para reponer el carmín ingerido y el jefe de estación tuvo la amabilidad de alabar mi suerte y declararme confiadamente que para su desgracia tenía que conformarse con las caricias de una modistilla.

Regresamos a la aldea después de comprarle a la joven la pamela que deseó elegir y poco después, la inteligente muchacha, hizo un descubrimiento crucial. Me dijo con toda desfachatez en mi propia cara que aquel regalo se lo debía al encuentro con los dos cojos. Nunca me dio las gracias por haberlo pagado, si lo había hecho había sido bajo la fatal e invencible influencia del nudo del pañuelo y siempre fue para ella “el regalo de los dos cojos”.

Me hallo más melancólico que nunca. La muchachita “alegre como unas campanillas” se ha convertido en esquilas de rebaño que me persigue a todas partes como una avispa furiosa. ¿Qué clase de amigo fue el que me recomendó a este tábano? ¿Cómo pudo imaginar que podía curarme oyendo todo el día... “Me tienes que comprar...”? o, varias veces al día, ¡¡Hazme un mimito!!
¿Habrá algo más aburrido, más igual a si mismo que el amor?. Si yo les explicara... si me atreviera... no, no me atrevo.

Ya me ocurrió una vez al intentar persuadir a un amigo mío, al que imaginaba juicioso, de lo que tienen de ridículo las relaciones sexuales y el amor. Analicé pormenorizadamente todos los aspectos, las posturas, todos los detalles, incluso se los explique bajo la potente luz de la lupa irónica... cuando finalicé, mi amigo, rojo como una peonía, escarlatas las orejas y brillantes los ojos, me dijo:
-- Posiblemente tenga usted razón,; pero después de esta explicación tan minuciosa no me queda más remedio que visitar a Lolita.

Y, el muy indigno, me dejó plantado. Desde entonces me juré a mí mismo no hacer partícipe a nadie de mis observaciones.

Estoy harto de Sarita. Me tritura a preguntas. Todo lo quiere saber y si respondo:
-- No sé.
-- ¡No sé, no sé! Nunca sabes nada.

No imaginan ustedes lo que una mujer ociosa es capaz de solicitar. Una vez me propuso que ahorcáramos al perro que guarda la casa de mi vecino. Pese a estar amarrado con una cadena, temía que la mordiera. En otra ocasión me exigió que examinara un arañazo que se había hecho en un dedo. Lo examiné. -- Esto es de la tiroides – respondí científicamente.
-- ¿Qué es la tiroides?
-- Una glándula.
-- ¿Cómo las de Venecia?
-- Más pequeña.
-- ¿Y en donde está situada?
-- En el endocardio superior – respondí sin rubor.
-- Eso imaginaba.

Y se olvidó del rasguño.

Almorzábamos. La temible muchacha tenía en su plato tantos percebes como puede haber en todo Finisterre. Al abrir uno me lanzó un chorrito de agua tibia y sonrosada en una mejilla. Esto se pasa de castaño a oscuro, pensé enojado. Comenté con mi rostro más afligido:

-- Sara, amada mía, tengo que comunicarte una mala noticia.
-- ¿Mala para ti?
-- Si, para mí, tesoro.
-- ¿Qué te pasa, pues? – preguntó con admirable entereza sin dejar de comer.
-- Tenemos que separarnos – murmuré en tono contrito.
-- ¡Qué estupidez!

Y me echó un chorrito de agua en un ojo. Al secarme se me ocurrió una frase romántica:

-- Ya ves que estoy emocionadísimo, vida mía, casi llorando. Jamás podré olvidarte. Te lo juro. Estos días que pasaste a mi lado han sido los más felices de mi vida...

Un percebe gordísimo disparó hacia mí una tromba de agua. Alcé el cuello de la chaqueta y proseguí:

--Sí; has sido mi alegría, pero tenemos que separarnos, amada mía.
-- ¿Cómo es eso?
-- Verás, luz de mis ojos, el nuestro es un amor imposible.
-- ¿Imposible?
-- Ciertamente. No creo que desconozcas que, según las novelas, los amores imposibles existen, de no ser así la literatura perdería el noventa por ciento de sus obras. Cuando me di cuenta de lo interesante que era nuestro amor me dije, este es un amor imposible.
-- No acabo de entenderte – respondió después de cavilar el tiempo suficiente para comerse treinta o cuarenta percebes – Habla más claro.
-- Difícil es, corazón mío, decírtelo más claro, mi alma expresa su dolor... escúchala: En mi estado se deviene en expresar la cogitaciones del cartílago suprarrenal del ígneo y farragoso parlamentarismo mesocrático. Ahí lo resumo todo, adorada Sara. Dudas horribles me asaltaron antes de comunicártelo y te suplico que no quieras saber nada más. Mi tormento es insufrible. Padezco horrores.

Comprendí que mis palabras y mi apenadísima expresión facial la habían impresionado más de lo que yo mismo había calculado cuando preguntó:

-- ¿No queda otra solución?
-- Desdichadamente, no queda otra, vida mía.

Quedóse pensativa mientras trasegaba dos docenas más de percebes, después comentó desilusionada:

-- Vaya, resulta que usted me arranca de Madrid, me obliga a comprar un sombrero que para nada me sirve en la capital, me impide pintar de turquesa el carnero que tanto me gustaba, no he podido enjaular ni un pajarito, se niega a ahorcar el horroroso mastín del vecino y cuando éste empieza conocerme y casi me había acostumbrado al detestable vino de la tierra, me envía usted con viento fresco...
-- No, con viento fresco no – negué con galantería.
-- Con viento fresco, caballero. ¿Quiere usted conocer mi decisión? Pues se la voy a decir: De ningún modo acepto su decisión.
-- ¿De ningún modo?
-- Eso es. Yo no me marcho. Usted puede hacer de mangas capirote con su amor imposible; pero mi economía es sagrada, caballero. Haga usted el favor de no poner esa cara de buho asombrado. Usted se comprometió conmigo. Va a comenzar agosto, si regreso a Madrid, será imposible que encuentre un solo enamorado que quiera contratarme, todos estarán tostándose al sol en Benidorm o Marbella. En un fecha fatal para estas cuestiones del corazón. ¿En qué posición me deja usted? ¿Qué hago? Ni hablar, yo no rescindo mi contrato. Los hombres son todos ustedes unos egoístas, atentos sólo a sus conveniencias.

No le faltaba razón. Comprendí que yo estaba más verde que una lechuga en cuestiones de amor que, casi siempre, es tan sólo un negocio. Cuando lo analicé bajo este prisma, me vino a la mente la solución con la velocidad de la luz:
-- Puedo hacer un traspaso.
-- Eso no es asunto mío.

Al día siguiente, el jefe de estación y yo, nos abrazábamos efusivamente para cerrar el trato.
-- Puedo garantizarle que es una ganga – aseveré con mi tono más convincente y serio – Si no tuviera que hacer reparaciones en la vivienda créame que no la dejaría marchar. ¿Cuándo quiere que se la mande?
-- Mañana mismo, pero me queda una duda y no sé...
-- Diga, usted señor Ruiz, sin reparos.
-- Me parece que la chica es ...en fin ... es muy delgadita.
-- ¡Por Dios, amigo mío!, esa es la última moda, un hombre de mundo como usted no puede ignorarlo. Es una mujer “peso mosca”.
-- Es verdad – se ruborizó, arreglándose el nudo de la corbata siempre torcido – es estos pueblos olvidados de la mano de Dios, acaba uno por atontarse.

Creo que el mayor placer de mi vida fue indicarle a mi novia aquella noche:

-- Señorita, está usted traspasada.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16689
  • Fecha: 24-05-2006
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.02
  • Votos: 57
  • Envios: 0
  • Lecturas: 2836
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