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Categoría: Infidelidad

El mejor amigo de una mujer casada

19 de Septiembre de 2018.



Antes de conocerle, temí las consecuencias. Y es que, ya no recordaba ni cuando había empezado a fingir el orgasmo con mi marido. Como os cuento, no fue algo premeditado, simplemente el hecho de que Martín me preguntara qué me parecía si dejábamos que otro hombre se quedara unos días en casa, me pareció una incitación tácita a serle infiel, prácticamente un requerimiento formal para que le pusiera de una vez los hermosos cuernos que sin duda merecía. Por lo visto, un antiguo amigo de la universidad que era enfermero y estaba de vacaciones. Si bien, sólo pasaría un par de días en Cuenca con nosotros.



Estaba harta, hace meses que estaba empachada e insatisfecha con el rumbo estático, conocido y tedioso del día a día. Ya no podía seguir amañando mi propia vida para eludir que jamás había triunfado ni fracasado lo suficiente. En fin, era la suma de las partes, y nada en concreto. No es que estuviese enojada con eso de dejar de ser yo para ser la “mamá de Bárbara”, tampoco tener un marido improcedente, ó que me hubiese convertido en la prisionera de la seguridad que siempre me había obsesionado.



Mi naturaleza suspicaz y por momentos maliciosa me ha supuesto un lastre social, sobre todo para forjar y conservar amistades sinceras. Pero ese fenotipo que siempre me hacía recelar de las intenciones ajenas y fiarme sólo de la madre que me parió, me había ayudado al menos a sobrevivir en la vida. Y sin embargo no me sirve esta vez para trazar ninguna ruta de escape del foso en el que se ha convertido mi vida.



No, Martín es… bueno. Es muy cariñoso, respetuoso, atento, dulce y sin ser condescendiente es siempre correcto e indulgente. La verdad es que cuando lo conocí, me quedé prendada de su ambición, su inteligencia, caballerosidad, pero sobretodo de su amor insensato y suicida.



Así, Martín me fue conquistando con paciencia, gesto a gesto fue ganando la fortaleza en que se había convertido mi desconfiado corazón. Hasta que tras cinco años de novios incluso consintiera casarme con él por la iglesia, tomándole como esposo ante Dios siendo yo atea y roja de pedigrí de toda la vida.



Los años en pareja se fueron consumiendo con sosiego, pero con la inquietud diaria de pensar que le había dado mi vida a él, como se la podría haber dado a cualquier otro, idea que me chirriaba en la boca del estómago como una tiza vieja arañando una pizarra. Al ver que la vida se escapa estaba echando en falta algo, un cambio, divertirme, emoción, quizá alguien más temperamental, impulsivo, salvaje, que sé yo.



Le dije que sí, que lo invitara, deseando en mi fuero interno que fuera un hombre interesante y seductor. En realidad llevaba meses masturbándome con esa fantasía, serle infiel. Me tenía obsesionada la idea de liarme con otro hombre de una vez. Así que, cuando Martín me dijo que su amigo Rober se quedaría con nosotros un par de días, no pude evitar que mi pícara mente se pusiera a imaginar. –Roberto, desde luego suena bien.



Ya sé que sonará estúpido, pero conforme se acercaba el día me sentía inquieta y alterada, como una adolescente a mis 39 años. No le ponía cara, la verdad. Con eso que era viajero a lo mejor se parecía a uno de esos héroes aventureros, ummm…



Por otro lado, Martín es demasiado delgado como para resultar varonil, y con la excusa de ser alternativo va siempre bastante descuidado, con barba de tres o cuatro días, vestido con lo primero que se encuentra al abrir el cajón del armario, etc. Además, ocurre que en la cama mi marido es poco innovador y nada transgresor. Tampoco es, digámoslo claro, de esos exageradamente dotados, de esos que sobrecogen a una mujer. Hace tiempo que no siento aquel deseo de que me penetre… Por Dios, ya lo he soltado.



Cuando mi marido me hace el amor ya apenas me divierto ni excito, y si intento llevar yo la iniciativa para disfrutar algo es inútil porque él eyacula enseguida. Así que en no pocas ocasiones acabo imaginándome que estoy con otro hombre, casi siempre el mismo la verdad. Uno de los chicos a los que rechacé en mis años de acné, aparato de ortodoncia y amor para toda la vida. El que fuera hijo del panadero de mi barrio, un chaval sin sustancia que nunca llamó mi atención pues me parecía un inmaduro como todos los de mi edad. Siempre pensando en divertirse, en las motos, en mentir a cualquier tonta para meterle mano, y sin más horizonte que continuar con el negocio de papa. Pero que por cosas de la vida, y unos disturbios en una manifestación, reencontré al cabo de un montón de años convertido en un oscuro subcomisario de Policía Nacional que según los cuchicheos, no sólo carecía de escrúpulos con los maleantes. Delgado, de un moreno casi pardo, y bien conservado a pesar de sus ojos de noches en vela y de las marcas de decepción en su rostro. Un hombre maduro como yo, que ahora me resultaba terriblemente atractivo, lamentándome de no haber intuido en su día aquella mutación.



La cosa es que unos días antes durante el recreo, soy maestra, incluso me había sorprendido a mí misma escuchando a una compañera en trámites de separación. Prestando atención a los detalles de papeleo, abogados, reparto de las propiedades, etc. Estaba hecha un lío. Aunque ya no estaba segura de seguir queriéndole, sí le necesitaba. Sufría por él, y no deseaba hacerle daño, hemos compartido mucho. Además, mi hija necesita a su padre.



Sin embargo, para qué nos vamos a engañar, yo siempre he pensado que soy una mujer atractiva, aunque mi marido dejase hace tiempo de hacérmelo saber. Quizás no esté hecha para alguien como él. Mido casi 1’70, salgo a correr a menudo lo que mantiene mi cuerpo a tono y mi piel bronceada. A pesar de ser madre ostento un culo menudo, mis pechos están en su sitio, y si bien ya no soy una chiquilla, mis ojos azul turquesa, nariz respingona, y dientes perfectos me siguen dando un aire fresco e inquietante para los hombres. Pero eso sí, las uñas siempre largas y afiladas para mantenerlos a raya.



En fin, siempre he creído que me merezco algo más, esa siempre ha sido una constante en mi vida. Un coche deportivo, una casa mejor, otro trabajo, y por qué no, un hombre que haga que me tiemble el pulso al acercarse y que me falte el aire cuando me mire. Alguien que me anime y ayude a hacer las locuras que dan sentido a la vida, y no que me reprima mis ganas de adoptar el perro que he deseado desde niña. Quiero disfrutar de una vez con alguien que me haga perder la razón, que me haga suplicarle sexo, que me trate como a su diosa pero me someta destrozándome de placer. Tengo que saber qué siente una mujer estando así con un hombre.



20 de Septiembre de 2018.



El día que llegó nuestro invitado me arreglé un poco más de lo habitual. Ya era media tarde, por lo que quería que mi aspecto fuera el ideal para salir de cañas por ahí. Me puse informal, pero mona. Vaqueros pirata ceñidos de color claro (las faldas no me van) y blusa blanca entallada que acentuara mis pechos y mi piel morena. El pelo, rizado y con mechas rubias naturales, en un recogido sexy, apenas maquillada, lo justo para resaltar mis ojos azules y labios sugerentes, y por supuesto, taconcitos (sé que suena engreída, pero una mujer conoce sus armas).



A las 17h sonó el timbre, y Martín que estaba en el despacho fue a abrir. Entonces lo vi…



Me quedé impresionada, quiero decir, no era el tipo de hombre que me imaginaba, no sé, tipo Indiana Jones con ropa caqui, no, nada de eso, era un caballero corpulento, moreno, elegante y fresco a pesar de los años vividos. Con pelo muy corto y mirada intensa, dientes blanquísimos y facciones marcadas entorno a una sonrisa inquietante de chico malo… Y Dios, ¡qué brazos!… Llevaba una camiseta entallada de color gris, que dejaba a la vista unos bíceps fornidos de piel tostada y unas grandes manos que sujetaban como si nada su equipaje.



Después, al pasar me fijé que con tacones no era más alto que yo. Me fijé en sus vaqueros envejecidos, en su trasero redondito y en ese bulto al lado izquierdo de la cremallera. Caminaba altivo, casi arrogante sobre unas sandalias, y en el tobillo derecho intuí un misterioso tatuaje. Me quedé como tonta mirándolo, admirándolo.



-Rober, te presento a mi mujer, Adoración. Bueno, Dora.



-Dora, un placer conocerte. Me dijo acercándose. Mirándome a los ojos me dio dos besos en las mejillas. Su olor era una mezcla de alguna fragancia sport y sudor, muy intenso y masculino. Olía a un hombre seguro de sí mismo y te hacía sentir a salvo a su lado, pues parecía de esos tíos con nervios de acero que siempre lo tienen todo bajo control. Cuando Martín se apartó, me quedé inmóvil mirando sus ojos, de un verde ceniza que parecían escogidos para su tono de piel y su cabello negro. Era un sueño hecho realidad. Comprobé por el hueco de su camisa que llevaba un colgante metálico, era un silbato metálico sujeto al cuello con una cuerda negra. Vamos, un tío sexy, muy sexy.



-Hola, soy Dora. Encantada.



Así empezó un tonteo de miraditas que de una forma u otra parecían destinadas a encontrarse. Tenía una mirada apasionada que volverían loca a cualquier mujer, pero él también se fijó en mí, estaba segura, y no pude evitar sentirme afortunada, orgullosa y algo más…



Ese fue mi primer encuentro con él. El resto fue un sueño, un sueño húmedo como jamás habría imaginado.



Durante la tarde preparé una cena especial para darle la bienvenida a nuestro huésped. Luego me duché. En la ducha, miré la cuchilla de afeitar y pensé que tal vez… bueno, decidí afeitarme un poco el pubis, quedándome por primera vez en mi vida con sólo unos tres centímetros de pelo justo en el centro, y que luego dejaría bien cortito con las tijeras. Al principio me sentí extraña, pero más sexy. Me miré supuse que así quedaba más sensual, más exquisito y lo rematé con tres gotitas de colonia de mora de Ives Rocher que va tan bien ahí. Es un aroma fresco y ligeramente dulce que siempre me sugiere encuentros comprometidos. No quise ni plantearme la razón por la que lo hice, me apeteció y ya está.



No podía dejar de pensar en cómo me había mirado, atravesándome el alma. Creo que yo le había mirado igual a él, como lo haría su propio reflejo en un espejo. Ansiando estar cerca de él, deseando que él me diera todo el placer del mundo.



Después me fui al dormitorio y muy nerviosa me dispuse a arreglarme un poco. Me miré en el espejo y me puse de perfil. Bueno, a pesar de mis “treinta y tantos” me considero una mujer atractiva para los hombres, recuerdo que pensé. Bien formada, alta, con un trasero respingón de esos que tanto les gustan a los hombres.



TOC – TOC – TOC



-¿Sí?



-Disculpa Dora… (Era Rober desde el otro lado de la puerta) ¿Puedo utilizar la ducha?



-Claro, estás en tu casa. Dije lo más normal que pude, añadiendo. Tienes toallas limpias en el armario. Guau, al descubrir que ese hombre estaba ahí mismo sonaron todas las alarmas de mi cuerpo, dejándome sin respiración.



-Vale, gracias.



Hubiera querido decirle que entrara, y preguntarle si estaba guapa así ó si prefería que me pusiera un vestido. Pero no lo hice, evidentemente. Pero, sí decidí ponerme uno de mis favoritos, un vestido “camisón” negro con bordados muy elegantes y que me quedaba a medio muslo. Dudé un instante si llevar medias o pantis. Provocadora, quise probar unas medias muy discretas que mi marido me había regalado, color carne y aspecto suave. Inconscientemente deseaba estar deslumbrante, y por supuesto no pensaba pasar desapercibida esa noche. Pasé a decidir que zapatos me pondría, después me repasé el maquillaje y me recompuse el recogido sexy, dejando unos mechones caídos a cada lado de la frente. Me puse unas gotas de Cocó Channel y unos comedidos zapatos de tiras sin apenas tacón, para que se apreciaran mis uñas pintadas color morado.



Al salir de nuestra habitación escuché el agua. El tío se estaba duchando y no había cerrado la puerta. Me pregunté si no lo habría hecho de forma intencionada, pero recordé que el pestillo de esa puerta hacía meses que no funcionaba y que Martín no hacía caso de arreglarlo. Mi marido estaba en el salón, tenía la tele encendida. ¿Y si…? Al menos un vistazo, ¿qué mal hacía eso a nadie? No era nada malo… sólo deleitarme un poquito, calmar mi inquietud con una miradita inocua que no haría daño a nadie. Además, seguro que la había dejado abierta para inducirme a pecar, pero como la puerta quedaba justo al lado de la ducha sólo implicaba acercarme y mirar un instante… sin fisgonear ni hacer nada. Caí en la tentación, e intentado no hacer ruido me aproximé un poco a la puerta del cuarto de baño.



Como una cazadora furtiva, dirigí mi mirada hacia esa presa prohibida. Yo, una mujer casada mirando a otro hombre enjabonándose el pelo con champú con los ojos cerrados, ¡Qué músculos!, ¡Qué brazos! ¡Qué todo! Apenas cabía en nuestra ducha, Dios mío. Entonces, se giró para coger el gel de la repisa al otro lado y pude intuir unos grandes pectorales. Tenía el cuerpo de uno de esos nadadores de los Juegos Olímpicos. Su piel era morena, sus hombros robustos, sus brazos enormes y su vientre plano, y su sexo… Tenía la polla a media erección, ligeramente levantada, y se le balanceaba de un lado a otro al mismo ritmo que la esponja recorría su cuerpo, tan grande, tan amenazante que no me sorprendió cuando noté seca mi boca sin poder cerrarla. Alucinada e inquieta por mí descaro, al girarse vi cómo se tambaleaban sus testículos. Eran como, no sé, como dos pelotas de golf, lo juro. Impresionante. Tuve que moverme como si estuviera haciéndome pipí, cruzando las piernas para aguantar cierta sensación de incontinencia. Finalmente, me llegó ese olor corporal tan fuerte, tan explícito, tan salvaje y delicado al mismo tiempo… De pie en la puerta del baño pensé que si aquel tío me calentase la cama, yo misma lo bañaría después agradecida.



-¿Dora Cariño?



Di un respingo. Era mi marido, voceando extrañado desde el salón. El corazón me latía a mil por hora.



-¡Dime, amor! ¿Qué quieres?



-Vienes ya o qué.



-Tengo… que hacer pipí y está ocupado.



-¿Está Rober?



-Sí.



-Pues ve a nuestro baño.



-Ya. A eso iba.



Me fui corriendo y me encerré en el baño de nuestro dormitorio. Estaba atacada, el corazón desbocado. La mezcla del miedo a que mi marido me hubiera pillado, y lo cachonda que me había puesto la imagen de aquel tío duchándose hizo que perdiera los papeles. Me subí el vestido y vi que estaba mojada, ¡mis braguitas! Pensé cayendo en la cuenta de que hacía años que no me pasaba aquello. Me toqué por encima y sentí el tejido empapado en mis dedos. Apoyada sobre el lavabo, sin darme cuenta de lo que hacía, empecé a batir en mi sexo aquel fluido transparente.



Con los ojos cerrados, me esforzaba por recordar aquel vistazo a la polla del amigo de mi marido. ¿Qué me ocurría? No dejaban de volar en mi mente los tormentos a los que me podría someter. Esos brazos, me aguantarían suspendida abrazada a él mientras me clava en su polla ó me acariciaría la espalda mientras yo le galopo en el suelo; Esa polla, me obligaría a chupársela de rodillas ó me comería él el coño abierta de piernas sobre la mesa; Ese cuerpo divino, me zarandearía como a un animal mientras me somete a cuatro patas ó se mecería dulce sobre mí en la cama; Esa boca, ¡ah!, ¡ah!, ¡¡AH!!...



Me había metido varios dedos de mi mano derecha mientras me frotaba, hasta que un orgasmo maravilloso mi hizo desfallecer, obligándome a agarrar el grifo para no caerme al suelo. Allí estaba yo, con las bragas a medio bajar, fantaseando con ese hombre, disfrutando de la imparable propagación del orgasmo por todo mi cuerpo, ¿por qué? ¿Por qué no podía controlar aquello? Esperé unos minutos para serenarme, luego me limpié. La primera noche iba a ser muy difícil con aquel tío en casa.



Durante la cena, apenas pude probar bocado. Mi marido se sentó a mi derecha, y Rober se puso frente a mí. Llevaba un polo azul marino, ajustado, de cuello tunecino con una fila de botones abiertos hasta dejar entrever su pecho. Aquel colgante adornaba un torso musculoso y perfectamente definido. Tampoco pude apartar la mirada de sus brazos. Sus bíceps se abultaban con cada leve movimiento, y esas venas que los recorrían. Nunca creí que la visión de unos brazos así me alteraría de esa manera.



Confieso que al comienzo de la cena, pensé excitada que quizá Rober aprovecharía nuestra posición en la mesa para tratar de tocarme por debajo. Que acariciaría mis tobillos con sus pies descalzos, subiendo hasta donde le resultara posible. Aquella idea junto al hecho de que nuestras miradas se cruzasen o mejor dicho, chocasen de forma continua me provocaron de tal forma, que pronto me di cuenta de que la fuerza de mis pezones comenzaba a poner a prueba la tela bajo mi escote.



Pero a medida que avanzaba la cena y ver que nada de eso ocurría, cierta desilusión fue haciendo presa de mí. Contrariada, no podía evitar sentirme decepcionada al tiempo que me relajaba darme cuenta de que me había dejado llevar por unas estúpidas e insanas fantasías.



-¿Voy por más vino? -preguntó mi marido.



-Por mí de acuerdo -dijo Rober levantando su copa casi vacia y dedicándome el último trago cortésmente.



Con mi marido en la cocina me sentía indefensa, no me atrevía a mirarle a los ojos. No quería perder los estribos.



-Estás preciosa, Dora.



-¿Cómo? -pregunté.



-Estás deslumbrante con ese vestido -me dijo mirándome intensamente con sus ojos verdes.



-Gracias.



-Y esa colonia que llevas, casi no me deja pensar. Es muy sensual, ¿cuál es?



- Cocó Channel.



-Channel. No, no puede ser. Tú hueles como flores de verano, como un jardín que hay a orillas del Bósforo. ¿Has estado en Estambul?



No contesté. Estaba petrificada. Rober había olido la colonia de mora con la que me había impregnado el pubis. ¿Cómo? No era posible. ¿Por qué diablos tardaba tanto Martín?



-Si supieras como me la estás poniendo... Prosiguió -Te haría el amor ahora mismo, aquí, encima de la mesa si tú lo desearas.



-¿Perdona?



Joder, joder. ¿Qué había dicho? ¿Había oído bien? Disimulé como si no hubiera oído nada ya que mi marido volvía a la mesa.



-Aquí traigo el vino. No lo encontraba. Un Cinco Almudes, tú preferido ¿no, Rober?



-¡Estupendo! ¡Ahora mismo no querría otra cosa! -exclamó Rober guiñándome un ojo.



Incómoda, me levanté inmediatamente. Estaba tan nerviosa que volvía a tener ganas de orinar.



-¿Qué te ocurre cariño? -me preguntó mi marido.



-No nada, tengo que ir al baño, perdonad.



Cuando pasé al lado de Rober vi su mirada de deseo, y tuve tomar aire para no tirarme sobre él como una leona en lugar de seguir caminando hacia el baño.



Llegué hasta el servicio y me encerré dentro. Otra vez en el cuarto de baño, pensé. No comprendía cómo me había encoñado con aquel hombre de esa forma, me tenía loca, como una adolescente en plena ebullición hormonal. Era increíble la atracción que sentía, me palpitaba el corazón como se me fuera a dar un infarto, sentía cosquilleos por todo el cuerpo. ¡Me mojaba entera con solo acercarme a él! En ese momento, tocaron a la puerta.



-¿Dora? ¿Te encuentras bien?



¡Era Rober!



-Sí. Salgo enseguida.



¿Cómo había dejado a mi marido en el salón? Qué pensaría allí solo sin saber qué ocurría. Martín parecía confiar ciegamente en él. Seguro que Rober le habrá dicho que él vendría a revisar que todo iba bien, como es enfermero...



Abrí la puerta y Rober se abalanzó sobre mí. Yo me resistí débilmente, intenté apartarlo pero él ya me devoraba el cuello. Me inundó de su fragancia, fuerte, dura, implacable. Aquello me volvió loca y le besé. Le besé como si le hubiera estado esperando cien años. Nuestras lenguas se revolvieron con fuerza, nerviosas e impacientes.



-Rober, déjame. Nos va a ver.



-Por Dios, Dora. Eres una mujer increíble, fascinante. Ojalá te hubiera encontrado antes que él.



-Mi marido… shhhh, ¿está en el salón?



Él no me respondió sino que me metió mano por debajo de la falda, acariciándome sobre las bragas, apretándome el culo con brutalidad.



-Tienes unas piernas tan sexys. Me encanta que te hayas pintado las uñas de los pies. Lo has hecho para mí ¿verdad? Me estás volviendo loco.



-Oh Rober, déjame, déjame por favor. No, así no.



Sin dejar en ningún momento de besarme con angustia, las manos de Rober avanzaban imparables hacia su destino en mi cuerpo y pronto, apartándome las bragas a un lado, sentí que empezaba a hurgar con uno de sus dedos en lo más profundo de mí ser, en mi sexo. Yo luchaba por no entregarme a él, por no ceder a la tentación, al hambre. Pero ya no podía oponerme, en aquel instante mi cuerpo era suyo, y mi piel arcilla que Rober moldeaba con sus manos. Así que no tuvo problemas en meterme aquel dedo al que acogí con frenesí dentro de mí.



-Rober, ¿Qué haces?



-Sssh, ¿por qué no? Es lo que quieres, lo sabes igual que yo. Desde la primera vez que te vi.



Intenté huir, negarme, pero claudiqué, caí y… empecé desquiciada a comerle la boca a aquel hombre. Los siguientes diez segundos se consumieron pesadamente, como la mecha de un cartucho de dinamita.



-¿Estás mejor? -preguntó enseguida mi marido desde la puerta del cuarto de baño.



Rápidamente nos separamos. Me alisé el vestido y me recompuse.



-Ya parece que está mejor -dijo Rober con tranquilidad-. Debe haber sido una bajada de tensión como te he dicho. Hoy ha hecho mucho calor.



¡Casi nos pilla mi marido! Pensé.



-¿Qué te pasa, cariño? ¿Estás muy colorada?



-Oh, nada amor. Estaba un poco mareada, pero ya estoy mejor.



-Vaya, quieres que vayamos al médico.



-No, no, gracias. Debo de estar a punto de empezar con la regla.



Miré a Rober justo antes de incorporarnos a la mesa, sonreía con los ojos entrecerrados. Es un cabronazo, quién se cree que es para tratarme así.



Una vez en la mesa, brindamos con vino. Martín dijo algo así como “Por nosotros” y chocamos las copas. Cuando tomé el primer sorbo me distrajo aquel frenesí que habían dejado los dedos de Rober dentro de mí. Casi me atraganté con el vino ya que por la rugosidad de sus manos, casi tenía la sensación de haber tenido un pene en mi vagina segundos antes. Era como esa extraña sensación de gustazo cuando haces pipí después de estar mucho tiempo aguantándote. Me puse la mano en la frente, agaché la cabeza y me mordí el labio para no gemir. Tuve que cruzar las piernas, y entonces miré hacia Rober totalmente alborotada. ¿Cómo se ha atrevido? El muy sinvergüenza.



-Dora, estás muy rara. Dijo mi marido visiblemente preocupado. -Será mejor que vayamos al médico. Tal vez te haya sentado algo mal.



-Qué no. No insistas Martín, no me pasa nada, será el vino. Dije al tiempo que trataba de atenuar aquella incómoda sensación de gustazo vaginal e intentando hablar con naturalidad, pero fue un desastre. No podía soportarlo, tenía el coño perturbado, tanto que empecé a pensar que quizá Rober me hubiese puesto algo ahí.



Dios, suplicaba con la mirada a Rober, mientras cruzaba y descruzaba las piernas para soportar las oleadas de gozo. Mis bragas estaban empezando a filtrar la humedad de mi entrepierna, estaba teniendo como pérdidas, era muy raro y de seguir así pronto se empaparía la tapicería de la silla.



De pronto, Martín se agarró a la mesa casi tambaleándose.



-Vaya sueño que me ha entrado… Joder…



-Tío, no estás acostumbrado a beber o qué – le preguntó Rober con tono de sorna.



-Pues no sé. Todo me da vueltas…



-¿Qué ocurre? -pregunté mirando primero a mi marido y luego a nuestro invitado, ya que algo me decía que él tenía algo que ver con el malestar de mi marido. Y qué guapo es, arrrghhhhh. Que rabia me daba pensar eso.



-Martín, vaya sueño te ha entrado, si te hubieras echado la siesta... Será mejor que nos vayamos todos a dormir.



Martín hizo ademán de levantarse, pero se derrumbó sobre la mesa.



-Martín, ¿estás bien? ¿Nos vamos a la cama? ¿Qué le has hecho? Le has echado algo en el vino, ¿verdad? -le pregunté muy alterada a Rober.



-Tranquila, es sólo Valium de un miligramo, nada más. Lo que pasa es que mezclado con vino… Estará durmiendo como una marmota hasta mañana.



-Y a mí, que me has puesto a mí. Tengo el coño ardiendo, imbécil.



-No, Dora. Perdona pero tú te has puesto así solita. Lo que pasa es que nadie te ha dado lo que yo. Dijo Rober con cierto enfado, levantándose de su silla.



-Bueno, ya basta. Será mejor que hagamos algo, no lo vamos a dejar aquí hasta mañana. Rober cogió a mi marido como a un niño pequeño y lo llevó a nuestro dormitorio de matrimonio. Yo fui detrás alucinada y un poco asustada. Lo dejó en la cama, le soltó el cinturón y le quitó los zapatos.



-Pero… es qué estás loco… seguro qué no le pasará nada -pregunté como una boba.



-No, a él no… a ti. Sé cuándo una mujer piensa en comerme la polla. Dijo mirándome a los ojos, como acusándome de ser yo la culpable por no controlar mi deseo.



Ufff. Sonó tan implacable, tan duro, tan chulo que me deshice literalmente. Noté las rodillas débiles y casi no me pude sostener en pie. Él me cogió con sus fuertes brazos y me besó. Le daba lametazos a mi lengua y yo cerraba los ojos como una universitaria en su primer beso.



-¿Por qué haces esto? Dime…



-Creo que está bastante claro, por ti. He pasado al otro baño después de que salieras, sabes. Lo has perfumado con el olor de tu sexo. Tú olor me ha vuelto loco, Dora.



-Cállate por favor.



-Ya eres una mujer, no una chiquilla. Una mujer lo que necesita es un hombre que la folle bien y la deje muerta de gusto. ¡¡Sí o No!!



-Sí o no. Repitió ante mi silencio.



-ssSí. Mascullé.



Humillarme así fue el no va más. Darle la razón era como suplicarle a aquel hombre que me follara. Eso hizo prender hasta el último poro de mi piel, y aquel fuego me lleno de energía para lo que estaba por llegar.



-Es más, ¿seguro que quieres hacerlo aquí? Me preguntó Rober tendiéndome en la cama, ¡¡JUNTO A MI MARIDO!!



-No, aquí no. Supliqué.



-Se lo tiene merecido Dora, si tú fueras mi mujer cuando vinieran a cenar mis amigos ó tus amigas, te obligaría a chupármela debajo de la mesa. Imagínatelo, cuando salieras de debajo todos sabrían quién es tu hombre.



-Calla, cállate Rober. Hazme lo que quieras.



Rober sonrió al tiempo que se escurrió hacia los pies de nuestra cama. Se entretuvo un buen rato en lamerme los deditos de los pies, sin quitarme los zapatos. A él le deben volver loco los pies. Su lengua era como una serpiente venenosa deslizándose entre mis dedos, capaz de lamerlos, saborearlos, y devorarlos. Catando después con sus labios cada centímetro de mis piernas, mordiendo, besando, explorando con la punta de su lengua la cara oculta de mis piernas.



Volvió sobre sus pasos y se dedicó a lamerme el empeine, los tobillos, los gemelos, pellizcándome la piel, comprobando su elasticidad y firmeza. Aquel preámbulo me estaba aturdiendo, me retorcía de cosquillas y placer, reía y gemía a partes iguales. Sus mejillas rasposas sobre mis piernas, su lengua, sus labios. Subiendo y subiendo, ummmmm, hasta conseguir apartarme las bragas y llevarse a la boca mi sexo. Sexo que en realidad, ya era suyo pues yo se lo entregaba completamente embriagada por las delicias de aquel hombre.



Recuerdo que no dejaba de pensar. -Soy una “puta”, estoy casada pero abierta de piernas como una “puta”, y me muero de ganas de que este tío me coma el coño hasta que me mate… Era extraño, no podía dejar de pensar esa clase de cosas. Tantos años casada y Martín y yo nunca habíamos hablado sobre si nos permitiríamos alguna infidelidad. Pero ya era tarde para eso, mientras pensaba en las situaciones más rocambolescas, Rober había llegado a mi sexo y estaba dedicándole toda su atención, revolviendo con su lengua aquel cenagal pringoso e indecente.



-Estás muy mojada, Dora. Mírate, tienes las bragas empapadas.



-No, eres tú. Es por tu culpa, yo no soy así… Dije intentado excusar mi obsceno comportamiento.



Rober se acomodó y volvió a meter uno de sus dedos en mi interior. Entonces buscó con tiento mi clítoris y se puso a jugar con su lengua alrededor. Yo lancé un chillido muy infantil, cuando vi que intentaba romperme las bragas. Era excitante, salvaje. Un animal salvaje enfrentándose con ferocidad a mi delicada lencería.



-Bonitas braguitas.



-Cómetelas, cabrón -dije fuera de mí. Hacia vibrar su dedo cosquilleando en mi vagina y ya empezaba a no poder soportar aquello.



Rober me sonrió y me empezó a chupar y a morder.



-Delicioso, y recién arregladito, ¿verdad Dora? Lo sabía, te mueres de ganas ¡eh, zorra!



-¡Sí, cabrón! Es todo para ti. Cómetelo. Le dije.



Me encantaba que utilizara esas expresiones tan fuertes conmigo, “zorra”, ¡¡OH, Sí!! Así me sentía: Una zorra desesperada porque Rober recorriese con sus manos todos los caminos de mi cuerpo, porque hallara cada senda en mi piel.



El chapoteo en mi sexo sonaba alto y claro. Yo pellizcaba la almohada, la mordía, me metía la mano en la boca para no gritar. Pero entonces, Rober suavizó y se puso a lamerme el coño con una delicadeza y dulzura suprema. Dibujó con la punta de su lengua las letras del abecedario sobre mis húmedos labios. La A empezaba desde mi clítoris, dos líneas y luego cruzaba los labios de derecha a izquierda. La B fueron dos delicados círculos, con uno envolvió mi clítoris y con el otro la entrada de mi sexo. La C, un arco fascinante desde el clítoris hasta el mismísimo ano. D, F, G, H –Ummmmm, me volvió loca ya que rozaba el clítoris sin tocarlo, la mejor fue la minúscula “i” ya que el tío repasó verticalmente toda mi rajita y al final se puso como loco a succionarme el clítoris... Y estallé de gusto. Su dedo jugueteando y la lengua de aquel tío, eran una combinación difícil de tolerar por mucho tiempo. Grité, y grité mi orgasmo y todo el caudal de placer que derramé se vertió mojando hasta la colcha de la cama.



-Mmmm, no has aguantado mucho. Dijo mirándome con sus turbadores ojos verdes mientras que me iba bajando lentamente las bragas. Por fin.



-Qué hijo de puta eres… Le grité exhausta. Cuando lo que pensaba en realidad es que ese hombre debía ser el ángel más bondadoso que habría en el Cielo, sólo que con una lengua perversa.



Martín dormía como un tronco, como se duerme una borrachera, con un hilo de saliva brillante recorriéndole la mejilla izquierda. No se había movido ni un milímetro de donde Rober lo había dejado. Tenía cara de estar durmiendo a gusto, aun teniéndome abierta de piernas con la cabeza de su amigo enterrada en mi sexo depilado.



Yo mientras seguía admirando como si fuera de una obra de arte a Rober, que se afanaba en llevarme a un nuevo orgasmo. Sus robustas piernas, la línea perfecta de sus caderas, un abdomen firme coronado por un ombligo diminuto, unos brazos fuertes y hermosos, y una maliciosa sonrisa que me enloquecía. Podía adivinarse su erección abultando la entrepierna de su pantalón. Toda su piel era parda, bronceada, debía hacer deporte con frecuencia al aire libre para mantener esa complexión y ese color. Su cabello oscuro, muy corto para difuminar sus entradas…



Entonces, fue pasando su dedo índice por la cara interna de mi brazo, acariciándome sin apenas tocarme. Reconozco que eso me vuelve loca, y él lo tuvo que notar pues el vello de mi brazo se erizó a medida que su dedo quemaba mi piel. No me preguntéis como ni porqué, pero aquel hombre parecía conocer todos los secretos del cuerpo femenino. Sin siquiera haberlo pensado descubrí mi mano encima de su pierna y empecé a hacer lo mismo que él me hacía. Deliberadamente mi dedo subió más de lo debido y pude notar como topaba con algo duro, inmediatamente nuestras miradas se cruzaron y sin cortarse un pelo me mordió la boca. Al principio rehuí su lengua girando la cabeza, pero entonces él comenzó a lamer mi cuello, justo debajo de la oreja. Poco a poco le fui aceptando. Ya no había vuelta atrás, y me iba relajando cada vez más dejándome llevar.



Entonces, sin avisar me soltó un fuerte azotazo en el trasero que sonó por toda la casa, y luego otro más. Pero aquello no me resultó agresivo, ni violento, no, no era un castigo, ni un ataque, sino la simple exigencia de sometimiento.



Metió su mano entre mis piernas, sabiendo lo que buscaba. Yo me recliné un poco más para dejarle maniobrar y sus dedos se abrieron paso de nuevo entre mis otros labios, debía estar empapadísima porque casi al instante tenía su dedo corazón moviéndose con plena libertad dentro de mí. Yo hice lo mismo, subí mi mano izquierda a su bragueta y ante mi torpeza de no poder bajarla, él me ayudó. La metí dentro y me encontré un pene de tamaño normal, aunque aún no estaba totalmente duro. Yo no había tenido relaciones anteriores, así que me llamó la atención que estaba operado de fimosis, ya que mi marido no.



Me estaba devastando con solo un dedo. Mi sexo respondía otra vez a su provocación con un estallido de lubricación, que hizo que pronto se volvieran a distinguir rumores de un chapoteo indecente entre mis piernas. Con mirada picara y cara de traviesa le miré a los ojos, mientras le sacaba el miembro del pantalón, se lo agarré con suavidad y empecé a masturbarle como pude con mi mano izquierda. De pronto hizo algo que no me esperaba, mirándome sacó sus dedos de dentro de mi sexo y me los puso en los labios. El olor jugoso y embriagador de mi sexo invadió mis fosas nasales. Sus ojos de deseo y asombro me hicieron sentir orgullosísima de mi propio coño, totalmente pringoso, ávido e inmoral. Mi cara de éxtasis hizo que repitiera esa operación. Entonces yo solté su pene y me llevé la mano a la nariz inspirando con afán su aroma masculino. Eso tuvo que ponerle a cien, ya que noté claramente como su respiración se aceleró.



Mientras yo subía y bajaba mi mano agarrando con firmeza la segunda polla de mi vida, él pasó su brazo de manera que pudiese agarrarme uno de mis pechos.



-Deja que tu maridito descanse, esta noche yo me ocuparé de ti.



Los dedos de Rober chapoteaban en mi sexo. Luego se desabrochó el pantalón y se sacó la polla tiesa y grande, más esplendida, maravillosa de lo que había imaginado. Supe que iba a empezar a follarme, pero le detuve.



-¿Qué ocurre? Ahora, te sientes culpable.



-No, quiero chupártela antes… Sólo se la he chupado a él, y quiero la tuya.



-¿Te gusta?



-Ajá… me la comería entera si pudiese. Dije asintiendo con mirada felina y malévola.



-Ven aquí, anda.



-Gracias… gracias Rober por dejarme chupar tu maravillosa polla. Fingí con voz de señorita fina, me puse a mil interpretando ese rol de sumisión tácita. Él sonrió y se sentó sobre la almohada con las piernas extendidas, mostrándome sus dotes masculinas. Levantó sus musculosos brazos y agarró los hierros del cabecero de forja. Su sonrisa era malvada, sinvergüenza, prepotente, y… tan perfecta.



Cuando me enfrenté a aquel rabo puse los ojos como platos. Era como un mástil robusto, respingón y del tamaño de una banana caribeña de esas con las que todas las mujeres han fantaseado alguna vez.



-Es… ufff… -me mordía los labios totalmente fascinada por aquel miembro viril. Lo acaricié con mi mano derecha, arañándolo cariñosamente con mis largas y cuidadas uñas. La imagen de mi alianza de casada pegada a aquellas venas como tuberías me pareció algo casi grosero, pero increíblemente excitante. Aquel jugueteo parecía gustarle mucho a Rober ya que empezó a echar la cabeza hacia atrás.



-Los huevos, nena, pasa tus uñas.



Y yo arañé aquellos kiwis afeitados con mis uñas, cosquilleando sus testículos.



-¿No la querías probar?



Por respuesta, se la sujeté por la base con sólo dos dedos, me arqueé, y me la metí en la boca succionando con todas mis fuerzas, saboreándola con pasión. Ya no me importaba que mi marido se despertara y me viera haciéndole una mamada a aquel desconocido, estaba trastornada por el deseo. Una mujer, aun casada y madre tiene necesidades, y aquel hombre irresistible estaba preparado y dispuesto a aliviarlas.



Empecé a lamer su polla de arriba abajo, a lo largo, deteniéndome en la cúspide para saborearla. Su glande era gordo, esponjoso como un boletus, y yo lo saboreaba en mi boca con verdadera delicia. Después traté de meterme todo lo que pude y aún sobresalía casi la mitad.



-Mmm… Está buenísima, que pena que no me quepa.



-Eso te gusta ¿verdad? Que no te quepa… ¿a que sí?



-Sí.



Rober había apoyado una mano en mi nuca acompañando los movimientos de mi cabeza, pero sin tratar de forzarme sino como ayudándome con delicadeza a chupársela mejor. Me la tragaba cuanto podía como una víbora que devora su presa, sólo que esta vez yo era la fiera que engullía una y otra vez aquel animal que se alzaba rígido y arrogante, dejándola luego resurgir muy lentamente entre mis labios fruncidos para el deleite de Rober.



-Oh sí, Dora. Qué bien lo haces, eres única nena… Ya estabas aburrida de los polvos rápidos de éste, que ni se quita los calcetines para dormir. Ya necesitabas comerte una buena polla. A alguien que sepa tratarte como si aún fueras virgen unas veces… y como a una zorra otras, en vez de un cura pálido y abatido como él.



-Rober, no seas así, cállate por favor. Le suplicaba mientras no dejaba de chupar como loca aquella polla inabarcable. Pues sólo tenía ojos para aquel sexo que devoraba como una mantis cruenta y caprichosa, pues era el sexo del hombre que me tenía borrados los puntos cardinales de la voluntad.



Entonces, me dio una bofetada en la cara, seca, no muy fuerte pero que me dejó paralizada por un segundo.



-¡Los dientes, nena! ¡Ten cuidado!



-Lo siento.



-Sigue. Cómetela zorra.



Aquel trato vejatorio logró que estallara en mí una auténtica furia sexual. Me puse loca perdida y creo que le hice la mejor mamada que había hecho en mi vida, o al menos lo intenté perdida en la angustia de un deseo sin futuro.



-Para, para, ¡¡Joder qué bien lo haces!! Tienes una boca fantástica, Dora. ¡Ven aquí!



Me cogió del pelo y me obligó a ponerme a cuatro patas, e igual de salvaje y sin ningún miramiento, agarro su polla y me clavó penetrándome hasta las entrañas. Lancé un grito de estupor y placer. Pero él continuó. Continuó hundiendo en mí toda aquella cosa, sacudiéndome con rudos embates hasta lo más profundo de mí ser. Toda la cama se agitaba como en un terremoto, moviéndose al ritmo que imponía Rober en mi trasero, y… perdí la razón.



-¡¡Sííí!! ¡¡Sííí!! ¡¡FÓLLAME!! ¡¡FÓLLAME!!



Rober me hacía sentir tan llena y orgullosa, no sé cómo explicarlo, su polla parecía llegar a sitios donde ningún hombre había llegado, tan hondo, tan profundo que me sentí invadida hasta el alma. Sin detener ni un momento su brutal forma de follarme, haciéndome zarandear, obligándome a hundir mis largas uñas en la colcha de nuestra cama. Al mismo tiempo, lamia con su lengua mi nuca, mis orejas ó apartándome el pelo me mordía allí donde se unen el cuello y los hombros.



- ¡¡Joder, qué bien!! ¡¡Ahh!! ¡¡Así, móntame, fóllame, hazme galopar!! ¡¡Joder!! ¡¡Joder!! ¡¡Joder!!



- Oh, Dora, me encanta tu culo, zorra. Bramaba Rober, azotándome con fuerza el trasero varias veces, maltratándome, arañándome la espalda, agarrándome el vestido negro por donde me sujetaba a modo de riendas, tratando de domarme.



Me estuvo follando como una perra un buen rato, no sé cuánto, lo que él juzgó suficiente. Hasta que su polla me concedió una pequeña tregua en aquella especie de adiestramiento para señoras casadas. Himpas que aprovechó para pasarme sus manos por debajo de las axilas, y tirando de mis hombros hacia él me incorporó lo suficiente para que mis manos no alcanzaran a apoyarse sobre el colchón.



Nuestros cuerpos describían una “V” desnivelada hacia delante, yo en vilo sobre nuestra cama de matrimonio, sujetada por el amante cuyo miembro latía furioso en mi bajo vientre. Ofrenda, a la que respondí arqueando cuanto pude el final de mi espalda para acogerlo tan adentro de mí como pudiese.



Entonces, en aquella postura inverosímil Rober reinició el tempo de su diapasón en mi tensado pandero, lo cual tuvo como resultado que mis pechos comenzasen a botar agitadamente. Aquella visión me cautivó. Mientras él me seguía follando y sosteniendo en vilo, yo contemplaba embobada como mis tetas se balanceaban convertidas en péndulos hipnóticos, oscilando una y otra vez. Así que, aunque por un instante pensé sujetarlas, acabé posando mis manos en mis riñones para darles todavía más libertad. A veces oscilando simétricas y otras rebotando alborotadas e incontrolables.



- Dame, ¡¡fuerte!! Le pedí sin pudor y… ¡¡AH!! ¡¡AaH!! ¡¡AaaaH!!



Entonces, cuando mis músculos se tensaron, en el preámbulo irrefrenable de los atroces fogonazos del placer que me subían por las ingles, me acordé del amor y busqué con verdadero pánico la mirada de mi marido.



- Vaya, nena. Ya te has vuelto a correr. Sí que tenías falta…



El tío impuso una velocidad endiablada a su cadera, y con el nuevo orgasmo casi me desplomo si no llega a ser porque Rober me tenía muy bien agarrada. La cama se agitaba con tanta fuerza que el cabecero metálico empezó a sonar contra la pared. Yo no dejaba de mirar a Martín. Era imposible que no se despertara con aquel escándalo. Por un momento, creí ver que los ojos se movían debajo de sus párpados cerrados. ¿Estaría despierto escuchándolo todo? Imaginé por un momento que era así, que mi marido era consciente de todo y que se hacía el dormido tal vez para no mostrar su humillación, por no haber sido capaz nunca de ponerme así. Aquellas ideas me turbaron animándome a ser más depravada aún, y me comporté como una auténtica furcia con su viril amigo… No, su amigo no. Mi amigo, mi mejor amigo.



-¡Rober! ¡Quiero ponerme encima, vamos!



Me coloqué encima, buscando con una avidez innegable un trozo de ese hombre con que calmar mi deseo. Sin apartar mis ojos de los suyos, lo atrapé en mi mano apoyándolo en la puerta que yo misma le hice atravesar. Regalándome un gozo febril casi había olvidado. Cabalgué a Rober sin tregua durante un buen rato. Desbocada, movía mi culo en círculos mientras saltaba sobre él, dándole a las penetraciones un pequeño giro de cadera que nos proporcionaba a ambos un fulgor extra de placer. Reviviendo por fin esa plenitud codiciada y fatal.



-¡Oh, oh, zorra! ¡Qué bien! ¡Qué bien Dora! ¡Sííí! Se nota que has montado a caballo nena, joder si se nota y seguro que Martín te pagó las clases ¿verdad? No olvidaré darle las gracias… Joder, si yo fuera tu marido cabalgarías mi polla a diario nena.



Sus palabras encendían todo mi cuerpo, cada centímetro de mi piel quemaba con un calor abrasador. Saltaba rítmicamente sobre él en un ciclo infinito, jadeante y sudorosa.



-¡Adentro, adentro, más, más, más! Gruñí apretando los dientes, trotando contundente sobre él, clavándole mis uñas en sus músculos. ¡¡AaaaH!! Gritaba entre gemidos, saltando y brincando sobre aquel morenazo pura sangre. Pero… ¡¡No!! ¡¡AH!! ¡¡AaH!! ¡¡AaaaH!! ¡¡Joder!! Me había vuelto a correr, quedando paralizada por el fuerte impulso nervioso que atravesó todo el cuerpo.



¿Qué me está haciendo? ¿Qué me pasa? Me preguntaba apabullada, apretando mis piernas tratando de controlarme. No sabía que una mujer se pudiese sentir así, estaba hiperexcitada, y cualquier estímulo me provocaba un nuevo orgasmo. Me quedé inmóvil, alucinada y ofuscada.



Miré a Martín. Seguía inmóvil, pero me dio la impresión de que sé sujetaba a la cama ante nuestros violentos envites, como tratando de no caerse.



-Si sigues un poco me correré en tu coño, Dora quiero llenarte de semen… -dijo Rober, ahora sí exhausto.



-No, no. Aguanta más, quiero más… Dije, y hubo un eterno instante de silencio durante el que Rober y yo nos miramos fijamente. Por primera vez pude intuir algo de sorpresa en su mirada. Éste era el momento para las locuras, yo estaba fuera de mí, no parecía yo. Él me enloquecía, era el apropiado, sobradamente dotado, hábil y arrebatador.



Me incorporé y me puse de nuevo a gatas, esta vez apoyada sobre mis codos, arqueando la espalda mientras miraba con odio a mi marido por haber llevado a aquel hombre hasta mí. Mi culo quedo apuntando hacia el techo de nuestra habitación, expuesto, prominente como un actor protagonista en medio del escenario. Rober, hizo una mueca de complacencia ante lo explícito y humillante de mi postura. Comprendió cuales eran mis intenciones, le estaba ofreciendo lo más sagrado, el altar que todos los hombres veneran para que él lo deshonrara sodomizándome. Nada había ya más intenso en mí, que él deseo de ser poseída por él.



Se apresuró, acercándose a mí, atacando mi grupa con su lengua mientras introdujo dos de sus dedos en mi vagina. Así paso un rato delicioso, comiéndome el trasero como si de un delicioso postre se tratara. Hasta que finalmente se incorporó y haciendo un alarde de flexibilidad fue a sentarse justo entre mi marido y yo. Para seguido, agarrarme del pelo y hacerme tragar literalmente su polla. Enseguida me di cuenta de qué lo que quería Rober era que no protestara, pues al instante noté como introducía su pulgar en mi culo sin mucha cortesía.



No me habría quejado, en realidad era yo la que estaba siendo saciada más de lo que una mujer podría anhelar. Martirizándome el trasero con su pulgar, había comenzado a frotar frenéticamente el clítoris con su dedo índice. Era un artista, un maestro manejando su sexo y atendiendo el mío. Lo demostró enseguida logrado sincronizar los movimientos de su pulgar en mi culo, y de su polla en mi boca. Aquel hombre tenía un talento especial para follar. Además un portento de resistencia, un semidiós en erección que me iba a redimir de todos mis años de fiel esposa.



Instantes después, note como me sacaba su pulgar, y rebañaba todos los flujos de mi sexo untándolos a continuación un poco más atrás. Un territorio nunca antes explorado pero que yo le brindaba, combinándolo a tomarlo como suyo. Y así fue, Rober me volvió a violentar el mismo orificio con al menos dos de sus virtuosos dedos. Serán el índice y el corazón, imaginé plenamente confiada en mi amante. Pues sí, Rober iba a ser el primero. El primer hombre al que permitía introducirme su hermoso miembro por el culo.



En aquel afanado prólogo, incluso le oí escupir en su mano un par de veces restregándome su saliva después, hasta que sacándome por fin la polla de la boca intuí que se disponía desvirgarme. Rober sabía que yo ya estaba preparada. Haciéndome recostar sobre la cama se tumbó detrás de mí, besándome en mi hombro derecho con dulzura, y apoyando con cariño su pecho contra mi espalda me lubricó por última vez con su espesa saliva.



-Así es mejor. Dijo, haciéndome entender q

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