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Paquita (44)

Se hace el silencio y cabe afirmar que éste se llega a mascar dentro del exiguo recinto que nos cobija. Yo sigo con el enfurruñamiento, no obstante escucho atento el incestuoso relato. Es sintomático que estas dos mujeres, ambas fueran objeto de casi idénticas experiencias. Dudo que nadie me pueda tildar de reprimido y timorato, pero escuchar a estas dos viciosas en lo tocante a sus contubernios familiares, me escandaliza, y sobre todo me repugna, al pensar en la moral tan estricta que impera en el ámbito familiar en el que me muevo. Esta pausa, en que Cristal parece tomar aliento a fin de reponer sus fuerzas, la aprovecho para recapitular mis pensamientos y así evitar se esfumen en la nebulosa del olvido. Luego lo pasaré a la libretita donde registro cada vicisitud que surge. Cavilo, con sorpresa, lo mucho que puede dar de sí tan corto período de tiempo, ya que escasamente quedan dos hojas para anotar ulteriores acontecimientos.
-Al día siguiente, -cuenta la narradora- lo primero que hice al llegar al Colegio Jeanne d'Arc fue buscar a Hilda. La encontré en el pasillo, cuando se encaminaba hacia el aula. Estábamos solas. Sin mediar palabra le di un beso lingual, pegando con fuerza mi 'poitrine' a la suya. "¡'Tu es una 'sale gosse vicieuse'!", me increpó Hilda, nerviosa y enfadada, separándose con brusquedad. "Bien, ¿y qué?", repliqué desafiadora y ofendida por el rechazo. "¿Acaso tú, no me has besado y metido la lengua en 'ma chatte'?" "Si lo hice, ¡estoy bien arrepentida! "-se revolvió arisca. "¡Entonces, ayer mentiste, ya que dijiste que me amabas, no siendo verdad! " le increpé, asumiendo un aire pesaroso a punto de llorar. "¡Una cosa no va con la otra!" arguyó Hilda con enfurruñamiento. "¡Claro que va!", defendí con tesón, "pues si repudias mis besos y caricias, ¡es que no me quieres!", y forcé la glándula lagrimal para excretar apócrifas lágrimas que resbalaron por las mejillas. La estratagema causó su efecto. Hilda no resistía verme desgraciada, ¡bien lo sabía! Volvió la cabeza a uno y otro lado, y percatándose no había nadie, atrajo hacia ella y pego la boca a la mía en un beso pletórico de pasión amorosa. Triunfante saboreé, con el placer de la victoria, la sumisa ofrenda de su orgullo. El temor de ser sorprendidas hizo retornar a la realidad. Cogidas del brazo nos dirigimos al aula y antes de entrar le dije: "Hoy, en casa, no habrá nadie, mis padres han ido a París y no regresarán hasta la madrugada, ya que piensan ir al teatro. Al salir del colegio ven con Dany. Marcel también estará. Tengo una sorpresa. ¡Seguro que lo pasaremos muy bien!" Dany, el hermano de Hilda, era mayor, pero siempre que se lo pedíamos se avenía a acompañarnos y no rehusaba el jugar con nosotras. Era de gran guapura, y las mayores de mi colegio se lo disputaban a la descarada. Al entrar en el aula, la clase había comenzado y la profesora nos lanzó una mirada cargada de reproche que presagiaba el castigo. Pero no ocurrió nada."
Hace más de cinco minutos que Cristal enmudeció. ¿Es para centrar las ideas, o porque está fatigada? No sería extraño, pues lleva rato hablando.
-¿Te ocurre algo? - le pregunta Paquita intrigada.
-¡Nada! -responde- Perdonar, es que me he embebido en el recuerdo de aquella tarde inolvidable.
-Pues sigue contando, que me tienes en ascuas -reclama Paquita.
-¡Vaya, veo que el relato te interesa! -deduce pícara-. Si es así, voy a complacer tu curiosidad. Pero será siempre que me lo pida también don enfadado, -se dirige hacia mí, alusiva.
-De acuerdo, te lo pido, -le contesto-. ¡Y nada de enfadado! El enfado presupone contrariedad u ofensa previa, y ninguna de esas circunstancias concurren en este caso. De modo, que no te escudes en tan baladí excusa para dejarnos in albis de tu desvirgación.
-Al pedirlo tú, me complace mucho más seguir contando, -expresa Cristal, y lo que pudiera existir de halago a mi persona, queda paliado por la tilde de guasa que imprime a su semblante -Por la mañana encargué a la criada preparara una merienda muy especial, ya que esperaba recibir a unos amigos. Al salir del colegio, Hilda se despidió para ir en busca de su hermano. Yo fui directamente a casa, en donde encontré a Marcel que ya estaba esperando. Esa tarde la sirvienta libra, por lo que quedamos dueños de la casa. Con ayuda de mi hermano instalamos en la terraza el compact-disc y una cuidada selección de bailables y aderezamos en el velador lo preciso para la merienda. No bien acabamos de preparar todo lo necesario, se presentaron Hilda y Dany. Les abrí la puerta, y tras los besos de ritual, invité a Dany a que se reuniera con Marcel en la terraza. Hilda y yo pasamos a mi habitación, y allí le propuse vestir los sari de seda que mi padre trajo de la India. Le dije era conveniente quitarnos la ropa por exigirlo el atuendo en su parte superior y, en cuanto al resto, porque lucía mejor, ya que cualquier pliegue, frunce o arruga se notaba y rompía la armonía del conjunto. Ella se negó en redondo, aduciendo era indecente mostrarse delante de Marcel y Dany transparentando las interioridades. Después de insistir, y demostrar que la tela doblada no dejaba adivinar o vislumbrar nada, logré convencerla y, aunque un tanto a regañadientes, aceptó desnudarse. Mientras contribuía a su 'toilette', cada gesto, la extracción de cualquier prenda, el solo arrimo de nuestros cuerpos, la hacía cabriolar. Yo le prodigaba besos y caricias, y aunque se rebelaba y me reñía, no era capaz de disimular la excitación que le causaban, que exteriorizaba con histéricas y convulsivas risotadas. Doblé la seda y sujeté con un imperdible, para que no escurriera. Luego ceñí el sari así doblado sobre el cuerpo desnudo de Cristal, tal como se lo había vista hacer a mamá, de forma que la espalda y el hombro derecho quedaban al descubierto y desde el hombro izquierdo y la cintura caía en simétricos pliegues hasta el suelo. A continuación me vestí el mío. Al mirar en el espejo quedamos deslumbradas. La pureza de líneas de nuestra virginal y tierna anatomía era resaltada por la fluctuante seda, que dúctil se amoldaba a cada curva, forma o perfil. Las imágenes reflejadas en el azogue aparentaban más altas, lo que prestaba a nuestras siluetas esbeltez y donaire inusitados, de lo que, ambas éramos conscientes, carecíamos. No obstante, nuestra infantil petulancia indujo a que nos comparásemos con Semíramis, cuando se disponía a fundar Babilonia, tal como recordábamos haberla visto en algún grabado. Maquillamos nuestros rostros con pintalabios y colorete, que tomé de prestado de mamá, lo que dio como resultado dispensarnos apariencia de al menos tres años más de edad, y que, sin falsa modestia, luciéramos muy bellas y atractivas. Venciendo la resistencia de Hilda, que era sumamente timorata, salimos por fin a la palestra, dispuestas a brindar al público el espectáculo que mi calenturienta imaginación había previsto.
"Tal vez para librarse del calor, Dany y Marcel estaban en pantalón corto, mostrando desnudo el torso y las piernas. No obstante su diferencia de edad, los hallamos enfrascados en amigable charla y, tal vez influenciados por el cine, ambos sostenían en la mano sendos vasos, que en esa ocasión sólo contenía inocente refresco sin nada de alcohol. Al vernos aparecer, dejaron los vasos sobre el velador, y pusieron a aplaudir con más entusiasmo de lo estrictamente conveniente, lo que nos puso en guardia. Previamente aleccione a Hilda para que procurase imitar mis movimientos de danza, no porque yo supiera más, sino por convenir mejor a mis designios. Bastó apretar el interruptor del compact-disc para que sonase la música de Bolero, de Ravel. Acorde con nuestra vestimenta, inicié la danza del vientre, que Hilda, voluntariosa y con no muy buenas trazas, pretendía imitar. Resultaba harto elocuente que ninguna de las dos estábamos dotadas para el arte de Terpsicore, pero nuestro movimiento circular de la parte que abarcaba pelvis y estómago por delante y las caderas por detrás eran tan vehemente, que suplía con creces cualquier deficiencia que pudiera apreciarse al compararlo con avezadas bailarinas profesionales. Nuestros excesos producían en el público gran regocijo, que se explayaba en sonoras y burlescas carcajadas. Dispuestas, como estábamos, a emular a las más insignes y prestigiosas bayaderas, no nos dejamos arredrar por la mofa. Pusimos a colación nuestras capacidades e inventiva y nos lanzamos, tomando como centro la pelvis, al mayor desenfreno rotatorio que un trasero es capaz de resistir. Desde que supe que mis padres se ausentarían todo el día, surgió en mi cabeza la idea de celebrar esa fiesta, en la que participara Dany, por el que me sentía atraída, y me trace un plan para seducirlo que paulatinamente fui poniendo en práctica. La primera parte, vestir el sari y bailar descocada, ya estaba en acción; luego, con gran disimulo, solté el imperdible que mantenía el doblez de la tela, de manera que fue resbalando hasta dejar sobre la piel una gasa trasparente. A través el celaje traslúcido los ojos de los dos hombres en sazón pudieron apreciar nítido, expuesta a su curiosidad y atención, la carne prieta y tornasolada de mis partes más secretas. Sus risas, como por ensalmo, cesaron de inmediato, al tiempo que tanto el rostro de Dany como el de Marcel adquirieron un tinte grana violento. Fingí no percibirme de ese rubor que denotaba bien a las claras la sensación que en los púberes espectadores les producía contemplar mis formas desnudas en pleno despiporren lujurioso. Con la picardía que entonces caracterizaba mis acciones, ese descubrimiento actuó de acicate para buscar la forma de aguijonear más, y siguiendo el ritmo de la música emparejar con mi 'partenaire', moviendo nuestros vientres uno frente al otro como si pretendieran contactar para entremeterse.
"Procurando que Hilda no se percatase, aproveché el volatín de un paso de la danza para desprender su imperdible. Debo confesar que me vi arrastrada, con los otros dos espectadores, a un estado tal de admiración, que quedé perpleja. La morbidez de sus finas y delicadas formas en los lugares más recónditos, la perfecta curva de sus senos, rematados en un pezón oscuro, agudo como nariz de un roedor, la elegancia natural, que imprimía a sus armónicos movimientos el embrujo de su atractivo personal, y el aliciente de su boca de labios sexuales, me movió al piropeo, y no hallando frase más apropiada, me valí de las palabras de Lope de Vega:
'¡Ay boca celestial, ay boca hermosa!
¡Quién fuera abeja de tan dulce rosa!'
Y dejándome llevar por el embrujo de ese momento, me inhibí de cualquier otra presencia, y me arrimé a Hilda y la abracé y uní mi boca a la suya en beso absorbente y atrevido, y rota toda mesura roce mi regazo contra el suyo sin perder el ritmo de la danza, que ladina se trocó en cómplice efugio para justificar la yuxtaposición de los cráteres en que se habían convertido nuestros centros giratorios. El satinado roce de la liviana tela coadyuvaba al placer que fustigaba la frenética euritmia, y cuando las convulsiones fueron medibles en el sismógrafo de la lujuria, perdí la continencia y entrelacé miembros y lengua con los de la sorprendida Hilda, que arrebatada por mi desenfreno acabo claudicando al embrujo del abrazo, ardiendo las dos a un tiempo en el magma del orgasmo.
"Movida por la curiosidad, en cuanto volví a la realidad del momento, me fijé en los espectadores, y no salía de mi asombro al ver reflejarse en sus rostros un cúmulo de contradictorios sentimientos que me desconcertó, desde vergüenza hasta lascivia, sin omitir sorpresa, temor y repugnancia. Tal vez repudiaran en la una lo que les atraía de la otra, según se tratara o no de la hermana de cada cual. Pero a las claras se advertía la fiebre sexual en que se consumían.
(Continuará)
Datos del Relato
  • Autor: ANFETO
  • Código: 1756
  • Fecha: 20-03-2003
  • Categoría: Varios
  • Media: 5.17
  • Votos: 46
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4188
  • Valoración:
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